Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 6 de febrero de 2017

José Martí y el republicanismo

En los últimos meses he leído dos artículos que definen a José Martí como "republicano". Uno es "El modernismo republicano de José Martí" (2012), del español Fernando Aguiar, y el otro, "El republicanismo en el pensamiento de José Martí" (2016), de la cubana Johanna González Quevedo. Para sostener esa definición ambos se apoyan en el ensayo de Pedro Pablo Rodríguez, "Alcance y trascendencia del concepto de República en José Martí" (2005). Aguiar y González citan a Rodríguez, como fuente original de la identificación de Martí con la tradición republicana de gobierno. Aguiar, a quien por cierto no cita González, a pesar de que su trabajo es cuatro años posterior, dice que "quien más se ha acercado a ese enfoque" es Rodríguez.
Además de falsa, esa atribución de paternidad intelectual en torno al republicanismo martiano carece de conexiones con las ideas de república y de tradición republicana, trabajadas en la historia y la teoría política, por lo menos, en las últimas tres décadas. Voy a demostrar por qué no es cierto que quien más se ha acercado al enfoque de José Martí como pensador republicano es Rodríguez, en el ensayo citado, y luego voy a probar por qué ninguno de esos tres ensayos logra definir el republicanismo de José Martí. Adelanto que no lo logran porque los tres desconocen la más contemporánea historización de los conceptos de república y republicanismo en la obra de J. G. A. Pocock, Quentin Skinner y la Escuela de Cambridge, así como la recepción de esa corriente teórica en América Latina.
Tanto en el ensayo de Rodríguez como en el más reciente de Ibrahim Hidalgo, "El concepto de república de José Martí" (2015), se define el republicanismo martiano a partir de los textos del propio Martí sobre la que llamaba "república nueva". El contenido de ese republicanismo tiene que ver con el ideal de una nación plenamente soberana, frente a España o frente a Estados Unidos, y de un orden constitucional adecuadamente balanceado entre derechos sociales, civiles y políticos, que Martí resumió en aquella "ley primera de la República", que sería el "culto a la dignidad plena del hombre".
Pero, ¿qué es lo específicamente republicano de esta idea? Lo que hace a Martí, ahora, republicano, según esos autores, es exactamente lo mismo que antes lo hacía "revolucionario", "demócrata" o, incluso, "socialista". Si el republicanismo de Martí se define por la búsqueda de la soberanía plena y por una concepción integral de los derechos naturales del hombre no habría mayor diferencia entre Martí y cualquier otro prócer separatista de las Américas, Washington o San Martín, Bolívar o Morelos, Sucre o Jefferson. Si por lo menos, el republicanismo martiano se definiera por contraposición a un otro, el monarquismo o el liberalismo, por ejemplo, alcanzaría mayor positividad.
La falta de discernimiento de esa definición se debe, como decíamos, a una ignorancia de la teoría de la república y el republicanismo en el pensamiento político contemporáneo. Desde mediados de los años 1970, el historiador británico J. G. A. Pocock, en su clásico The Machiavellian Moment (1975), comenzó a insistir en la especificidad de una "tradición republicana atlántica", en buena medida surgida tras la creativa recepción de Maquiavelo por James Harrington y los padres fundadores de Estados Unidos. Las tesis de Pocock fueron rápidamente adoptadas por otros historiadores como Isaiah Berlin, Quentin Skinner y, en América Latina, por el argentino Natalio Botana, quien escribió un libro precisamente titulado La tradición republicana (1984).
¿Cuándo se aplicó, por primera vez, ese enfoque al estudio de las ideas martianas? A falta de otra evidencia, que en caso de existir agradecería, diría que el primer texto que asocia a Martí con el republicanismo, tal y como lo entiende la Escuela de Cambridge, es mi ensayo "La república escrita" (1995), publicado en la revista Unión, sin mi consentimiento -yo envié el ensayo a Cintio Vitier y él decidió publicarlo, con una respuesta suya, en la que uno de los argumentos principales era que José Martí no era "republicano" sino "revolucionario"- y luego incorporado a mi libro José Martí: la invención de Cuba (2000). En aquel ensayo, a partir de Berlin y Botana, digo:

