Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 12 de octubre de 2018

Las palabras perdidas

El joven y talentoso narrador venezolano, Rodrigo Blanco Calderón, cuya novela The Night comentamos aquí, ha escrito en su cuenta de twitter: "esta novela es de las mejores de los años 90. No tiene nada que no tenga Los detectives salvajes y en más de un sentido la precede. En Caracas, yo la conseguí en el FCE. Se titula Las palabras perdidas (1992), del cubano Jesús Díaz". Sonará exagerado o sacrílego a los bolañistas, pero estoy de acuerdo con él.
Muchos de los elementos de la marca Bolaño están en aquella novela de Díaz: el provincianismo del mundillo letrado latinoamericano, las rivalidades artísticas llevadas casi al grado de competencia deportiva, las revistas como utopías de una república de las letras, la promiscuidad de literatura y política, la persecución policiaca del arte y, sobre todo, la Guerra Fría, metafóricamente captada en la imagen de la plataforma giratoria de la Torre Ostánkino en Moscú.
Como es sabido, aquella ficción intentaba reconstruir los años del primer Caimán Barbudo, a través de tres personajes, el Rojo, el Gordo y el Flaco, que corresponden a escritores reales de la generación del 60: Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y el propio Jesús. A esos tres se sumaba un cuarto, el Rubito, delator y metafísico. Como hemos anotado en otro lugar, más allá del tópico de las relaciones entre arte y poder, la novela era una fuerte intervención a favor del necesario vínculo entre tradición y memoria en una literatura nacional. El título que, según Díaz, jugaba con otro, de un célebre poemario de Fina García Marruz, Las miradas perdidas (1951), contenía toda una indagación sobre el destino difuso de las palabras del pasado.
Alguna vez, almorzando con Jesús en su apartamento de Madrid, le dije que no podía dejar de relacionar aquel título y su propia novela con una canción de Silvio Rodríguez, recogida en su disco Mujeres (1978), que está cumpliendo cuatro décadas. La canción se titula "¿A dónde van?", y en sus primeros versos entrelaza palabras y miradas perdidas: "¿a dónde van las palabras que no se quedaron?/ ¿a dónde van las miradas que un día partieron?/ ¿acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón?/ ¿o se acurrucan entre las hendijas buscando calor?/ ¿acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar?/ ¿acaso nunca vuelven a ser algo?/ ¿acaso se van?/ ¿y a dónde van?/ ¿a dónde van? .."
Recuerdo haberle dicho a Jesús que esa era mi canción preferida de Silvio. A lo que Jesús respondió: "también la mía". Luego, seguramente, hablamos de su amistad con Silvio, tema al que volvimos varias veces en nuestras muchas conservaciones en aquellos años de Encuentro. Nunca olvidaré la falta de rencor con que Jesús hablaba de tantos amigos suyos, que le dieron la espalda a principios de los años 90, justo cuando apareció su novela, largamente censurada en la isla. Un distanciamiento que a partir de Encuentro, a mediados de la década, se volvió, en algunos casos -creo que no el de Silvio- estigmatización.
Lo que no recuerdo haberle dicho a Jesús es que cuando conocí a Silvio, en Varadero, allá por el año 1982 o 1983, a través de mi padre, que era muy amigo de Raulito Roa, pareja por entonces de María, la hermana de Silvio, le dije que su canción que más me gustaba era "¿A dónde van?" No sé si fue lo que sucedió realmente o es una fantasía más de mi memoria, pero me parece que Silvio respondió: "también la mía".

viernes, 28 de septiembre de 2018

Una disculpa a Ana Niria Albo Díaz (Casa de las Américas contra La Polis Literaria)




