Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 8 de septiembre de 2018

Pensar el populismo


El historiador argentino Federico Finchelstein, profesor de la New School of Social Research de Nueva York, ha escrito un libro muy útil para dotar de un mínimo de rigor el debate contemporáneo sobre el populismo. El volumen, titulado Del fascismo al populismo en la historia (Taurus, 2018), tiene la virtud de entrelazar historia y teoría en el análisis de un fenómeno político contemporáneo. “Entender la compleja historia del populismo –dice- ayuda a explicar su persistencia y su formidable capacidad para socavar la tolerancia democrática”.
       Frente a visiones precipitadas o triviales que identifican el fascismo con el populismo o el populismo con el comunismo, Finchelstein sostiene que el fascismo fue un referente explícito o implícito del populismo clásico latinoamericano: el varguismo y el peronismo, entre los años 30 y 50. Pero que una vez que aquellos regímenes se consolidaron no sólo rebasaron ese referente sino que se inscribieron en un horizonte de izquierda, por su énfasis en la expansión de los derecho sociales.
       No lo desarrolla Finchelstein porque no forma parte de su objeto de estudio, pero para mediados de los años 50, cuando se producen el suicidio de Getulio Vargas y el golpe de Estado contra Juan Domingo Perón, el varguismo y el peronismo se habían convertido en modalidades de “democracia social”, que la izquierda nacionalista revolucionaria, es decir, la izquierda no comunista, en América Latina, asumió como nuevos capítulos de una tradición política propia, surgida en México en 1910, diferente a la liberal.
       Finchelstein sostiene que, una vez desligado del fascismo del que “nació” o “surgió” –yo hubiera usado expresiones menos genealógicas-, el populismo creó una serie de elementos comunes que llegan, bajo diversas formas, hasta la derecha populista de hoy en Estados Unidos o Europa. Dos de esos elementos son la combinación de democracia y autoritarismo por medio de recursos plebiscitarios, carismáticos, mesiánicos, polarizadores, nacionalistas o xenófobos y la difusión de valores antiliberales a través de ideologías de Estado o doctrinas de régimen que privilegian la unidad nacional.
       Esos recursos se desarrollaron como técnicas de poder y se volvieron transferibles o intercambiables entre una u otra ideología. Es así como en los años 90, en América Latina surge un populismo neoliberal o un neopopulismo de derecha (Carlos Saúl Menem, Fernando Collor de Melo, Alberto Fujimori, Abadalá Bucaram, Carlos Salinas de Gortari…), que pondrá aquellas técnicas en función de objetivos contrarios a los del populismo original: desregulación, achicamiento del Estado, reducción del gasto público.
       A mediados de los 2000, tuvo lugar la emergencia de otra ola populista en América Latina, esta vez, por el flanco de la izquierda. Finchelstein define los regímenes de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega y Néstor y Cristina Kirchner como “populismos neoclásicos de izquierda”. Las diferencias institucionales entre esos regímenes no son pocas y la mejor prueba es que, en algunos casos, como Argentina y Ecuador, han terminado por medio de sucesiones presidenciales, mientras que en otros, como Venezuela, Bolivia y Nicaragua, se perpetúan a través de la reelección indefinida. Sin embargo, los recursos del poder son muy parecidos.
       No sólo en América Latina, también en Estados Unidos y Europa, gobiernos como los de Silvio Berlusconi en Italia, Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría o Recep Tayyip Erdogan en Turquía, son proyectos políticos que actualizan el repertorio populista. Ese nuevo populismo de derecha, que Finchelstein llama “recargado”, dialoga a veces con el pasado fascista europeo y con los movimientos neoconservadores, pero su apuesta por una conducción autoritaria de la democracia occidental lo distinguen, claramente, de los totalitarismos del siglo XX.
      
      
      

jueves, 6 de septiembre de 2018

Un trotskista argentino debate con el Che Guevara

El historiador argentino Martín Ribadero ha reconstruido, recientemente, la rica trayectoria del intelectual y político Jorge Abelardo Ramos, una de las figuras centrales de la izquierda latinoamericana en el arranque de la Guerra Fría. Ramos fue uno de los tantos trotskistas que eludieron los prejuicios comunistas contra los populismos latinoamericanos, especialmente contra el peronismo. Aunque nunca dejó de ser crítico de esa corriente política, valoró positivamente el respaldo que le brindó la clase obrera.
Fue aquella familiaridad con los contextos nacionales de la política latinoamericana, plasmada en algunos de sus libros fundamentales, como América Latina: un país (1949) o Historia de la nación latinoamericana (1968), la que lo llevaría a aproximarse sin dogmatismos ni fervores a la Revolución Cubana. En cuanto el Che Guevara comienza a desarrollar la tesis de que la experiencia cubana no era excepcional sino modélica, adoptable por todos los países latinoamericanos, Ramos se le enfrenta con un razonamiento histórico preciso:

"Creemos que Cuba se trata de una peculiaridad tan profunda, tan original, que difícilmente pueda encontrarse un paralelo en las historias de las revoluciones contemporáneas, ni siquiera en la historia de las antiguas. Coincidimos con Guevara en que difícilmente el imperialismo pueda engañarse otra vez en América Latina, como le ocurrió en Cuba. Pero prescindiendo de la sagacidad del imperialismo, importa mucho más que los revolucionarios de América Latina no se engañen en cuanto a la historia de la Revolución Cubana y, sobre todo, en cuanto se refiere a sus propias perspectivas estratégicas".