"En la cultura política moderna, la tradición republicana se inspira en el modelo cívico de la Roma antigua, formulado por Cicerón, Tito Livio y los estoicos latinos. De esta referencia proviene una racionalidad neoclásica, que se refuerza, durante el Renacimiento, con el modelo florentino de Maquiavelo, y, más tarde, en la Ilustración, con el republicanismo contractual de Rousseau. Isaiah Berlin advierte que, a diferencia de las tradiciones liberales y democráticas, el modelo cívico de la República presupone la articulación de un espacio público, donde una comunidad de ciudadanos virtuosos sacrifica sus intereses privados en aras del bien común".

Hay atisbos de esa genealogía intelectual en ensayos de Roberto Agramonte, Humberto Piñera Llera, Ezequiel Martínez Estrada y, sobre todo, Jorge Mañach, en El espíritu de Martí (1972), cuyo capítulo segundo, "Sangre y tierra", conecta el pensamiento martiano con el ideal republicano del "pro patria mori", que Maurizio Viroli, a partir de Skinner, trasladó al estudio de la tradición republicana atlántica. Pero todos esos autores escribieron antes del giro maquiavélico que Pocock dio a la comprensión de las ideas políticas en los siglos XVII y XVIII. Ese giro llega hasta nuestros días en la obra de autores de Philip Petit, Joyce Appleby o John W. Maynor, pero nadie, en esa corriente historiográfica, pone en duda el carácter pionero del estudio de Pocock.
Más allá de aplicaciones casuísticas de ese enfoque al análisis de las ideas del siglo XIX latinoamericano, como la de Botana en Argentina, el primer intento de traslado de esa perspectiva a Hispanoamérica fue el volumen colectivo que coordinamos José Antonio Aguilar y yo en el Fondo de Cultura Económica, titulado justamente El republicanismo en Hispanoamérica (2002). Allí se incluyó un ensayo mío titulado "Otro gallo cantaría", luego recogido en el libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba (2008). Tras citar a Pocock, Skinner y Viroli y a historiadores latinoamericanos, como Elías José Palti, José Antonio Aguilar y Roberto Gargarella, que han trabajado con las tesis de la Escuela de Cambridge, escribo:

"Si colocamos la obra política de José Martí frente a estas dos tradiciones: la liberal, que surge con las teorías contractualistas de Hobbes, Locke y desemboca en los modelos de representación notabiliaria, defendidos por Constant y Tocqueville en el siglo XIX, y la republicana, que nace en la Roma antigua, con Cicerón y Tito Livio, se consolida en las repúblicas veneciana y florentina del Renacimiento y alcanza su formulación moderna, a fines del siglo XVIII, con Harrington, Rousseau y las constituciones norteamericana y francesa de 1787 y 1791; si leemos, insisto, a Martí, desde este doble acervo, encontramos que su mayor deuda fue con la tradición republicana".

En un libro posterior, Las repúblicas de aire (2009), aunque Martí no formaba parte de los casos a estudiar, volvemos a inscribir al poeta y político cubano en esa tradición, que es la de Bolívar y Mier -no la de cualquier otro prócer, como San Martín, O'Higgins o Hidalgo o cualquier otro estadista liberal, como Sarmiento, Juárez o Barrios-, e intentamos dotar de contenidos ese republicanismo hispanoamericano. Contenidos que incluyen la apuesta por la forma republicana representativa de gobierno -con su consabido antimonarquismo y antiabsolutismo, más que evidentes en Martí-, pero también la contraposición entre virtud y comercio, la crítica al modelo plebiscitario del sufragio universal y a los sistemas oligárquicos de partido, y el énfasis en una comunidad de ciudadanos virtuosos que sacrifica el interés individual por el bien común.
Por supuesto que esa manera de entender el republicanismo no es la única, pero quienes hoy mismo, desde la historia intelectual hispanoamericana, intentan reformular el concepto están obligados a lidiar, por ética elemental, con la teorización e historización propuesta por la Escuela de Cambridge. Y si ese es el camino para redefinir la república y el republicanismo en Hispanoamérica, también, por ética elemental, deben citarse y debatirse los trabajos de quienes desde hace dos décadas ubican a José Martí en esa tradición.
   


