Libros del crepúsculo
martes, 28 de junio de 2016
Guerrillas homéricas
En un pasaje de la novela póstuma de Carlos Fuentes, Aquiles o El Guerrillero y el asesino (2016), se asocia la epopeya del M-19 en Colombia con las antiguas guerras griegas y a los líderes guerrilleros con los héroes de la Ilíada y la Odisea de Homero. Desde que leí esas páginas sentí que en algún otro lugar había escuchado o leído algo parecido. Finalmente he podido identificar dónde: en Estrella distante (1996), la noveleta de Roberto Bolaño, que Fuentes seguramente leyó cuando comenzaba a escribir su relato colombiano. En el capítulo dedicado a Juan Stein, el militante de la izquierda chilena, que presumiblemente se había sumado a la guerrilla del FMLN en El Salvador, hace Bolaño un apunte irónico, que desafía tanta equivocada interpretación solemne de esta y otras ficciones del chileno en los estudios culturales académicos:
"Se hacía llamar comandante Aquiles o comandante Ulises y sé que poco después de hablar con la televisión lo mataron. Según Bibiano todos los comandantes de aquella ofensiva desesperada llevaban nombres de héroes y semidioses griegos. ¿Cuál sería el de Stein, comandante Patroclo, comandante Héctor, comandante Paris? No lo sé. Eneas seguro no. Ulises tampoco. Al final de la batalla, en la recogida de cadáveres, apareció un tipo rubio y alto. En los archivos de la policía se consigna una descripción somera: cicatrices en brazos y piernas, viejas heridas, un tatuaje en el brazo derecho, un león rampante. La calidad del tatuaje es buena. Un trabajo de artesano, verdad de Dios, de los que no se hacen en El Salvador. En la Dirección de Información de la policía el desconocido rubio figura con el nombre de Jacobo Sabotinski, ciudadano argentino, antiguo miembro del ERP"
domingo, 19 de junio de 2016
La nueva narrativa cubana según La Jornada Semanal
El suplemento literario mexicano La Jornada Semanal del periódico La Jornada, acaso el medio impreso de este país mejor relacionado con las instituciones oficiales de la cultura cubana, dedica su último número a la nueva narrativa de la isla. El título del dossier es "Cuba cuenta" y el subtítulo "Los nuevos narradores de la isla", por lo que, de entrada, se parte de la falsa premisa, abandonada por la crítica más o menos seria, de que literatura cubana es únicamente la producida en la isla.
Entre los "nuevos narradores" que propone La Jornada Semanal nos encontramos a Julio Travieso, nacido en 1940, quien en el comentario del crítico José Ángel Leyva aparece como un escritor que aunque "no goza del éxito internacional de un autor como Leonardo Padura, que ha pegado un jonrón con su novela El hombre que amaba los perros", también ha escrito "novelas históricas de largo aliento", como El polvo y el oro, que "desemboca en el conflicto del acoso exterior y las fallas internas".
Otra "nueva narradora" es Iris Dávila (1918-2008), quien, según el crítico Gustavo Ogarrio, narra en su cuento "Crepuscular" "la contemplación estupefacta y epifánica que una mujer tiene de una columna gallarda, hermosa". Otra más, Esther Díaz Lanillo (1934), que en su relato "La tía", según el mismo crítico, propone un "espejo aterrador de la vejez y de la encarnación de los años ajenos que se vuelven propios de la tía y su muerte duplicada en la narradora".
Los más jóvenes narradores cubanos que se comentan en el ensayo de Ana Fernanda Aguilar Alatorre, el menos malo del dossier, son Pedro de Jesús, Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez y Wendy Guerra. Todos, nacidos alrededor del 70 y, por tanto, bastante mayores de 40 años. La única manera de entender esa visión de la nueva narrativa cubana es como resultado de la rigurosa exclusión de la más reciente generación de novelistas y cuentistas de la isla y de la mayor parte de los narradores de la diáspora en las dos últimas décadas. No se trata en este caso, como en otras muestras de la literatura cubana en medios iberoamericanos, de una visión controlada por el mercado, ya que se citan a varios autores que no publican en las grandes editoras de la lengua.
A escritores incómodos para el poder como Antonio José Ponte y Ángel Santiesteban los mencionan, por cierto, dentro de una lista incongruente, pero no se puede inventariar la narrativa cubana en lo poco que va del siglo XXI sin distinguir autores como Rolando Sánchez Mejías, José Manuel Prieto, Gerardo Fernández Fe, Carlos Alberto Aguilera, Raúl Aguiar, Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría Peré, Osdany Morales, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina o Raúl Flores Iriarte. La visión de la "nueva narrativa cubana" que trasmite La Jornada Semanal no rebasa una imagen incompleta de los "novísimos" de los 90: deja fuera al grupo Diáspora(s) y a la novela, la noveleta y el cuento de la generación del 2000.
