Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 7 de enero de 2018

Rodrigo Blanco Calderón y la novela del postchavismo

The Night (2016), la novela del joven escritor venezolano Rodrigo Blanco Calderón, nacido en Caracas en 1981, tiene todo lo que hace falta para afincarse en el mercado y la mejor crítica del libro iberoamericano. Cuenta varias historias violentas, rinde homenaje a escritores bizarros, desempolva el archivo de la izquierda latinoamericana de los 60, discurre con erudición sobre el trasfondo lingüístico de la literatura o sobre la psiquiatría conductista y critica el desastre de la Venezuela chavista. Esto último, sin embargo, no es el centro, ni siquiera la periferia, de la ficción.
The Night es la noche de los apagones y de la muerte de los venezolanos. La trama se construye sobre historias reales, espeluznantes, como la del psiquiatra feminicida Edmundo Chirinos, médico de cabecera de Carlos Andrés Pérez, Jaime Lusinchi, Rafael Caldera y Hugo Chávez, o la de Luis Carrera Almoina, "el Monstruo de los Palos Grandes", hijo del laureado escritor Gustavo Carrera Damas, que durante meses violó y torturó a la joven Linda Loaiza. Ambas historias se entrelazan en la novela como referentes de una ficción que se vuelve sobre sí misma e interroga los límites lingüísticos de todo relato.
Estudiante él mismo de Lingüística en París, Blanco Calderón rinde homenaje a Ferdinand de Saussure por medio de la figura de Darío Lancini, un raro escritor venezolano que se especializó en palíndromos, anagramas y juegos de palabras. Lancini fue un poeta trotamundos, que vivió en París, Praga, Varsovia y Atenas, y que en su libro Oír a Darío (Monte Ávila, 1975), muy admirado por Julio Cortázar, escribió versos como "Yo sonoro no soy", "Adán aloja bajo la nada", "Roma no cede con amor" o poemas enteros a Dios o al mar, a base de palíndromos.
Lancini, y también Chirinos (Montesinos en la novela), son llaves de acceso al mundo de la izquierda venezolana de los años 60 y 70, que Blanco Calderón revisita con fascinación. La novela vuelve a contar las fugas de la cárcel de Teodoro Petkoff y su evolución hacia un socialismo democrático en los 70, así como las guerrillas de Douglas Bravo y los exilios de comunistas venezolanos en Europa. Como se reconoce en los Agradecimientos, el texto fue construido a partir de entrevistas con algunas figuras de aquella izquierda, que en las últimas décadas han sido opositores al chavismo y al madurismo.
La marca de Roberto Bolaño es inocultable en este libro: siluetas de escritores extravagantes, exilios latinoamericanos, nostalgias de la izquierda sesentera... La misma marca que hemos leído en Jorge Volpi, Santiago Roncagliolo y otros novelistas de las últimas generaciones latinoamericanas, que a diferencia de John Beverly, no vemos política o ideológicamente tan desconectados del chileno. Como hemos observado aquí, también en Bolaño había una visión muy crítica de la evolución de la izquierda latinoamericana en el poder: Castro, Ortega, Chávez...
Esa dimensión política es trabajada con sumo cuidado, evitando rigurosamente que la diatriba o el panfleto se adueñen de la prosa. Más que una novela antichavista es esta una ficción postchavista, en la que el autor no se inhibe, incluso, de ironizar sobre el tono "bíblico" o "delirante" de la propaganda opositora, que alerta sobre una "invasión castrocomunista" en Venezuela. La política de la ficción en The Night es muy parecida a la de algunos escritores cubanos de las últimas generaciones. Pienso, por lo pronto, en novelas recientes como La casa y la isla (2016) de Ronaldo Menéndez y Archivo (2015) de Jorge Enrique Lage, pero tal vez la sintonía sea más profunda.