  

domingo, 5 de febrero de 2017

Arte y política: la transición "no planificada"

He leído Fuera de revoluciones. Dos décadas de arte en Cuba (Almenara, 2016), de Mailyn Machado, como lo que es, un conjunto de glosas sobre las artes visuales de la isla en el siglo XXI, pero también como un manifiesto sobre la crítica del arte contemporáneo. Un manifiesto cuya tesis es vieja, como casi todo en nuestra época, pero defendida con la suficiente vehemencia como para producir un efecto de novedad.
En contra de tanta crítica, que aspira a pensar la literatura del siglo XXI con las claves autotélicas del belleletrismo del siglo XIX, Machado, tras los pasos de Walter Benjamin y Boris Groys, nos recuerda que no hay arte sin contexto ni condiciones de posibilidad, sin historia o sin política. El ensayo con que arranca el volumen, "La utopía no es mañana", nos coloca de golpe en una circunstancia, la del periodo post-soviético de la historia de Cuba, que está en el trasfondo de la mutación de las poéticas y las políticas artísticas entre los 90 y los 2010.
No sólo eso. Para llegar a la comprensión de ese presente, Machado rastrea la historia de la institución del arte en el periodo revolucionario, sus acomodos a las distintas fases de la política cultural y su refuncionalización a partir de la apertura al mercado global del arte en las dos últimas décadas. Como Groys, Machado piensa que es imposible pensar el arte del siglo XXI sin una dosis de economía política de la cultura. Persistir en una idea de las artes visuales, incontaminada por el mercado, es imponer a la globalidad los patrones nacionalistas y estadocéntricos del socialismo real.
En la obra de Raúl Cordero y Jorge Luis Marrero, la crítica lee una ironía y un cinismo que desafían la "legislación de la pintura", heredada por viejos "códigos representacionales". En la exposición Patria (2012) de Alejandro Campins, así como en el trabajo plástico de Michel Pérez Pollo, Osvaldo González y Niels Reyes, Machado observa una "burla refinada al sistema artístico", que ilustra las tensiones entre lo nacional y lo transnacional, a la vez que lidia con los retos que el mercado plantea a los discursos artísticos insulares.
Cuando Mailyn Machado habla de "artes visuales" lo hace en serio. De ahí la presencia del video, el cine de ficción, el documental y las nuevas tecnologías de las redes sociales. A través de materiales de Adrián Melis, Javier Castro, Henry Eric Hernández, Iván Rodríguez Basulto, Raychel Carrión, Alina Rodríguez Abreu o Manuel Zayas, la ensayista llega a proponer un panorama del "arte cubano en la era de su reproducción tecnológica". Toda esperanza de remitir la experiencia estética contemporánea al momento plástico pre-digital, del siglo XX, es abandonada aquí.
Lo mismo se advierte en el cuidado con que Machado trabaja la historia del performance. La obra de Tania Bruguera y su Cátedra Arte de Conducta aparece reseñada, pero su significado se enmarca en un itinerario más abarcador, que arranca con algunos experimentos de arte público de fines de los 80, como Arte Calle y Maldito Menéndez y Arte-Derecho de Juan-Sí González y Jorge Crespo. Esa manera de historizar el arte contemporáneo cubano cuestiona, a la vez, una idea demasiado rígida de los cortes generacionales de los 90 y los 2000 y el tópico cada vez menos verosímil de una "despolitización" de la plástica cubana como consecuencia del mayor acceso al mercado global.
En su largo comentario a la poética visual de la historia de Reynier Leyva Novo, Mailyn Machado elude otros lugares comunes. La tradición sacrificial del patriotismo, el ritual constitutivo de la violencia, la reproducción indiscriminada del pantéon heroico, todo ese ceremonial insufrible del republicanismo cubano llegó a la catarsis con la Revolución y sublimó el "deseo de morir por otros" en los aparatos ideológicos y culturales del Estado. Esa ética mortuoria desembocó, como se advierte al final del libro, en un duelo por la emigración que hay que enfrentar de una vez.
El arte cubano contemporáneo no se puede pensar sin el mercado, pero tampoco sin la emigración. Las representaciones del dinero en Wilfredo Prieto o del éxodo en Sandra Ramos, son atisbos de esa subjetividad que comienza a rebasar el duelo y la nostalgia como resortes plásticos de la entrada de la isla al siglo XXI. Lo que se está viviendo en los últimos años, concluye Machado, es una "transición no planificada hacia una nueva configuración social", que se ubica "fuera" de toda lógica revolucionaria. Una "regularización" de la economía informal de las mercancías y los símbolos, que comienza a presentarse como garantía para la subsistencia del propio Estado.