Es difícil pero no imposible acceder a esa literatura, sobre todo, desde México. Basta con conectarse a los portales de Hypermedia o Bokeh, además de revisar los catálogos cubanos de editoriales como Anagrama, Mondadori, Aldus o Siruela. De hecho, desde fines del año pasado circula en México un número de la revista Istor, de la División de Historia del CIDE, donde Walfrido Dorta, Carlos Alberto Aguilera, Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría reconstruyen un mapa más completo de la narrativa contemporánea de la isla y la diáspora. Tal vez, para La Jornada Semanal, se trate precisamente de lo contrario: reproducir una visión desactualizada y mutilada de la literatura cubana actual.
Entre los "nuevos narradores" que propone La Jornada Semanal nos encontramos a Julio Travieso, nacido en 1940, quien en el comentario del crítico José Ángel Leyva aparece como un escritor que aunque "no goza del éxito internacional de un autor como Leonardo Padura, que ha pegado un jonrón con su novela El hombre que amaba los perros", también ha escrito "novelas históricas de largo aliento", como El polvo y el oro, que "desemboca en el conflicto del acoso exterior y las fallas internas".
Otra "nueva narradora" es Iris Dávila (1918-2008), quien, según el crítico Gustavo Ogarrio, narra en su cuento "Crepuscular" "la contemplación estupefacta y epifánica que una mujer tiene de una columna gallarda, hermosa". Otra más, Esther Díaz Lanillo (1934), que en su relato "La tía", según el mismo crítico, propone un "espejo aterrador de la vejez y de la encarnación de los años ajenos que se vuelven propios de la tía y su muerte duplicada en la narradora".
Los más jóvenes narradores cubanos que se comentan en el ensayo de Ana Fernanda Aguilar Alatorre, el menos malo del dossier, son Pedro de Jesús, Ena Lucía Portela, Ronaldo Menéndez y Wendy Guerra. Todos, nacidos alrededor del 70 y, por tanto, bastante mayores de 40 años. La única manera de entender esa visión de la nueva narrativa cubana es como resultado de la rigurosa exclusión de la más reciente generación de novelistas y cuentistas de la isla y de la mayor parte de los narradores de la diáspora en las dos últimas décadas. No se trata en este caso, como en otras muestras de la literatura cubana en medios iberoamericanos, de una visión controlada por el mercado, ya que se citan a varios autores que no publican en las grandes editoras de la lengua.
A escritores incómodos para el poder como Antonio José Ponte y Ángel Santiesteban los mencionan, por cierto, dentro de una lista incongruente, pero no se puede inventariar la narrativa cubana en lo poco que va del siglo XXI sin distinguir autores como Rolando Sánchez Mejías, José Manuel Prieto, Gerardo Fernández Fe, Carlos Alberto Aguilera, Raúl Aguiar, Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría Peré, Osdany Morales, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina o Raúl Flores Iriarte. La visión de la "nueva narrativa cubana" que trasmite La Jornada Semanal no rebasa una imagen incompleta de los "novísimos" de los 90: deja fuera al grupo Diáspora(s) y a la novela, la noveleta y el cuento de la generación del 2000.
Es difícil pero no imposible acceder a esa literatura, sobre todo, desde México. Basta con conectarse a los portales de Hypermedia o Bokeh, además de revisar los catálogos cubanos de editoriales como Anagrama, Mondadori, Aldus o Siruela. De hecho, desde fines del año pasado circula en México un número de la revista Istor, de la División de Historia del CIDE, donde Walfrido Dorta, Carlos Alberto Aguilera, Jorge Enrique Lage y Ahmel Echevarría reconstruyen un mapa más completo de la narrativa contemporánea de la isla y la diáspora. Tal vez, para La Jornada Semanal, se trate precisamente de lo contrario: reproducir una visión desactualizada y mutilada de la literatura cubana actual.
sábado, 18 de junio de 2016
Gabriel Zaid: historia y crítica del progreso
Cuando llegué a México en 1991, uno de los primeros libros de ensayo que leí fue El progreso improductivo (1979) de Gabriel Zaid. Al igual que en otros pensadores mexicanos, como Roger Bartra o Bolívar Echeverría, me sorprendió en Zaid que advirtiera tan temprano, a su manera, sin acreditar demasiado lo que sucedía en la filosofía europea, las ideas centrales de lo que en los 80 y 90 se llamó “postmodernismo”.
