Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 27 de agosto de 2016

Josep Ramoneda y La Maleta de Portbou

Hace unos días el intelectual catalán Josep Ramoneda ofreció una conferencia en la Librería Rosario Castellanos, de la Ciudad de México, sobre la situación de España y Cataluña en el “desconcierto” europeo. En la presentación, Roger Bartra destacó la peculiar mezcla de filosofía y periodismo, análisis político y promoción cultural que se produce en la obra de Ramoneda. El autor de Apología del presente (1989), un cuestionamiento paralelo del preterismo y el utopismo que se apodera de las visiones de la realidad internacional contemporánea, publicado en el mismo año de la caída del Muro de Berlín, hizo gala de esa condición.
            Ramoneda es un pensador que razona con imágenes. Hábito adquirido en su larga experiencia como director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), que colinda con el Museo de Arte Contemporáneo de esa ciudad. La metáfora que utilizó para describir el actual “desconcierto” de Europa es el “libro desencuadernado”. El libro fundacional de la Unión Europea, es decir, el conjunto de valores democráticos y confederales, que debía rebasar los nacionalismos enfrentados en las dos guerras mundiales y las ideologías contrapuestas del mundo bipolar, y que colocaría al viejo continente a la avanzada de un nuevo concepto jurídico y político del territorio, demostró estar mal encuadernado.
            Los problemas de España y Cataluña, tan acuciantes como la ausencia de gobierno durante ocho meses o el avance del independentismo catalán, sin que, al parecer, haya condiciones mínimas para negociar una salida de Cataluña de España entre las fuerzas políticas de ambas naciones, tienen que ver, según Ramoneda, con la crisis europea. El secesionismo, sostiene el ensayista, empieza por las élites económicas de Europa que, cada vez más, se separan de la amplia base de clase media, corazón del europeísmo, edificando un mundo aparte.
            Ramoneda es un ensayista que apuesta por el diálogo entre el arte y las ciencias sociales, la economía y las humanidades. La mejor prueba de ese empeño es la revista La maleta de Portbou, fundada hace tres años en Barcelona, que él dirige. El título de la revista alude, naturalmente, a la maleta que habría dejado Walter Benjamin en un hotel de ese puerto fronterizo entre Cataluña y Francia, donde se suicidó el filósofo, en septiembre de 1940, con una sobredosis de morfina. La maleta de Benjamin es otra metáfora del libro perdido, como el que Ramoneda observa en el fracaso de Europa.
            La revista que dirige el intelectual catalán es, también, la apuesta por una publicación impresa en medio de la revolución digital. Pero una apuesta cuya melancolía, como la propia melancolía de Benjamin, no es el cursi lamento por la pérdida de la cultura libresca sino la crítica a la disgregación de la esfera pública contemporánea, que limita la capacidad de intervención de los intelectuales. Hoy no pocos escritores prefieren el Facebook, como plataforma de posicionamiento político, a un artículo en un periódico, una revista de ideas o un buen libro de ensayos.
            En el último número de La maleta de Portbou leemos un ensayo de Marina Subirats sobre la creciente escisión de la sociedad española, como consecuencia del agotamiento del modelo político de la transición, otro de Jordi Gracia que intenta explicar el complejo fenómeno de Podemos y, de paso, discute con agudeza y equilibrio el libro La desfachatez intelectual (2016) de Ignacio Sánchez-Cuenca, y otro más, de Jordi Amat, que vuelve sobre la transformación política de Cataluña, luego de la pérdida de la hegemonía bipartita de Convergencia y Unión y el Partido Socialista. Literatura de ideas de la más alta calidad en tiempo de pokemones.