miércoles, 25 de enero de 2017

Los hermanos Goncourt y el arte del insulto




La colección Libros Magenta de la Secretaría de Cultura de México ha editado los diarios de 1863 de los hermanos Edmond y Jules de Goncourt, en traducción de Armando Pinto y prólogo de Gabriel Bernal Granados. Se trata de un documento único, que transporta al lector a los salones literarios franceses de la Belle Epoque. Todo está ahí: las grandes intuiciones, los juicios apresurados e injustos, pero también el decadentismo cortesano, la oposición al Segundo Imperio y las insulsas rivalidades que daban vida al cotilleo de un mundo literario, más oral que impreso. Los Diarios de los Goncourt, como casi todos los diarios, son la transcripción de una oralidad privada que fundaba la estimativa literaria hasta hace muy poco, antes de la era digital.
Es interesante observar la manera en que aquellos escritores, editores y críticos se relacionaban con el insulto. En una de las primeras entradas de 1863 dicen que "el insulto en el siglo XIX forma parte de la religión de los imbéciles" porque un crítico lanza "invectivas" contra el pintor rococó Boucher, a quien ellos admiraban. Pero unos días más adelante, son ellos mismos quienes se vuelven practicantes de la religión del desprecio: "he dicho que los imbéciles, soportables en el campo, son insoportables en París. No están en su medio. Es necesaria la provincia a los parientes: ese es su ambiente".
Con la nueva monarquía Bonaparte, los Goncourt tienen un vínculo ambivalente. Desprecian el imperio -"los tiranos imponen el vasallaje hasta en los gustos", dicen contra Napoleón III y se quejan de que la policía correccional los ha citado a ambos y a Gustave Flaubert por "ultraje a las costumbres"-, pero se fascinan con la cercanía de la princesa Matilda. A la mansión de ésta acuden siempre, entusiastas, a reunirse con Sainte-Beuve y Flaubert, que no se soportan mutuamente. Los Goncourt se sienten halagados por la buena impresión que causan en Sainte-Beuve y procuran la buena opinión del crítico, pero prefieren siempre a Flaubert.
He aquí una buena observación para tanto crítico enemigo de la historia: si algo molestaba a los Goncourt es que Sainte-Beuve, a pesar de su pasión por la biografía, fuera tan arbitrario en sus gustos literarios como caprichoso en sus valoraciones históricas. Cuando el crítico "despotricaba" contra historiadores como Michelet, de quien había tomado buena parte de la información biográfica para sus semblanzas de escritores franceses, no sonaba creíble. Preferían hablar de historia con Flaubert, un apasionado de los anales antiguos y modernos. Pero si contra Sainte-Beuve el odio de los Goncourt estaba contenido por la coquetería, contra Ernest Renan suelta sus riendas en forma de arte panfletario del insulto:

"Una cabeza de ternero que tiene los rubores, las callosidades, de un culo de simio. Es un hombre rechoncho, bajo, mal proporcionado, la cabeza sobre los hombros, de aspecto jorobado; la cabeza de animal tiene algo de puerco y elefante, los ojos pequeños, la nariz enorme y caída, toda la cara jaspeada de manchas y rubores. De este hombre malsano, mal proporcionado, feo con ganas, de una fealdad moral, sale una voz agria y falsa".