Ayer viernes 28 de septiembre en la tarde, después de varias horas sin poder acceder a la página electrónica La Ventana, portal de la institución cultural cubana Casa de las Américas, leímos una nota en la sección de comentarios que aclaraba que el texto sobre mi libro, La polis literaria. El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría (Taurus, 2018), no había sido escrito por la joven socióloga Ana Niria Albo Díaz. La confusión se debió a que en la versión electrónica de dicha página, se insertó un editorial de la revista Casa de las Américas en el espacio de esa colaboradora.
En el encabezado de la página no decía "Por Casa de las Américas", como dice ahora. Como tantos que vieron la página pueden atestiguar, aparecía el texto, con la foto y el nombre de la profesora Ana Niria Albo, arriba, a la derecha, como otros textos de las secciones "En el aire" y "Órbita". Eso llevó a que varios lectores del portal de Casa de las Américas, fuera de Cuba, entendiéramos que la socióloga Albo Díaz era la autora de un texto evidentemente oficial. Me alegro mucho de que el asunto se haya aclarado, lo cual me lleva a corregir la respuesta publicada ayer en este blog.
Como podrá observar el lector, sólo he sustituido la falsa identidad de Ana Niria Albo Díaz por la real de Casa de las Américas. El trabajo de reedición fue sencillo, ya que lo que yo, injustamente, reprochaba a la joven autora, resultó ser correcto: quien hablaba era el Estado cubano. El editorial de Casa de las Américas sobre mi libro es, en efecto, una re-escritura de la propia historia oficial cubana. Ahora no se dice que aquellos escritores del boom defendieron una idea "burguesa" de la literatura y una noción "enajenada" del compromiso intelectual sino que todos eran hijos de la Revolución Cubana -aunque la mayoría empezó a escribir antes de enero del 59- y que, al final, acabaron todos unidos como íconos del mismo mural latinoamericano: Fidel y Borges, Retamar y Fuentes, Guillén y Paz.
El editorial sobre mi libro me confirma que hay en curso una re-escritura del pasado de Casa de las Américas que forma parte del nuevo parque temático del capitalismo de Estado en Cuba. Un nuevo relato dentro del que cabe todo, cualquier escritor anticomunista o de derecha del pasado, pero nunca un o una escritora o artista de la izquierda contemporánea de América Latina y el Caribe, o de la propia isla, que cuestione directamente la falta de democracia en Cuba o la absurda permanencia de un régimen de partido comunista único. En relación con Casa de las Américas, una institución que asume un libro académico como "calumnia a la Revolución", pero calla ante tantos atropellos de la derecha o la izquierda en América Latina, hemos llegado a lo que temía Julio Cortázar: "un vocabulario de casuistas cuando no energúmenos/ arma la burocracia del idioma y de los cerebros, y condiciona a los pueblos".

