Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 2 de enero de 2018

Por qué la identidad cultural no existe




Lo dice François Jullien, filósofo francés, estudioso de Grecia pero también de China. La identidad no es otra cosa que un conjunto de recursos (lenguas, etnias, músicas, tradiciones, artes, cocinas, paisajes...) y la diferencia es un écart, una especie de distancia íntima o brecha dialogante, comunicativa, que permite que culturas distintas se reconozcan en lo común y lo universal:


"No hay identidad cultural francesa o europea sino recursos (franceses, europeos, y también de las otras culturas). Cuando una identidad se define, aparece un inventario de recursos. Tales recursos se exploran y se explotan -lo que yo llamo activar-. Así, la exigencia de universal es sin duda un recurso (incluso si el pensamiento de lo universal no es, como sabemos, universal sino singular), y esto se puede constatar en su capacidad reguladora: su capacidad para promover indefinidamente lo común en la Historia y mantenerlo abierto a ella, pues él tiende siempre a cerrarse y aislarse. Lo propio del recurso es pues su capacidad de promoción. Me parece que otro recurso europeo, correlativo a lo universal, es, para indicarlo globalmente, la promoción del Sujeto, y no del individuo (y del individualismo replegado en la estrechez del yo), sino del sujeto como un yo que se enuncia y, por eso mismo, introduce su iniciativa en el mundo, concibe en él un proyecto que hace efracción en la cerrazón de ese mundo: el proyecto hace que el sujeto "se mantenga fuera" del encierro en un mundo y le permite "ex-istir". Esto se traduce políticamente en un recurso, que siempre es necesario liberar, que es la libertad del sujeto, y del que la democracia extrae -aun si le es siempre difícil encontrar lo que la constituye- su razón y su legitimidad".

domingo, 24 de diciembre de 2017

La economía del enriquecimiento

Desde Marx sabemos que las formas históricas del capitalismo han sido variadas y que más que de una historia del capitalismo deberíamos hablar de historias de los capitalismos. Se trata de una premisa que aceptan historiadores, economistas y sociólogos en el campo académico, desde hace un siglo por lo menos, pero que encuentra una resistencia enorme en la ideología y la esfera pública de las izquierdas globales. Estaríamos en presencia de una de esas viejas y, por lo visto, irreductibles pugnas entre la teoría marxista y la práctica comunista que, a pesar de la caída del Muro de Berlín y el colapso del socialismo real, sigue viva en el siglo XXI.
En el último número de la New Left Review se reproduce una polémica entre Nancy Fraser, por un lado, y Luc Boltanski y Arnaud Esquerre, por el otro, que continúa el debate en torno a la tesis que el propio Boltanski y Eve Chapiello presentaron en un libro anterior, The New Spirit of Capitalism (2006). Lo que ahora, de un modo más preciso, Boltanski y Esquerre llaman "economía del enriquecimiento", ya no implicaría el nuevo "espíritu" del mismo capitalismo de siempre sino nuevas "formas capitalistas" que remueven los fundamentos del capitalismo industrial o financiero. Fraser advierte un cambio terminológico entre los conceptos de "espíritu" y "forma", que en principio sería un gesto de distancia de Weber y aproximación a Marx, pero que, sin embargo, le parece equívoco.
Boltanski y Esquerre encuentran las nuevas formas capitalistas en ciertas áreas de la economía, de gran desarrollo en el siglo XXI: el turismo, la moda, el patrimonio, las artes, el lujo, la gastronomía, el coleccionismo cultural, las nuevas tecnologías. Esa alta cultura de servicios que se ha instalado en las últimas décadas en las sociedades post-industriales comienza a generar un tipo de valorización de mercancías suntuarias que ya no responde a las claves de la explotación del trabajo y la obtención de plusvalía del periodo moderno. La fuerza de trabajo explotada es aquí una población minoritaria hipercalificada y los beneficiarios son, por lo general, amplios sectores de clase media. Dicen Boltanski y Esquerre: "mientras la economía de masas se basa principalmente en la explotación de los pobres, como trabajadores o consumidores, la economía del enriquecimiento obtiene sus beneficios esencialmente de los ricos".
Nancy Fraser acepta la evidencia de que, ciertamente, en algunas zonas de la economía capitalista desarrollada se están produciendo dinámicas propias de la desindustrialización, que alteran el conflicto y el análisis del conflicto entre empresarios y trabajadores. Y aunque Fraser concede que algunas de las modalidades más clásicas del capitalismo de masas se arraigan en otras regiones del mundo, como China, India o América Latina, se niega a aceptar que la nueva economía del enriquecimiento determine o defina el sentido del capitalismo global en nuestros días. A su juicio, si hay diversas formas de capitalismo en el siglo XXI, la financiera sigue siendo la hegemónica.