sábado, 14 de enero de 2017

Los enemigos del ensayo




Va y viene, como en rachas. En tiempos aurorales, el ensayo gana adeptos con facilidad. Pero en los crepusculares, como el nuestro, los enemigos del género se alebrestan. En una época en la que el tecnicismo regresa por sus fueros y el espíritu de especialización, que hace un siglo denunciaban Bergson, Scheller y Heidegger, se adueña de las humanidades, resurgen las voces que llaman a desterrar al ensayo de la esfera pública. Lo que no parecen advertir los enemigos del ensayo es que casi todos sus argumentos ya fueron sostenidos por dos de las corrientes filosóficas más nefastas de la pasada centuria: el positivismo estrecho y el marxismo-leninismo ortodoxo, en buena medida, heredero de aquel.
Fueron, justamente, positivistas y marxistas de ese tipo los que se enfrentaron a Ortega en España, a Vasconcelos y a Reyes en México, a Henríquez Ureña en Argentina o a Mañach en Cuba. Recordemos tan sólo este último caso. ¿Qué era lo que Juan Marinello, Mirta Aguirre, José Antonio Portuondo o Carlos Rafael Rodrígez reprochaban a Jorge Mañach, Francisco Ichaso o Félix Lizaso? En esencia, que pudieran escribir un ensayo sobre cualquier tema: economía y política, arte y literatura, filosofía e historia. Muy pocas veces, que yo recuerde, aquellos ensayistas escribieron de economía, pero cuando lo hicieron, como en algunos artículos de Mañach en Diario de Marina o Bohemia, reafirmaron una mirada hacia las cuestiones económicas desde una perspectiva humanística.
Y es eso, precisamente, la aproximación a los grandes temas globales desde las humanidades, defendida con elocuencia singular por George Steiner, lo que molesta a los enemigos del ensayo. Pueden ser belleletristas, como los nostálgicos de la pureza de la alta literatura, tecnócratas cuantitativistas de las ciencias duras, panfletistas de medio pelo que, desde un pedacito de su pantalla de laptop, pontifican sobre la moralidad de cualquier discurso o fanáticos de la verdad comprobable en un laboratorio, pero todos, en el fondo, aborrecen de la flexibilidad epistemológica y de la sobriedad de estilo que caracteriza al ensayo.

jueves, 5 de enero de 2017

La historia de los primeros cristianos en clave bolchevique

Decíamos hace unos días que el escritor francés Emmanuel Carrère ha tratado el tema del comunismo ruso, por lo menos, en dos libros, Una novela rusa y Limónov. Pero la cuestión soviética, que lleva en la sangre, reaparece en cualquiera de sus libros, cuando menos se le espera. Por ejemplo, en El Reino (2015), la tormentosa cavilación sobre la experiencia de su conversión al catolicismo, a principios de los 90, poco antes de que se revelara el caso de Jean-Claude Romand, el médico farsante y asesino de su familia, que convirtió en trama de su novela El adversario.
En El Reino Carrére se pregunta cómo es posible la conversión religiosa y vuelve sobre los orígenes de ese trance, sobre todo, en Los Hechos, las Epístolas de San Pablo y los Evangelios. Los apóstoles del cristianismo, Santiago, Pedro, Juan y Pablo, eran judíos que se convirtieron. Y el último de ellos, Pablo, antes Saúl de Tarso, había sido, además, un fariseo represor de los rebeldes cristianos bajo las órdenes del reino de Judea. Luego de su conversión, en el camino a Damasco, Pablo se entrega a un frenético proselitismo y regresa a Jerusalén con un mensaje renovador, que desafía a los apóstoles mayores.
Para trasmitir el conflicto, Carrère echa mano de la siguiente analogía: "Transpongámonos. Hacia 1925, un oficial de los ejércitos blancos que se ha distinguido en la lucha antibolchevique pide audiencia a Stalin en el Kremlin. Le explica que una revelación personal le ha dado acceso a la pura doctrina marxista-leninista y que se propone hacerla triunfar en el mundo. Pide que para esta acción Stalin y el Politburó le otorguen plenos poderes, pero no acepta someterse a ellos jerárquicamente. ¿Entendido?".
En esta primera analogía, San Pablo aparece como un reformador del leninismo, que podría asociarse a las figuras de Trotski o Bujarin, pero más adelante, cuando su poder se consolida, desplazando a los apóstoles más viejos, es él, Pablo, y no otro, el Stalin del primer cristianismo. Si Jesús era Lenin, ¿quién debía ser el sucesor? Responde Carrère: "debería haber sido Pedro, el más antiguo de los compañeros de Jesús. Podría haber sido Juan, que se presentaba a sí mismo como su discípulo predilecto. Los dos tenían toda la legitimidad necesaria, así como la tenían Trotski y Bujarin para suceder a Lenin, a pesar de lo cual el que la obtuvo, eliminando a todos sus rivales, fue un georgiano patibulario, Iósif Dzhugashvili, apodado Stalin, sobre el cual Lenin había declarado su desconfianza".
En este punto de la analogía, San Pablo es Stalin, pero unas páginas más adelante vuelve a ser Trotski. Cuando Carrère describe los múltiples exilios y prisiones de Pablo, especialmente en Cesarea, anota: "Era exactamente el estatuto de Trotski en los diferentes retiros que jalonaron su exilio, y la vida de Pablo en Cesarea debió de parecerse mucho a la del antiguo generalísimo del Ejército Rojo en Noruega, Turquía o en su último domicilio de México. Paseos repetitivos por un perímetro reducido. Un círculo de relaciones limitado a sus colaboradores más cercanos que tenían que enseñar la patita para visitarle".