             

sábado, 20 de agosto de 2016

Bolaño y la literatura nazi en Cuba



Alguna vez el crítico Gerardo Muñoz observó en su blog que debajo de la aparente liviandad del personaje de Ernesto Pérez Masón, el imaginario escritor fascista cubano de La literatura nazi en América (1996) de Roberto Bolaño, había una indagación más o menos informada de la historia de la literatura cubana del siglo XX. Tenía razón Muñoz, pero probablemente lo que hizo a Bolaño familiarizarse con la literatura de la isla no fue tanto una red de amigos -mucho menos de lectores-, como un discernimiento muy refinado de la historia de la literatura latinoamericana del siglo XX.
Frente a una identidad escindida por el exilio -chileno para los mexicanos, mexicano para los españoles, español para los catalanes...-, Bolaño se pensaba como un escritor latinoamericano y su interés por las literaturas de Argentina y Perú, México y Centroamérica o Venezuela y Colombia, así lo atestiguan. Es ese latinoamericanismo, de vuelta de los mitos identitarios de la generación del boom, el que le permitió descreer de la supuesta dislocación de Cuba en el campo socialista de Europa del Este. En una famosa entrevista con Lateral, en 1998, decía que los cubanos tenían la extravagancia de ser "prosoviéticos", pero como en el fondo no dejaban de ser caribeños y latinoamericanos, se les perdonaba todo.
Bolaño hace nacer a Pérez Masón en Matanzas en 1908, por lo que se trataría de un escritor de la generación de José Lezama Lima, Gastón Baquero y Virgilio Piñera: era, dice, "integrante un tanto sui géneris de la revista Orígenes". En la factura del personaje hay elementos de Piñera y Baquero: es un "enemigo" de Lezama, a quien reta a duelo tres veces y tres veces es "desairado" por el poeta, pero es un escritor anticomunista, como Baquero. Al igual que Piñera, Pérez Masón es gran admirador de Franz Kafka y escribió "hagiografías apresuradas" de los líderes de la Revolución. Pero como Baquero, se exilia, en Nueva York, no en Madrid, donde funda la GEAC, cuyas siglas podrían corresponder a Grupo de Escritores y Artistas Contrarrevolucionarios o a Grupo de Escritores Arios de Cuba o del Caribe.
Pérez Masón es anticomunista, pero también antinorteamericano, y en contra de quienes en el exilio de Miami le reprochan su entusiasmo por la Revolución a principios de los 60, escribe una novela pornográfica con los generales Eisenhower y Patton como protagonistas, que escandaliza a los líderes del anticastrismo. El único elemento que distinguiría claramente a Pérez Masón de los tres escritores mencionados es que, además de afrancesado -se ganaba la vida en Cuba como "profesor de literatura francesa en una escuela superior de La Habana"-, es un germanófilo. Su pasión por Hitler, expuesta en clave en la novela La sopa de los pobres (1950), era, en buena medida, resultado de su profunda desconfianza en los cubanos como nación civilizada.
Esto último hace del personaje ficticio de Pérez Masón una cápsula de la realidad. Había algo de Pérez Masón en el Cintio Vitier de las últimas páginas de Lo cubano en la poesía, o, antes, en el Jorge Mañach de Historia y estilo o en el Fernando Ortiz de La decadencia cubana. Y había, por supuesto, mucho de Pérez Masón en Alberto Lamar Schweyer y los nietzscheanos cubanos de principios de siglo y en Luis Rodríguez Embil y su Imperio mudo (1928), pura nostalgia por la decadencia del imperio austro-húngaro, antes de la Primera Guerra, y, sobre todo, en Raúl Maestri, nacido en La Habana, en el mismo año de 1908, alumno del economista austriaco Joseph A. Schumpeter en la Universidad de Heidelberg, que en 1932 publicó, en Madrid, el ensayo El nacionalsocialismo alemán, con una imagen de Hitler en la portada.
El argumento de Maestri era complejo y, de hecho, partía de pensadores diversos y contradictorios como Marx, Jaspers y Mannheim. Su finalidad era cuestionar el peligro de una ideología como el nazismo, pero por el camino trasmitía una visión desoladora de la República de Weimar, suscribía varios mitos en torno al "genio" o la "tragicidad" de Alemania y escribía frases como "el nacionalsocialismo alemán entraña una fuerza hacedora de historia" o "la fuerza predominante en el genio alemán es de matiz metafísico, absoluto" o "el nacionalsocialismo es el esfuerzo hábil de armonizar lo eterno y lo antiguo y lo imprescindible y lo nuevo", que dieron lugar a que no pocos equivocaran a Maestri con un autor fascista. Maestri, por cierto, también murió en el exilio, pero no en Nueva York en 1980 sino en Virginia en 1973.
Pérez Masón podría parecerse también a muchos escritores anticomunistas cubanos de los años 50 y 60, como el grafómano Salvador Díaz Versón, que fuera oficial del Servicio de Inteligencia Militar durante el último régimen de Fulgencio Batista y líder de organizaciones anticomunistas latinoamericanas y caribeñas en el arranque de la Guerra Fría. Como el personaje de Bolaño, Díaz Versón escribió novelas políticas y tratados de temas conspirativos como el nazismo y el comunismo en Cuba y América Latina. Una de sus obsesiones era que Occidente no se enfrentara al comunismo como se había enfrentado al fascismo y, por momentos, maldecía la ruptura del pacto de Munich y consideraba el rol de contención que cumplía Hitler frente a Stalin.
Pero a diferencia de Pérez Masón, Díaz Versón se exilió a primera hora, no en 1975, y jamás habría sido incluido en el Diccionario de la literatura cubana (1980-84). Podría pensarse que este último dato, el de la inclusión de Pérez Masón en aquel diccionario que rigurosamente vetaba a los exiliados, era otra boutade más. Pero no habría que olvidar que Enrique Labrador Ruiz se exilió a sus 75 años, más o menos en la misma época en que se exilió el personaje de Bolaño, y sí figura en el diccionario de marras. Labrador Ruiz, por cierto, autor de una novela cuyo título, El pan de los muertos, parece parodiarse en La sopa de los pobres de Pérez Masón. Es más que probable que durante la investigación para La literatura nazi en América, en bibliotecas de Barcelona y Gerona, en los 90, Bolaño se topara con esos nombres cubanos.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Bolaño, el boom y las dictaduras