sábado, 6 de enero de 2018

Alfonso Reyes: la posteridad del olvido



El ensayista Jesús Silva-Herzog Márquez ha compilado, para la editorial El Equilibrista, una antología de prosas breves de Alfonso Reyes, que nos llegó como regalo navideño. El título La cosa boba alude a un pasaje del Diario de Reyes, de 1911, en que el joven escritor, en medio de la agitación revolucionaria, dice refugiarse en la escritura. No en cualquier escritura sino en aquella apegada a temas cotidianos, íntimos, aparentemente sin trascendencia o que giraban en torno al oficio mismo del escritor.
         La idea provenía de un conocido fragmento de Las Moradas de Teresa de Jesús en que la santa de Ávila se disculpaba por tomar la página como “cosa boba” y dar rienda a suelta a curiosidades humanas que la teología más escolástica subestimaba. Lo bobo aludía tanto a la nimiedad del tema como al atrevimiento que suponía escribir sobre lo que no se sabe: la escritura era, a fin de cuentas, aprendizaje. Reyes también encontraba un estado de gracia en la soledad y el tedio de su biblioteca, donde a través de la prosa observaba los pequeños movimientos del mundo y de su persona.
         Silva-Herzog vuelve sobre las páginas que Hugo Hiriart dedicó a Reyes en El arte de perdurar (2010) e intenta otra versión del ya clásico paralelo entre el mexicano y Jorge Luis Borges. ¿Por qué si ambos escritores compartieron tantas lecturas, simpatías, obsesiones e, incluso, coordenadas estilísticas, la fama del argentino no hizo más que crecer, mientras la del mexicano se eclipsaba? La respuesta de Hiriart fue que Reyes “se pasó de civilizado” y que su cordialidad y enciclopedismo adoptaron, con frecuencia, un tono menor que, a la larga, lo desfavoreció.
         Silva-Herzog, en cambio, encuentra en esa literatura menor, en esos textos sobre cosas bobas, la clave del magisterio de Reyes: “en ninguna otra región de su vastísimo continente literario puede mostrarse ese genio que en aquellas piezas que podríamos llamar su literatura incidental”. Lo que libera el impulso de la escritura puede ser cualquier objeto o sensación inmediata: una cámara fotográfica Kodak, una cena en el Savoy de Londres, una compra en las Mantequerías Leonesas, la lentitud del correo, una cita, un epígrafe, las moscas… Luego el sentido del texto se eleva o se adentra en regiones más profundas, sin perder transparencia.
         Hay en esta antología de Reyes un especial cuidado en la selección de prosas dedicadas a la historia material de la literatura. Son abundantes, aquí, los ensayos sobre la relación del escritor con los libros, los malos o buenos hábitos de los impresores, la conveniencia o no de llevar diarios o cuadernos de apuntes o el uso y abuso de las citas. El perfil de Reyes que se dibuja no cabe, estrictamente, en la figura del escritor profesional. Había en aquel interés por el estado de la literatura mexicana e hispanoamericana un liderazgo intelectual que explica, en buena medida, su trayectoria como diplomático, traductor, editor y político cultural.
         De hecho, no es imposible percibir en estas prosas de Reyes una idea clínica de la literatura y del lenguaje que previene contra el efecto dañino o tóxico de ciertos giros del habla o la escritura. “De microbiología literaria”, un texto de 1923, escrito en Madrid, es el mejor ejemplo. Observaba Reyes un envilecimiento del lenguaje en la esfera pública que hacía desconfiar de cada verbo y cada frase. Todo era enmascaramiento: quien decía “frescura” o “gracia” quería decir “desvergüenza” y “bufonada”. La adjetivación se volvía fácil e irascible en aquel tiempo, cada vez más lejano a la corrección política de hoy.
          

martes, 2 de enero de 2018

Por qué la identidad cultural no existe




Lo dice François Jullien, filósofo francés, estudioso de Grecia pero también de China. La identidad no es otra cosa que un conjunto de recursos (lenguas, etnias, músicas, tradiciones, artes, cocinas, paisajes...) y la diferencia es un écart, una especie de distancia íntima o brecha dialogante, comunicativa, que permite que culturas distintas se reconozcan en lo común y lo universal:


"No hay identidad cultural francesa o europea sino recursos (franceses, europeos, y también de las otras culturas). Cuando una identidad se define, aparece un inventario de recursos. Tales recursos se exploran y se explotan -lo que yo llamo activar-. Así, la exigencia de universal es sin duda un recurso (incluso si el pensamiento de lo universal no es, como sabemos, universal sino singular), y esto se puede constatar en su capacidad reguladora: su capacidad para promover indefinidamente lo común en la Historia y mantenerlo abierto a ella, pues él tiende siempre a cerrarse y aislarse. Lo propio del recurso es pues su capacidad de promoción. Me parece que otro recurso europeo, correlativo a lo universal, es, para indicarlo globalmente, la promoción del Sujeto, y no del individuo (y del individualismo replegado en la estrechez del yo), sino del sujeto como un yo que se enuncia y, por eso mismo, introduce su iniciativa en el mundo, concibe en él un proyecto que hace efracción en la cerrazón de ese mundo: el proyecto hace que el sujeto "se mantenga fuera" del encierro en un mundo y le permite "ex-istir". Esto se traduce políticamente en un recurso, que siempre es necesario liberar, que es la libertad del sujeto, y del que la democracia extrae -aun si le es siempre difícil encontrar lo que la constituye- su razón y su legitimidad".

domingo, 24 de diciembre de 2017

La economía del enriquecimiento

Desde Marx sabemos que las formas históricas del capitalismo han sido variadas y que más que de una historia del capitalismo deberíamos hablar de historias de los capitalismos. Se trata de una premisa que aceptan historiadores, economistas y sociólogos en el campo académico, desde hace un siglo por lo menos, pero que encuentra una resistencia enorme en la ideología y la esfera pública de las izquierdas globales. Estaríamos en presencia de una de esas viejas y, por lo visto, irreductibles pugnas entre la teoría marxista y la práctica comunista que, a pesar de la caída del Muro de Berlín y el colapso del socialismo real, sigue viva en el siglo XXI.
En el último número de la New Left Review se reproduce una polémica entre Nancy Fraser, por un lado, y Luc Boltanski y Arnaud Esquerre, por el otro, que continúa el debate en torno a la tesis que el propio Boltanski y Eve Chapiello presentaron en un libro anterior, The New Spirit of Capitalism (2006). Lo que ahora, de un modo más preciso, Boltanski y Esquerre llaman "economía del enriquecimiento", ya no implicaría el nuevo "espíritu" del mismo capitalismo de siempre sino nuevas "formas capitalistas" que remueven los fundamentos del capitalismo industrial o financiero. Fraser advierte un cambio terminológico entre los conceptos de "espíritu" y "forma", que en principio sería un gesto de distancia de Weber y aproximación a Marx, pero que, sin embargo, le parece equívoco.
Boltanski y Esquerre encuentran las nuevas formas capitalistas en ciertas áreas de la economía, de gran desarrollo en el siglo XXI: el turismo, la moda, el patrimonio, las artes, el lujo, la gastronomía, el coleccionismo cultural, las nuevas tecnologías. Esa alta cultura de servicios que se ha instalado en las últimas décadas en las sociedades post-industriales comienza a generar un tipo de valorización de mercancías suntuarias que ya no responde a las claves de la explotación del trabajo y la obtención de plusvalía del periodo moderno. La fuerza de trabajo explotada es aquí una población minoritaria hipercalificada y los beneficiarios son, por lo general, amplios sectores de clase media. Dicen Boltanski y Esquerre: "mientras la economía de masas se basa principalmente en la explotación de los pobres, como trabajadores o consumidores, la economía del enriquecimiento obtiene sus beneficios esencialmente de los ricos".
Nancy Fraser acepta la evidencia de que, ciertamente, en algunas zonas de la economía capitalista desarrollada se están produciendo dinámicas propias de la desindustrialización, que alteran el conflicto y el análisis del conflicto entre empresarios y trabajadores. Y aunque Fraser concede que algunas de las modalidades más clásicas del capitalismo de masas se arraigan en otras regiones del mundo, como China, India o América Latina, se niega a aceptar que la nueva economía del enriquecimiento determine o defina el sentido del capitalismo global en nuestros días. A su juicio, si hay diversas formas de capitalismo en el siglo XXI, la financiera sigue siendo la hegemónica.

