Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 18 de marzo de 2016

El Allende de Lezama y la "vía chilena"


En 1974, el poeta cubano José Lezama Lima escribió un artículo sobre la muerte de Salvador Allende, tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet contra el gobierno de Unidad Popular, en Chile, en septiembre del año anterior. En aquel tiempo no estaba muy difundida la tesis de que Allende se había suicidado antes de que los golpistas llegaran a la oficina presidencial de La Moneda y lo ultimaran. Fidel Castro había sostenido, en un conocido discurso que circuló como "verdad histórica" dentro de la izquierda revolucionaria latinoamericana, que Allende había muerto en combate. Lezama, en cambio, interpretó la muerte de Allende como una inmolación o casi un suicidio, a partir de la filosofía pitagórica de la desaparición física como "logro de la totalidad de la persona". 
Lezama, por lo visto, estaba enterado de la masonería de Allende, ya que en otro momento del ensayo habla de la vida del socialista chileno como una "gran construcción donde el número de oro (de los pitagóricos) da las proporciones de la armonía" y "traza la melodía de la arquitectura". La muerte de Allende, pensaba Lezama, era una parábola pitagórica y masónica en la que la "varonía" se realizaba por medio de un "secreto canon que le daba su misterio y su cumplimiento". No había sorpresa o azar en aquella muerte: Allende avanzó hacia ella con la misma elegancia y resolución con que había "entrado en la ciudad". 
Pero no sólo en la interpretación de la muerte de Allende sino en su lectura de la política del socialista chileno, Lezama procedía en sentido contrario a Fidel Castro en su famoso discurso. Tradicionalmente, este ensayo de Lezama, como otro más conocido a la muerte del Che Guevara, se han interpretado como suscripciones de la ideología oficial castrista. Una lectura más sutil, sin embargo, podría encontrar que, cuando Lezama se refiere a la "delicadeza" de Allende, está recurriendo a la clásica contraposición entre fidelismo y allendismo o entre socialismo totalitario y socialismo democrático, que manejaron muchos escritores latinoamericanos -Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards, entre otros-, partidarios de la "vía chilena" y críticos de la "stalinización" de Cuba, tras el caso Padilla: 


"La delicadeza de Salvador Allende lo convertirá siempre en un arquetipo de victoria americana. Con esa delicadeza llegó a la polis como triunfador, con ella supo morir. Este noble tipo humano buscaba la poesía, sabe de su presencia por la gravedad de su ausencia y de su ausencia por una mayor sutileza de las dos densidades que como balanzas rodean al hombre. Tuvo siempre extremo cuidado, en el riesgo del poder, de no irritar, de no desconcertar, de no zarandear. Y como tenía esos cuidados que revelaban la firmeza de su varonía, no pudo ser sorprendido. Asumió la rectitud de su destino, desde su primera vocación hasta la arribada de la muerte. La parábola de su vida se hizo evidente y de una claridad diamantina, despertar una nueva alegría en la ciudad y enseñar que la muerte es la gran definición de la persona, la que la completa, como pensaban los pitagóricos. Ellos creían que hasta que un hombre no moría, la totalidad de la persona no estaba lograda. El que ha entrado triunfante en la ciudad, sólo puede salir de ella por la evidencia del contorno que traza la muerte".



  
                      
           
           

             
    í﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽nuevo territorio para el brçiaructuralista. En su ensayo " Roland Barthes y el grupo de la revista o la risa de los hi

      





