Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 14 de julio de 2016

Milagrerías españolas

Viajar por España es para los latinoamericanos una suma de confirmaciones de que los orígenes de nuestra milagrería se encuentran en esta península. En la base de la tumba de Gonzalo Ruiz de Toledo, donde se ve el enorme óleo "El entierro del señor Orgaz" del Greco se lee que era tan virtuoso aquel toledano que su sola presencia salvaba a la villa de infortunios. Para mantener viva aquella protección angelical, el señorío debía donar a la iglesia, todos los años, dos corderos, dieciséis gallinas, dos odres de vino y ochocientos maravedíes.
En el convento de Santa Teresa de Jesús en Ávila se recuerda que de niña la escritora jugaba con su hermano a la guerra de moros y cristianos. Soñaba que viajaba como cruzada a Tierra Santa y que la descabezaban los infieles. Los curadores del museo de la santa de Ávila sugieren que su vocación de martirio y sacrificio se curtió en aquellos juegos infantiles, que ya en la adultez, la llevaron a imaginar que un ángel le atravesada el corazón con una lanza y a escribir miles y miles de páginas sentada en el suelo de una celda desolada.
En la catedral de Zaragoza, donde reside la Virgen del Pilar, se reproduce la leyenda de Miguel Pellicer, el joven al que amputaron una pierna luego de que una carreta le pasara por encima y que le fuera recolocada por un milagro de la virgen. Los padres de Pellicer, agrega la inscripción, vieron con sus propios ojos las cicatrices de la pierna amputada en la nueva pierna concedida por la Pilarica. El rey Felipe IV quedó tan impresionado con el milagro que hizo viajar a Pellicer a Madrid y le besó la pierna "curada".
En la placita de Sant Josep Oriol de Barcelona, a un costado de la parroquia de Santa María del Pi, una tarja asegura que los poderes milagrosos del santo catalán del siglo XVII eran tales que el maestro de obras de la iglesia, José Mestres, a pesar de su gordura, cayó de un puente y no se hizo ningún daño. Por cierto que los dos apellidos, el del santo y el del maestro de obras, se unen en el nombre del arquitecto Josep Oriol Mestres, diseñador de la catedral de Barcelona y proyectista de otros edificios de esta ciudad, opacados por la famosísima obra de Antoni Gaudí.

lunes, 4 de julio de 2016

Lam y el panafricanismo

Impresionan varias cosas en la gran retrospectiva de la obra de Wifredo Lam en el Museo Reina Sofía de Madrid. El homoerotismo del periodo español del pintor en Madrid, en los años 20, cuando retrataba a indios con loros y a chinos con sol al fondo; el breve paso por un trabajo con las líneas o el grafismo, similar al de Paul Klee y Joan Miró; la arqueología de la idea de la "jungla" en La Habana de los años 40; la aproximación al abstraccionismo en los años 50, cuando lo capta el fotógrafo Jesse Fernández en su casa de Marianao...
Pero el motivo que más rápido se asienta en la poética de Lam y que lo acredita dentro del núcleo surrealista -más allá de una biografía política compartida, que tiene como centro el exilio de París tras la ocupación nazi, narrado por Varian Fry-, es el panafricanismo. Desde sus primeros autorretratos se puede leer una idea panafricana de la cultura occidental, en Lam, que lo mismo apela al trabajo con las máscaras que a una vegetalización de las formas humanas que se verificará en su obra de madurez, de los años 40 en adelante.
Tiene sentido que el momento de mayor contacto de la obra de Lam con la Revolución Cubana coincida con los años de la OLAS, la OSPAAAL y el Salón de Mayo, entre 1966 y 1968. En los films privados que Lam realizó por aquellos años y que se muestran al público, por primera vez en esta exposición, se ve al artista viajando desde Albisola, Italia, donde residía, a la isla, visitando colegios rurales y bañándose en Varadero, siempre rodeado de la misma troupe vanguardista que lo había acompañado en sus giras por Egipto, África del Norte y el Caribe desde los 50, donde se familiarizó con las tesis de Aimé Césaire.
Lam vendría siendo uno de los pocos artistas cubanos, si no el único, que vivió la Revolución Cubana como cualquier otro artista de la vanguardia europea. Lo que le atrajo de ese proceso no fue su inscripción en la órbita soviética, que debió generarle más de un conflicto, sino la posibilidad de un impulso a la descolonización que haría visible el trasfondo africano de la cultura europea. Después del 68, eso que atraía a Lam fue disipándose y metamorfoseándose en un ajedrez geopolítico al que correspondía una rearticulación interna del racismo por la vía totalitaria.


