Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 10 de agosto de 2016

Bolaño, el boom y las dictaduras

Es lugar común de la crítica asociar a Roberto Bolaño con uno de los más claros ademanes de reacción estética contra el boom de la nueva novela latinoamericana. Ese lugar común tiene sentido, pero con frecuencia pierde de vista dos cosas: la propia valoración crítica que el chileno hizo de los escritores de los 60 y 70 y algo más importante aún, los motivos políticos de Bolaño para tomar distancia de algunos de los mayores narradores latinoamericanos entre fines de los 90 y principios de los 2000.
En Entre paréntesis (2004), las opiniones de Bolaño sobre la generación del boom son diversas. De García Márquez sólo salva El coronel no tiene quien le escriba, aborrece sus memorias y más aborrece a sus imitadores. Su preferido del boom es, sin dudas, Julio Cortázar: dice en un momento, por ejemplo, que "Cortázar escribió libros originales, novelas totales y cuentos perfectos" y es al único al que se atreve a poner en compañía de Borges y Bioy.
Sus opiniones sobre Mario Vargas Llosa fueron las más elaboradas: junto a El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, El perseguidor de Cortázar y El lugar sin límites de José Donoso, Bolaño colocaba a Los cachorros entre sus textos preferidos del boom. Era en Los cachorros, y no en La ciudad y los perros, donde había que leer,  a su juicio, el origen del proyecto narrativo que desemboca en Conversación en la Catedral. También elogió alguna vez, Bolaño, La casa verde, que leyó como la "novela colombiano-venezolana" del peruano. Pero el Vargas Llosa que más genuinamente interesó a Bolaño es el de Historia de Mayta, ficción incómoda por antonomasia para la crítica latinoamericana, por su retrato despiadado de la guerrilla. En su entusiasmo por el personaje de Mayta, el gordo y homosexual guerrillero peruano, reverso de la masculina "máquina de matar" del Che Guevara, se trasluce la desilusión de Bolaño con la izquierda guerrillera. Mayta, dice Bolaño, es un "santo contemporáneo, tentado por el diablo en el desierto, cuyo grado de solidaridad (o de prístina fe) es tan grande que se antoja monstruoso". Bastaba con ese personaje, concluye, "para que la novela de Vargas Llosa fuera memorable".
De los chilenos del boom dijo poco Bolaño. A Edwards apenas lo menciona una vez, de pasada. Y a Donoso, más allá de considerar El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche y El jardín de al lado como "buenos libros", lo pensó "automáticamente desplazado a un segundo plano y palidecido" en el "gran teatro de Lezama, Bioy, Rulfo, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Benet, Puig y Arenas", su nómina personal del boom. Nótense, por ejemplo, algunas ausencias reveladoras como Carlos Fuentes y Augusto Roa Bastos o Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy.
Pero el pleito de Bolaño con el boom era, como decíamos, estético y político. Al margen de todas aquellas matizaciones, había en las novelas, cuentos y ensayos del chileno, sobre todo a partir de los 90, una tendencia a identificar el boom con la Guerra Fría, un periodo caracterizado por revoluciones y dictaduras, guerrillas y populismos, cuya última manifestación era Hugo Chávez. En sus viajes a Chile y en sus encuentros con Nicanor Parra o Damiela Eltit y su esposo Jorge Arrate, ministro socialista del gobierno de Eduardo Frei, Bolaño coquetea con el relato de la transición, en contra de la tendencia académica a analizar su narrativa desde la perspectiva conceptual de la "post-dictadura".
Esa localización en un después de la Guerra Fría se lee, perfectamente, en su implacable texto "Los mitos de Cthulhu", dedicado a Alan Pauls, en el que echa mano de Lovecraft para ajustar cuentas con buena parte de la literatura iberoamericana. El texto, una conferencia escrita en primera persona, e incluida en El gaucho insufrible (2003), funciona como una memoria personal de los estragos de la Guerra Fría en las letras de la región, narrada en forma de plegaria del sobreviviente, que se siente responsable por todo: las dictaduras, de izquierda o derecha, y la mala literatura.

"Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda que he creado yo"

lunes, 8 de agosto de 2016

Los años de Encuentro

Se cumplen por estos días veinte años de la aparición del primer número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, fundada en Madrid por Jesús Díaz. La primera vez que supe de aquella publicación fue antes de que existiera, en una reunión del Instituto de Estudios Cubanos, en Miami, en el verano de 1994, donde Díaz expuso el proyecto a un grupo de escritores y académicos, entre los que recuerdo a Antonio Benítez Rojo y a Heberto Padilla. Luego, en el verano siguiente, con la idea mucho más perfilada, Jesús Díaz y Pío Serrano, Director y Subdirector, anunciaron la inminente aparición de la revista a los participantes del evento, Cuba. La isla posible, organizado por Iván de la Nuez en Barcelona.
Con un homenaje a Tomás Gutiérrez Alea, la máxima figura del cine insular, y unas palabras introductorias del veterano poeta exiliado Gastón Baquero, donde se leía que "la cultura es un lugar de encuentro", la revista fue el más claro desafío a la fractura nacional provocada por la imposición de un régimen totalitario en Cuba. El momento para intentar aquella reintegración del campo intelectual cubano era propicio: había caído el Muro Berlín, había desaparecido el campo socialista y una copiosa diáspora de artistas e intelectuales de casi todas las generaciones -desde Manuel Moreno Fraginals, nacido en 1920, hasta Iván de la Nuez, nacido en 1964-, que había desarrollado su obra, hasta entonces, dentro de la isla, se instalaba en diversas ciudades americanas y europeas.
Encuentro fue obra de aquella diáspora, pero ya en el primer número abrió sus páginas a lo mejor de la cultura producida desde los orígenes del exilio. Exiliados de primera hora como Luis Aguilar León, Nicolás Quintana o Aurelio de la Vega, o del Mariel, como Juan Abreu, Néstor Díaz de Villegas o Reinaldo García Ramos, o de las generaciones cubanoamericanas, como Lourdes Gil, Gustavo Pérez Firmat o Roberto G. Fernández, se incorporaron rápidamente a la red de colaboradores de la revista. No sólo eso, desde el primer número hasta el último, el 53/54 del verano-otoño de 2009, la publicación contó siempre con una amplia participación de artistas y escritores de la isla. Tan sólo habría que recordar que Encuentro rindió homenaje a Gastón Baquero, Reinaldo Arenas, Heberto Padilla, Antonio Benítez Rojo y Lorenzo García Vega pero también a Eliseo Diego, Fina García Marruz, Antón Arrufat, César López y Abelardo Estorino.
Encuentro no sólo homenajeó a clásicos de la cultura cubana: también dio cuenta de la renovación de las artes y las letras cubanas entre los 90 y los 2000. Allí se leen algunos de los "novísimos" como Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez o Waldo Pérez Cino, las principales figuras del grupo Diáspora(s) (Rolando Sanchez Mejías, Carlos Alberto Aguilera, Pedro Marqués de Armas, Radamés Molina, Rogelio Saunders...) y hasta escritores nacidos en los 70 como Gerardo Fernández Fe y Duanel Díaz. Ilustraciones de la revista corrieron a cargo de pintores del primer exilio como Cundo Bermúdez, Mario Carreño, Guido Llinás y Gina Pellón, de artistas emblemáticos de los 80, como José Bedia, Flavio Garciandía, Marta María Pérez Bravo y Arturo Cuenca, pero también de los 90 como Carlos Garaicoa, Sandra Ramos o Eduardo Muñoz Ordoqui.