El mismo año de publicación del ensayo de Zaid en Siglo XXI, en París se editaba La condición postmoderna de Jean-Francois Lyotard, un librito que tendría un impacto enorme en la década siguiente, por su idea del agotamiento de los “metarrelatos” del progreso y la emancipación. Sólo que Zaid había adelantado aquellas nociones en artículos en las revistas Plural y Vuelta, desde los 70, y en El progreso improductivo las sintetizaba por el ángulo de la economía política.
No era novedoso para Zaid, desde sus críticas al socialismo cubano y a la izquierda guerrillera, aquel desencanto con las tradiciones ilustradas y revolucionarias de Occidente. La crítica de la idea del progreso, constatada en la realidad del fracaso del desarrollismo mexicano, le permitía atisbar y rebasar algunos lugares comunes del postmodernismo. Por ejemplo, el lugar común de que tanto la elegía al progreso, como sus diatribas, surgían en la Ilustración, con Condorcet y Kant o con Vico y Rousseau.
Tal vez esa experiencia del progreso subdesarrollado, en el México de los años 60 y 70, llevó a Zaid a cuestionar el saldo del keynesianismo sin volver a un liberalismo clásico, a lo Say o a lo Malthus, ni vindicar a un solo autor de la teoría neoliberal. Su economía política le daba más importancia a Blaise Pascal que a Friedrich Hayek y mostraba una simpatía por el pequeño mercado interno de las comunidades y una antipatía por la desigualdad y por el Estado fiscal –llegó a proponer una suerte de normalización de la “mordida”-, que con razón se ha asociado al anarquismo o al libertarianismo.
Ahora leo, en su reciente Cronología del progreso (2016), algunas intuiciones de El progreso improductivo (1979), más desarrolladas. Por ejemplo, aquello de que el progreso, ni como realidad ni como idea, surgió en la Ilustración con Turgot o Condorcet. El progreso, en ambos sentidos, como hecho y como certeza, es milenario. Está en Aristóteles y San Agustín, en San Pablo y Tertuliano, en Homero y Hesíodo, en el Génesis y el mito de Prometeo. El progreso y la crítica del progreso siempre han estado y estarán ahí, desde la nada hasta el nuevo milenio.
Para demostrarlo, Zaid recurre a un género anterior a la historia: la cronología. El primer acto del progreso sería el “origen del universo” hace más de 13 millones de milenios, continúa con los tránsitos de “las neuronas al habla” y del “fuego a la agricultura” y llega a nuestros días, cuando la “nave espacial Kepler descubre el planeta Kepler, semejante a la Tierra”. La crítica del progreso, a pesar de su incontrovertible evidencia, también se reitera aquí, lo mismo cuando Zaid cuestiona el “gigantismo” del capital contemporáneo que cuando advierte sobre la tendencia global a la disminución de la pobreza y aumento de la desigualdad.
Reviso los índices onomásticos de El progreso improductivo y de Cronología del progreso y observo que en este último, Zaid sí cita a clásicos del pensamiento liberal que no mencionaba en el primero, como Popper, Hayek, Aron o Arendt. Sin embargo, como en aquel libro de hace cuatro décadas, el pensador más citado sigue siendo Karl Marx. Sólo igualado por San Pablo, a quien llama “fundador de Occidente”.
martes, 14 de junio de 2016
Hypermedia, Almenara, Bokeh: las otras fábricas del libro
En menos de un año mi biblioteca se ha llenado de libros editados por sellos de nombres extraños como Hypermedia, Almenara y Bokeh. Los responsables de ese mini boom editorial de la diáspora cubana son Ladislao Aguado, desde Madrid, y Waldo Pérez Cino, desde Amberes, Leiden o alguna otra ciudad de Europa. Hablamos no de uno, dos o tres sino de decenas de libros, entre narrativa, poesía y ensayo, que vuelven a delinear la ilusión de un espacio literario cubano, desde la diáspora, cuando menos lo esperábamos.
Hypermedia comenzó siendo un proyecto de ensayística, que recuperaba una parte del catálogo de la extinta editorial Colibrí, fundada y dirigida por Víctor Batista, pero rápidamente se abrió a una oferta de narrativa y poesía del mayor atractivo. Ahí hemos leído tres antologías, una de poesía a cargo de Oscar Cruz, otra de narrativa, compilada por Jorge Enrique Lage, y una más, de teatro, al cuidado de Atilio Caballero, que actualizan el repertorio literario cubano de las dos últimas décadas.