jueves, 27 de septiembre de 2018

Casa de las Américas: el relato de las marionetas

En la página electrónica La Ventana de Casa de las Américas, en La Habana, aparece una crítica de mi libro La polis literaria (2018), muy reveladora de la forma en que esa institución cultural rememora su rol protagónico en la pugna de las izquierdas durante la Guerra Fría latinoamericana. Los autores de la reseña no cuentan de qué trata el libro y no objetan sus tesis centrales sino que lo denuestan por sus ausencias bibliográficas, temáticas o ideológicas. Ausencias que, de manera grandilocuente, llaman "agujeros negros", y que no sólo limitarían al libro sino a mi persona, ya que la condición de "contrarrevolucionario" o "enemigo de la Revolución" representa, en ese tipo de textos, una degradación moral. Limitaciones políticas, entiéndase, que según Casa lastran tanto mi trabajo intelectual como mi vida personal.
Si los autores de la reseña emplearan un lenguaje y un sentido propios, si no reprodujeran tantas frases que hemos leído en otras diatribas similares en La Jiribilla, en la misma Ventana -aunque ya no se encuentran electrónicamente- o en mi expediente en Ecured, podría pensarse que el texto es, plenamente, de una persona. Pero como desde la primera frase ("en su libro más reciente Rafael Rojas continúa su insistente tarea de calumniar a la Revolución Cubana") hasta la última ("parece más que evidente que el agujero negro por excelencia de Rojas es el mal uso que suele hacer de su inteligencia para atacar al proceso revolucionario cubano del país donde naciera"), se repiten las mismas palabras que desde hace décadas se emplean para caracterizar mi obra en la isla, debo entender que se trata de un autor colectivo.
Como el anónimo habla orgullosamente en nombre de "la Revolución" y de su gobierno, no puedo menos que considerar sus juicios como juicios del Estado cubano, el Ministerio de Cultura o, específicamente, Casa de las Américas, la institución que edita esto que llamamos "reseña". Hay, como comprobará cualquier lector de mi libro, expresiones del editor o editora, que hemos leído, casi textualmente, en Roberto Fernández Retamar y otros intelectuales oficiales de la isla durante medio siglo. Defienden el presente y pasado de la política cultural cubana en bloque, haciendo excepción de un tramo corto de "quinquenio gris", a principios de los 70, ejecutado, según ellos, por unos cuantos "energúmenos".
Empecemos por los "agujeros negros" de mi bibliografía. Dice Casa que en el libro no se citan algunos autores y textos muy conocidos y comentados en otros ensayos míos, como Mundo Nuevo. Cultura y Guerra Fría (1997) de María Eugenia Mudvrovcic, La CIA y la Guerra Fría Cultural (2001) de Frances Stonor Saunders o la antología de Desiderio Navarro, La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (2008). También acusa como ausencia imperdonable que no se suscriba el concepto de "quinquenio gris" de Ambrosio Fornet, como si se tratara de un marco analítico obligatorio. Dejemos a un lado, por favor, el viejo artículo de Christopher Lasch, que defendía un liberalismo radical en los 60, muy crítico de los totalitarismos comunistas.
Es cierto que esos libros no se citan textualmente, pero es evidente que están implícitos en la actualización bibliográfica que propone La polis literaria. Desde mis primeros libros -El arte de la espera (1998) o Tumbas sin sosiego (2006)- expuse por qué me parece limitada la noción de "quinquenio gris" de Fornet. Y en El estante vacío (2009) y La máquina del olvido (2012) comenté varias veces la citada antología de Navarro. Buena parte de esos debates, en la isla, fueron actualizados por Jorge Fornet en su libro El 71. Anatomía de una crisis (2013). Dado que no tiene sentido repetir lo ya escrito, mi discusión se centra en este último, donde, por cierto, no se cita buena parte de la literatura sobre el tema, escrita por críticos cubanos fuera de la isla en los últimos veinte años. Aunque digan que es "de pasada", los editores de Casa demuestran que el debate con el libro de Fornet es más profundo y, evidentemente, reaccionan a eso.
En La vanguardia peregrina (2013), específicamente en el capítulo dedicado a Severo Sarduy, destaco la importancia de estudios como el de María Eugenia Mudvrovcic, pero me inclino más por la interpretación del conflicto Mundo Nuevo-Casa de las Américas que propone Idalia Morejón en Política y polémica en América Latina (2010). Esa discusión, a su vez, está siendo revisada por críticos literarios como Pablo Sánchez y Deborah Cohn, que trabajan específicamente el boom, y, sobre todo, por los historiadores especializados en la Guerra Fría cultural latinoamericana que se citan en la Introducción y el Epílogo de La polis literaria: Hal Brands, Greg Grandin, Gilbert Joseph, Tanya Harmer, Eric Zolov, Vanni Pettinà... Ninguno de estos autores cuenta en la reseña, ni cuenta, hasta donde he leído, en la discusión sobre la Guerra Fría en Casa de las Américas.
Este desfase es especialmente válido para el caso del libro de Frances Stonor Saunders, una autora muy presente en la isla, en tiempos de la Batalla de Ideas, que hacia 2003 fue utilizada para acusar a la revista Encuentro de la cultura cubana de proyecto de la CIA. Además de no estar dedicado específicamente a la Guerra Fría cultural en América Latina, el enfoque de Stonor Saunders ha sido rebasado por nuevas investigaciones como la de Patrick Iber, en Neither Peace nor Freedom. The Cultural Cold War in Latin America (2016), que sí estudia centralmente la manera en que el conflicto bipolar se reprodujo en la cultura de la región. Iber no sólo analiza un bando de aquella pugna, el de la CIA y otras fundaciones norteamericanas a través del Congreso para la Libertad de la Cultura -y no únicamente de éste- sino el otro, el del Consejo Mundial por la Paz y las instituciones culturales soviéticas y de Europa del Este, a las que se sumaron, inicialmente desde una perspectiva propia y, luego, más acoplada a la geopolítica de Moscú, los organismos culturales cubanos en los años 60 y 70. Escribí una reseña de ese libro que puede ser útil para el debate, pero lo más probable es que la ya la hayan leído y que no se den por enterados.
