Los Diarios
de la Revolución de 1917 de
Marina Tsvietáieva, rescatados el año pasado por Acantilado, en traducción de
Selma Ancira, debieran ser lectura de quienes muestran algún interés genuino en
entender qué es una Revolución. Es una lástima que el libro aparezca sin un
buen prólogo que ayude al lector a orientarse en la terrible biografía de
Tsvietáieva o en la historia de sus diarios, pero algunas notas aparecidas en
periódicos españoles, como El País o El Mundo, ofrecen la
información básica.
Tsvietáieva era una
poeta de familia acomodada, aunque no aristocrática -su padre era profesor de
Bellas Artes y director del Museo Pushkin de Moscú-, que se formó en internados
de Friburgo y Lausana, tras quedar huérfana de su madre, pianista. En 1912,
como en una novela de Tolstoi, se casó con un oficial del ejército, con el que
tuvo tres hijos. Su esposo Sergei Efrón se enroló en el Ejército Blanco tras la
Revolución de Octubre, pero a ella le sorprendió el evento viajando en tren
entre Crimea y Moscú, con el fin de reunirse con sus hijos y sobrevivir, hasta
que pudiera exiliarse.
La poeta es una
espectadora y una potencial víctima de la Revolución, no una revolucionaria,
pero intenta comprender y asimilarse al fenómeno. Pide trabajo a un vecino
bolchevique, que la recomienda en el Comisariado para Asuntos de las
Nacionalidades, instalado en el palacio del conde Sologub, que inspiró a
Tolstoi en Guerra y paz para narrar
la casa de los Rostov. La metamorfosis del palacio en institución obrera es uno
de los primeros indicios de la Revolución en la mente de la poeta.
La Revolución es ese
vuelco social, esa brusca mutación. En los trenes, Tsvietáieva hace contacto
con jóvenes bolcheviques que le reprochan que fume o que lea
novelas, que vista bien o se mueva entre una casa en Moscú y una dacha en Koktebel. Pero también encuentra
partidarios del comunismo que defienden la igualdad de la mujer y que sienten
curiosidad por esa joven escritora, que ha visitado París y habla varias
lenguas.
El Comisariado para
Asuntos de las Nacionalidades le parece la Babel de un nuevo fanatismo. Estonios,
lituanos, finlandeses, moldavos, musulmanes, judíos… se integran en el
aprendizaje de una nueva lengua marxista y soviética. La poeta abomina del
revoltijo cultural de aquel imperio espurio, desde un nacionalismo ruso que,
como en otros intelectuales de su generación, no oculta el antisemitismo o la
islamofobia.
Para el otoño de 1918,
la Revolución se ha consumado, es un asunto del pasado. La palabra desaparece
de los Diarios, lo que ilustra una
vez más el poco espesor semántico del concepto en la revolución más radical que
ha conocido la historia, si se compara con otras, como la francesa, la mexicana
o la cubana, que suscitaron todo un fetichismo retórico en torno a ese vocablo.
Lo que ha sucedido es una caída en “tierra firme”, que le hace entender por qué
en tiempos de la monarquía de los Románov se hablaba de “firmeza celestial”.
Es entonces que Marina
Tsvietáieva alcanza una premonición de su exilio y su suicidio con la muerte
del amigo Alexei Stajóvich. El viejo orden se ha trastocado de manera irremediable
y ella lo constata una tarde en el restaurante Praga de la calle Arbat, de
Moscú. Donde antes había un busto de Napoleón –un joven bolchevique le había
dicho, en el vagón de un tren, que la francesa era una revolución “vieja” y
“deteriorada”- ahora hay otro con la “jeta intimidatoria de Trotski”. Y
recuerda que en febrero de 1917, su nana le regaló un espejito con el rostro de
Kerenski, cuando la poeta prefería un “espejo verdadero, entero, sin Dictador”.