Entre quienes llegamos al exilio a principios de los 90, la labor de Hypermedia se agradece doblemente porque nos pone en contacto con una literatura editada en la isla -Alberto Garrido, Alberto Garrandés, Daniel Díaz Mantilla, Raúl Aguiar, Reina María Rodríguez, Juan Carlos Flores, Omar Pérez, Carlos Augusto Alfonso..-, de difícil acceso desde fuera, y, a la vez, da a conocer a la nueva generación de narradores y poetas, nacidos entre los 70 y los 80: Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Raúl Flores, Legna Rodríguez Iglesias, Orlando Luis Pardo Lazo, Jamila Medina Ríos, Javier L. Mora, Oscar Cruz...
Almenara y Bokeh surgieron como sellos de teoría cultural iberoamericana, pero también se han interesado en ese cruce abismal del cambio de siglo en la literatura cubana, cubriendo mejor otras zonas, como la del grupo Diáspora(s) y el exilio de los 90. Con volúmenes dedicados a la poesía o la prosa de Rolando Sánchez Mejías, Rogelio Saunders, Pedro Marqués de Armas, Carlos Alberto Aguilera, Ernesto Hernández Busto, Gerardo Fernández Fe, Jorge Ferrer o el propio Pérez Cino, estas colecciones han reintegrado un archivo perdido, aunque también han convocado figuras de las generaciones más recientes como Osdany Morales y Legna Rodríguez Iglesias.
Decía que esta emergencia editorial es inesperada por tantos presagios sobre el crepúsculo de los libros, acumulados desde la revolución del dígito. Pero habría que recordar que, en el caso de Cuba, esos augurios llegaron luego de que colapsara una política editorial de Estado, que oscilaba entre el raquitismo económico y la exclusión ideológica. El resultado es que, hoy por hoy, si alguien quiere atisbar una idea aproximada de por dónde va la literatura cubana, en la isla o en la diáspora, tendrá que hacerse de buena parte de estos libros, física o electrónicamente. Con lo cual, no sólo el presagio del crepúsculo de los libros sino el del ocaso de la nación y sus exilios, quedan en entredicho.
Hypermedia comenzó siendo un proyecto de ensayística, que recuperaba una parte del catálogo de la extinta editorial Colibrí, fundada y dirigida por Víctor Batista, pero rápidamente se abrió a una oferta de narrativa y poesía del mayor atractivo. Ahí hemos leído tres antologías, una de poesía a cargo de Oscar Cruz, otra de narrativa, compilada por Jorge Enrique Lage, y una más, de teatro, al cuidado de Atilio Caballero, que actualizan el repertorio literario cubano de las dos últimas décadas.
Entre quienes llegamos al exilio a principios de los 90, la labor de Hypermedia se agradece doblemente porque nos pone en contacto con una literatura editada en la isla -Alberto Garrido, Alberto Garrandés, Daniel Díaz Mantilla, Raúl Aguiar, Reina María Rodríguez, Juan Carlos Flores, Omar Pérez, Carlos Augusto Alfonso..-, de difícil acceso desde fuera, y, a la vez, da a conocer a la nueva generación de narradores y poetas, nacidos entre los 70 y los 80: Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Raúl Flores, Legna Rodríguez Iglesias, Orlando Luis Pardo Lazo, Jamila Medina Ríos, Javier L. Mora, Oscar Cruz...
Almenara y Bokeh surgieron como sellos de teoría cultural iberoamericana, pero también se han interesado en ese cruce abismal del cambio de siglo en la literatura cubana, cubriendo mejor otras zonas, como la del grupo Diáspora(s) y el exilio de los 90. Con volúmenes dedicados a la poesía o la prosa de Rolando Sánchez Mejías, Rogelio Saunders, Pedro Marqués de Armas, Carlos Alberto Aguilera, Ernesto Hernández Busto, Gerardo Fernández Fe, Jorge Ferrer o el propio Pérez Cino, estas colecciones han reintegrado un archivo perdido, aunque también han convocado figuras de las generaciones más recientes como Osdany Morales y Legna Rodríguez Iglesias.
