Sólo unos pocos medios
independientes de la diáspora cubana reportan que el poeta Juan Carlos Flores (La
Habana, 1962) se ahorcó en el balcón de su apartamento de Alamar, al Este de La
Habana, microcosmos del abandono. Se suicidó la mañana del miércoles 14, luego
de caminar por el barrio. Una vecina y amiga, que lo vio colgado, llamó a
Medicina Legal. Juan Carlos Flores, otro poeta suicida, como Raúl Hernández Novás,
Ángel Escobar y muchos más, en la isla de los suicidas, ese paisito alegre con los
índices de suicidio per cápita más altos de América, como hemos referido aquí y aquí.
Dicen que antes de ahorcarse, Flores
salió a comprar pan y anunció a los vecinos que se quitaría la vida. Nadie le
hizo caso. Seguramente lo daban por loco, por su depresión, por su disidencia o
por su poesía, que en Cuba, como en todos los totalitarismos, van de la mano. En
sus Diarios de la Revolución de 1917 Marina
Tsvietáieva comentaba la impresión que le produjo la noticia de que su amigo
Alexei Stajóvich se había ahorcado. Se reprochaba a sí misma no haberlo
visitado y anotaba que en el comunismo “visitar es dar”. Cuando no hay nada que
dar: “¿mis manos vacías y mi corazón repleto?”
En Tumbas
sin sosiego (2006) comenté el interés de Flores por una poesía cívica, que
colocaba la falta de voz en el centro de su lírica. En un poema del cuaderno Distintos modos de cavar un túnel (2002),
que me envió dedicado a mi casa en México, anotaba: “Que te vuelvas afásico, me dicen, que
te vuelvas afásico, en países como este lo mejor que uno hace es alquilar un
quitamanchas portátil”. Y en otro: “la cigarra canta y cantar es el único
sentido de su canto…, yo, no soy una cigarra. Ni siquiera tengo voz”.
No me asombró cuando a fines de la
década supe que Flores había sido uno de los fundadores de un grupo autónomo de intervención poética,
que escenificaba y cantaba versos en calles y casas de La Habana, sin permiso
oficial, llamado Omni Zona Franca. Como todos los intentos de asociación
independiente, el grupo fue restringido, censurado y descalificado por la
burocracia cultural, que no toleraba que los recitales “Poesía sin fin” se realizaran
al margen del poder.
Flores era un poeta rebelde que pensaba
que luego de que el sueño de la Revolución se hizo pesadilla no había más
opción para el escritor que “volverse un roedor, en la maleza, hambriento y
perseguido por los rastreadores”. Bajo el socialismo el poeta debía convertirse
en cimarrón, no en un “Don de guayabera, hilando séquito de un clero tropical”,
como nunca habría sido Rolando Escardó, su admirado poeta revolucionario y
vanguardista que murió a los 35 años en un accidente.
Si bajo un orden así el poeta no es un
cimarrón, decía otro poema, es un “prisionero sin poder escapar ni ascender”,
uno de esos tantos “expoliados dentro de las carpas panópticas”. La mirada de
Flores se detenía en los poetas, los mutilados y los mendigos, pero también en
los locos, a quienes describía como los máximos olvidados de la historia. Cuando en enero de
2010 murieron decenas de enfermos mentales en el hospital psiquiátrico de
Mazorra, en La Habana, el poeta escribió el texto “Bajo cero”, en el que
parodiaba el tono justificativo del discurso oficial: “26 locos murieron en
Mazorra/ ese suceso pronto se olvidará/ un suceso entre sucesos no un suceso
aislado/ sino un suceso que pertenece a un conjunto de sucesos/…¿26 locos
murieron en Mazorra?”
El joven poeta Oscar Cruz (Santiago de
Cuba, 1979) compiló recientemente una antología de los, a su juicio, mejores
poetas de las tres últimas generaciones cubanas, titulada The Cuban Team (2015). De los nacidos en los 60 sólo incluyó tres:
Carlos Augusto Alfonso, Omar Pérez y Juan Carlos Flores. Allí reprodujo poemas
de los últimos cuadernos de Flores, cuando el poeta era todavía precariamente
publicable, como Un hombre de la clase
muerta (2008) o El contragolpe (y
otros poemas horizontales) (2009).
Horizontalidad es una noción básica en
la poética de Flores. Horizontalidad en el sentido estilístico del verso en
prosa, que avanza sobre párrafos que son monólogos, como el de los “avestruces”,
símil del cubano conformista, o el de “las mujeres negras que se hacen el
desriz”; el de la peregrinación del día de San Lázaro o el de los bailarines
callejeros de break dance entre las
ruinas de La Habana. Flores aspiraba a una poesía horizontal, sin fin, que
desbordara la página, y murió ahorcado, frente a la mañana, en el balcón de su
apartamento en Alamar.