sábado, 2 de julio de 2016

Los dioses útiles del historiador Álvarez Junco

Desde abril de este año circula en librerías de España un libro del historiador José Álvarez Junco que ha acompañado el zigzagueante proceso electoral en este país. Publicado por Galaxia Gutenberg, el volumen regresa al debate historiográfico sobre las naciones y los nacionalismos, que parecía teóricamente agotado desde los años 90, pero que la práctica política del siglo XXI, con su rearme de los populismos de izquierda o derecha, ha vuelto a colocar en el centro de la esfera pública.
         En Dioses útiles (2016), Álvarez Junco repasa la querella historiográfica sobre los nacionalismos en las últimas décadas del siglo XX. El punto partida de aquella ola revisionista no fueron los trabajos de Anthony D. Smith, Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, como generalmente se piensa, sino un poco antes, a principios de los 60, un libro pionero de Elie Kedourie que entendía las identidades nacionales y los discursos nacionalistas como construcciones políticas.
         Ninguno de aquellos historiadores, que tanto insistieron en que todas las políticas de la identidad nacional se basaban en relatos fundacionales míticos, negó que los nacionalismos fueran realidades culturales concretas. Hay un “nacionalismo banal”, como dirá en los 90 Michael Biling, relacionado con los sentimientos y las emociones patrióticas, que se manifiesta en las guerras, los deportes, la diplomacia o el ceremonial de Estado, y que sobrevive a cualquier modernización.
         Los mayores estragos del siglo XX no fueron causados por ese tipo de patriotismo sino por las instrumentalizaciones totalitarias del nacionalismo. La idea “primordialista” de la nación, que remite a identidades cerradas de raza, lengua o religión, no necesariamente deriva en un ordenamiento jurídico autoritario o totalitario, pero tiende a legitimar formas políticas no democráticas. Muchos movimientos descolonizadores del Tercer Mundo, desde la Revolución Haitiana, reivindicaron una idea primordialista de la nación, pero rápidamente pasaron a sostener un principio moderno de soberanía nacional.
         También en España, en los años de la Constitución de Cádiz, encuentra Álvarez Junco esa formulación moderna del principio de soberanía nacional. A pesar de la inestabilidad del siglo XIX español, dicho principio sobrevivió hasta inicios del siglo XX, cuando comienza a ser seriamente cuestionado por algunas corrientes del “regeneracionismo” posterior a la guerra del 98 y, luego, por las dictaduras de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco.
         Las manifestaciones más autoritarias del nacionalismo vasco o catalán, según Álvarez Junco, tuvieron su origen en aquella primera mitad del siglo XX. Siguiendo a Jordi Canal, en su Historia mínima de Cataluña (2015), el historiador habla de un “catalanismo ensimismado y autorreferencial”, contrapuesto a otro cosmopolita y abierto, cuyas raíces se hunden en el racismo anticastellano o antiespañol de Valentí Almirall, Pompeu Gener o Prat de la Riba en las décadas posteriores al “desastre” del 98.
          Los dioses de las identidades nacionales deben ser, ante todo, útiles para la propagación de un civismo que consolide las democracias. La misión de los políticos es, en buena medida, discernir entre unos dioses y otros, los que favorecen o los que enturbian la cultura cívica. El propio libro de José Álvarez Junco es un buen ejemplo de crítica moderna a los nacionalismos, en un país donde la palabra “regeneración” aparece con demasiada frecuencia en el lenguaje de los políticos jóvenes.
        