Decía que esta emergencia editorial es inesperada por tantos presagios sobre el crepúsculo de los libros, acumulados desde la revolución del dígito. Pero habría que recordar que, en el caso de Cuba, esos augurios llegaron luego de que colapsara una política editorial de Estado, que oscilaba entre el raquitismo económico y la exclusión ideológica. El resultado es que, hoy por hoy, si alguien quiere atisbar una idea aproximada de por dónde va la literatura cubana, en la isla o en la diáspora, tendrá que hacerse de buena parte de estos libros, física o electrónicamente. Con lo cual, no sólo el presagio del crepúsculo de los libros sino el del ocaso de la nación y sus exilios, quedan en entredicho.
jueves, 9 de junio de 2016
¿Exotismo? ¿Colonialidad?
Apenas asoma la cabeza el turismo en Cuba -en 2015, visitaron la isla más de 2 millones de viajeros, pero, para guardar las proporciones, recordemos que tan sólo a Barcelona llegan unos 10 millones al año y a la Ciudad de México más de 20-, una zona de los estudios culturales académicos, sobre todo en Estados Unidos, y una parte del campo intelectual de la isla, suenan alarmas contra la exotización de la imagen del país o contra las amenazas a la "identidad cultural".
Sin embargo, Macleod, Carrier y otros antropólogos que han estudiado el impacto cultural del turismo en América Latina destacan que esa industria genera no pocas ventajas para las comunidades residentes. Se tiene la equivocada percepción de que el mercado global desdibuja las identidades nacionales, pero lo cierto es que la globalización homogeneiza a la vez que diversifica. El exotismo no siempre es la banalización de atributos o valores locales: muchas veces es un recurso de afirmación -o camuflaje- por parte de sujetos de la cultura popular.
El discurso antiturístico, que llama a regresar a una pastoral nacionalista a lo Nicolás Guillén, se coloca un paso antes de la teoría de la transculturación de Fernando Ortiz, quien postulaba que la idea de "cubanidad" sólo tenía sentido si se pensaba como hechura de la migración y el contacto con el otro. No habría que olvidar que Guillén, paradójicamente, compartió acentos de aquel tipo de nacionalismo con Alberto Lamar Schweyer, Ramiro Guerra y otros críticos de la inmigración, especialmente la caribeña, que veían como causa de una supuesta "crisis del patriotismo".
La reacción intelectual contra el turismo y sus ceremoniales típicos y su estética superflua busca denunciar una suerte de "colonialidad" intrínseca, que nos retrotrae a la iconografía del periodo republicano, cuando el boom hotelero producido por la conexión con Estados Unidos. Pero esa reacción pasa por alto que la industria turística es en la actualidad un área férreamente controlada por el Estado cubano, por lo que si hay alguna "colonialidad" es en relación con ese poder y no otro. El actual discurso antiturístico olvida, además, que en tiempos del bloque soviético también se vivió un exotismo colonial, con el que los celadores de la identidad nacional se sentían muy a gusto.
Sin embargo, Macleod, Carrier y otros antropólogos que han estudiado el impacto cultural del turismo en América Latina destacan que esa industria genera no pocas ventajas para las comunidades residentes. Se tiene la equivocada percepción de que el mercado global desdibuja las identidades nacionales, pero lo cierto es que la globalización homogeneiza a la vez que diversifica. El exotismo no siempre es la banalización de atributos o valores locales: muchas veces es un recurso de afirmación -o camuflaje- por parte de sujetos de la cultura popular.
El discurso antiturístico, que llama a regresar a una pastoral nacionalista a lo Nicolás Guillén, se coloca un paso antes de la teoría de la transculturación de Fernando Ortiz, quien postulaba que la idea de "cubanidad" sólo tenía sentido si se pensaba como hechura de la migración y el contacto con el otro. No habría que olvidar que Guillén, paradójicamente, compartió acentos de aquel tipo de nacionalismo con Alberto Lamar Schweyer, Ramiro Guerra y otros críticos de la inmigración, especialmente la caribeña, que veían como causa de una supuesta "crisis del patriotismo".
La reacción intelectual contra el turismo y sus ceremoniales típicos y su estética superflua busca denunciar una suerte de "colonialidad" intrínseca, que nos retrotrae a la iconografía del periodo republicano, cuando el boom hotelero producido por la conexión con Estados Unidos. Pero esa reacción pasa por alto que la industria turística es en la actualidad un área férreamente controlada por el Estado cubano, por lo que si hay alguna "colonialidad" es en relación con ese poder y no otro. El actual discurso antiturístico olvida, además, que en tiempos del bloque soviético también se vivió un exotismo colonial, con el que los celadores de la identidad nacional se sentían muy a gusto.
lunes, 6 de junio de 2016
Cuba en la novela póstuma de Carlos Fuentes
Aquiles o El Guerrillero y el asesino (2016), la novela póstuma de Carlos Fuentes coeditada por el Fondo de Cultura Económica y Alfaguara, trata sobre la vida y la muerte del guerrillero colombiano Carlos Pizarro Leongómez, fundador del M-19, que a fines de los 80 desmovilizó ese movimiento armado, firmó la paz con el gobierno y lanzó su candidatura a las elecciones presidenciales de 1990. Pizarro, como es sabido, fue acribillado a balazos por un sicario en un vuelo de Bogotá a Barranquilla ese mismo año.