miércoles, 4 de enero de 2017

Un concepto circular del arte





En su última novela, El ruido del tiempo (2016), el novelista inglés Julian Barnes se ha metido en la mente de Dmitri Shostakóvich y lo que ha encontrado -bajo aquella mescolanza de lealtad y desobediencia al régimen soviético, de miedo, amor y odio a sus líderes, de desprecio a sus aduladores en Occidente (Rolland, Sartre o Picasso), de miserable frustración porque otros músicos, como Prokofiev, menos comprometidos políticamente vivían mejor que él y podían importar coches occidentales, de sordo arrepentimiento por haber atacado a Stravinski y elogiado a Zhdanov en un salón del Waldorf Astoria de Nueva York, de asco impronunciable por haber recibido tantas veces la orden Stalin, por haber denigrado a Solzhenitsin y a Sajarov o por hacer finalmente todo lo que le sugería u ordenaba la Seguridad del Estado...,- es una idea profunda e inagotable del arte. Frente a los ideólogos que le insisten en repetir la fórmula leninista de una música "para el pueblo", Shostakóvich defiende otro concepto del arte:


"El arte pertenece a todo el mundo y a nadie. El arte pertenece a todas las épocas y a ninguna. El arte pertenece a quienes lo crean y a quienes lo disfrutan. El arte no pertenece más al pueblo y al Partido de lo que perteneció en otro tiempo a la aristocracia y a los mecenas. El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo. El arte no existe por amor al arte: existe por el bien de la gente. Pero, ¿qué gente y quién la define? Él (Shostakóvich) siempre pensó que su arte era antiaristocrático. ¿Escribía, como sus detractores sostenían, para una élite burguesa y cosmopolita? No. ¿Escribía, como sus detractores querían, para el minero de Donbass fatigado de su turno de trabajo y necesitado de un reposo tranquilizador? No. Escribía música para todos y para nadie. La escribía para quienes más apreciaban la música que escribía, sin tener en cuenta su extracción social. La escribía para los oídos que podían escucharla. Y sabía, por consiguiente, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica".