domingo, 17 de diciembre de 2017

La biblioteca del pensamiento vivo




En una vieja librería de la Ciudad de México, doy con varios de los volúmenes de la, una vez famosa, Biblioteca del Pensamiento Vivo de la editorial Losada, en Buenos Aires. Casi todos los volúmenes son de los años 30 y 40, y un repaso de los títulos y autores dice bastante de la cultura de entreguerras en América Latina. El "pensamiento vivo" de Rousseau corrió a cargo de Romain Rolland, el de Voltaire de André Maurois, el de Montaigne de André Gide, el de Pascal de Francois Mauriac, el de Descartes de Paul Valéry, el de Schopenhauer de Thomas Mann y el de Nietzsche de su hermano, Heinrich Mann.
La muestra es suficiente para reconocer el origen francés del proyecto, pero también para describir el pensamiento a vivificar y el tipo de lectura que le daba respiración boca a boca. Casi ninguno de los pensadores elegidos era un filósofo duro o sistemático y todas las semblanzas corrían a cargo de escritores. El Marx de Trotsky no era una excepción, ya que el líder bolchevique, por entonces exiliado en México, circulaba en Occidente como historiador o ensayista. Para confirmar la regla, los responsables de la colección pidieron un pensamiento vivo de Emerson a un poeta: Edgar Lee Masters.
Tampoco estaba injustificado un pensamiento vivo de Tolstoy por Stefan Zweig, ya que el escritor ruso era percibido, a principios del siglo XX, como pensador. Pero cabe preguntarse por qué un pensamiento vivo de Séneca por María Zambrano o uno de Platón por Jean Guitton y no uno de Aristóteles o por qué el pensamiento vivo de Kant por Julien Benda o de Kierkegaard por W. H. Auden y no un volumen dedicado a Hegel. Tal vez porque con Aristóteles o Hegel sucedía que el pensamiento no estaba muerto y no había que revivirlo en la semblanza de algún escritor.
Los arquitectos de la colección intentaban proponer la filosofía como género literario. Los filósofos elegidos eran, todos, excelentes escritores y sus glosistas eran narradores y poetas de primer nivel a mediados del siglo XX. El catálogo era una reacción no sólo contra la "muerte" del pensamiento sino contra el abandono de la filosofía por parte de los escritores. Era muy de aquellos tiempos, de ascenso de los totalitarismos, esa defensa del diálogo humanístico entre filosofía y literatura. Hoy, en cambio, cuando la democracia está más difundida que nunca, hemos llegado a lo mismo que tanto se temía entonces: los filósofos del pasado se olvidan y los escritores del presente dan la espalda a las ideas.


