Libros del crepúsculo

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martes, 11 de julio de 2017

La derecha postfidelista y la cruzada contra el "centrismo"

Pasó en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y en la Rusia postsoviética, por lo que tiene todo el sentido del mundo que suceda también en Cuba, único país del hemisferio occidental donde se instauró un régimen del socialismo real. Tras la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS, en todos esos países, una parte de la nomenclatura se desplazó del marxismo-leninismo soviético a un nacionalismo de derechas que, luego de un breve periodo de incómoda convivencia con el liberalismo, en los 90, hoy hace causa común con los populismos conservadores o neofascistas en Europa del Este. Putin, los hermanos Kaczynski y Orbán son resultado de esa mutación.
Desde 1992, en Cuba se produjo un fenómeno similar, al nivel ideológico de la élite del poder, pero compensado por la permanencia de Fidel y Raúl Castro al mando del país. El aparato ideológico del PCC reemplazó el marxismo-leninismo con un nacionalismo maniqueo, simplificador de la historia de Cuba, en el que se reforzaban sinonimias embrutecedoras como las de "Revolución, Patria, Nación y Socialismo", y se acoplaban esos significantes a las figuras de Fidel y Raúl. Cualquier oposición o crítica a esa nueva retórica, aún desde posiciones socialistas, debía ser descalificada por "postmoderna", "neoliberal", "neoanexionista" o "cubanológica", los nuevos nombres que comenzaron a darse a la contrarrevolución.
Los ideólogos de la Cuba post-soviética (Armando Hart, Abel Prieto, Eliades Acosta, Iroel Sánchez, Enrique Ubieta, Manuel Henríquez Lagarde...), ubicados en la intersección del Ministerio de Cultura, el Comité Central y la Seguridad del Estado, que encabezaban instituciones básicas para el control de la circulación de ideas, se aferraron, inicialmente, al concepto de "identidad nacional" para enfrentar la difusión del postmodernismo, defendido por los artistas e intelectuales de los 80. Aquella primera cruzada se libró contra actores internos y externos, con evidentes diferencias entre sí, pero que convergían en la demanda de reformas económicas y políticas: la diáspora intelectual de los 90, los investigadores del CEA, las revistas Encuentro de la cultura cubana y Cuban Studies.
A principios del siglo XXI, con Hugo Chávez a la cabeza del "socialismo bolivariano" en Venezuela, ese mismo grupo acaparó los medios del oficialismo electrónico para hacer frente a las publicaciones que dentro o fuera de la isla cuestionaban la represión, especialmente después de la primavera de 2003. La Jiribilla, Cubadebate, Ecured, La Pupila Insomne..., se convirtieron en la plataforma de una nueva derecha, que desde una versión superficial y homogénea del "nacionalismo revolucionario", atacó lo que llamaban "terrorismo mediático", un monstruo de mil cabezas donde se juntaban los diarios Encuentro en la Red y El Nuevo Herald, Jesús Díaz y Raúl Rivero, Oswaldo Payá y Elizardo Sánchez, los congresistas cubanoamericanos y Carlos Alberto Montaner.
Tras la convalecencia de Fidel Castro y el traspaso de poderes a favor de Raúl Castro, el cierre del Ministerio de la Batalla de Ideas y las destituciones de algunos líderes jóvenes, destacados en la difamación y el combate al enemigo, se produjo la falsa expectativa de que el nuevo gobierno abandonaba esa orientación de su ideología de Estado. Pero muy pronto se comprobó que con las reformas raulistas la nueva derecha en el poder se ramificaba en una rama tecnocrática o neoliberal, partidaria de reformas económicas limitadas, y otra neoconservadora y totalitaria, cuya misión sería, además de justificar la represión, impedir que el reformismo rebasara su estrecho cauce y amenazara el sistema político.
Aquellos ideólogos que en los 90 encabezaron la cruzada contra el postmodenismo y que en el libro Vivir y pensar en Cuba (2002) se presentaron como alternativa a los ensayistas que Iván de la Nuez reunió en la antología Cuba y el día después (2001), reaparecían ahora como némesis electrónica de Yoani Sánchez, Generación Y, Penúltimos Días, Cubaencuentro y Diario de Cuba. A medida que la oposición interna crecía y se diversificaba, en tensión con segmentos de una nueva sociedad civil, que presionaban a favor de mayor autonomía, sin romper el diálogo con las instituciones, el neoconservadurismo cubano fue captando cuadros en la nueva generación, como Elier Ramírez Cañedo, que renovó la trifulca historiográfica contra los autonomistas -¡un siglo después!- y el chato enfoque de la historia de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.