A través de una reinterpretación del concepto de intelectual orgánico de Antonio Gramsci, Iber propuso no pensar a los actores culturales de la Guerra Fría en América Latina como "marionetas" o ventrílocuos de uno u otro polo. La relativa autonomía de los sujetos culturales o políticos, en contextos específicos de confrontación social e ideológica, es destacada en ese volumen. Así resultan más comprensibles fenómenos como la revista Mundo Nuevo, una publicación claramente inscrita en la Nueva Izquierda, pero que fue editada por el ILARI en París, una prolongación del CLC, con fondos de la Fundación Ford, o Libre, una publicación con financiamiento privado que suscribió el socialismo chileno pero criticó al socialismo cubano.
Mis supuestos "agujeros negros" son, por tanto, un buen reflejo de la desactualización teórica e historiográfica de los editores de Casa de las Américas. Pero como siempre sucede en ese tipo de texto, las cuestiones de fondo son mero trámite para pasar a la abierta distorsión de los sentidos y los mensajes. En mi libro nunca se niega la importancia de la Revolución Cubana para el nacimiento del boom de la nueva novela latinoamericana, como aseguran los reseñistas. Las primeras páginas de casi todos los capítulos están dedicadas a reconstruir el entusiasmo que aquellos escritores sintieron por la Revolución que triunfó en enero del 59. Mi objetivo no es "desmontar" -un verbo que no uso- esa obviedad, sino explorar las tensiones y conflictos que se produjeron entre el socialismo cubano y los escritores del boom. Los verbos que uso, "criticar", "matizar" o "problematizar", se convierten en algo amenazante o enemigo como "desmontar". Lo que hace suponer que el fin del editorial es defender una relación armoniosa entre el boom y la Revolución.
Sorprende que alguien que haya leído el libro ponga en duda la posibilidad de documentar que las relaciones entre la Revolución Cubana y el boom de la nueva novela latinoamericana se tornaron conflictivas a partir de 1966 y que entre 1968 y 1972 llegaron a la ruptura, en el caso de algunos narradores y críticos clave como Fuentes, Vargas Llosa, Rodríguez Monegal, Rama, Edwards o Cabrera Infante. Basta leer Mundo Nuevo y Libre y la correspondencia entre esos escritores para confirmar una "crisis", que no niega ningún estudioso serio, ni siquiera Jorge Fornet. Pareciera que el relato histórico de Casa de las Américas se acoge a una suerte de revisionismo, por el cual lo que sucedió en esos años no fue una ruptura sino un intento de división de la CIA, que finalmente fracasó.
Las recurrentes críticas al machismo, la homofobia, el autoritarismo y la burocracia en Cuba, de Rodríguez Monegal, Fuentes, Vargas Llosa, Rama, Donoso, Edwards e, incluso, Cortázar y García Márquez, según este relato, no fueron tales. No fueron las UMAP, los ataques a Lezama, el apoyo a la invasión soviética de Checoslovaquia, el desconocimiento de los premios a Padilla y a Arrufat o el arresto y "autocrítica" de Padilla -que Casa, a partir de un testimonio de Guillermo Rodríguez Rivera, quiere ver como una pantomima de los juicios estalinistas, ¡según el propio Padilla!- los que distanciaron a aquellos escritores de la Revolución Cubana. Fue la CIA, que intentó dinamitar la armonía de los intelectuales latinoamericanos en torno a Cuba, en aquella década tan heterogénea desde el punto de vista político.
Las tensiones, a mi juicio inocultables, se exponen aquí a través de la correspondencia, en muchos casos inédita, entre los principales narradores del boom, una documentación sobre la que no dice una palabra el editorial de Casa. Por lo visto, la exposición de esos conflictos, que fueron más allá del tema del financiamiento de las publicaciones, y que involucraron diferencias ideológicas y estéticas de la mayor importancia para la historia cultural de la región, resulta incómoda a la institución. Como resulta incómodo que se demuestre, con citas textuales de cartas y publicaciones, que dentro del boom, en el entorno de una revista como Libre, se dividieron las visiones sobre Chile y Cuba. Eso es un hecho.
Y esa división abarcaba a buena parte de la izquierda occidental, no sólo a los narradores del boom. Algo que, naturalmente, resulta inconcebible a quienes se hacen una idea mítica o fantasmagórica, como de parque temático, de la izquierda latinoamericana. Una idea en la que si se estaba con Salvador Allende había que estar a fuerzas con el Che Guevara y con Fidel Castro y, luego, con Hugo Chávez, como si se tratara de un mal mural mexicano. La historia política, como sabemos, fue y es más diversa: no admite ese desfile de íconos superpuestos, que amplifican los altavoces de algún Departamento Ideológico. Si fuera por la nueva Casa de las Américas, en ese mural estarían Fidel y Borges, abrazados, en una perfecta imagen de la despolitización de la historia de América Latina.
También molesta a los directivos de Casa que afirme que ninguno de los narradores del boom fue un intelectual orgánico de sus respectivos gobiernos, entendiendo por "intelectual orgánico" lo que entienden en la Cuba oficial y no lo que entendía Gramsci. Por supuesto que me estoy refiriendo al periodo del boom, entre los años 60 y mediados de los 70, cuando todos aquellos escritores se ubicaban en la izquierda. El hecho de que Carlos Fuentes respaldara a Luis Echeverría y aceptara la embajada en Francia, porque creyó realmente en las posibilidades de democratización de México en los 70, no lo hizo un defensor o un cómplice del autoritarismo mexicano. Justo en 1971, cuando publicó los textos más cercanos al echeverrismo apareció su libro Tiempo mexicano, en el que criticó la falta de democracia en México y llegó a defender el socialismo.
