Cien años hace que
la colección El Convivio de la Imprenta Celsina de San José de Costa Rica, a
cargo de Joaquín García Monge, editó Visión
de Anáhuac de Alfonso Reyes, breve e inmenso ensayo latinoamericano. García
Monge fue un intelectual costarricense, que había recorrido Suramérica en los
primeros años del siglo XX, en plena difusión del arielismo. De regreso a San
José, en 1916, emprendió la edición de la revista Colección Ariel. Repertorio Americano, inspirada tanto en José
Enrique Rodó como en Andrés Bello, que envió puntualmente a Alfonso Reyes, por
entonces exiliado en Madrid.
Desde aquellos años, como ha estudiado
Alberto Enríquez Perea, se inició una rica correspondencia entre García Monge y
Reyes que integra un capítulo más de ese “humanismo errante americano”, tan
bien descrito por Adolfo Castañón. De aquel epistolario surgió la idea de
incluir algo de Reyes en la colección El Convivio de García Monge. Ese algo fue
nada menos que Visión de Anáhuac
(1917), texto que, como recuerda Enríquez Perea, Octavio Paz llamó “gran fresco
en prosa” y Valery Larbaud, “verdadero poema nacional”.
Es interesante fijarse en los comienzos
de aquellos ensayos en los albores del siglo XX. El punto de partida era siempre
la geografía y la demografía, la naturaleza y el hombre, el paisaje y la raza.
Manuel Gamio, más retóricamente, empezaba Forjando
patria (1916): “en la gran forja de América, sobre el yunque gigantesco de
los Andes, se han batido por centurias y centurias el bronce y el hierro de
razas viriles”. Reyes, con mejor gusto, arrancaba con la “sorpresa” de los
viajeros y los cronistas de Indias del siglo XVI ante las pulpas frutales y las
mieles desconocidas.
Pero muy pronto, también Reyes colocaba
en el origen de cualquier expresión de lo nacional, la epopeya del hombre en la
naturaleza. La desecación del valle de México, entre 1449 y 1900, podía entenderse
como trasfondo de todo el proceso civilizatorio de la nación mesoamericana en
cuatro siglos. Cuatrocientos años que, a su juicio, se dividían en tres grandes
periodos y regímenes políticos: el del imperio mexica, el del virreinato
novohispano y el de la república independiente.
Tres edades, tres “civilizaciones” y
tres “razas”, agrega Reyes, sugiriendo que la tercera sería la criolla o
mestiza, aunque sin ahondar en representaciones eugenésicas, muy comunes en
Justo Sierra o José Vasconcelos. Pero tan interesante como esa elusión de los
tópicos evolucionistas es la insistencia en la discontinuidad entre aquellos
grandes ciclos históricos: “poco hay de común entre el organismo virreinal y la
prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta”.
Es muy significativa, en un exiliado de
lo que podría entenderse como “la contrarrevolución mexicana”, la definición
del Porfiriato como “ficción”. Pero más aún, la asociación del régimen
porfirista con una monarquía. Cuando Reyes hablaba de “tres monarquías,
divididas por paréntesis de anarquía”, no se refería, como algunos suponen, a
la borbónica, la de Iturbide y la de Maximiliano, sino a la azteca, la
castellana y la porfirista. Pero a diferencia de Paz, Reyes no veía la historia
de México marcada por una maldición despótica.
Lo único constante en ese paso de una civilización a otra era la “consigna de secar la tierra”. De Netzahualcóyotl a Luis de Velasco y de éste a Porfirio Díaz, operaba la obra metahistórica de un Estado, decidido a desecar y desforestar. El llamado a poblar llevaba implícita una sujeción de la naturaleza, que trastocaría fatalmente aquella “visión”, aquella imagen de Anáhuac legada por viajeros y cronistas. “Nuestro siglo nos encontró –concluía Reyes- echando la última palada y abriendo la última zanja”.
Lo único constante en ese paso de una civilización a otra era la “consigna de secar la tierra”. De Netzahualcóyotl a Luis de Velasco y de éste a Porfirio Díaz, operaba la obra metahistórica de un Estado, decidido a desecar y desforestar. El llamado a poblar llevaba implícita una sujeción de la naturaleza, que trastocaría fatalmente aquella “visión”, aquella imagen de Anáhuac legada por viajeros y cronistas. “Nuestro siglo nos encontró –concluía Reyes- echando la última palada y abriendo la última zanja”.