Según Ramos, quien probablemente siguiera de cerca las posiciones de Nahuel Moreno sobre el socialismo caribeño, había "empirismo" e "infantilismo" en la idea de que Cuba era "vanguardia" y no "excepción" en la lucha revolucionaria. Las revoluciones no eran repetibles ni exportables: esa pretensión cargaba con los viejos estereotipos comunistas frente a la tradición populista, ya que negaba la diversidad ideológica de las izquierdas, especialmente, de las izquierdas nacionalistas o no pro-soviéticas. El error del Che Guevara, según Ramos, se basaba en una comprensión pobre de la historia de América Latina y, también, en una teorización estrecha de la subjetividad política:

"¿Cómo ha podido concebir Guevara la idea singular de que en América Latina han faltado alguna vez las "condiciones subjetivas", es decir, la decisión personal, la audacia, la fe, la victoria, el desprecio por el enemigo? Son precisamente las "condiciones subjetivas" las que han sobrado y costado ríos de sangre en Latinoamérica. ¿Túpac Amaru, no era expresión de "condiciones subjetivas"? ¿Y Sandino, en Nicaragua, carecía de "condiciones subjetivas"? ¿Y los obreros y mineros de El Callao que se levantaron en 1948 estaban huérfanos de "condiciones subjetivas"? ¡Toda la historia del siglo XX en América Latina es la historia de los motines, levantamientos y luchas más audaces! No, compañero Guevara, en nuestro continente no han faltado "condiciones subjetivas", han sobrado. Lo que han faltado, por cierto, son las otras, las "condiciones objetivas"."

Ribadero advierte que las objeciones de Ramos a Guevara no suscribían los dogmas de los comunistas prosoviéticos frente al modelo de la lucha guerrillera campesina. Más bien, lo que impulsaba la crítica de Ramos era el rechazo a una nueva hegemonía dentro de la izquierda latinoamericana, no basada en la vieja red de partidos comunistas sino en una nueva, articulada en torno a las guerrillas marxistas procubanas. En resumidas cuentas, el reclamo del trotskista argentino era que, para producir la Revolución, no se pasara por encima de una izquierda nacional, ligada a la radicalización del populismo clásico en los años 50.




