Cuando V. S. Naipaul recibió el Premio Nobel en 2001, tras el éxito de su
novela Half a Life, se escribió
mucho, a favor y en contra del novelista nacido en Trinidad. Guillermo Cabrera
Infante, su vecino en Londres, fue uno de los que escribió en aquellos días. Un
artículo del cubano, titulado “Las tribulaciones de V. S. Naipaul”, apareció en
el suplemento “El Cultural” del periódico El
Mundo de Madrid.
A Cabrera Infante le enfadaba
que Naipaul no admirara a Jorge Luis Borges, a quien consideraba “bogus, falso, falaz”. Pero se le unía en
su culto a Joseph Conrad y Vladimir Nabokov. Con Naipaul, según Cabrera
Infante, sucedía lo mismo que con Nabokov y Conrad: se leía una prosa escrita en
el mejor inglés, pero se sospechaba que “quien escribía era extranjero”. Más
bien, “exiliado”, se apresuraba a corregir el cubano, que es “un extranjero en
todas partes”.
Otro Nobel del otro Caribe,
Derek Walcott, compartía el equivocado prejuicio de Naipaul como escritor
“racista” y “colonial”. Walcott, recordemos, que admiraba profundamente a
Cabrera Infante, a quien llamó, con justicia, “el gran exiliado” o el “exiliado
total”. Los tres, Naipaul, Walcott y Cabrera Infante, no sólo están entrelazados
por el exilio y la lengua inglesa sino por una mirada al Caribe que rehúye los
lugares comunes de la izquierda anti-colonial, tan estereotipada, a veces, como
la propia derecha colonialista.
Los personajes de El sanador místico, Una casa para Mr.
Biswas, Los simuladores, La pérdida
del Dorado o Guerrillas, sean
parroquianos, emigrantes, pícaros, conquistadores o guerrilleros, son siempre
exiliados. Esa condición dotaba de un cinismo saludable su mirada hacia los
nacionalismos étnicos o religiosos, como llegó a plasmar cabalmente en novelas
como Un recodo en el río o ensayos
como Entre creyentes, dos textos
escritos en 1979, tras un largo viaje por Pakistán, Malasia, Irán, Indonesia y
la costa oriental de África.
Aquellos libros le ganaron la
antipatía de buena parte de la izquierda académica, justo en el momento de
ascenso de la teoría postcolonial. Edward Said llegó a pensar que aquella
visión desesperanzada del Tercer Mundo convertía a Naipaul en una suerte de
testigo silente de los atropellos occidentales en Asia, África y América
Latina. Sin embargo, habría que recordar también que aquel caribeño pesimista,
anti-calibánico como su crítico Walcott, fue capaz de radiografiar las “tribus
blancas” del Partido Republicano en una crónica de la Convención de 1984, en la
que se reeligió Ronald Reagan, que Bob Silvers le encargó para el New York Review of Books.
La pasión con que Naipaul
aludía a Kipling y a Conrad, sin reparar en los vínculos de ambos con la
empresa colonial, debió ser suficiente para el rechazo de Said. No alcanzó a
ver el autor de Orientalism los
estragos que causaría, hace pocos años, el libro de viajes The Masque of Africa (2010). Entonces su biógrafo y estudioso, Paul
Theroux, con quien se había reconciliado tras la publicación de las memorias Sir Vidia’s Shadow (1998), volvió a
distanciarse de su maestro.
Frente al reflujo de las
tesis sobre el racismo y el colonialismo de Naipaul, en estos días, tal vez
convenga ponderar el juicio de su paisano trinitario C. L. R. James, recogido
en la nota de Silvia Hui para The
Washington Post. El legendario historiador de Los jacobinos negros habría dicho que las expresiones de Naipaul
que sonaban racistas eran, en realidad, verbalizaciones del racismo blanco en
la escritura de un indio trinitario. Algo que, perfectamente, podía ser leído
como hipérbole o parodia.
En el citado artículo,
Cabrera Infante decía que de esos ataques en su contra “surgía un Naipaul
formidable, como de una botella un genio, como decía José Martí que debe ser un
exiliado: sin patria pero sin amo”. El epitafio de Martí, símbolo de la lucha
anticolonial en el Caribe, transferido a este narrador portentoso, que hizo
suya la lengua del imperio.