El único de los grandes escritores del exilio cubano, vivos entonces, que no participó directamente en Encuentro fue Guillermo Cabrera Infante. Jesús Díaz le escribió personalmente, invitándolo a colaborar y proponiéndole uno de los primeros homenajes, pero el autor de Tres tristes tigres se negó. Aunque minoritarios, hubo sectores del exilio que se opusieron desde un inicio a ese proyecto editorial, a pesar de su incluyente convocatoria. Pero nunca esa oposición fue equivalente a la sostenida campaña de boicot y descalificación contra la revista y sus editores, que emprendió el poder de la isla desde el mismo año 1996 y que llegó a la histeria entre 2001 y 2006, con la "batalla de ideas". El ataque a Encuentro se convirtió en uno de los objetivos centrales de la Seguridad del Estado, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio de Cultura.
El concepto de cultura que expuso Encuentro es uno de los más abarcadores que conoce la historia intelectual cubana. Cultura era, para la revista, el arte, la literatura, el cine, la arquitectura, la música, la danza, pero también la historia, la política, la economía, las relaciones internacionales, el periodismo, la sociología, la antropología, la ecología, en dos palabras, las ciencias sociales que tanto aborrecen algunos blogueros y libelistas electrónicos de la última diáspora cubana. La tan vilipendiada academia cubanoamericana (Carmelo Mesa Lago, Jorge I. Domínguez, Roberto González Echevarría, Marifeli Pérez Stable, Alejandro de la Fuente,  Jorge F. Pérez López...) siempre sintió como suya una publicación que no era estrictamente académica.
Nunca antes -ni después- se produjo en Cuba o en el exilio una revista tan plural. Podría decirse que Encuentro fue el único ensayo de democracia, al menos en la cultura, que hemos conocido. Algunos asocian la publicación con otras previas, en las que Jesús Díaz estuvo involucrado, como el primer Caimán Barbudo o Pensamiento Crítico. Pero tanto esas, como cualquier otra revista, dentro o fuera de la isla, en el último medio siglo, resultan demasiado sectarias comparadas con Encuentro. Ni siquiera Lunes de Revolución, a pesar de su notable pluralismo, llegó a ese grado de apertura por su exclusión de buena parte de la cultura republicana y del primer exilio.
Como todas las grandes publicaciones de todos los tiempos, Encuentro dejó de publicarse por divisiones internas que algún día habrá que contar. Sin embargo, a juzgar por la apoteósica fragmentación de la esfera pública cubana, que se ha experimentado en los últimos cinco años, parece inevitable asociar el fin de la revista con el fin de una época. El contraste entre el nivel de decoro que caracterizó las polémicas de Encuentro con la bajeza que campea en algunos de los principales medios electrónicos de la isla o la diáspora no podría ser mayor. Lo que queda de Encuentro, por ejemplo, en la página electrónica Cubaencuentro, es una negación palmaria de ese legado. Fuera de algunas excepciones puntuales como Carlos Espinosa Domínguez, Haroldo Dilla, Roberto Madrigal o, más recientemente, Marlene Azor, lo que se lee en esa página es una muestra del peor panfletismo electrónico cubano.