domingo, 17 de diciembre de 2017

La biblioteca del pensamiento vivo




En una vieja librería de la Ciudad de México, doy con varios de los volúmenes de la, una vez famosa, Biblioteca del Pensamiento Vivo de la editorial Losada, en Buenos Aires. Casi todos los volúmenes son de los años 30 y 40, y un repaso de los títulos y autores dice bastante de la cultura de entreguerras en América Latina. El "pensamiento vivo" de Rousseau corrió a cargo de Romain Rolland, el de Voltaire de André Maurois, el de Montaigne de André Gide, el de Pascal de Francois Mauriac, el de Descartes de Paul Valéry, el de Schopenhauer de Thomas Mann y el de Nietzsche de su hermano, Heinrich Mann.
La muestra es suficiente para reconocer el origen francés del proyecto, pero también para describir el pensamiento a vivificar y el tipo de lectura que le daba respiración boca a boca. Casi ninguno de los pensadores elegidos era un filósofo duro o sistemático y todas las semblanzas corrían a cargo de escritores. El Marx de Trotsky no era una excepción, ya que el líder bolchevique, por entonces exiliado en México, circulaba en Occidente como historiador o ensayista. Para confirmar la regla, los responsables de la colección pidieron un pensamiento vivo de Emerson a un poeta: Edgar Lee Masters.
Tampoco estaba injustificado un pensamiento vivo de Tolstoy por Stefan Zweig, ya que el escritor ruso era percibido, a principios del siglo XX, como pensador. Pero cabe preguntarse por qué un pensamiento vivo de Séneca por María Zambrano o uno de Platón por Jean Guitton y no uno de Aristóteles o por qué el pensamiento vivo de Kant por Julien Benda o de Kierkegaard por W. H. Auden y no un volumen dedicado a Hegel. Tal vez porque con Aristóteles o Hegel sucedía que el pensamiento no estaba muerto y no había que revivirlo en la semblanza de algún escritor.
Los arquitectos de la colección intentaban proponer la filosofía como género literario. Los filósofos elegidos eran, todos, excelentes escritores y sus glosistas eran narradores y poetas de primer nivel a mediados del siglo XX. El catálogo era una reacción no sólo contra la "muerte" del pensamiento sino contra el abandono de la filosofía por parte de los escritores. Era muy de aquellos tiempos, de ascenso de los totalitarismos, esa defensa del diálogo humanístico entre filosofía y literatura. Hoy, en cambio, cuando la democracia está más difundida que nunca, hemos llegado a lo mismo que tanto se temía entonces: los filósofos del pasado se olvidan y los escritores del presente dan la espalda a las ideas.