          

martes, 28 de junio de 2016

Guerrillas homéricas





En un pasaje de la novela póstuma de Carlos Fuentes, Aquiles o El Guerrillero y el asesino (2016), se asocia la epopeya del M-19 en Colombia con las antiguas guerras griegas y a los líderes guerrilleros con los héroes de la Ilíada y la Odisea de Homero. Desde que leí esas páginas sentí que en algún otro lugar había escuchado o leído algo parecido. Finalmente he podido identificar dónde: en Estrella distante (1996), la noveleta de Roberto Bolaño, que Fuentes seguramente leyó cuando comenzaba a escribir su relato colombiano. En el capítulo dedicado a Juan Stein, el militante de la izquierda chilena, que presumiblemente se había sumado a la guerrilla del FMLN en El Salvador, hace Bolaño un apunte irónico, que desafía tanta equivocada interpretación solemne de esta y otras ficciones del chileno en los estudios culturales académicos:

"Se hacía llamar comandante Aquiles o comandante Ulises y sé que poco después de hablar con la televisión lo mataron. Según Bibiano todos los comandantes de aquella ofensiva desesperada llevaban nombres de héroes y semidioses griegos. ¿Cuál sería el de Stein, comandante Patroclo, comandante Héctor, comandante Paris? No lo sé. Eneas seguro no. Ulises tampoco. Al final de la batalla, en la recogida de cadáveres, apareció un tipo rubio y alto. En los archivos de la policía se consigna una descripción somera: cicatrices en brazos y piernas, viejas heridas, un tatuaje en el brazo derecho, un león rampante. La calidad del tatuaje es buena. Un trabajo de artesano, verdad de Dios, de los que no se hacen en El Salvador. En la Dirección de Información de la policía el desconocido rubio figura con el nombre de Jacobo Sabotinski, ciudadano argentino, antiguo miembro del ERP"

domingo, 19 de junio de 2016

La nueva narrativa cubana según La Jornada Semanal

El suplemento literario mexicano La Jornada Semanal del periódico La Jornada, acaso el medio impreso de este país mejor relacionado con las instituciones oficiales de la cultura cubana, dedica su último número a la nueva narrativa de la isla. El título del dossier es "Cuba cuenta" y el subtítulo "Los nuevos narradores de la isla", por lo que, de entrada, se parte de la falsa premisa, abandonada por la crítica más o menos seria, de que literatura cubana es únicamente la producida en la isla.
Entre los "nuevos narradores" que propone La Jornada Semanal nos encontramos a Julio Travieso, nacido en 1940, quien en el comentario del crítico José Ángel Leyva aparece como un escritor que aunque "no goza del éxito internacional de un autor como Leonardo Padura, que ha pegado un jonrón con su novela El hombre que amaba los perros", también ha escrito "novelas históricas de largo aliento", como El polvo y el oro, que "desemboca en el conflicto del acoso exterior y las fallas internas".
Otra "nueva narradora" es Iris Dávila (1918-2008), quien, según el crítico Gustavo Ogarrio, narra en su cuento "Crepuscular" "la contemplación estupefacta y epifánica que una mujer tiene de una columna gallarda, hermosa". Otra más, Esther Díaz Lanillo (1934), que en su relato "La tía", según el mismo crítico, propone un "espejo aterrador de la vejez y de la encarnación de los años ajenos que se vuelven propios de la tía y su muerte duplicada en la narradora".
Los más jóvenes narradores cubanos que se comentan en el ensayo de Ana Fernanda Aguilar Alatorre, el menos malo del dossier, son Pedro de Jesús, Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez y Wendy Guerra. Todos, nacidos alrededor del 70 y, por tanto, bastante mayores de 40 años. La única manera de entender esa visión de la nueva narrativa cubana es como resultado de la rigurosa exclusión de la más reciente generación de novelistas y cuentistas de la isla y de la mayor parte de los narradores de la diáspora en las dos últimas décadas. No se trata en este caso, como en otras muestras de la literatura cubana en medios iberoamericanos, de una visión controlada por el mercado, ya que se citan a varios autores que no publican en las grandes editoras de la lengua.
A escritores incómodos para el poder como Antonio José Ponte y Ángel Santiesteban los mencionan, por cierto, dentro de una lista incongruente, pero no se puede inventariar la narrativa cubana en lo poco que va del siglo XXI sin distinguir autores como Rolando Sánchez Mejías, José Manuel Prieto, Gerardo Fernández Fe, Carlos Alberto Aguilera, Raúl Aguiar, Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría Peré, Osdany Morales, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina o Raúl Flores Iriarte. La visión de la "nueva narrativa cubana" que trasmite La Jornada Semanal no rebasa una imagen incompleta de los "novísimos" de los 90: deja fuera al grupo Diáspora(s) y a la novela, la noveleta y el cuento de la generación del 2000.
Es difícil pero no imposible acceder a esa literatura, sobre todo, desde México. Basta con conectarse a los portales de Hypermedia o Bokeh, además de revisar los catálogos cubanos de editoriales como Anagrama, Mondadori, Aldus o Siruela. De hecho, desde fines del año pasado circula en México un número de la revista Istor, de la División de Historia del CIDE, donde Walfrido Dorta, Carlos Alberto Aguilera, Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría reconstruyen un mapa más completo de la narrativa contemporánea de la isla y la diáspora. Tal vez, para La Jornada Semanal, se trate precisamente de lo contrario: reproducir una visión desactualizada y mutilada de la literatura cubana actual.