sábado, 6 de agosto de 2016

Bolaño y Cuba


Releo por estos días al narrador chileno Roberto Bolaño (1953-2003) y me hago la pregunta que otros se hicieron antes, pero no respondieron del todo. Probablemente yo tampoco la responda, pero el primer paso es hacerla: ¿se leyó a Roberto Bolaño en Cuba? No me refiero a la lectura de un reducido grupo de escritores sino a la constitución de un público lector en la isla, como los de Gabriel García Márquez o Julio Cortázar, hasta los 80.
       En México y Argentina, en Perú y Chile, Bolaño fue muy leído entre mediados de los 90 y mediados de los 2000, cuando la editorial Anagrama lo convirtió en escritor de culto. Desde Estrella distante (1996) y, sobre todo, Los detectives salvajes (1998), que ganó los premios Herralde y Gallegos, Bolaño se colocó a la delantera de la literatura latinoamericana de fin de siglo. Un acelerado reconocimiento que llegó al mito con su temprana muerte en 2003, de una insuficiencia hepática crónica, y la aparición de su gran novela póstuma, 2666, al año siguiente.
            El fenómeno Bolaño fue el tiro de gracia al paradigma de la novela latinoamericana heredado del boom. Con un realismo irónico, creó ficciones sobre temas inexplorados o sometidos a trato solemne, en la literatura latinoamericana, como el nazismo, la dictadura de Pinochet, el México del 68, las miserias de la ciudad letrada, la suerte de los poetas menores, el exilio, la guerrilla, el alcoholismo o la novela policiaca. Lector de Borges y Parra, pero también de James Elroy y Walter Mosley, Bolaño, como Ricardo Piglia, condujo el policiaco por una vía refinada, que poco o nada tiene que ver con el mainstream de la novela negra, ritualizado en la “semana de Gijón”.
            Los contemporáneos de Bolaño en Cuba, es decir, los novelistas nacidos a principios de los 50 (Senel Paz, Eliseo Alberto, Miguel Mejides, Leonardo Padura, Abilio Estévez, Arturo Arango, Francisco López Sacha…) no lo leyeron con la complicidad de otros latinoamericanos de la misma generación o un poco más jóvenes, como el mexicano Juan Villoro, los argentinos César Aira, Rodrigo Fresán y Alan Pauls o los españoles Javier Cercas y Enrique Vila-Matas. El único escritor de la isla que interesó a Bolaño fue Pedro Juan Gutiérrez, aunque su nota sobre Trilogía sucia de La Habana (1998), que el crítico Ignacio Echevarría incluyó en Entre paréntesis (2004), cuestiona el manido parentesco del cubano con Charles Bukowski y asegura que, por los jaloneos comerciales del exotismo, a Gutiérrez “no se le toma en serio”.
           Hay en la obra crítica de Bolaño alusiones favorables a Alejo Carpentier, como aquella en que destaca el parecido entre el inicio de El siglo de las luces y la noveleta Rudin de Iván Turguénev. Pero, evidentemente, el escritor cubano con el que más se identificó el chileno fue Reinaldo Arenas, cuyo rescate editorial en Tusquets siguió de cerca desde su residencia en Blanes, en los 90. Gracias a Arenas y a sus propias andanzas por la izquierda latinoamericana y, especialmente, centroamericana, Bolaño entornó una mirada crítica al castrismo que interroga su veneración en sectores de la academia norteamericana, creyentes en el paraíso fidelista. 
         En un conocido artículo sobre los premios literarios en Chile, Bolaño decía preferir que se premiara a novelistas comerciales como Isabel Allende que a escritores pretendidamente buenos, como Volodia Teitelboim o Antonio Skármeta, a quienes asociaba con el tipo de narrador que se favorecía en Cuba. Esos novelistas consagrados por la izquierda boba latinoamericana ocupaban, a su juicio, un lugar equivalente al de los narradores del realismo socialista en la Unión Soviética y Europa del Este. En su rechazo a la política literaria cubana, Bolaño no hacía más que ser fiel al magisterio de su admirado Nicanor Parra.
         Baste recordar, entre otros desencuentros, su renuncia al Jurado del Premio Rómulo Gallegos en 2001, por advertir que el manejo chavista de ese importante galardón literario comenzaba a repetir los “métodos estalinistas de Casa de las Américas”. Bolaño fue uno de los tantos escritores de la izquierda latinoamericana que rechazó la sovietización del socialismo cubano como una defección de los ideales del 68  y que, a diferencia de otros de su misma generación, no llenó el vacío del colapso comunista con una vuelta a la fe populista de la mano de Hugo Chávez.