Unos y otros se han reunido ahora en una nueva misión de su partido único que consiste en atacar el reformismo socialista que, desde dentro de la isla, se identificó con el proceso de normalización diplomática y que exige la ampliación de derechos civiles y políticos de la ciudadanía. El blanco preferente parecen ser el proyecto Cuba Posible y sus gestores, Roberto Veiga y Lenier González, pero en el último año, la batería de insultos y descalificaciones de la derecha postfidelista se ha dirigido explícitamente, o no, a voces del periodismo como Fernando Ravsberg, Elaine Díaz y Harold Cárdenas, Periodismo de barrio, La Joven CubaObservatorio Crítico Havana Times, y también a espacios más próximos a la oposición como 14 y medio y Convivencia, así como a publicaciones con vínculos oficiales como On Cuba y Temas.
Las divergencias de todos esos medios son múltiples, pero tienen tres coincidencias que molestan al neoconservadurismo: apoyan las buenas relaciones entre Estados Unidos y Cuba, llaman a preservar y profundizar las reformas y se autodenominan "socialistas". La nueva derecha se moviliza instintivamente contra esas tres líneas, exponiendo su malestar con el presente, pero no para avanzar hacia el futuro sino para regresar, en lo posible, a un pasado ideal, el de la Batalla de Ideas o, mejor, el de la Cuba soviética, anterior a 1992. Ese sentido regresivo sería suficiente para ilustrar el neoconservadurismo, pero no es el único ni el más emblemático de la lógica reaccionaria que guía a esos ideólogos.
Ninguno de los temas de la agenda de la izquierda global -medio ambiente, matrimonio igualitario, comunidades LGTBI, antirracismo, mecanismos de democracia directa, formas de participación ciudadana, autogestión y autonomía, diversidad, igualdad de género, estrategias contra el rentismo o contra la dependencia de las viejas fuentes de energía, multiculturalismo, neomarxismo, derechos humanos de tercera y cuarta generación...- interesa a la nueva derecha post-fidelista. Ni siquiera el deterioro de los índices equitativos de distribución del ingreso, que trabajan los economistas que colaboran en Cuba Posible y Temas, los movilizan. Hay, de hecho, un antintelectualismo y un antiacademicismo, muy parecidos a los de sus equivalentes fuera de la isla, que dirigen, sobre todo, contra economistas como Pedro Monreal, Omar Everleny y Pavel Vidal.
En su ataque, los nuevos derechistas identifican toda la gama del socialismo reformista con un "centrismo" que entienden como socialdemócrata. No piensan, por supuesto, en la rica y heterogénea tradición socialdemócrata (Lasalle, Bernstein, Kautsky, Luxemburgo...) sino en la "tercera vía" de Tony Blair, sin tomarse el trabajo, siquiera, de glosar los textos de Anthony Giddens. Pero como pudo observarse en un debate entre Roberto Veiga, Lenier González y Julio César Guanche, que reseñamos aquí, las ideas de socialismo que manejan esos intelectuales son mucho más plurales y no refieren centralmente a la "tercera vía" británica. En Cuba Posible y Havana Times se ha defendido el socialismo con otros adjetivos: "democrático", "consejista", "libertario"...
La noción de "centro" irrita a los neoconservadores porque desdibuja la polaridad y el binarismo que constituyen el eje de la "mentalidad naufragada" de la reacción, como ha escrito Mark Lilla. No puede haber centro porque en ese patético mundo schmitteano sólo caben dos posiciones, con la Revolución o contra la Revolución, con Martí o con Varona, con Marinello o con Mañach. Al aplicar esa obsesión antitética no sólo al presente, sino al pasado, esos ideólogos caricaturizan la historia intelectual y política de Cuba. Hacen de la historia un panfleto incapaz de convencer a las nuevas generaciones, pero fácil de memorizar por una burocracia cada vez más ignorante. Son antimarxistas y antiliberales, a la vez, como todos los conservadores, de fines del XIX para acá.
La derecha postfidelista no entra en honduras ni en discernimientos. Su idea es vulgar: existe un sólo socialismo verdadero, el del gobierno cubano, y un único capitalismo, el del resto del mundo, menos, suponemos, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, cuatro capitalismos rentistas. Raras veces esos neoconservadores mencionan a Rusia y a China, pero es de suponer que, para evitar mayores incoherencias, no consideren a esos regímenes "socialistas". Convenientemente cierran los ojos al avance del capitalismo en Cuba, lo que no les impide negar que exista un sistema donde se mezclen socialismo y capitalismo, en un mentís al propio Lenin en tiempos de la NEP.
Hay poco que agregar a la crítica de Haroldo Dilla a uno de los voceros de ese segmento, que no habría que entender como corriente intelectual sino como grupo de presión que aspira a todo el poder en la Cuba posterior a Fidel y a Raúl. Tal vez, únicamente valga la pena constatar que ya se perfila una veta fascista en el argumento de que lo que define la diferencia entre los "socialistas" -es decir, los partidarios acríticos del gobierno cubano- y los "capitalistas" -todos los demás-, es un atributo "moral" o "subjetivo". El "hombre nuevo" guevarista vendría siendo, en la mente de esos "asalariados del pensamiento oficial", una variante del "superhombre", no de Nietzsche sino de Rosenberg, que a fuerza de voluntad encarna el ideal puro de una nación. Esa idea no es socialista ni de izquierda, es totalitaria y fascista.