martes, 3 de enero de 2017

Shostakóvich y la memoria viva del terror

En una nota reciente sobre Seis años que cambiaron el mundo (2016), el libro de Hélène Carrère sobre la desintegración de la URSS, llamamos la atención sobre una ascendente historiografía que mira con nostalgia al pasado soviético. Es curioso: esa tendencia se asienta entre historiadores, pero no entre algunos de los mayores escritores contemporáneos, que, en sus novelas, mantienen viva la memoria del terror estalinista. Pongo sólo cuatro ejemplos: J. M. Coetzee, Martin Amis, Emmanuel Carrère y Julian Barnes.
Cotzee escribió una historia de la censura en el siglo XX, Giving Offenses (1996), que dedica varios capítulos al stalinismo, especialmente, al acoso contra Mandelshtam y Solzhenitsin. Martin Amis es autor de un libro titulado Koba the Dread (2002), una mezcla de memoria personal, biografía de Stalin y recuento de los procesos de Moscú, que irritó a más de un historiador. Carrère, nieto de aristócratas georgianos e hijo de la gran historiadora Hélène Carrère, ha tratado el tema soviético, por lo menos, en dos libros: Una novela rusa (2008), sobre la desaparición de su abuelo en 1944, acusado de agente nazi, y Limónov (2012), la ficción real sobre el extravagante escritor y político de la Rusia postsoviética.
Toca el turno ahora a Julian Barnes, quien dedica su última novela, El ruido del tiempo (2016), al caso de Dmitri Shostakóvich. En 1936, este músico exquisito de Leningrado, que había sido mimado por las autoridades soviéticas desde los años 20, cayó en desgracia tras el estreno de su ópera Lady Macberh de Mtsensk en el teatro Bolshói, al que asistieron Stalin, Mólotov, Mikoyán y Zhdánov. La ópera aparecía al final de la institucionalización definitiva del régimen soviético, que tuvo lugar entre 1932 y 1936, y que puso todo el campo de la cultura bajo el control ideológico del nuevo Estado.
El periódico Pravda, en un editorial que Barnes cree escrito por el propio Stalin y no por el entonces director del diario, Zaslavsky, definió la ópera con una batería de calificativos: "bulla en vez de música, apolítica y confusa, que cosquilleaba el gusto pervertido de los burgueses con su música inquieta y neurótica, graznaba y gruñía y resoplaba, con un ritmo nervioso, compulsivo y espasmódico, procedente del jazz, chillido para amanerados, sin gusto sano, confusa corriente de sonido, burda, primitiva y vulgar..."
El veredicto era sumario: Shostakóvich era un "desviacionista, pequeño burgués, formalista, meyerholdista, izquierdista, cosmopolita..., que nunca ha considerado el problema de lo que el púbico soviético busca en la música y espera de ella..., en fin, una amenaza para la cultura soviética". Desesperado, el músico pidió ayuda al general Mijáil Tujachevski, su admirador y mentor, quien escribió a Stalin, sin recibir respuesta. Cuando la NKVD lo cita para el interrogatorio, comprende que el objetivo no es tanto él como el general, que será ejecutado en 1937, acusado de agente trotskista y alemán.
A partir de entonces, Shostakóvich racionaliza la forma de tratar con el poder soviético, sobre la base de una negociación musical entre nacionalismo y cosmopolitismo, Rusia y Occidente, armonía y melodía, que le permitirá sobrevivir en la URSS, sin perder reconocimiento dentro y fuera de su país, especialmente en Nueva York, donde su música fue aclamada en el Madison Square Garden y se hizo amigo de Aaron Copland, Clifford Odets, Arthur Miller y Norman Mailer. Una negociación, sugiere Barnes, en la que el músico parecía ceder al canon oficial, como en la Quinta Sinfonía, para luego apartarse en la Octava y la Novena, que fueron descalificadas por Zhdánov.
Cuando en 1948, Stalin y su séquito vuelven a la ópera a presenciar el estreno de La gran amistad de Vano Muradeli, músico georgiano que se atrevió a tratar el tema incómodo de la sublevación de georgianos y osetios contra el Ejército Rojo, durante la Revolución de Octubre,  Shostakóvich, que con Prokófiev y Jachaturián había apadrinado a Muradeli, volvió a ser víctima del ostracismo oficial. Para salir de la desgracia dedicó a Stalin, el "gran jardinero", su famosa Cantata de los bosques, aceptó asistir al Congreso por la Paz en Nueva York, donde renegó de su admirado Igor Stravinski, y llenó sus últimas sinfonías de alusiones a la gloriosa historia soviética, lo que le valió el puesto de diputado a la asamblea de los soviets y militante del Partido Comunista en 1960.