La primera escena de la novela de Fuentes es, naturalmente, aquella balacera en pleno vuelo, pero por el camino el escritor mexicano repasa, una vez más, la historia de América Latina y, sobre todo, la historia de Colombia y el rol de la violencia en la misma. La historia latinoamericana, dice Fuentes, está marcada por el "azoro". El azoro de las guerras civiles, las intervenciones extranjeras, los caudillos, las dictaduras y las revoluciones frustradas, como la cubana: "Cuba azorada de que el caimán se muerda la cola".
Si algo atrae a Fuentes del personaje de Pizarro es que haya sido un guerrillero que intentó abandonar toda pretensión de marxismo o comunismo en su movimiento y que, llegado el momento, se atreviera a dejar las armas para intentar refundar una izquierda democrática en Colombia. Pero Cuba no sólo aparece como ejemplo de aquellas revoluciones que se niegan a sí mismas: también figura en la novela de Fuentes como caso emblemático de una cultura insular o marina en América Latina.
Fuentes recuerda que en los años 50, cuando él editaba la Revista Mexicana de Literatura en México, José Lezama Lima editaba Orígenes en La Habana y Jorge Gaitán Durán la revista Mito en Colombia. En las tres publicaciones, sostiene atinadamente Fuentes, se debatía el problema de lo nacional en la cultura, pero en Cuba, por su dimensión "trasatlántica", se planteaba de diferente manera. El cubano, sostiene Fuentes, regresando acaso sin saberlo a los tópicos de Lezama en su famoso coloquio con Juan Ramón Jiménez, "tiene un fantasma corpóreo, la cultura negra, y un cuerpo fantasmal ideológico, el del occidente colonial".
Eso hacía al insular cubano, agrega en retrospectiva de los debates intelectuales de los 50, más integrado culturalmente que los habitantes de las naciones continentales, de "tierra firme" "o de claustro", como México y Colombia, que "no teníamos un pacto de cultura con nuestros componentes adversos". No estoy seguro de que esta observación tenga demasiada validez, ya que el nacionalismo cultural cubano, ha sido hegemónicamente blanco, católico y/o comunista, pero es curioso que Fuentes volviera a aquellas polémicas letradas en una novela sobre una guerrilla que se desmoviliza en los 80 y transita a la democracia en los 90.
Por cierto, que a la hora de ilustrar por qué, a su juicio, el nacionalismo cultural cubano está más integrado que el mexicano, Fuentes anota: "¿No es tan cubano -o más cubano, un estricto poema de Cintio Vitier que una línea barroca de Lezama Lima...?" Cuando el contrapunto debió recurrir, por lo menos, a Nicolás Guillén o cualquier otro escritor negro. Y más adelante, agrega algo mucho más problemático: "la negritud cubana es un latido oscuro, un secreto, una ceremonia de pecado y reparación, a la vez que de salud y éxtasis mortal, que bien puede coexistir (lo que es complemento indispensable) con la larga trayectoria occidental cubana, de Heredia a Carpentier, ambos prácticamente franceses".
La primera escena de la novela de Fuentes es, naturalmente, aquella balacera en pleno vuelo, pero por el camino el escritor mexicano repasa, una vez más, la historia de América Latina y, sobre todo, la historia de Colombia y el rol de la violencia en la misma. La historia latinoamericana, dice Fuentes, está marcada por el "azoro". El azoro de las guerras civiles, las intervenciones extranjeras, los caudillos, las dictaduras y las revoluciones frustradas, como la cubana: "Cuba azorada de que el caimán se muerda la cola".
Si algo atrae a Fuentes del personaje de Pizarro es que haya sido un guerrillero que intentó abandonar toda pretensión de marxismo o comunismo en su movimiento y que, llegado el momento, se atreviera a dejar las armas para intentar refundar una izquierda democrática en Colombia. Pero Cuba no sólo aparece como ejemplo de aquellas revoluciones que se niegan a sí mismas: también figura en la novela de Fuentes como caso emblemático de una cultura insular o marina en América Latina.