    

domingo, 9 de julio de 2017

Jean Echenoz retrata a Kim Jong-un



La última novela de Jean Echenoz, Enviada especial (Anagrama, 2017) es como si se hubiera metido a Quentin Tarantino y John Le Carré en una licuadora. El resultado es un cocktail hilarante, en el que unos decadentes músicos del infumable pop francés de los 70, se ven envueltos en una operación de desestabilización de Corea del Norte, luego de dedicarse a todo tipo de oficios, incluidos los de asaltantes de bancos, secuestros, sexo carcelario y asesinatos a sueldo. Uno de los mejores momentos de la novela es cuando Echenoz capta la entrada en escena del líder norcoreano en algún palacete comunista de Pyongyang:

"Al anochecer, antes del banquete, el líder supremo en persona apareció al son de la canción "Du même pas", escrita en su honor por el compositor Ri Jong-o, que suscitó al instante una profunda y unánime reverencia. Rollizo y barrigudo, gruesa cara rubicunda oval homotética con un grueso busto oval -huevo de pata sobre huevo de avestruz sin conexión que los una- avanzaba con aire obcecado, afectado, compensando su breve estatura, como su querido líder padre, con espesas calzas sobre las que caminaba balanceando los brazos lejos del cuerpo. Constance se enteraría más adelante de que cultivaba su parecido con su abuelo líder eterno, reproduciendo sus gestos, su andar, sus mímicas, sus trajes y  su corte de pelo rasurado en las sienes, esponjado detrás con la raya al medio. Se murmuraba incluso, pero tantas cosas de murmuran bajo el cielo, que no menos de seis intervenciones quirúrgicas habían acentuado ese mimetismo".