lunes, 11 de diciembre de 2017

Desiderio Navarro y la teoría cultural en Cuba



La muerte de Desiderio Navarro obliga, por una elemental cortesía cívica, cada vez menos frecuente en una esfera pública tan envilecida como la cubana, a agradecer la existencia del proyecto de la revista y el centro Criterios. Es algo que, en este blog, hicimos varias veces, en vida del importante crítico y traductor cubano, a pesar de las conocidas diferencias que supimos sobrellevar. Pero también exige, en honor al irreductible criticismo de Navarro, pensar históricamente los límites ideológicos de aquel proyecto. Y cuando digo "ideológicos" no me refiero, por supuesto, al predominante marxismo de la revista sino al tipo de marxismo o, más específicamente, al tipo de relación con el sistema político de la isla que propiciaba aquel marxismo.
Navarro insistió siempre en que su proyecto seguía una línea de continuidad con la revista Pensamiento Crítico entre fines de los 60 y principios de los 70. Pero la zona crítica que abrió Criterios, en el campo intelectual cubano, sobre todo, a partir de los 80, tenía muy poco que ver ya con el horizonte de la Nueva Izquierda (Guevara, Sartre, Althusser, Marcuse, Thompson,  Hobsbawm, el Black Power, la descolonización, las guerrillas, el nacionalismo revolucionario...), que suscribió la revista dirigida por Fernando Martínez, también fallecido este año. El valor distintivo de Criterios fue conectar a la Cuba de los 80 con las ideas estéticas de Europa del Este (Stefan Morawski, Moisei Kagan, Yuri Lotman y la Escuela de Tartu...), lo cual contribuyó a dotar de un espesor teórico peculiar al postmodernismo cubano.
Otra gran diferencia entre Pensamiento Crítico y Criterios fue el destinatario: el público o el sujeto político al que se dirigía el corpus traducido. La revista de Fernando Martínez estaba fundamentalmente dirigida a la máxima dirigencia del país, a la franja más ideologizada de la intelectualidad y a la red de solidaridad con la Revolución Cubana en la izquierda occidental. La de Desiderio Navarro estuvo prioritariamente dirigida a la comunidad cultural joven de la isla: a artistas y escritores, dramaturgos y cineastas, críticos y profesores. Criterios fue, entre todas las publicaciones culturales cubanas del periodo revolucionario, la más útil y, de hecho, la menos ideológica y propagandística, porque se trazó como finalidad ilustrar estéticamente la vida artística en la isla.
En contra de la mecánica descalificación del pensamiento postmoderno, que emprendió la burocracia cultural cubana en los 90, Desiderio Navarro, a pesar de algunos prejuicios documentables sobre el arte y el teatro más joven, decidió ir a contracorriente y dedicó varios números de la revista -el 32, por ejemplo, de 1994, con textos de Bourdieu, Barili, Foster, Marin, Flaker y Sanders-, a reconstruir con mayor pluralidad el campo de la filosofía post-estructuralista y postmoderna, un esfuerzo que, en buena medida, concluyó en el volumen El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica (2007). Fue entonces, en la llamada "cuarta época" de la revista, que Navarro comenzó a desplazarse más claramente hacia el pensamiento occidental, como muestran sus traducciones de Bourdieu y Foucault, pero también su aproximación a los enfoques postcoloniales y subalternos, a la obra de Edward Said y Zygmunt Bauman.
Durante toda aquella etapa, especialmente en la primera década de este siglo, Navarro colocó en el centro de la publicación temas fundamentales de la realidad de la isla como el racismo, el mercado y, sobre todo, la esfera pública y el papel del intelectual. Tópicos que informaban su propia obra crítica, como se lee en el ensayo "In medias res públicas" (2002), uno de los primeros textos publicados en la isla que planteó, como problema, la legislación hermenéutica y fáctica del discurso "Palabras a los intelectuales" (1961) de Fidel Castro sobre la libertad de expresión en Cuba. La burocracia cultural cubana, que toleró a Navarro, nunca ha asimilado plenamente las tesis expuestas en ese ensayo y se mantiene dogmáticamente fiel al mítico discurso del líder.
El proyecto de Criterios, sin embargo, operaba por medio de intervenciones laterales u oblicuas, que le impedían contrarrestar eficazmente el dogmatismo ideológico de la burocracia. Al intervenir, siempre, desde los referentes teóricos, Navarro lograba participar en la articulación de poéticas artísticas y en políticas intelectuales de grupo, pero muchas veces su mensaje era instrumentado por el poder. Sucedió en 2007, con las conferencias que siguieron a la "guerrita de los e-mails" y en los últimos años, en números como el 35 y el 36, que se aproximaron de manera sesgada al neomarxismo. Navarro logró traducir a Boris Groys y a Ovidiu Tichendeleanu, pero dejó fuera de la estrategia de traducción de Criterios una importante zona del neomarxismo que podía contribuir a pensar y criticar el nacionalismo post-comunista en Cuba.
Discutimos, en privado, electrónicamente o en persona, las últimas veces que nos vimos en México, estas objeciones que aparecen en mi libro El estante vacío (2009). Y discutimos también su equivocada identificación entre capitalismo, mercado y neoliberalismo, que, como advirtiera el economista Pedro Monreal en artículo para Cuba Posible, lo llevó a compartir las posiciones del ala más ortodoxa y contrarreformista de la oficialidad cubana, a la que se había enfrentado, en más de una ocasión, en los 90 y los 2000. Con todo, creo que el saldo de la valiosa labor de traducción y difusión teórica de Desiderio Navarro, a la que deberán dedicarse estudios más reposados, fue positivo para la vida cultural cubana.