lunes, 11 de diciembre de 2017

Desiderio Navarro y la teoría cultural en Cuba



La muerte de Desiderio Navarro obliga, por una elemental cortesía cívica, cada vez menos frecuente en una esfera pública tan envilecida como la cubana, a agradecer la existencia del proyecto de la revista y el centro Criterios. Es algo que, en este blog, hicimos varias veces, en vida del importante crítico y traductor cubano, a pesar de las conocidas diferencias que supimos sobrellevar. Pero también exige, en honor al irreductible criticismo de Navarro, pensar históricamente los límites ideológicos de aquel proyecto. Y cuando digo "ideológicos" no me refiero, por supuesto, al predominante marxismo de la revista sino al tipo de marxismo o, más específicamente, al tipo de relación con el sistema político de la isla que propiciaba aquel marxismo.
Navarro insistió siempre en que su proyecto seguía una línea de continuidad con la revista Pensamiento Crítico entre fines de los 60 y principios de los 70. Pero la zona crítica que abrió Criterios, en el campo intelectual cubano, sobre todo, a partir de los 80, tenía muy poco que ver ya con el horizonte de la Nueva Izquierda (Guevara, Sartre, Althusser, Marcuse, Thompson,  Hobsbawm, el Black Power, la descolonización, las guerrillas, el nacionalismo revolucionario...), que suscribió la revista dirigida por Fernando Martínez, también fallecido este año. El valor distintivo de Criterios fue conectar a la Cuba de los 80 con las ideas estéticas de Europa del Este (Stefan Morawski, Moisei Kagan, Yuri Lotman y la Escuela de Tartu...), lo cual contribuyó a dotar de un espesor teórico peculiar al postmodernismo cubano.
Otra gran diferencia entre Pensamiento Crítico y Criterios fue el destinatario: el público o el sujeto político al que se dirigía el corpus traducido. La revista de Fernando Martínez estaba fundamentalmente dirigida a la máxima dirigencia del país, a la franja más ideologizada de la intelectualidad y a la red de solidaridad con la Revolución Cubana en la izquierda occidental. La de Desiderio Navarro estuvo prioritariamente dirigida a la comunidad cultural joven de la isla: a artistas y escritores, dramaturgos y cineastas, críticos y profesores. Criterios fue, entre todas las publicaciones culturales cubanas del periodo revolucionario, la más útil y, de hecho, la menos ideológica y propagandística, porque se trazó como finalidad ilustrar estéticamente la vida artística en la isla.
En contra de la mecánica descalificación del pensamiento postmoderno, que emprendió la burocracia cultural cubana en los 90, Desiderio Navarro, a pesar de algunos prejuicios documentables sobre el arte y el teatro más joven, decidió ir a contracorriente y dedicó varios números de la revista -el 32, por ejemplo, de 1994, con textos de Bourdieu, Barili, Foster, Marin, Flaker y Sanders-, a reconstruir con mayor pluralidad el campo de la filosofía post-estructuralista y postmoderna, un esfuerzo que, en buena medida, concluyó en el volumen El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica (2007). Fue entonces, en la llamada "cuarta época" de la revista, que Navarro comenzó a desplazarse más claramente hacia el pensamiento occidental, como muestran sus traducciones de Bourdieu y Foucault, pero también su aproximación a los enfoques postcoloniales y subalternos, a la obra de Edward Said y Zygmunt Bauman.
Durante toda aquella etapa, especialmente en la primera década de este siglo, Navarro colocó en el centro de la publicación temas fundamentales de la realidad de la isla como el racismo, el mercado y, sobre todo, la esfera pública y el papel del intelectual. Tópicos que informaban su propia obra crítica, como se lee en el ensayo "In medias res públicas" (2002), uno de los primeros textos publicados en la isla que planteó, como problema, la legislación hermenéutica y fáctica del discurso "Palabras a los intelectuales" (1961) de Fidel Castro sobre la libertad de expresión en Cuba. La burocracia cultural cubana, que toleró a Navarro, nunca ha asimilado plenamente las tesis expuestas en ese ensayo y se mantiene dogmáticamente fiel al mítico discurso del líder.
El proyecto de Criterios, sin embargo, operaba por medio de intervenciones laterales u oblicuas, que le impedían contrarrestar eficazmente el dogmatismo ideológico de la burocracia. Al intervenir, siempre, desde los referentes teóricos, Navarro lograba participar en la articulación de poéticas artísticas y en políticas intelectuales de grupo, pero muchas veces su mensaje era instrumentado por el poder. Sucedió en 2007, con las conferencias que siguieron a la "guerrita de los e-mails" y en los últimos años, en números como el 35 y el 36, que se aproximaron de manera sesgada al neomarxismo. Navarro logró traducir a Boris Groys y a Ovidiu Tichendeleanu, pero dejó fuera de la estrategia de traducción de Criterios una importante zona del neomarxismo que podía contribuir a pensar y criticar el nacionalismo post-comunista en Cuba.
Discutimos, en privado, electrónicamente o en persona, las últimas veces que nos vimos en México, estas objeciones que aparecen en mi libro El estante vacío (2009). Y discutimos también su equivocada identificación entre capitalismo, mercado y neoliberalismo, que, como advirtiera el economista Pedro Monreal en artículo para Cuba Posible, lo llevó a compartir las posiciones del ala más ortodoxa y contrarreformista de la oficialidad cubana, a la que se había enfrentado, en más de una ocasión, en los 90 y los 2000. Con todo, creo que el saldo de la valiosa labor de traducción y difusión teórica de Desiderio Navarro, a la que deberán dedicarse estudios más reposados, fue positivo para la vida cultural cubana.