sábado, 1 de julio de 2017

Contra la modernolatría



Iván Illich (1926-2002) fue un pensador austriaco con una vida itinerante, de múltiples residencias, como su propio pensamiento: Viena, Florencia, Croacia, Salzburgo, Princeton, Nueva York, Puerto Rico, Cuernavaca… Su padre era originario de Dalmacia y su madre una judía alemana, convertida al catolicismo en la Viena del desplome del imperio austro-húngaro y el nacimiento del nazismo. Los orígenes de su filosofía están en la teología católica posterior al Concilio Vaticano II y las izquierdas contraculturales de los 60, pero también en la vivencia de la barbarie europea de mediados del siglo XX.
         La experiencia de Illich en México, en los años 60 y 70, a través del Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) de Cuernavaca, propició el diálogo con algunos intelectuales católicos mexicanos, como Gabriel Zaid y Javier Sicilia, que en sus propios textos han admitido la deuda con el autor de El derecho al desempleo útil (2015). Ahora el joven historiador mexicano Humberto Beck, recién graduado en la Universidad de Princeton con una tesis sobre la filosofía de la historia europea, dedica al pensamiento de Illich el ensayo Otra modernidad es posible (2017), editado por Malpaso.
         El glosario conceptual de Illich, en ensayos como La sociedad desescolarizada (1971), Energía y equidad (1974), Némesis médica (1975) o Ecofilosofías (1984), es muy parecido al de otros pensadores de la Guerra Fría, como los de la Escuela de Frankfurt tardía o los teólogos de la liberación latinoamericana. Beck destaca su interlocución con Paulo Freire, Peter Berger y Jürgen Habermas, pero toda la obra de Illich podría entenderse como una lúcida invectiva contra la modernidad, en un esfuerzo paralelo al de la filosofía post-estructuralista y postmoderna en las últimas décadas del siglo XX.
         Leyendo a Beck confirmamos algo que, sólo en apariencia, sería contradictorio: todo el gran pensamiento moderno es crítico de la modernidad. Descartes y Spinoza, Kant y Rousseau, Marx y Weber fueron modernos antimodernos, si vale el oxímoron. No antimodernos en el sentido reaccionario o conservador, que le atribuye Antoine Compagnon, sino en el sentido de Marshall Berman: modernos que, sin abjurar de los valores ilustrados, objetaron la deshumanización del industrialismo, el imperio del consumo y el endiosamiento de la técnica.
         En La convivencialidad (1973), Illich se enfrentaba al tema habermasiano –una década antes de la Teoría de la acción comunicativa- de la contradicción entre capitalismo y comunidad. Lo singular en Illich sería un enfrentamiento del dilema sin las intransigencias al uso del marxismo vulgar o el neoliberalismo despiadado. Beck advierte que, aunque la orientación del pensador era fundamentalmente socialista, su intercambio con el liberalismo y el republicanismo fue permanente. Esas tres corrientes de pensamiento político formaban parte del mismo acervo o la misma tradición, sin los cuales “otra modernidad” no sería “posible”.
         En la disputa interna, planteada por tres clásicos de la Escuela de Frankfurt –Dialéctica de la Ilustración (1947) de Adorno y Horkheimer, El hombre unidimensional (1964) de Marcuse y Teoría de la acción comunicativa (1981) de Habermas-, Illich optaba por una posición personal. Los cuatro pensadores tenían razón en sus críticas a la racionalidad técnico-instrumental del capitalismo pero no alcanzaban a proponer una “reconstrucción  convivencial” de la sociedad ni una “reivindicación de los ámbitos de comunidad”, indispensables para una experiencia de lo moderno sin modernolatría.
          

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viernes, 30 de junio de 2017

Cercas, historiador




Las novelas de Javier Cercas cuestionan y, a la vez, exponen el deslinde entre ficción e historia. Pero en todas, el narrador busca presentarse como un sujeto desubicado, que ni es historiador ni es literato. Puede ser un escritor o, incluso, un novelista, siempre y cuando el acto de la escritura aparezca como un oficio desnudo, ordinario, sin la menor pretensión de trascendencia. Puede ser, también, un tipo de narrador resueltamente más cerca de la historia que de la literatura, una especie de archivista o notario que da cuenta exactamente de un evento del pasado. Es el caso de su última novela El monarca de las sombras (2017), tal vez la ficción en que Cercas ofrece mayor espacio a la historia escrita, por no decir, a la escritura de la historia y, específicamente, de la historia militar de la Guerra Civil española.
Esta vez Cercas cuenta el relato de su tío Manuel Mena, un joven extremeño que se suma al bando nacionalista de la Guerra Civil y que muere en el frente, en la batalla del Ebro, en el otoño de 1938, pocos meses antes de que termine la breve, pero costosa, parte militar de un conflicto que, en la memoria de la península y sus exilios, dura hasta hoy. Con la evocación del tío emerge toda la trama familiar del autor, por vía paterna y materna, de clara filiación franquista, en Ibahernando, durante la Guerra Civil. Una filiación -valga el pleonasmo- que abarca buena parte del árbol genealógico de Cercas, ya que tanto el padre como la madre pertenecían al patriciado del pueblo extremeño, que se sumó al franquismo.
La última novela del autor de Soldados de Salamina (2001) vendría a proponer una clave personal para la interpretación de la mayor parte de su narrativa o, por lo menos, de su poética. La literatura de Cercas está claramente endeudada con el drama de un intelectual que considera que el levantamiento franquista contra la República fue un error y hasta un crimen, pero que, a la vez, quiere comprender con flexibilidad las razones de quienes se levantaron en armas contra un gobierno legítimo y precipitaron el país en una sangrienta guerra fratricida. En El monarca de las sombras se evidencia que ese dilema es, para Cercas, un drama personal y familiar.
En algún momento de la novela se sugiere que todos los españoles están marcados por ese mismo drama. Pero en su caso, a diferencia, por ejemplo, de alguien cuya familia provenga del bando republicano o del exilio o de alguien que hoy se ubique en una perspectiva abiertamente revisionista, en relación con la visión hegemónica sobre el levantamiento franquista, que favorece paradójicamente a los vencidos, o cercana a la equidistancia, la escisión es inocultable: el héroe de su familia es un tío falangista que murió en la guerra, pero él es un intelectual público que defiende el legado democrático del interregno republicano.
Como en otras novelas de Cercas, lo que más me impresiona en la lectura, es la manera aparentemente diáfana, es decir, perfectamente estudiada en términos estilísticos, de liberar esa tensión o esa ambivalencia entre lo afectivo y lo político, lo personal y lo público. Algo que, a simple vista, parecería imposible en otros contextos tan o más polarizados que el español por causas de guerras civiles, dictaduras o revoluciones, autoritarismos o totalitarismos en el pasado reciente. Se antoja pensar que si esa liberación tiene lugar en la prosa de Cercas es porque hay un entorno ético en la esfera pública española que la favorece y la acompaña.