sábado, 9 de diciembre de 2017

Adolfo Salazar y su Habana negra

El profesor de la Universidad de Alcalá de Henares, Jesús Cañete Ochoa, ha compilado recientemente los artículos que el musicólogo español Adolfo Salazar, exiliado en la Ciudad de México en los años 30 y fallecido en esta capital, en 1958, escribió sobre la música cubana. Salazar viajó por primera vez a La Habana en 1930, cuando coincidió con su amigo, el poeta Federico García Lorca, quien le sirvió de cicerone en aquella ciudad del Caribe andaluz.
            Lorca llevaba dos meses en La Habana, cuando llegó Salazar en mayo de 1930, invitado por la Institución Hispano Cubana de Cultura, presidida entonces por el antropólogo Fernando Ortiz. Entre Ortiz, su discípula Lydia Cabrera y Lorca debieron haber tendido todas las alfombras por las que Salazar paseó su refinado sentido del ritmo y la armonía. A través de ellos conoció a los grandes músicos cubanos (Pedro Sanjuán, Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig, Rodrigo Prats…), pero también a sus mejores críticos, como los jóvenes Alejo Carpentier y Juan Pérez de la Riva, cuya amistad con Lorca se documenta en el prólogo de Cañete Ochoa.
            Salazar regresó a Madrid, Lorca fue asesinado en Granada y, pocos años después, luego del levantamiento franquista contra la República Española, el musicólogo regresó de vuelta a la isla, camino a su exilio mexicano. Ya para entonces había escrito la serie de crónicas deslumbrantes sobre La Habana y su música negra, para El Sol de Madrid, y su importante opúsculo sobre García Caturla, que aprovechará Carpentier en su gran ensayo La música en Cuba, editado por el Fondo de Cultura Económica en 1946.
            Las crónicas habaneras de Salazar para El Sol recuerdan lo mejor del género en Cuba y España, lo mejor de Casal y Baroja, de Ortega y Mañach. Empieza a narrar su contacto con la ciudad desde el camarote del barco, por cuya claraboya “entra una luz suave y un frescor que no era ya de mar, sino un frescor vegetal, amanecer de tierra”. Cuando Salazar se asoma a cubierta ve la “línea soberbia del Malecón, vanguardia en la perspectiva de la gran ciudad que es La Habana”.
            El musicólogo, que tiene apenas 40 años, advierte el dolor de los españoles mayores que lo acompañan, que conocieron aquel puerto cuando, tres décadas atrás, formaba parte de su imperio. Comprende ese dolor, pero simpatiza más con la nueva generación cubana, orgullosa de su independencia y genuinamente interesada en todo lo que llega de la península. Entre la “técnica superior del anglosajón y la técnica a ras de suelo, tan ultrademocrática del pueblo cubano”, Salazar cree percibir un espíritu intermedio, que es el hispánico.
            La música negra cubana, a su juicio, era la desembocadura de tres afluentes: África, España y Estados Unidos. Sus manifestaciones eran tan diversas como sus propios elementos formativos. Había música negra en los plantes rumberos de los solares, en las danzas para piano de Lecuona o en las composiciones sinfónicas de Roldán y Caturla. Aún así, en sus artículos en revistas habaneras como Musicalia y Pro-Arte Musical, de los años 30, Salazar privilegiaba la música culta, como esfera donde se decidía la vitalidad de aquel “trueque sonoro”.
            Para fines de la década, cuando mueren, demasiado jóvenes, Roldán y Caturla, y Sanjuán se traslada a Estados Unidos, Salazar advierte un “callejón sin salida” en la música negra de concierto en La Habana. Aquel diagnóstico, que intentaron resistir algunos críticos, fue suscrito por Carpentier en La música en Cuba, cuando hacía este apunte, válido también para la literatura y la política: “el nacionalismo nunca ha sido una solución definitiva. La producción musical culta de un país no puede desarrollarse, exclusivamente, en función del folklore”.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Jorge Mañach y la Revolución de 1959