Sugerir, como hace esta crítica, que el acercamiento de Fuentes a Echeverría lo hizo cómplice de la matanza de Tlatelolco, que sucedió tres años antes, es, sencillamente, una mezquindad. Estudios recientes, como el de Sergio Aguayo, El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA (2018), dan a entender lo contrario, que mientras en 1968 Fuentes criticaba la matanza de Tlatelolco en las publicaciones del boom, la prensa cubana silenciaba cualquier solidaridad con los estudiantes y cerraba filas con la represión de Díaz Ordaz. Y ya que estamos en Fuentes, valga la aclaración que cuando hablo de "silencio editorial" no me refiero a una u otra edición aislada sino a la desaparición, y algo más grave, la estigmatización por un buen tiempo de su figura, así como las de Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, Guillermo Cabrera Infante y otros escritores del boom.
Curioso que el portal de Casa de las Américas insista ahora en el dato falso de que la primera denuncia del financiamiento de Mundo Nuevo provino del New York Times y no de "los cubanos". Y que nos aclare que "nunca afirmaron que quienes publicaban en Mundo Nuevo fueran todos, necesariamente, hostiles a la Revolución". Nada más afirmaron -y afirma todavía Casa- que la revista era "fachada" de la CIA, lo cual, es una clarísima distorsión de lo que decía la nota del New York Times de abril del 66, traducida por Marcha. Lo que esa nota decía, como explica en detalle Patrick Iber, no es que Mundo Nuevo, cuyo primer número salió tres meses después, en julio de 1966, fuera "fachada" o "pantalla" de la CIA sino que la CIA había patrocinado al Congreso para la Libertad de la Cultura y a la revista Encounter. Y agrega Iber, a partir de la correspondencia de Casa de las Américas, que Fernández Retamar estaba decidido a "boicotear" la nueva revista antes de que la misma se publicase. Esta observación coincide con la visión que Vargas Llosa y Cortázar, miembros del equipo editorial de Casa, trasmitían a sus amigos de Mundo Nuevo y Libre: cualquiera que fuera el financiamiento, esas publicaciones serían atacadas desde La Habana.
El hecho es que a la mayoría de los escritores del boom, vinculados a cualquiera de esas revistas o, más adelante, a Plural, que tuvo una fuente muy distinta de financiamiento, se les catalogó, por sus ideas, como "intelectuales de derecha, burgueses, decadentes, imperialistas, cómplices del genocidio, revisionistas, etc", tal y como reza la documentación del Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971. Fue por sus ideas, por su literatura vanguardista y por su afinidad con los socialismos democráticos de la Nueva Izquierda, y no por el financiamiento de aquellas revistas, que se les estigmatizó en el campo intelectual de la isla, y no sólo por cinco años, como dicen los "reseñistas", sino por décadas. Esos calificativos todavía se utilizan para demeritar la obra de no pocos escritores cubanos, opuestos pacíficamente al gobierno de la isla, dentro y fuera de Cuba.
Otro de los lugares comunes de esta crítica consiste en afirmar que cuando comento o critico a algún escritor residente en la isla lo identifico con un "funcionario" o un "burócrata". Ya una vez me referí extensamente a ese estereotipo, en polémica respetuosa con Arturo Arango en la revista Temas, en la que terció sin estar aludido Iroel Sánchez. En La polis literaria, como en Tumbas sin sosiego o La vanguardia peregrina, la mayoría de los escritores que se comentan o se glosan no son presentados como "funcionarios". No se presentan como tales, muchas veces, sino como poetas, narradores o ensayistas, autores como Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero o, incluso, Abel Prieto, que sí han sido funcionarios.
En La polis literaria se habla de muchos escritores latinoamericanos pero también cubanos (Alejo Carpentier, Virgilio Piñera, Eliseo Diego, Ambrosio Fornet, Edmundo Desnoes, Antón Arrufat, Luis Suardíaz, Manuel Díaz Martínez ...), y también se dedican tres capítulos a los autores de la isla mejor afincados en el boom: José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. En el ensayo dedicado a Lezama, "Paradiso en el boom", no encuentro la frase "exiliado de dentro" atribuida a este poeta, narrador y ensayista, en 1969. Pero valga la aclaración de que fue el propio Lezama, quien en cartas a su hermana Eloísa y a su amigo Julián Orbón, trasmitió la sensación de encierro y aislamiento que comenzó a sentir a fines de los 60 en Cuba. El ostracismo de Lezama, aunque no de golpe sino progresivamente, no comenzó con el "caso Padilla", como sostienen los editores de Casa, sino desde la reacción oficial contra Paradiso en 1966.
Mi conclusión, después de varias lecturas de la "reseña" que me dedica La Ventana de Casa de las Américas, es que los editores de esa institución todavía no encuentran la mejor manera de narrar su pasado. Hay ahí no sólo desactualización teórica o intelectual sino incapacidad para reconocer errores, aunque sea de forma retrospectiva, y una insaciable voluntad de poder, que se traduce en abiertas contradicciones, cuando no falsedades o equívocos. Quieren presentarse como plurales y democráticos en el pasado, cuando fueron dogmáticos e intolerantes, y aparentar armonía ideológica o traiciones casuísticas en el presente, cuando la memoria y la crítica crecen y se ramifican por las redes del siglo XXI.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