Es lugar común de la crítica asociar a Roberto Bolaño con uno de los más claros ademanes de reacción estética contra el boom de la nueva novela latinoamericana. Ese lugar común tiene sentido, pero con frecuencia pierde de vista dos cosas: la propia valoración crítica que el chileno hizo de los escritores de los 60 y 70 y algo más importante aún, los motivos políticos de Bolaño para tomar distancia de algunos de los mayores narradores latinoamericanos entre fines de los 90 y principios de los 2000.
En Entre paréntesis (2004), las opiniones de Bolaño sobre la generación del boom son diversas. De García Márquez sólo salva El coronel no tiene quien le escriba, aborrece sus memorias y más aborrece a sus imitadores. Su preferido del boom es, sin dudas, Julio Cortázar: dice en un momento, por ejemplo, que "Cortázar escribió libros originales, novelas totales y cuentos perfectos" y es al único al que se atreve a poner en compañía de Borges y Bioy.
Sus opiniones sobre Mario Vargas Llosa fueron las más elaboradas: junto a El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, El perseguidor de Cortázar y El lugar sin límites de José Donoso, Bolaño colocaba a Los cachorros entre sus textos preferidos del boom. Era en Los cachorros, y no en La ciudad y los perros, donde había que leer,  a su juicio, el origen del proyecto narrativo que desemboca en Conversación en la Catedral. También elogió alguna vez, Bolaño, La casa verde, que leyó como la "novela colombiano-venezolana" del peruano. Pero el Vargas Llosa que más genuinamente interesó a Bolaño es el de Historia de Mayta, ficción incómoda por antonomasia para la crítica latinoamericana, por su retrato despiadado de la guerrilla. En su entusiasmo por el personaje de Mayta, el gordo y homosexual guerrillero peruano, reverso de la masculina "máquina de matar" del Che Guevara, se trasluce la desilusión de Bolaño con la izquierda guerrillera. Mayta, dice Bolaño, es un "santo contemporáneo, tentado por el diablo en el desierto, cuyo grado de solidaridad (o de prístina fe) es tan grande que se antoja monstruoso". Bastaba con ese personaje, concluye, "para que la novela de Vargas Llosa fuera memorable".
De los chilenos del boom dijo poco Bolaño. A Edwards apenas lo menciona una vez, de pasada. Y a Donoso, más allá de considerar El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche y El jardín de al lado como "buenos libros", lo pensó "automáticamente desplazado a un segundo plano y palidecido" en el "gran teatro de Lezama, Bioy, Rulfo, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Benet, Puig y Arenas", su nómina personal del boom. Nótense, por ejemplo, algunas ausencias reveladoras como Carlos Fuentes y Augusto Roa Bastos o Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.
Pero el pleito de Bolaño con el boom era, como decíamos, estético y político. Al margen de todas aquellas matizaciones, había en las novelas, cuentos y ensayos del chileno, sobre todo a partir de los 90, una tendencia a identificar el boom con la Guerra Fría, un periodo caracterizado por revoluciones y dictaduras, guerrillas y populismos, cuya última manifestación era Hugo Chávez. En sus viajes a Chile y en sus encuentros con Nicanor Parra o Damiela Eltit y su esposo Jorge Arrate, ministro socialista del gobierno de Eduardo Frei, Bolaño coquetea con el relato de la transición, en contra de la tendencia académica a analizar su narrativa desde la perspectiva conceptual de la "post-dictadura".
Esa localización en un después de la Guerra Fría se lee, perfectamente, en su implacable texto "Los mitos de Cthulhu", dedicado a Alan Pauls, en el que echa mano de Lovecraft para ajustar cuentas con buena parte de la literatura iberoamericana. El texto, una conferencia escrita en primera persona, e incluida en El gaucho insufrible (2003), funciona como una memoria personal de los estragos de la Guerra Fría en las letras de la región, narrada en forma de plegaria del sobreviviente, que se siente responsable por todo: las dictaduras, de izquierda o derecha, y la mala literatura.

"Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda que he creado yo"

lunes, 8 de agosto de 2016

Los años de Encuentro

Se cumplen por estos días veinte años de la aparición del primer número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, fundada en Madrid por Jesús Díaz. La primera vez que supe de aquella publicación fue antes de que existiera, en una reunión del Instituto de Estudios Cubanos, en Miami, en el verano de 1994, donde Díaz expuso el proyecto a un grupo de escritores y académicos, entre los que recuerdo a Antonio Benítez Rojo y a Heberto Padilla. Luego, en el verano siguiente, con la idea mucho más perfilada, Jesús Díaz y Pío Serrano, Director y Subdirector, anunciaron la inminente aparición de la revista a los participantes del evento, Cuba. La isla posible, organizado por Iván de la Nuez en Barcelona.
Con un homenaje a Tomás Gutiérrez Alea, la máxima figura del cine insular, y unas palabras introductorias del veterano poeta exiliado Gastón Baquero, donde se leía que "la cultura es un lugar de encuentro", la revista fue el más claro desafío a la fractura nacional provocada por la imposición de un régimen totalitario en Cuba. El momento para intentar aquella reintegración del campo intelectual cubano era propicio: había caído el Muro Berlín, había desaparecido el campo socialista y una copiosa diáspora de artistas e intelectuales de casi todas las generaciones -desde Manuel Moreno Fraginals, nacido en 1920, hasta Iván de la Nuez, nacido en 1964-, que había desarrollado su obra, hasta entonces, dentro de la isla, se instalaba en diversas ciudades americanas y europeas.
Encuentro fue obra de aquella diáspora, pero ya en el primer número abrió sus páginas a lo mejor de la cultura producida desde los orígenes del exilio. Exiliados de primera hora como Luis Aguilar León, Nicolás Quintana o Aurelio de la Vega, o del Mariel, como Juan Abreu, Néstor Díaz de Villegas o Reinaldo García Ramos, o de las generaciones cubanoamericanas, como Lourdes Gil, Gustavo Pérez Firmat o Roberto G. Fernández, se incorporaron rápidamente a la red de colaboradores de la revista. No sólo eso, desde el primer número hasta el último, el 53/54 del verano-otoño de 2009, la publicación contó siempre con una amplia participación de artistas y escritores de la isla. Tan sólo habría que recordar que Encuentro rindió homenaje a Gastón Baquero, Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Antonio Benítez Rojo y Lorenzo García Vega pero también a Eliseo Diego, Fina García Marruz, Antón Arrufat, César López y Abelardo Estorino.
Encuentro no sólo homenajeó a clásicos de la cultura cubana: también dio cuenta de la renovación de las artes y las letras cubanas entre los 90 y los 2000. Allí se leen algunos de los "novísimos" como Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez o Waldo Pérez Cino, las principales figuras del grupo Diáspora(s) (Rolando Sanchez Mejías, Carlos Alberto Aguilera, Pedro Marqués de Armas, Radamés Molina, Rogelio Saunders...) y hasta escritores nacidos en los 70 como Gerardo Fernández Fe y Duanel Díaz. Ilustraciones de la revista corrieron a cargo de pintores del primer exilio como Cundo Bermúdez, Mario Carreño, Guido Llinás y Gina Pellón, de artistas emblemáticos de los 80, como José Bedia, Flavio Garciandía, Marta María Pérez Bravo y Arturo Cuenca, pero también de los 90 como Carlos Garaicoa, Sandra Ramos o Eduardo Muñoz Ordoqui.