La editorial Casa Vacía que dirige el ensayista cubano Duanel Díaz, en Estados Unidos, ha publicado recientemente la antología La cura que quisimos. Artículos sobre la Revolución Cubana (2017) de Jorge Mañach. La selección corre a cargo del incansable crítico Carlos Espinosa Domínguez, quien, en las últimas décadas, ha realizado una labor de rescate editorial, especialmente de la obra periodística dispersa de Lino Novás Calvo, Gastón Baquero y Jorge Mañach, que nunca agradeceremos lo suficiente.
Esta antología reúne algunos artículos -no todos- centralmente dedicados a la Revolución Cubana, que Mañach escribió entre 1954, cuando se posiciona a favor de la amnistía de los asaltantes del cuartel Moncada, y el verano de 1960, poco antes de exiliarse en San Juan, Puerto Rico, donde murió en junio de 1961. Casi todos los textos aparecieron en Bohemia y Diario de la Marina, aunque hay alguno, como "El drama de Cuba" (1958), publicado originalmente en Cuadernos para la Libertad de la Cultura, u otro, como la entrevista que concediera a Bohemia Libre pocos días antes de morir, en la que respaldó la invasión de Bahía de Cochinos.
Los artículos exponen con claridad la oposición de Jorge Mañach al régimen del 10 de marzo de 1952, encabezado por Fulgencio Batista, y su adhesión sincera a la Revolución de mediados de los 50. Una Revolución que vio siempre como último capítulo de la anterior, la de 1933 contra la dictadura de Gerardo Machado, y que, a su juicio, debía encauzarse a través de formas republicanas y democráticas de gobierno. A pesar de la genuina simpatía que Mañach sintió por la figura de Fidel Castro -y también por la de Camilo Cienfuegos y otros líderes revolucionarios, fuera del 26 de Julio o de la Sierra Maestra, como José Antonio Echeverría-, aquella Revolución, en su mente, era algo ideológica e institucionalmente muy distinto al castrismo o al comunismo.
No creo, por tanto, que lo más importante de estos textos, leídos desde el saber historiográfico acumulado en las últimas décadas, sea el testimonio de alineamiento y luego desencanto con el "castrismo", como sostiene Duanel Díaz en el prólogo. Fuera de unos pocos "batalladores de las ideas", en la franja más inmovilista del régimen cubano, nadie escamotea el respaldo de Mañach a la Revolución y nadie desconoce que su oposición al gobierno revolucionario, como la de tantos otros liberales o demócratas del periodo republicano, se inició en cuanto se convenció de la edificación de un sistema comunista en Cuba.
Lo más importante de la lectura del Mañach revolucionario en el siglo XXI, a mi juicio, es precisamente el frustrado intento de articular una crítica liberal dentro de la Revolución. Estas prosas de Mañach no eran mera certificación de un entusiasmo sino también objeciones elegantes a un poder político que, desde un inicio, amenazaba con limitar derechos civiles. De ahí que a pesar de detectar una renovación de la "fe" en la nación o de la "virtud" republicana, critique los fusilamientos, el amago de condenar a muerte a su enemigo Otto Meruelo, el peligro de una reforma agraria demasiado estatista, el arribismo de los nuevos jacobinos y hasta el uso indiscriminado del "para qué" en la retórica de Fidel Castro, que podía llegar a "modos tan radicales de aspirar a la justicia social, que la libertad acabaría por salir mal parada". Luego de esta frase, por cierto, citaba muy campante Camino de servidumbre de Friedrich Hayek.
Mientras reaccionaba contra la explosión de La Coubre como un acto hostil de Estados Unidos, en su artículo "Déjennos en paz", Mañach reconocía que las mayores "incomodidades" de vivir bajo el nuevo régimen provenían de la "intolerancia, los rudos simplismos de procedimientos, los excesos de la justicia sobre la caridad, los dislocamientos de fortuna y a veces de doctrina". Incluso, en un artículo favorable como "El ángel de Fidel", daba voz a la crítica por medio del diálogo con su amigo "conservador" -¿Baquero?, ¿Ichaso?-, quien odiaba los "ataques a los ricos, el antiamericanismo innecesario, la infiltración comunista y los despojos inmerecidos".
Pienso que para aquilatar la creciente inquietud de Mañach, en La Habana, en el primer semestre de 1960, habría que leer también otros artículos de aquellos meses, no incluidos en esta antología, donde se plasma su rechazo al comunismo, como "Entre Camus y Reyes", "El testamento de Camus", "Compromiso con la verdad entera", "Una vieja voz por la libertad" y "José Martí: rompeolas de América", su último texto en Bohemia Libre. La ausencia de estos textos en la antología no impide, sin embargo, detectar los límites de la comprensible identificación inicial de Jorge Mañach con la Revolución Cubana, antes de su deriva comunista.
No puedo terminar este comentario sin decir que la adición del ensayo de Gastón Baquero, "Jorge Mañach o la tragedia de la inteligencia en la América Hispana", que Duanel Díaz lee como "una mirada sobre toda la trayectoria" del autor de Indagación del choteo, "culpando a sus continuos afanes públicos del fracaso o, por lo menos del menor alcance, de su obra literaria", era innecesaria. Innecesaria, digo, por la interpretación simplista del generoso ensayo de Baquero, que Díaz antepone en el prólogo. Luego del veredicto de que Mañach fracasó como escritor por culpa de su vocación pública, en la segunda página de la antología, el epílogo de Baquero funciona, en realidad, como una coletilla.
El efecto es similar a cuando en los años soviéticos, cada vez que se mencionaba a Jorge Mañach en Cuba, había que contraponerle algún juicio desfavorable de Raúl Roa, Juan Marinello, Alejo Carpentier, Martín Casanovas o Mirta Aguirre, que lo caracterizara como un intelectual burgués que traicionó a la Revolución. Como si el lector no pudiera enfrentarse a la voz de Mañach sin una mediación ideológica de sus editores, sean estos comunistas o anticomunistas. Mi sugerencia al lector de esta antología es que lea primero los artículos de Mañach, compilados por Carlos Espinosa, luego el epílogo de Baquero y, por último, el prólogo de Díaz.
El mismo reproche, que Baquero expresa con la sutileza de que carece el prologuista, podría hacerse y se hizo al poeta de Magias e invenciones. A mi entender se trata de un reproche equivocado en ambos casos, porque ni Mañach ni Baquero entendieron la "literatura" o, más específicamente, el "ensayo", al margen del periodismo o de la intervención del intelectual en la esfera pública. En el plano político, esa jerarquización de Baquero sobre Mañach resulta, cuando menos, sectaria, ya que si el poeta no comulgó con el primer fidelismo fue por su simpatía hacia el régimen batistiano. Simpatía que, como la de Mañach con la Revolución, tampoco careció de fisuras, que es lo que cuenta en la vida intelectual.