domingo, 13 de marzo de 2016

El arte teológico de Julian Schnabel

Hay en la pintura de Julian Schnabel de los 80 un interés por España que, en buena medida, pasa por una reflexión sobre la experiencia religiosa del cristianismo. Sus grandes telas sobre San Ignacio de Loyola, Pío IX, Baruch Spinoza, La Mácula o Clemente de Roma, son ensayos teológicos en los que la santidad se ve remitida al diálogo místico y la soledad en espacios vacíos. Incluso en aquellos retratos sin temática religiosa, como los rostros armados como mosaicos o las niñas sin ojos, el discurso teológico reaparece por medio del trabajo con el formato de los íconos del cristianismo ortodoxo o la alusión a la ceguera del mal.
El arte teológico de Schnabel es una buena muestra del momento postmoderno de las últimas décadas del siglo XX. Había entonces una suerte de vuelta a la escolástica, que adoptaba las formas irónicas de una "nueva Edad Media", como la pensada por Umberto Eco. No era una vuelta antimoderna, como la de Nicolai Berdiaev, sino una estetización de lo medieval, desde la mínima melancolía que es dada al artista secularizado de fines del milenio. El Spinoza de Schnabel, reducido a puro texto sobre la tela negra, operaba esa teología conceptual a través de la invención de un espectador solitario, cautivo en una habitación desalojada.
La ceguera teológica de la niña sin ojos propone la alegoría de la sustancia invisible del pecado o del mal, que explora los límites del concepto de "extensión" en Spinoza. La desustanciación del mal sería otra manera de argüir ese desencantamiento del mundo que llegó a su apogeo a fines del siglo XX y que se expone en la escena de La escafandra y la mariposa, en la que Jean Dominique Bauby se encuentra solo, en una calle desierta del santuario de Lourdes. La mancha, la mácula lograba su mayor ocultamiento y se constituía en el subsuelo oscuro de una modernidad rodeada de santos y vírgenes de plástico. El arte de Schnabel buscaba evidenciar aquel misticismo interferido y disperso, que hablaba al hombre del siglo XX con el lenguaje monástico de la Edad Media.

viernes, 11 de marzo de 2016

Sarduy, Lezama y Donoso

A través del cubano Severo Sarduy, quien escribió un elogio extraordinario de El lugar sin límites en la revista del boom, Mundo Nuevo, el novelista chileno José Donoso entró en contacto con José Lezama Lima. A mediados de diciembre de 1967, por los mismos días en que Sarduy escribía a Lezama para ultimar detalles de la traducción al francés de Paradiso, en Seuil, Donoso se carteó con el poeta habanero. Donoso, desde Mallorca, trasmitía a Lezama su "mayor estima y admiración por una obra que lo había dejado francamente boquiabierto" y lo invitaba a colaborar en la revista Tri Quaterly de la Universidad de Northwestern.
Aquella conexión fue fugaz y de poca trascendencia, como todas las de Lezama con los muchos escritores que lo admiraban fuera de Cuba, en los años en que se fraguaba el octracismo contra el autor de Paradiso. Lo interesante es que Lezama desplazó a Sarduy en el interés de Donoso en la literatura cubana. A pesar de que ambos, Donoso y Sarduy, coinciden en la lista de colaboradores de Libre, entre 1971 y 1972, el vínculo parece debilitarse en esos años, que son también los de la entusiasta recepción de El obsceno pájaro de la noche (1970). En el ensayo de Donoso, Historia personal del boom (1972), Sarduy tiene una presencia borrosa. A diferencia de Lezama y Guillermo Cabrera Infante, que Donoso, siguiendo al Fuentes de La nueva novela hispanoamericana (1969), coloca en el centro de la emergencia de un "nuevo lenguaje", Sarduy aparece mencionado de pasada.
En una suerte de apostilla a ese ensayo, que Donoso escribió diez años después, el chileno intentó corregir aquel desinterés en Sarduy. Pero la corrección resultó peor que el desinterés, ya que Sarduy quedaba incluido en una suerte de boom junior o petit boom, que suponía un estatuto frágil o subalterno dentro de la nueva novela latinoamericana, contrario a la percepción del mayor crítico de entonces, Emir Rodríguez Monegal. El ensayo de Sarduy sobre El lugar sin límites en Mundo Nuevo fue, como sugirió alguna vez el crítico uruguayo, fundamental para la construcción de la poética definitiva de Donoso, que se lee en El obsceno pájaro de la noche, aunque el chileno nunca lo reconociera plenamente. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

