En varias ocasiones Putin ha reaccionado contra la pérdida de influencia mundial que experimentó Rusia tras la la caída del Muro Berlín y ha llamado a no renegar de todo el pasado soviético, especialmente, del papel de Moscú en la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo. Sus simpatías estaban con los momentos de mayor reconocimiento internacional del estalinismo y no con el periodo bolchevique o con el de la decadencia de Moscú, en tiempos de Leonid Brezhnev, donde él mismo se formó como agente del KGB.
La desideologización de la historia que propone el actual gobierno ruso es un componente de su nueva modalidad autoritaria. El Kremlin advierte que una identificación marcada con la Revolución de Febrero, por su liberalismo, o con la Revolución de Octubre, por su bolchevismo, supondría una interpretación política del pasado que puede volcarse sobre el presente. La juventud rusa podría reconocerse en Kérenski y Miliukov o en Lenin y Trotski y concluir que hace falta una revolución en el siglo XXI, que derroque la nueva versión del zarismo.
Frente a la calculada neutralidad del Kremlin, la historiografía occidental y la propia opinión pública rusa, se dividen y polarizan en torno al legado de las dos revoluciones de 1917. La vieja escuela de la derecha anticomunista de la Guerra Fría, aunque maltrecha, sigue aferrada a una estigmatización del proceso revolucionario, que equivocadamente identifica, en bloque, con el ascenso del comunismo. Su némesis, la historiografía neocomunista, persiste en no reconocer que las bases institucionales y jurídicas del estado totalitario soviético fueron creadas durante los primeros gobiernos de Lenin y Stalin.
Algunos de los libros más recientes sobre la Revolución rusa, como The Russian Revolution. A New History (2017) de Sean McMeekin, aprovechan la rica historiografía sobre aquel evento producida desde la caída del Muro de Berlín. Críticos y partidarios coinciden en reconocerle al libro de Richard Pipes, aparecido en 1990, un papel inaugural en el revisionismo histórico de las últimas décadas. Pero McMeekin y el propio Pipes, en algunas entrevistas, simplifican o distorsionan la tesis central de la gran obra del profesor de Harvard. Por ejemplo, cuando aseguran que no hubo tal revolución sino un golpe de estado, por el cual la minoría bolchevique se hizo de todo el poder del antiguo imperio zarista.
Esa podía ser una explicación de lo que sucedió en octubre, pero la Revolución rusa, de acuerdo con las primeras páginas del libro de Pipes fue un largo proceso de transformación radical de Rusia, que comenzó en 1905 y concluyó a fines de los años 1930, cuando se consolidó el estalinismo. Después de la toma del poder por los bolcheviques en octubre del 17, de la guerra civil, del comunismo de guerra, de la Nueva Política Económica y la muerte de Lenin en 1924, decía Pipes, la “revolución se reanudó en 1927-28 y se consumó diez años más tarde, después de espantosos cataclismos que cobraron la vida de millones de personas”.
Además de la despolitización autoritaria, otra razón del desinterés del Kemlin en la celebración de la Revolución de Octubre podría ser la certeza historiográfica y el consenso mediático de que la toma del poder por los bolcheviques es apenas un capítulo importante de la Revolución, pero no el único ni el más decisivo para la destrucción del antiguo régimen y la construcción del nuevo. En Rusia, como en cualquier otro país revolucionado, dice McMeekin, no hubo nada “inevitable”. De la “revolución” de febrero no se derivaba mecánicamente el “golpe” de octubre, como les llama Pipes. Y de las contradictorias etapas del bolchevismo leninista, a pesar del partido único, la represión y el terror, no se desprendía automáticamente la constitucionalización estalinista de 1936.
La negativa de Putin a celebrar ninguna de las dos revoluciones, ni la democrática de febrero ni la comunista de octubre, ilustra a la perfección el grado cero de la política en el siglo XXI. Los nuevos autoritarismos se caracterizan por una elusión paralela de la democracia y el totalitarismo. Ese atajo les permite instrumentar elementos de los sistemas rivales de la Guerra Fría, sin tener que reproducir plenamente aquellos regímenes. Para lograr sus fines tienen a su favor una esfera pública nacional o global todavía atrapada en la inercia simbólica de las viejas confrontaciones del mundo bipolar.