El "nosotros mismos" de Fernando Martínez Heredia

En el último número de la revista The New Left Review se reproduce una entrevista del sociólogo brasileño Emir Sader con el fallecido marxista cubano Fernando Martínez Heredia, que vale la pena leer. Allí el pensador socialista recorre pasajes de su biografía, desde su aproximación temprana al Movimiento 26 de Julio hasta su identificación con las ideas de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara, además de su adscripción a un marxismo crítico, reacio al dogmatismo soviético, y ligado a las luchas del nacionalismo revolucionario y los socialismos libertarios en América Latina.
Cuenta Fernando Martínez, una vez más, la breve e intensa experiencia de la revista Pensamiento Crítico y el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, entre 1968 y 1971. Su relegación durante los años 70 y su reivindicación a partir de los años 80, coincidiendo con la crisis terminal del bloque soviético y el inicio del "periodo especial" en Cuba. Por el camino, Martínez Heredia traza un itinerario muy completo de sus lecturas de Luxemburgo, Gramsci y Althusser, además de una historia de su contacto con el marxismo latinoamericano, especialmente, con la obra de José Carlos Mariátegui.
Aunque especialmente desprovista de pasajes de adhesión ideológica al gobierno cubano, la entrevista es clara en la exposición de una biografía intelectual que pasa del protagonismo al ostracismo para luego regresar, nuevamente, al protagonismo. En ese sentido, la máxima con que Sader titula la conversación, "pensar por nosotros mismos", cambia de significación a través de las páginas. No siempre el "nosotros mismos" ni el "pensar con cabeza propia" significan lo mismo, a medida que Martínez Heredia habla.
En las primeras respuestas, el "nosotros" retrata a una juventud humilde y mestiza de provincia, como la de Martínez, que se suma a la Revolución triunfante, alfabetiza en las montañas y defiende al país de sus enemigos. Durante los años 60 y 70, ese "nosotros" intenta captar la vocación de saber de una generación intelectual, contemporánea de la Nueva Izquierda occidental, que se opone a la adopción de los manuales soviéticos como fuente primordial del marxismo clásico. Pero ya al final de la plática, el "nosotros mismos" de Martínez Heredia incluye al propio gobierno cubano, a su "proyecto socialista" y a ese sujeto impreciso que llama "Revolución".
Cabría preguntarse si Sader, un militante de la izquierda latinoamericana defensora no sólo de Hugo Chávez sino de Nicolás Maduro, incluye a los gobiernos bolivarianos dentro de ese "nosotros mismos" de Martínez Heredia. La expresión estaría sosteniendo que la izquierda bolivariana es un actor que piensa por sí mismo, a diferencia de la izquierda soviética. Idea a la que siempre habrá que agregar el recordatorio de que la izquierda oficial cubana fue pro-soviética hasta el año 1992, cuando apoyó el golpe contra Mijaíl Gorbachov, y que el eje bolivariano se ha caracterizado por múltiples alianzas geopolíticas que lo hacen dependiente de mercados distantes o no hemisféricos, como el ruso o el chino, pero igualmente capitalistas. 