jueves, 14 de julio de 2016

Milagrerías españolas

Viajar por España es para los latinoamericanos una suma de confirmaciones de que los orígenes de nuestra milagrería se encuentran en esta península. En la base de la tumba de Gonzalo Ruiz de Toledo, donde se ve el enorme óleo "El entierro del señor Orgaz" del Greco se lee que era tan virtuoso aquel toledano que su sola presencia salvaba a la villa de infortunios. Para mantener viva aquella protección angelical, el señorío debía donar a la iglesia, todos los años, dos corderos, dieciséis gallinas, dos odres de vino y ochocientos maravedíes.
En el convento de Santa Teresa de Jesús en Ávila se recuerda que de niña la escritora jugaba con su hermano a la guerra de moros y cristianos. Soñaba que viajaba como cruzada a Tierra Santa y que la descabezaban los infieles. Los curadores del museo de la santa de Ávila sugieren que su vocación de martirio y sacrificio se curtió en aquellos juegos infantiles, que ya en la adultez, la llevaron a imaginar que un ángel le atravesada el corazón con una lanza y a escribir miles y miles de páginas sentada en el suelo de una celda desolada.
En la catedral de Zaragoza, donde reside la Virgen del Pilar, se reproduce la leyenda de Miguel Pellicer, el joven al que amputaron una pierna luego de que una carreta le pasara por encima y que le fuera recolocada por un milagro de la virgen. Los padres de Pellicer, agrega la inscripción, vieron con sus propios ojos las cicatrices de la pierna amputada en la nueva pierna concedida por la Pilarica. El rey Felipe IV quedó tan impresionado con el milagro que hizo viajar a Pellicer a Madrid y le besó la pierna "curada".
En la placita de Sant Josep Oriol de Barcelona, a un costado de la parroquia de Santa María del Pi, una tarja asegura que los poderes milagrosos del santo catalán del siglo XVII eran tales que el maestro de obras de la iglesia, José Mestres, a pesar de su gordura, cayó de un puente y no se hizo ningún daño. Por cierto que los dos apellidos, el del santo y el del maestro de obras, se unen en el nombre del arquitecto Josep Oriol Mestres, diseñador de la catedral de Barcelona y proyectista de otros edificios de esta ciudad, opacados por la famosísima obra de Antoni Gaudí.

lunes, 4 de julio de 2016

Lam y el panafricanismo

Impresionan varias cosas en la gran retrospectiva de la obra de Wifredo Lam en el Museo Reina Sofía de Madrid. El homoerotismo del periodo español del pintor en Madrid, en los años 20, cuando retrataba a indios con loros y a chinos con sol al fondo; el breve paso por un trabajo con las líneas o el grafismo, similar al de Paul Klee y Joan Miró; la arqueología de la idea de la "jungla" en La Habana de los años 40; la aproximación al abstraccionismo en los años 50, cuando lo capta el fotógrafo Jesse Fernández en su casa de Marianao...
Pero el motivo que más rápido se asienta en la poética de Lam y que lo acredita dentro del núcleo surrealista -más allá de una biografía política compartida, que tiene como centro el exilio de París tras la ocupación nazi, narrado por Varian Fry-, es el panafricanismo. Desde sus primeros autorretratos se puede leer una idea panafricana de la cultura occidental, en Lam, que lo mismo apela al trabajo con las máscaras que a una vegetalización de las formas humanas que se verificará en su obra de madurez, de los años 40 en adelante.
Tiene sentido que el momento de mayor contacto de la obra de Lam con la Revolución Cubana coincida con los años de la OLAS, la OSPAAAL y el Salón de Mayo, entre 1966 y 1968. En los films privados que Lam realizó por aquellos años y que se muestran al público, por primera vez en esta exposición, se ve al artista viajando desde Albisola, Italia, donde residía, a la isla, visitando colegios rurales y bañándose en Varadero, siempre rodeado de la misma troupe vanguardista que lo había acompañado en sus giras por Egipto, África del Norte y el Caribe desde los 50, donde se familiarizó con las tesis de Aimé Césaire.
Lam vendría siendo uno de los pocos artistas cubanos, si no el único, que vivió la Revolución Cubana como cualquier otro artista de la vanguardia europea. Lo que le atrajo de ese proceso no fue su inscripción en la órbita soviética, que debió generarle más de un conflicto, sino la posibilidad de un impulso a la descolonización que haría visible el trasfondo africano de la cultura europea. Después del 68, eso que atraía a Lam fue disipándose y metamorfoseándose en un ajedrez geopolítico al que correspondía una rearticulación interna del racismo por la vía totalitaria.