sábado, 1 de septiembre de 2018

Lino Novás Calvo cuenta la Guerra Civil





Lino Novás Calvo (1903-1983) fue un narrador deslumbrante, nacido en La Coruña, que vivió la mayor parte de su vida adulta en La Habana. Se le recuerda, sobre todo, por su gran novela El negrero. Vida novelada de Pedro Blanco Fernández de Trava (1933), investigada y redactada en la biblioteca del Ateneo de Madrid en tiempos de la Segunda República. Pero en aquellos años, Novás Calvo se ganó la vida como corresponsal de varios periódicos y revistas, que cubrieron el proceso republicano y la Guerra Civil.
El académico cubano Carlos Espinosa Domínguez ha reunido en un volumen los artículos que Novás escribió para Ayuda, Mundo Obrero, Frente Rojo, Noticias de Hoy y Mediodía, todas, publicaciones comunistas del bando republicano, en la península o en la isla. La voluminosa antología, publicada por el Fondo de Cultura Económica y el Consello de Cultura Gallega, abre con el artículo “Las mujeres defienden Madrid”, el 31 de octubre de 1936, en Ayuda, y cierra con “La inteligencia contra ellos”, el 10 de julio de 1940, en Noticias de Hoy.
Acostumbraba a negar que había militado en el Partido Comunista, pero, como advierte Espinosa, su pertenencia al Quinto Regimiento y sus corresponsalías en esos diarios lo convertían, de hecho, en militante del comunismo español. Sus crónicas exaltaban a Dolores Ibárruri (La Pasionaria), “que ha hecho más por la emancipación espiritual de la mujer que todas las propagandas feministas”, al brigadista italiano Francisco Leone del Batallón Garibaldi, que había migrado del Partido Socialista al Comunista, o a otros radicalizados como el asturiano Silverio Castañón, que pensaba que el Frente Popular debía unir a todas las izquierdas bajo un único partido.
Su visión del apoyo de Stalin a la República era apologética. Sobre todo al final de la guerra, cuando avizora la derrota, Novás Calvo se pone a la defensiva y cuestiona a los críticos de la ayuda soviética por insuficiente o interesada. Uno de sus blancos preferidos es el santanderino Luis Araquistáin, quien se interesó en Cuba y en México. Según Novás, Araquistáin y sus jefes en el PSOE, Francisco Largo Caballero y Carlos Baraibar, fueron responsables de alentar el “quintacolumnismo” y la disidencia izquierdista con sus críticas al apoyo soviético. 
Aunque el punto de vista de Novás era estrictamente comunista, sus crónicas intentaban reflejar la diversidad ideológica y política de la resistencia republicana. Muchos socialistas, no comunistas, como el cubano Pablo de la Torriente Brau, que cayó en combate en Majadahonda, o los poetas Federico García Lorca, Pedro Garfias y José Pérez Bojart, merecían semblanzas enaltecedoras. Su relato de la salida de España, por Port-Bou, en febrero de 1939, bajo el título “Este no es un ejército vencido”, se negaba a distinguir entre banderías políticas o credos ideológicos.
Novás Calvo llegó a narrar el drama de los exiliados en Francia y en América, específicamente, en la Ciudad de México y La Habana, donde reseñó las Conferencias de Ayuda a los Refugiados Españoles en la primavera de 1940. El escritor argumentaba que América Latina, un “continente poco poblado”, con “extensiones inmensas de terreno que cultivar”, era el destino natural de los republicanos. La “emigración española” era, además, la “más idónea, la que arraiga en el país de adopción, la que (cuando no está dirigida por ninguna Gestapo) crea elementos de defensa económica y espiritual donde se establece”.
Esto escribía aquel inmigrante gallego, que de joven probó fortuna como chofer de alquiler en las calles habaneras y que, de adulto, se convertirá en una de las figuras centrales del periodismo y la literatura cubanas. Veinte años después de haber escrito aquella defensa de la inmigración, Novás Calvo debió exiliarse nuevamente, en rechazo a la instauración de un régimen comunista en Cuba. Murió en Nueva York en 1983, sin renegar de su condición de exiliado.
        
      
        

sábado, 18 de agosto de 2018

Un epitafio para V.S. Naipaul


Cuando V. S. Naipaul recibió el Premio Nobel en 2001, tras el éxito de su novela Half a Life, se escribió mucho, a favor y en contra del novelista nacido en Trinidad. Guillermo Cabrera Infante, su vecino en Londres, fue uno de los que escribió en aquellos días. Un artículo del cubano, titulado “Las tribulaciones de V. S. Naipaul”, apareció en el suplemento “El Cultural” del periódico El Mundo de Madrid.
         A Cabrera Infante le enfadaba que Naipaul no admirara a Jorge Luis Borges, a quien consideraba “bogus, falso, falaz”. Pero se le unía en su culto a Joseph Conrad y Vladimir Nabokov. Con Naipaul, según Cabrera Infante, sucedía lo mismo que con Nabokov y Conrad: se leía una prosa escrita en el mejor inglés, pero se sospechaba que “quien escribía era extranjero”. Más bien, “exiliado”, se apresuraba a corregir el cubano, que es “un extranjero en todas partes”.
         Otro Nobel del otro Caribe, Derek Walcott, compartía el equivocado prejuicio de Naipaul como escritor “racista” y “colonial”. Walcott, recordemos, que admiraba profundamente a Cabrera Infante, a quien llamó, con justicia, “el gran exiliado” o el “exiliado total”. Los tres, Naipaul, Walcott y Cabrera Infante, no sólo están entrelazados por el exilio y la lengua inglesa sino por una mirada al Caribe que rehúye los lugares comunes de la izquierda anti-colonial, tan estereotipada, a veces, como la propia derecha colonialista.
         Los personajes de El sanador místico, Una casa para Mr. Biswas, Los simuladores, La pérdida del Dorado o Guerrillas, sean parroquianos, emigrantes, pícaros, conquistadores o guerrilleros, son siempre exiliados. Esa condición dotaba de un cinismo saludable su mirada hacia los nacionalismos étnicos o religiosos, como llegó a plasmar cabalmente en novelas como Un recodo en el río o ensayos como Entre creyentes, dos textos escritos en 1979, tras un largo viaje por Pakistán, Malasia, Irán, Indonesia y la costa oriental de África.
         Aquellos libros le ganaron la antipatía de buena parte de la izquierda académica, justo en el momento de ascenso de la teoría postcolonial. Edward Said llegó a pensar que aquella visión desesperanzada del Tercer Mundo convertía a Naipaul en una suerte de testigo silente de los atropellos occidentales en Asia, África y América Latina. Sin embargo, habría que recordar también que aquel caribeño pesimista, anti-calibánico como su crítico Walcott, fue capaz de radiografiar las “tribus blancas” del Partido Republicano en una crónica de la Convención de 1984, en la que se reeligió Ronald Reagan, que Bob Silvers le encargó para el New York Review of Books.
         La pasión con que Naipaul aludía a Kipling y a Conrad, sin reparar en los vínculos de ambos con la empresa colonial, debió ser suficiente para el rechazo de Said. No alcanzó a ver el autor de Orientalism los estragos que causaría, hace pocos años, el libro de viajes The Masque of Africa (2010). Entonces su biógrafo y estudioso, Paul Theroux, con quien se había reconciliado tras la publicación de las memorias Sir Vidia’s Shadow (1998), volvió a distanciarse de su maestro.
         Frente al reflujo de las tesis sobre el racismo y el colonialismo de Naipaul, en estos días, tal vez convenga ponderar el juicio de su paisano trinitario C. L. R. James, recogido en la nota de Silvia Hui para The Washington Post. El legendario historiador de Los jacobinos negros habría dicho que las expresiones de Naipaul que sonaban racistas eran, en realidad, verbalizaciones del racismo blanco en la escritura de un indio trinitario. Algo que, perfectamente, podía ser leído como hipérbole o parodia.
         En el citado artículo, Cabrera Infante decía que de esos ataques en su contra “surgía un Naipaul formidable, como de una botella un genio, como decía José Martí que debe ser un exiliado: sin patria pero sin amo”. El epitafio de Martí, símbolo de la lucha anticolonial en el Caribe, transferido a este narrador portentoso, que hizo suya la lengua del imperio.
        