sábado, 25 de noviembre de 2017

Abusar de las Kristevas y las Sontags



Hoy, en El Cultural de La Razón, Daniel Rodríguez Barrón reseña el libro póstumo del admirado ensayista mexicano, Sergio González Rodríguez, Premio Anagrama de Ensayo 2014, fallecido en abril de este año. El libro se titula Teoría novelada de mí mismo (2017) y no lo publica Anagrama, como sus ensayos emblemáticos -El centauro en el paisaje (1992), Huesos en el desierto (2003), El hombre sin cabeza (2009) o Campo de guerra (2014)- sino Penguin Random House. Más que unas memorias, el libro parece ser un autorretrato, un inventario de lecturas, obsesiones, miradas fijas o desviadas, que servirían de guía al lector de sus ensayos.
González Rodríguez no fue nunca un ensayista académico: su vida en el periodismo lo protegió de los rituales y las asperezas del texto profesoral. Aún así, Rodríguez Barrón encuentra que, por momentos, su prosa se abría demasiado a referencias o citas de pensadores admirados. Si esa era una limitación del ensayista mexicano, a juicio del reseñista, qué decir de quienes incursionamos en el ensayo desde la academia. La referencia o la cita, utilizadas con moderación, son inevitables, como forma de orientación en el orbe caótico de las ideas.
Más que un medio de protección o un temor a exponer la propia inteligencia, el acto de citar o glosar a un autor admirado, es una ubicación de sí en el desconcierto ideológico, una seña de identidad en medio de la confusión valorativa que crece desde fines del siglo XX.  Reconozco en el gesto de González Rodríguez, de autorizar sus ideas con tesis de grandes filósofos occidentales, una marca de los 70 y los 80, cuando era inconcebible un pensar sin las coordenadas del marxismo, el psicoanálisis o el post-estructuralismo. En todo caso, vale la crítica de Rodríguez Barrón, en buena medida, como testimonio de que la nueva generación parece dejar atrás aquel "sentido trágico de la erudición", que tan bien describió el historiador Anthony Grafton:

"También es un ejercicio que tiene algo de protección. A veces, González Rodríguez abusa de las Kristeva y las Sontag, los Agamben y los Lacan, como si temiera a exponer sus propias teorías sin un supuesto marco crítico, digo supuesto porque en realidad lo suyo es el ensayo literario, libre, imaginativo y especulativo, donde esos espaldarazos (seamos serios: fuera del mundo de la imaginación y las ideas, ¿qué otra realidad tienen esos ídolos?) resultan innecesarios. Más aún, porque este libro es resultado de una experiencia interior, absolutamente personal y única, allí se encuentran todos sus aciertos, e intentar justificarlos es irrelevante para la literatura. Sin embargo -hay que decirlo todo- su gusto por la teoría era el gusto culpable del autodidacta que no se resigna a serlo, y quiere mostrar credenciales, que a la altura a la que había llegado y con su prestigio, eran innecesarias y estrictamente escolares".