Fuentes recuerda que en los años 50, cuando él editaba la Revista Mexicana de Literatura en México, José Lezama Lima editaba Orígenes en La Habana y Jorge Gaitán Durán la revista Mito en Colombia. En las tres publicaciones, sostiene atinadamente Fuentes, se debatía el problema de lo nacional en la cultura, pero en Cuba, por su dimensión "trasatlántica", se planteaba de diferente manera. El cubano, sostiene Fuentes, regresando acaso sin saberlo a los tópicos de Lezama en su famoso coloquio con Juan Ramón Jiménez, "tiene un fantasma corpóreo, la cultura negra, y un cuerpo fantasmal ideológico, el del occidente colonial".
Eso hacía al insular cubano, agrega en retrospectiva de los debates intelectuales de los 50, más integrado culturalmente que los habitantes de las naciones continentales, de "tierra firme" "o de claustro", como México y Colombia, que "no teníamos un pacto de cultura con nuestros componentes adversos". No estoy seguro de que esta observación tenga demasiada validez, ya que el nacionalismo cultural cubano, ha sido hegemónicamente blanco, católico y/o comunista, pero es curioso que Fuentes volviera a aquellas polémicas letradas en una novela sobre una guerrilla que se desmoviliza en los 80 y transita a la democracia en los 90.
Por cierto, que a la hora de ilustrar por qué, a su juicio, el nacionalismo cultural cubano está más integrado que el mexicano, Fuentes anota: "¿No es tan cubano -o más cubano, un estricto poema de Cintio Vitier que una línea barroca de Lezama Lima...?" Cuando el contrapunto debió recurrir, por lo menos, a Nicolás Guillén o cualquier otro escritor negro. Y más adelante, agrega algo mucho más problemático: "la negritud cubana es un latido oscuro, un secreto, una ceremonia de pecado y reparación, a la vez que de salud y éxtasis mortal, que bien puede coexistir (lo que es complemento indispensable) con la larga trayectoria occidental cubana, de Heredia a Carpentier, ambos prácticamente franceses".
sábado, 21 de mayo de 2016
El neoconservadurismo cultural cubano
En textos recientes de Graziella Pogolotti, Ambrosio Fornet, Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso, Silvio Rodríguez, Abel Prieto y, sobre todo, algunos conocidos libelistas electrónicos, de menor estatura intelectual, se sostiene una idea obsoleta de la identidad nacional cubana. Una idea que reitera mecánicamente el meollo de una política cultural totalitaria, donde se mezclan el nacionalismo estrecho y el marxismo ortodoxo, y que entiende la nación y su cultura diversa y cambiante, como sujetos ideológicos, moldeados por valores únicos y perpetuos, que se verían desfigurados o metamorfoseados en el contacto con el turista, el extranjero, el mercado, la democracia, el reformista, el emigrante, la "falsa" izquierda, la derecha o el centro.
En el mejor de los casos, ese neoconservadurismo cultural no se opone al turismo y al mercado, pero los considera un mal necesario -porque el "bloqueo" y no una política económica concreta, impidió el desarrollo del país-, o propone que el Estado, específicamente el Ministerio de Cultura, tome el control total de ambos para difundir los "valores" de esa identidad. ¿Qué valores son esos? ¿La soberanía, la justicia, la igualdad? Para empezar, esos valores no son "cubanos", son universales. Lo específicamente cubano son las instituciones y las leyes con que se intentan defender y promover esos valores: la Constitución vigente, el partido único, la ideología de Estado "marxista-leninista y martiana", el control gubernamental de los medios de comunicación, la penalización de las libertades públicas, la falta sistémica de autonomía cultural.
La vieja mentalidad nacionalista y comunista, de la política cultural del 71, que esos intelectuales dicen "corregida", reaparece intacta en élites reaccionarias que llaman a preservar la pureza de una supuesta mayoría moral y a combatir la contaminación de lo propio por lo foráneo, tal y como se definía el proyecto neoconservador en la obra de Irving Kristol. El otro amenazante es hoy un territorio tan poblado como hace cuarenta años, con sus propias modalidades de "revisionismo" de izquierda o de centro. El "diversionismo" de hoy es la música popular "vulgar", la clase media frívola, el "nuevo rico" de Miami que pasa sus vacaciones en la isla, los pequeños empresarios que buscan créditos en el exterior, los académicos que critican la lentitud de las reformas económicas y demandan la apertura de la mediana empresa, algunos escritores bien vendidos, los medios electrónicos alternativos y, por supuesto, los opositores.