          

miércoles, 15 de agosto de 2018

Jorge Volpi y el testimonio de la impunidad



Desde la primera página de Una novela criminal (2018), Jorge Volpi advierte al lector que está por adentrarse en una obra de narrativa documental o de “no ficción”. Más de uno pudo pensar que se encontraría con una “novela real”, a la manera de Emmanuel Carrère, Javier Cercas o Juan Gabriel Vásquez, donde una historia verificable o un caso policiaco es sometido a múltiples fabulaciones y glosas. Pero se trata de otro tipo de novela.
No hay aquí digresiones personales del autor, quien aparece muy poco, cuando pasea por las playas de Dunkerque o cuando visita la cárcel del Altiplano. Tampoco hay monólogos filosóficos, ni tesis sobre los límites de la ficción: lo que leemos, de principio a fin, es un cúmulo de testimonios sobre la impunidad en México, a partir del caso de la supuesta “banda del Zodiaco” de Israel Vallarta y Florence Cassez. Una radiografía áspera del sistema de seguridad y justicia en México, donde la tortura, el soborno y la complicidad de los medios son regla y no excepción.
Tal vez la factura de esta novela tenga que ver más con el viejo género testimonial de la literatura latinoamericana que con la nueva “novela sin ficción”. Pienso en antecedentes como Operación masacre (1957) del argentino Rodolfo Walsh -que algunos quieren ver como adelanto del new journalism de Wolfe, Capote y Mailer, en Estados Unidos- o, más cerca, en La noche de Tlateloloco (1968) de Elena Poniatowska. En Una novela criminal hay la misma falta de distanciamiento, el mismo acceso epidérmico a la documentación de una injusticia.
Mejor dicho, no de una injusticia sino de dos: la del secuestro de las víctimas reales –no de las “supuestas”- y la del arresto y procesamiento irregular de quienes no tuvieron que ver –o tuvieron que ver muy poco- con aquellos plagios de hace una década. Volpi está convencido de la inocencia de Cassez y, aunque sugiere que Vallarta pudo ser un chivo expiatorio, no descarta alguna implicación del dueño del rancho “Las Chinitas” en la ola de secuestros.
Como el documental Presunto culpable (2008), de los abogados Roberto Hernández y Layda Negrete, esta novela desnuda la infinita cadena de arbitrariedades, que corroe el sistema penal mexicano: declaraciones contradictorias y forzadas a base de torturas y amenazas; detenciones extrajudiciales; colusión entre empresarios, políticos, abogados, jueces y policías; presos que no han sido juzgados e indiciados que permanecen en libertad; expedientes que se abultan y se vuelven inmanejables, luego de tantas manipulaciones.
A este entramado sombrío, el caso de Florence Cassez agregó el pugilato narcisista de dos presidentes, Nicolás Sarkozy y Felipe Calderón, que no perdieron la oportunidad de legitimarse con el trofeo de la nación. El choque diplomático entre Francia y México, en aquellos años, fue tan ridículo como irresponsable, ya que cubrió simbólicamente las fallas del sistema judicial mexicano y el racismo y la arrogancia de unos y otros.