sábado, 24 de junio de 2017

Un siglo de Visión de Anáhuac

Cien años hace que la colección El Convivio de la Imprenta Celsina de San José de Costa Rica, a cargo de Joaquín García Monge, editó Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, breve e inmenso ensayo latinoamericano. García Monge fue un intelectual costarricense, que había recorrido Suramérica en los primeros años del siglo XX, en plena difusión del arielismo. De regreso a San José, en 1916, emprendió la edición de la revista Colección Ariel. Repertorio Americano, inspirada tanto en José Enrique Rodó como en Andrés Bello, que envió puntualmente a Alfonso Reyes, por entonces exiliado en Madrid.
         Desde aquellos años, como ha estudiado Alberto Enríquez Perea, se inició una rica correspondencia entre García Monge y Reyes que integra un capítulo más de ese “humanismo errante americano”, tan bien descrito por Adolfo Castañón. De aquel epistolario surgió la idea de incluir algo de Reyes en la colección El Convivio de García Monge. Ese algo fue nada menos que Visión de Anáhuac (1917), texto que, como recuerda Enríquez Perea, Octavio Paz llamó “gran fresco en prosa” y Valery Larbaud, “verdadero poema nacional”.
         Es interesante fijarse en los comienzos de aquellos ensayos en los albores del siglo XX. El punto de partida era siempre la geografía y la demografía, la naturaleza y el hombre, el paisaje y la raza. Manuel Gamio, más retóricamente, empezaba Forjando patria (1916): “en la gran forja de América, sobre el yunque gigantesco de los Andes, se han batido por centurias y centurias el bronce y el hierro de razas viriles”. Reyes, con mejor gusto, arrancaba con la “sorpresa” de los viajeros y los cronistas de Indias del siglo XVI ante las pulpas frutales y las mieles desconocidas.
         Pero muy pronto, también Reyes colocaba en el origen de cualquier expresión de lo nacional, la epopeya del hombre en la naturaleza. La desecación del valle de México, entre 1449 y 1900, podía entenderse como trasfondo de todo el proceso civilizatorio de la nación mesoamericana en cuatro siglos. Cuatrocientos años que, a su juicio, se dividían en tres grandes periodos y regímenes políticos: el del imperio mexica, el del virreinato novohispano y el de la república independiente.
         Tres edades, tres “civilizaciones” y tres “razas”, agrega Reyes, sugiriendo que la tercera sería la criolla o mestiza, aunque sin ahondar en representaciones eugenésicas, muy comunes en Justo Sierra o José Vasconcelos. Pero tan interesante como esa elusión de los tópicos evolucionistas es la insistencia en la discontinuidad entre aquellos grandes ciclos históricos: “poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta”.
         Es muy significativa, en un exiliado de lo que podría entenderse como “la contrarrevolución mexicana”, la definición del Porfiriato como “ficción”. Pero más aún, la asociación del régimen porfirista con una monarquía. Cuando Reyes hablaba de “tres monarquías, divididas por paréntesis de anarquía”, no se refería, como algunos suponen, a la borbónica, la de Iturbide y la de Maximiliano, sino a la azteca, la castellana y la porfirista. Pero a diferencia de Paz, Reyes no veía la historia de México marcada por una maldición despótica.
         Lo único constante en ese paso de una civilización a otra era la “consigna de secar la tierra”. De Netzahualcóyotl a Luis de Velasco y de éste a Porfirio Díaz, operaba la obra metahistórica de un Estado, decidido a desecar y desforestar. El llamado a poblar llevaba implícita una sujeción de la naturaleza, que trastocaría fatalmente aquella “visión”, aquella imagen de Anáhuac legada por viajeros y cronistas. “Nuestro siglo nos encontró –concluía Reyes- echando la última palada y abriendo la última zanja”.