¿Cuándo ha sido el mercado un enemigo de las identidades culturales? Grandes ciudades portuarias como Venecia, Barcelona, Nueva York o Buenos Aires, fueron construidas por el comercio y el mercado. La Habana fue eso y debería aspirar a serlo de nuevo. El viejo dilema republicano entre "comercio" y "virtud" ha sido descartado por las izquierdas contemporáneas más renovadoras y abiertas. El problema, sobre todo en países subdesarrollados como los latinoamericanos y caribeños, no es el "capitalismo", es decir, la economía de mercado, sino un tipo de capitalismo específico que se desentiende de la distribución del ingreso y de la ampliación de derechos sociales. Ni siquiera la izquierda comunitarista, que asociamos con la autonomía indígena o la defensa de las identidades culturales locales o regionales, es contraria al mercado.
La ideología oficial cubana vive un perpetuo desdoblamiento. Un sector reformista del gobierno quiere avanzar más por el camino de la ampliación del mercado y la consolidación de una política exterior realista, pero otro, más visible y demagógico, prefiere la inmovilidad y, en algunos casos, el retroceso, la vuelta a la "batalla de ideas". El campo intelectual hegemónico cubano forma parte de este segundo grupo y está cumpliendo funciones orgánicas en la promoción de la contrarreforma. Por eso, con el beneplácito de Cubadebate y Granma, se ensaña contra dos publicaciones de relativa autonomía, Cuba Posible y On Cuba, que en los últimos años han defendido las reformas -aunque también han cuestionado sus límites- y el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos.
En esto último -y en muchas otras cosas- el neoconservadurismo comunista de adentro coincide con el viejo conservadurismo anticomunista de afuera. Ambos rechazan la normalización diplomática y la apertura comercial de Cuba, pero por razones antagónicas. La élite del poder porque no quiere ceder, siquiera, pequeñas parcelas de su dominio. El exilio tradicional porque se opone a una inserción de Cuba en la comunidad internacional controlada por la nomenklatura. Sin embargo, en esas publicaciones que unos y otros descalifican, se han publicado algunas de las críticas más serias al carácter exógeno y excluyente del capitalismo que se está construyendo en Cuba.
Si el viejo conservadurismo anticomunista despreciaba a la juventud revolucionaria de los 60 y 70, por tercermundista, hippie, anticolonial y utópica, el nuevo conservadurismo comunista aborrece a otra juventud, la tecnológica, conectada, globalizada y migratoria del siglo XXI. Los gobernantes cubanos han hecho lo imposible por impedir que las tres últimas generaciones de la isla lleguen al poder. El resultado es una dirigencia máxima de octogenarios, que se volverá nonagenaria al mando del país, sin que esa obscenidad resulte escandalosa a los intelectuales oficiales. De hecho, no les parece anómalo sino natural, justo y hasta ventajoso que la jefatura del Estado, el partido y el gobierno esté en manos de las mismas personas por 60 años.
El nuevo conservadurismo cultural se dice "anticapitalista", pero confunde el capitalismo con la democracia y se opone a las reformas económicas porque éstas pueden alentar internamente una reforma política. En contra de Obama, le dan la razón a Obama. Si hubieran permitido que en Cuba se construyera una democracia soberana, desde los 90, hoy no tendrían que temer al efecto político e ideológico de la normalización. Su mayor reparo -y su mayor miedo- no es al capitalismo sino a la democracia. Si fuera al capitalismo estarían cuestionando abiertamente la modalidad privilegiada u oligárquica de economía de mercado que ya existe en Cuba. Pero no, ese capitalismo jerárquico y racista les conviene, y tan sólo por fanatismo o adoración a Fidel Castro jamás harán una crítica pública a la gran vida neoliberal que se dan los hijos del Comandante y otros jerarcas del régimen.
Se hacen llamar "socialistas" y, sin embargo, no han hecho un esfuerzo mínimo por clarificar lo que ese adjetivo significa en el siglo XXI. El rol que cumplen sólo contribuye a legitimar la exclusión económica, política y cultural de la mayoría por unos cuantos. Esos académicos e intelectuales reformistas, marxistas o católicos, que los inmovilistas se empeñan en estigmatizar, por lo menos se han tomado el trabajo de estudiar las diversas acepciones que ha tenido el socialismo en el siglo XX y proponen una reforma económica más audaz que la del gobierno y, sobre todo, una reforma política que permitiría transitar de un totalitarismo comunista a un socialismo democrático. Queda claro que si dedican decenas de libelos electrónicos a combatir esa posibilidad, temen tanto o más a ese reformismo interno que a la oposición y al exilio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)