sábado, 9 de diciembre de 2017

Adolfo Salazar y su Habana negra

El profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, Jesús Cañete Ochoa, ha compilado recientemente los artículos que el musicólogo español Adolfo Salazar, exiliado en la Ciudad de México en los años 30 y fallecido en esta capital, en 1958, escribió sobre la música cubana. Salazar viajó por primera vez a La Habana en 1930, cuando coincidió con su amigo, el poeta Federico García Lorca, quien le sirvió de cicerone en aquella ciudad del Caribe andaluz.
            Lorca llevaba dos meses en La Habana, cuando llegó Salazar en mayo de 1930, invitado por la Institución Hispano Cubana de Cultura, presidida entonces por el antropólogo Fernando Ortiz. Entre Ortiz, su discípula Lydia Cabrera y Lorca debieron haber tendido todas las alfombras por las que Salazar paseó su refinado sentido del ritmo y la armonía. A través de ellos conoció a los grandes músicos cubanos (Pedro Sanjuán, Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig, Rodrigo Prats…), pero también a sus mejores críticos, como los jóvenes Alejo Carpentier y Juan Pérez de la Riva, cuya amistad con Lorca se documenta en el prólogo de Cañete Ochoa.
            Salazar regresó a Madrid, Lorca fue asesinado en Granada y, pocos años después, luego del levantamiento franquista contra la República Española, el musicólogo regresó de vuelta a la isla, camino a su exilio mexicano. Ya para entonces había escrito la serie de crónicas deslumbrantes sobre La Habana y su música negra, para El Sol de Madrid, y su importante opúsculo sobre García Caturla, que aprovechará Carpentier en su gran ensayo La música en Cuba, editado por el Fondo de Cultura Económica en 1946.
            Las crónicas habaneras de Salazar para El Sol recuerdan lo mejor del género en Cuba y España, lo mejor de Casal y Baroja, de Ortega y Mañach. Empieza a narrar su contacto con la ciudad desde el camarote del barco, por cuya claraboya “entra una luz suave y un frescor que no era ya de mar, sino un frescor vegetal, amanecer de tierra”. Cuando Salazar se asoma a cubierta ve la “línea soberbia del Malecón, vanguardia en la perspectiva de la gran ciudad que es La Habana”.
            El musicólogo, que tiene apenas 40 años, advierte el dolor de los españoles mayores que lo acompañan, que conocieron aquel puerto cuando, tres décadas atrás, formaba parte de su imperio. Comprende ese dolor, pero simpatiza más con la nueva generación cubana, orgullosa de su independencia y genuinamente interesada en todo lo que llega de la península. Entre la “técnica superior del anglosajón y la técnica a ras de suelo, tan ultrademocrática del pueblo cubano”, Salazar cree percibir un espíritu intermedio, que es el hispánico.
            La música negra cubana, a su juicio, era la desembocadura de tres afluentes: África, España y Estados Unidos. Sus manifestaciones eran tan diversas como sus propios elementos formativos. Había música negra en los plantes rumberos de los solares, en las danzas para piano de Lecuona o en las composiciones sinfónicas de Roldán y Caturla. Aún así, en sus artículos en revistas habaneras como Musicalia y Pro-Arte Musical, de los años 30, Salazar privilegiaba la música culta, como esfera donde se decidía la vitalidad de aquel “trueque sonoro”.
            Para fines de la década, cuando mueren, demasiado jóvenes, Roldán y Caturla, y Sanjuán se traslada a Estados Unidos, Salazar advierte un “callejón sin salida” en la música negra de concierto en La Habana. Aquel diagnóstico, que intentaron resistir algunos críticos, fue suscrito por Carpentier en La música en Cuba, cuando hacía este apunte, válido también para la literatura y la política: “el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función del folklore”.