sábado, 18 de junio de 2016

Gabriel Zaid: historia y crítica del progreso


Cuando llegué a México en 1991, uno de los primeros libros de ensayo que leí fue El progreso improductivo (1979) de Gabriel Zaid. Al igual que en otros pensadores mexicanos, como Roger Bartra o Bolívar Echeverría, me sorprendió en Zaid que advirtiera tan temprano, a su manera, sin acreditar demasiado lo que sucedía en la filosofía europea, las ideas centrales de lo que en los 80 y 90 se llamó “postmodernismo”.
El mismo año de publicación del ensayo de Zaid en Siglo XXI, en París se editaba La condición postmoderna de Jean-Francois Lyotard, un librito que tendría un impacto enorme en la década siguiente, por su idea del agotamiento de los “metarrelatos” del progreso y la emancipación. Sólo que Zaid había adelantado aquellas nociones en artículos en las revistas Plural y Vuelta, desde los 70, y en El progreso improductivo las sintetizaba por el ángulo de la economía política.
No era novedoso para Zaid, desde sus críticas al socialismo cubano y a la izquierda guerrillera, aquel desencanto con las tradiciones ilustradas y revolucionarias de Occidente. La crítica de la idea del progreso, constatada en la realidad del fracaso del desarrollismo mexicano, le permitía atisbar y rebasar algunos lugares comunes del postmodernismo. Por ejemplo, el lugar común de que tanto la elegía al progreso, como sus diatribas, surgían en la Ilustración, con Condorcet y Kant o con Vico y Rousseau.
Tal vez esa experiencia del progreso subdesarrollado, en el México de los años 60 y 70, llevó a Zaid a cuestionar el saldo del keynesianismo sin volver a un liberalismo clásico, a lo Say o a lo Malthus, ni vindicar a un solo autor de la teoría neoliberal. Su economía política le daba más importancia a Blaise Pascal que a Friedrich Hayek y mostraba una simpatía por el pequeño mercado interno de las comunidades y una antipatía por la desigualdad y por el Estado fiscal –llegó a proponer una suerte de normalización de la “mordida”-, que con razón se ha asociado al anarquismo o al libertarianismo.
Ahora leo, en su reciente Cronología del progreso (2016), algunas intuiciones de El progreso improductivo (1979), más desarrolladas. Por ejemplo, aquello de que el progreso, ni como realidad ni como idea, surgió en la Ilustración con Turgot o Condorcet. El progreso, en ambos sentidos, como hecho y como certeza, es milenario. Está en Aristóteles y San Agustín, en San Pablo y Tertuliano, en Homero y Hesíodo,  en el Génesis y el mito de Prometeo. El progreso y la crítica del progreso siempre han estado y estarán ahí, desde la nada hasta el nuevo milenio.
Para demostrarlo, Zaid recurre a un género anterior a la historia: la cronología. El primer acto del progreso sería el “origen del universo” hace más de 13 millones de milenios, continúa con los tránsitos de “las neuronas al habla” y del “fuego a la agricultura” y llega a nuestros días, cuando la “nave espacial Kepler descubre el planeta Kepler, semejante a la Tierra”. La crítica del progreso, a pesar de su incontrovertible evidencia, también se reitera aquí, lo mismo cuando Zaid cuestiona el “gigantismo” del capital contemporáneo que cuando advierte sobre la tendencia global a la disminución de la pobreza y aumento de la desigualdad.
Reviso los índices onomásticos de El progreso improductivo y de Cronología del progreso y observo que en este último, Zaid sí cita a clásicos del pensamiento liberal que no mencionaba en el primero, como Popper, Hayek, Aron o Arendt. Sin embargo, como en aquel libro de hace cuatro décadas, el pensador más citado sigue siendo Karl Marx. Sólo igualado por San Pablo, a quien llama “fundador de Occidente”.