sábado, 8 de septiembre de 2018

Pensar el populismo


El historiador argentino Federico Finchelstein, profesor de la New School of Social Research de Nueva York, ha escrito un libro muy útil para dotar de un mínimo de rigor el debate contemporáneo sobre el populismo. El volumen, titulado Del fascismo al populismo en la historia (Taurus, 2018), tiene la virtud de entrelazar historia y teoría en el análisis de un fenómeno político contemporáneo. “Entender la compleja historia del populismo –dice- ayuda a explicar su persistencia y su formidable capacidad para socavar la tolerancia democrática”.
       Frente a visiones precipitadas o triviales que identifican el fascismo con el populismo o el populismo con el comunismo, Finchelstein sostiene que el fascismo fue un referente explícito o implícito del populismo clásico latinoamericano: el varguismo y el peronismo, entre los años 30 y 50. Pero que una vez que aquellos regímenes se consolidaron no sólo rebasaron ese referente sino que se inscribieron en un horizonte de izquierda, por su énfasis en la expansión de los derecho sociales.
       No lo desarrolla Finchelstein porque no forma parte de su objeto de estudio, pero para mediados de los años 50, cuando se producen el suicidio de Getulio Vargas y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón, el varguismo y el peronismo se habían convertido en modalidades de “democracia social”, que la izquierda nacionalista revolucionaria, es decir, la izquierda no comunista, en América Latina, asumió como nuevos capítulos de una tradición política propia, surgida en México en 1910, diferente a la liberal.
       Finchelstein sostiene que, una vez desligado del fascismo del que “nació” o “surgió” –yo hubiera usado expresiones menos genealógicas-, el populismo creó una serie de elementos comunes que llegan, bajo diversas formas, hasta la derecha populista de hoy en Estados Unidos o Europa. Dos de esos elementos son la combinación de democracia y autoritarismo por medio de recursos plebiscitarios, carismáticos, mesiánicos, polarizadores, nacionalistas o xenófobos y la difusión de valores antiliberales a través de ideologías de Estado o doctrinas de régimen que privilegian la unidad nacional.
       Esos recursos se desarrollaron como técnicas de poder y se volvieron transferibles o intercambiables entre una u otra ideología. Es así como en los años 90, en América Latina surge un populismo neoliberal o un neopopulismo de derecha (Carlos Saúl Menem, Fernando Collor de Melo, Alberto Fujimori, Abadalá Bucaram, Carlos Salinas de Gortari…), que pondrá aquellas técnicas en función de objetivos contrarios a los del populismo original: desregulación, achicamiento del Estado, reducción del gasto público.
       A mediados de los 2000, tuvo lugar la emergencia de otra ola populista en América Latina, esta vez, por el flanco de la izquierda. Finchelstein define los regímenes de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega y Néstor y Cristina Kirchner como “populismos neoclásicos de izquierda”. Las diferencias institucionales entre esos regímenes no son pocas y la mejor prueba es que, en algunos casos, como Argentina y Ecuador, han terminado por medio de sucesiones presidenciales, mientras que en otros, como Venezuela, Bolivia y Nicaragua, se perpetúan a través de la reelección indefinida. Sin embargo, los recursos del poder son muy parecidos.
       No sólo en América Latina, también en Estados Unidos y Europa, gobiernos como los de Silvio Berlusconi en Italia, Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría o Recep Tayyip Erdogan en Turquía, son proyectos políticos que actualizan el repertorio populista. Ese nuevo populismo de derecha, que Finchelstein llama “recargado”, dialoga a veces con el pasado fascista europeo y con los movimientos neoconservadores, pero su apuesta por una conducción autoritaria de la democracia occidental lo distinguen, claramente, de los totalitarismos del siglo XX.
      