El único de los grandes escritores del exilio cubano, vivos entonces, que no participó directamente en Encuentro fue Guillermo Cabrera Infante. Jesús Díaz le escribió personalmente, invitándolo a colaborar y proponiéndole uno de los primeros homenajes, pero el autor de Tres tristes tigres se negó. Aunque minoritarios, hubo sectores del exilio que se opusieron desde un inicio a ese proyecto editorial, a pesar de su incluyente convocatoria. Pero nunca esa oposición fue equivalente a la sostenida campaña de boicot y descalificación contra la revista y sus editores, que emprendió el poder de la isla desde el mismo año 1996 y que llegó a la histeria entre 2001 y 2006, con la "batalla de ideas". El ataque a Encuentro se convirtió en uno de los objetivos centrales de la Seguridad del Estado, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio de Cultura.
El concepto de cultura que expuso Encuentro es uno de los más abarcadores que conoce la historia intelectual cubana. Cultura era, para la revista, el arte, la literatura, el cine, la arquitectura, la música, la danza, pero también la historia, la política, la economía, las relaciones internacionales, el periodismo, la sociología, la antropología, la ecología, en dos palabras, las ciencias sociales que tanto aborrecen algunos blogueros y libelistas electrónicos de la última diáspora cubana. La tan vilipendiada academia cubanoamericana (Carmelo Mesa Lago, Jorge I. Domínguez, Roberto González Echevarría, Marifeli Pérez Stable, Alejandro de la Fuente,  Jorge F. Pérez López...) siempre sintió como suya una publicación que no era estrictamente académica.
Nunca antes -ni después- se produjo en Cuba o en el exilio una revista tan plural. Podría decirse que Encuentro fue el único ensayo de democracia, al menos en la cultura, que hemos conocido. Algunos asocian la publicación con otras previas, en las que Jesús Díaz estuvo involucrado, como el primer Caimán Barbudo o Pensamiento Crítico. Pero tanto esas, como cualquier otra revista, dentro o fuera de la isla, en el último medio siglo, resultan demasiado sectarias comparadas con Encuentro. Ni siquiera Lunes de Revolución, a pesar de su notable pluralismo, llegó a ese grado de apertura por su exclusión de buena parte de la cultura republicana y del primer exilio.
Como todas las grandes publicaciones de todos los tiempos, Encuentro dejó de publicarse por divisiones internas que algún día habrá que contar. Sin embargo, a juzgar por la apoteósica fragmentación de la esfera pública cubana, que se ha experimentado en los últimos cinco años, parece inevitable asociar el fin de la revista con el fin de una época. El contraste entre el nivel de decoro que caracterizó las polémicas de Encuentro con la bajeza que campea en algunos de los principales medios electrónicos de la isla o la diáspora no podría ser mayor. Lo que queda de Encuentro, por ejemplo, en la página electrónica Cubaencuentro, es una negación palmaria de ese legado. Fuera de algunas excepciones puntuales como Carlos Espinosa Domínguez, Haroldo Dilla, Roberto Madrigal o, más recientemente, Marlene Azor, lo que se lee en esa página es una muestra del peor panfletismo electrónico cubano.