sábado, 2 de julio de 2016

Los dioses útiles del historiador Álvarez Junco

Desde abril de este año circula en librerías de España un libro del historiador José Álvarez Junco que ha acompañado el zigzagueante proceso electoral en este país. Publicado por Galaxia Gutenberg, el volumen regresa al debate historiográfico sobre las naciones y los nacionalismos, que parecía teóricamente agotado desde los años 90, pero que la práctica política del siglo XXI, con su rearme de los populismos de izquierda o derecha, ha vuelto a colocar en el centro de la esfera pública.
         En Dioses útiles (2016), Álvarez Junco repasa la querella historiográfica sobre los nacionalismos en las últimas décadas del siglo XX. El punto partida de aquella ola revisionista no fueron los trabajos de Anthony D. Smith, Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, como generalmente se piensa, sino un poco antes, a principios de los 60, un libro pionero de Elie Kedourie que entendía las identidades nacionales y los discursos nacionalistas como construcciones políticas.
         Ninguno de aquellos historiadores, que tanto insistieron en que todas las políticas de la identidad nacional se basaban en relatos fundacionales míticos, negó que los nacionalismos fueran realidades culturales concretas. Hay un “nacionalismo banal”, como dirá en los 90 Michael Biling, relacionado con los sentimientos y las emociones patrióticas, que se manifiesta en las guerras, los deportes, la diplomacia o el ceremonial de Estado, y que sobrevive a cualquier modernización.
         Los mayores estragos del siglo XX no fueron causados por ese tipo de patriotismo sino por las instrumentalizaciones totalitarias del nacionalismo. La idea “primordialista” de la nación, que remite a identidades cerradas de raza, lengua o religión, no necesariamente deriva en un ordenamiento jurídico autoritario o totalitario, pero tiende a legitimar formas políticas no democráticas. Muchos movimientos descolonizadores del Tercer Mundo, desde la Revolución Haitiana, reivindicaron una idea primordialista de la nación, pero rápidamente pasaron a sostener un principio moderno de soberanía nacional.
         También en España, en los años de la Constitución de Cádiz, encuentra Álvarez Junco esa formulación moderna del principio de soberanía nacional. A pesar de la inestabilidad del siglo XIX español, dicho principio sobrevivió hasta inicios del siglo XX, cuando comienza a ser seriamente cuestionado por algunas corrientes del “regeneracionismo” posterior a la guerra del 98 y, luego, por las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco.
         Las manifestaciones más autoritarias del nacionalismo vasco o catalán, según Álvarez Junco, tuvieron su origen en aquella primera mitad del siglo XX. Siguiendo a Jordi Canal, en su Historia mínima de Cataluña (2015), el historiador habla de un “catalanismo ensimismado y autorreferencial”, contrapuesto a otro cosmopolita y abierto, cuyas raíces se hunden en el racismo anticastellano o antiespañol de Valentí Almirall, Pompeu Gener o Prat de la Riba en las décadas posteriores al “desastre” del 98.
          Los dioses de las identidades nacionales deben ser, ante todo, útiles para la propagación de un civismo que consolide las democracias. La misión de los políticos es, en buena medida, discernir entre unos dioses y otros, los que favorecen o los que enturbian la cultura cívica. El propio libro de José Álvarez Junco es un buen ejemplo de crítica moderna a los nacionalismos, en un país donde la palabra “regeneración” aparece con demasiada frecuencia en el lenguaje de los políticos jóvenes.