      
      

jueves, 6 de septiembre de 2018

Un trotskista argentino debate con el Che Guevara

El historiador argentino Martín Ribadero ha reconstruido, recientemente, la rica trayectoria del intelectual y político Jorge Abelardo Ramos, una de las figuras centrales de la izquierda latinoamericana en el arranque de la Guerra Fría. Ramos fue uno de los tantos trotskistas que eludieron los prejuicios comunistas contra los populismos latinoamericanos, especialmente contra el peronismo. Aunque nunca dejó de ser crítico de esa corriente política, valoró positivamente el respaldo que le brindó la clase obrera.
Fue aquella familiaridad con los contextos nacionales de la política latinoamericana, plasmada en algunos de sus libros fundamentales, como América Latina: un país (1949) o Historia de la nación latinoamericana (1968), la que lo llevaría a aproximarse sin dogmatismos ni fervores a la Revolución Cubana. En cuanto el Che Guevara comienza a desarrollar la tesis de que la experiencia cubana no era excepcional sino modélica, adoptable por todos los países latinoamericanos, Ramos se le enfrenta con un razonamiento histórico preciso:

"Creemos que Cuba se trata de una peculiaridad tan profunda, tan original, que difícilmente pueda encontrarse un paralelo en las historias de las revoluciones contemporáneas, ni siquiera en la historia de las antiguas. Coincidimos con Guevara en que difícilmente el imperialismo pueda engañarse otra vez en América Latina, como le ocurrió en Cuba. Pero prescindiendo de la sagacidad del imperialismo, importa mucho más que los revolucionarios de América Latina no se engañen en cuanto a la historia de la Revolución Cubana y, sobre todo, en cuanto se refiere a sus propias perspectivas estratégicas".

Según Ramos, quien probablemente siguiera de cerca las posiciones de Nahuel Moreno sobre el socialismo caribeño, había "empirismo" e "infantilismo" en la idea de que Cuba era "vanguardia" y no "excepción" en la lucha revolucionaria. Las revoluciones no eran repetibles ni exportables: esa pretensión cargaba con los viejos estereotipos comunistas frente a la tradición populista, ya que negaba la diversidad ideológica de las izquierdas, especialmente, de las izquierdas nacionalistas o no pro-soviéticas. El error del Che Guevara, según Ramos, se basaba en una comprensión pobre de la historia de América Latina y, también, en una teorización estrecha de la subjetividad política:

"¿Cómo ha podido concebir Guevara la idea singular de que en América Latina han faltado alguna vez las "condiciones subjetivas", es decir, la decisión personal, la audacia, la fe, la victoria, el desprecio por el enemigo? Son precisamente las "condiciones subjetivas" las que han sobrado y costado ríos de sangre en Latinoamérica. ¿Túpac Amaru, no era expresión de "condiciones subjetivas"? ¿Y Sandino, en Nicaragua, carecía de "condiciones subjetivas"? ¿Y los obreros y mineros de El Callao que se levantaron en 1948 estaban huérfanos de "condiciones subjetivas"? ¡Toda la historia del siglo XX en América Latina es la historia de los motines, levantamientos y luchas más audaces! No, compañero Guevara, en nuestro continente no han faltado "condiciones subjetivas", han sobrado. Lo que han faltado, por cierto, son las otras, las "condiciones objetivas"."

Ribadero advierte que las objeciones de Ramos a Guevara no suscribían los dogmas de los comunistas prosoviéticos frente al modelo de la lucha guerrillera campesina. Más bien, lo que impulsaba la crítica de Ramos era el rechazo a una nueva hegemonía dentro de la izquierda latinoamericana, no basada en la vieja red de partidos comunistas sino en una nueva, articulada en torno a las guerrillas marxistas procubanas. En resumidas cuentas, el reclamo del trotskista argentino era que, para producir la Revolución, no se pasara por encima de una izquierda nacional, ligada a la radicalización del populismo clásico en los años 50.