miércoles, 21 de junio de 2017

Por qué no hay revoluciones en el siglo XXI




Recuerdo que en los años de la Primavera Árabe y Occupy Wall Street se decía que las nuevas tecnologías eran las vías de transmisión del espíritu revolucionario en el siglo XXI. Pero un personaje de Estridente, dulce (2017), la novela de Adam Thirlwell que leo en estos días, sostiene lo contrario. Los dispositivos electrónicos personales son los grandes neutralizadores de la revolución en nuestra época. No porque alienen a atonten al ciudadano, como sostiene la robinsonada tecnofóbica,
sino porque lo convierten en una víctima más fácil de la represión:

"Romy
No, déjame decirte por qué no habrá ninguna revolución...

Yo
Está bien...

Romy
Porque si tú eres una de las personas que tienen un iPhone o algo parecido para tuitear y demás, en cualquier revolución como es debida serías un blanco...

Yo
¿Cómo dices?

Romy
Sí, aquellos que tienen múltiples cuentas bancarias y hablan catorce idiomas podrán largarse y ponerse a salvo en Mustique. Pero la gente feliz que simplemente tiene lo suficiente para vivir pero no para, digamos, huir, será perseguida. Será perseguida y masacrada. Y la gente feliz sabe esto, lo sabe muy bien. Ésa es la razón por la que permanece muy callada y también por la que nunca llegaremos a ser testigos de ninguna revolución".


lunes, 19 de junio de 2017

Narcisismo y miedo a los aviones




Por ejemplo, este diálogo de Estridente y dulce (Anagrama, 2017), la última novela de Adam Thirlwell:

Yo
¿Te he contado lo que me pasó una vez en un avión?

Romy
No, bizcochito, cuéntame.

Yo
El avión se dirigía a la pista de despegue y yo estaba convencido de que algo iba mal porque los ruidos que hacía el aparato no eran normales. Entonces advierto que la azafata que está delante de mí le dice en voz baja a la que se encuentra al final del pasillo: "¿Qué sucede?" Obviamente decido que debo hacer algo e impedir que el avión despegue porque si lo hace estallará en llamas. De modo que llamo a la azafata y le digo que lo más seguro sería regresar al aeropuerto y hacer que revisaran el avión, a lo cual ella me contesta que por supuesto podría hacerlo, pero que me irá a buscar un vaso de agua y que, cuando vuelva, le diga si todavía quiero que informe a toda la gente del avión de que estoy tan asustado por un zumbido supuestamente anormal del aire acondicionado que el avión tendrá que perder su turno de despegue y ser revisado durante lo que podría ser un periodo de cuatro a cinco horas.

Romy
¿Y qué hiciste?

Yo
Me quedé callado

Romy
No es tan malo

Yo
Lo que no sé es si mi silencio se debió al conocimiento íntimo de que me estaba comportando de un modo irracional y en realidad no había nada de lo que preocuparse, o si estaba tan imbuido por la vanidad y el deseo de no montar una escena que preferí arriesgar mi propia muerte y la de otras cuatrocientas cincuenta y tres personas en vez de someterme a mí mismo a la posible humillación del anuncio de la azafata.