sábado, 6 de agosto de 2016

Bolaño y Cuba


Releo por estos días al narrador chileno Roberto Bolaño (1953-2003) y me hago la pregunta que otros se hicieron antes, pero no respondieron del todo. Probablemente yo tampoco la responda, pero el primer paso es hacerla: ¿se leyó a Roberto Bolaño en Cuba? No me refiero a la lectura de un reducido grupo de escritores sino a la constitución de un público lector en la isla, como los de Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, hasta los 80.
       En México y Argentina, en Perú y Chile, Bolaño fue muy leído entre mediados de los 90 y mediados de los 2000, cuando la editorial Anagrama lo convirtió en escritor de culto. Desde Estrella distante (1996) y, sobre todo, Los detectives salvajes (1998), que ganó los premios Herralde y Gallegos, Bolaño se colocó a la delantera de la literatura latinoamericana de fin de siglo. Un acelerado reconocimiento que llegó al mito con su temprana muerte en 2003, de una insuficiencia hepática crónica, y la aparición de su gran novela póstuma, 2666, al año siguiente.
            El fenómeno Bolaño fue el tiro de gracia al paradigma de la novela latinoamericana heredado del boom. Con un realismo irónico, creó ficciones sobre temas inexplorados o sometidos a trato solemne, en la literatura latinoamericana, como el nazismo, la dictadura de Pinochet, el México del 68, las miserias de la ciudad letrada, la suerte de los poetas menores, el exilio, la guerrilla, el alcoholismo o la novela policiaca. Lector de Borges y Parra, pero también de James Elroy y Walter Mosley, Bolaño, como Ricardo Piglia, condujo el policiaco por una vía refinada, que poco o nada tiene que ver con el mainstream de la novela negra, ritualizado en la “semana de Gijón”.
            Los contemporáneos de Bolaño en Cuba, es decir, los novelistas nacidos a principios de los 50 (Senel Paz, Eliseo Alberto, Miguel Mejides, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Arturo Arango, Francisco López Sacha…) no lo leyeron con la complicidad de otros latinoamericanos de la misma generación o un poco más jóvenes, como el mexicano Juan Villoro, los argentinos César Aira, Rodrigo Fresán y Alan Pauls o los españoles Javier Cercas y Enrique Vila-Matas. El único escritor de la isla que interesó a Bolaño fue Pedro Juan Gutiérrez, aunque su nota sobre Trilogía sucia de La Habana (1998), que el crítico Ignacio Echevarría incluyó en Entre paréntesis (2004), cuestiona el manido parentesco del cubano con Charles Bukowski y asegura que, por los jaloneos comerciales del exotismo, a Gutiérrez “no se le toma en serio”.
           Hay en la obra crítica de Bolaño alusiones favorables a Alejo Carpentier, como aquella en que destaca el parecido entre el inicio de El siglo de las luces y la noveleta Rudin de Iván Turguénev. Pero, evidentemente, el escritor cubano con el que más se identificó el chileno fue Reinaldo Arenas, cuyo rescate editorial en Tusquets siguió de cerca desde su residencia en Blanes, en los 90. Gracias a Arenas y a sus propias andanzas por la izquierda latinoamericana y, especialmente, centroamericana, Bolaño entornó una mirada crítica al castrismo que interroga su veneración en sectores de la academia norteamericana, creyentes en el paraíso fidelista. 
         En un conocido artículo sobre los premios literarios en Chile, Bolaño decía preferir que se premiara a novelistas comerciales como Isabel Allende que a escritores pretendidamente buenos, como Volodia Teitelboim o Antonio Skármeta, a quienes asociaba con el tipo de narrador que se favorecía en Cuba. Esos novelistas consagrados por la izquierda boba latinoamericana ocupaban, a su juicio, un lugar equivalente al de los narradores del realismo socialista en la Unión Soviética y Europa del Este. En su rechazo a la política literaria cubana, Bolaño no hacía más que ser fiel al magisterio de su admirado Nicanor Parra.
         Baste recordar, entre otros desencuentros, su renuncia al Jurado del Premio Rómulo Gallegos en 2001, por advertir que el manejo chavista de ese importante galardón literario comenzaba a repetir los “métodos estalinistas de Casa de las Américas”. Bolaño fue uno de los tantos escritores de la izquierda latinoamericana que rechazó la sovietización del socialismo cubano como una defección de los ideales del 68  y que, a diferencia de otros de su misma generación, no llenó el vacío del colapso comunista con una vuelta a la fe populista de la mano de Hugo Chávez.