José Donoso contra la interpretación marxista de sus novelas



Cuando en 1970 Carlos Barral publicó la novela El obsceno pájaro de la noche, del escritor chileno José Donoso, la crítica latinoamericana entró en trance. En un momento álgido del debate entre Mundo Nuevo y Casa de las Américas, quienes querían acercar a Donoso a la izquierda militante y alejarlo del post-estructuralismo que, vía Sarduy, lo cortejaba desde París, intentaron lecturas marxistas de esa novela y de la anterior, El lugar sin límites, que presentaban al chileno como cronista de una burguesía chilena en vías de extinción o de un ancien régime que sería enterrado por Unidad Popular. En el primer número de la revista Libre, en el que apareció, por cierto, el dossier completo del caso Padilla y se celebró el triunfo de Salvador Allende en Chile, los editores preguntaban a Donoso: 

"Algunos críticos observan que sus novelas se ocupan de manera preferencial de una clase y de un mundo que tiende a desaparecer dentro del panorama social chileno. Si esto le parece exacto, ¿cómo podría explicar dicha inclinación?"

A lo que respondió el escritor:

"Nada me irrita tanto como los críticos que reducen mis novelas a sus elementos sociales, esos que quieren que yo haya escrito “el canto de cisne” de las clases sociales chilenas. Las clases sociales desaparecieron en Chile hace muchísimo tiempo. En mis novelas utilizo las colas que alcancé a atisbar, pero las utilizo como un arquitecto utiliza hormigón, hierro, vidrio: quinientos sacos de cemento apilados en un almacén es muy distinto a un edificio construido. Las clases sociales, tal como las dibujo en mis libros, son imaginarias. Me explico: nací en una familia de posición social ambigua, con un pie en la oligarquía y otro en la clase media, pero desterrada de ambas; y crecí en una época en que las clases sociales iban perdiendo importancia, los matices se confundían, y quedaban sólo pintorescos residuos. Por razones psicológicas personales, neurosis juvenil o lo que se quiera llamarla, ese mínimo matriz de destierro al que ya nadie daba importancia más que yo, se fue hinchando en mi como un absceso, se hizo doloroso, cruel, obsesivo, y durante mucho tiempo este desface subjetivísimo -además de otros desfaces subjetivos que se hicieron absceso y deformaron otras áreas de mi personalidad- me sirvió para mirar el mundo, magnificando algo insignificante"

sábado, 27 de febrero de 2016

Sarduy contra todos los realismos





En los días de la Guerra Fría letrada entre Casa de las Américas y Mundo Nuevo, Severo Sarduy publicó en esta última revista un artículo titulado "Escritura/ travestismo", sobre la novela El lugar sin límites (1966) del chileno José Donoso, que puede ser leído como un manifiesto del post-boom. Sarduy impugna directamente todas las modalidades de realismo, que observa incrustadas en las poéticas del boom: realismo puro -"socialista o no"-, tipo Vargas Llosa, "realismo mágico", tipo García Márquez o "literatura fantástica" tipo Cortázar. De los clásicos del boom, quien interesó más a Sarduy fue, sin dudas, Donoso y, después, Carlos Fuentes. Lo interesante de la crítica de Sarduy, en medio de la querella entre Casa de las Américas y Mundo Nuevo es que iba en contra de la línea editorial de ambas: de la defensa de un realismo social y comprometido, en Casa, y de la legitimación del realismo mágico y la narrativa neofantástica en Mundo Nuevo:

"Ese prejuicio, manifiesto o no, edulcorado con distintos vocabularios, asumido por sucesivas dialécticas, es el del realismo. Todo en él, en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la escritura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escritura. Los más ingenuos suponen que es la del “mundo que nos rodea”, la de los eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad imaginaria, algo ficticio, un “mundo fantástico”. Pero es lo mismo: realistas puros –socialistas o no- y realistas “mágicos” promulgan y se remiten al mismo mito. Mito enraizado en el saber aristotélico, logocéntrico, en el saber del origen, de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página. A ello corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado por el romanticismo". 

      





miércoles, 24 de febrero de 2016

Cortázar a Fernández Retamar

Vale la pena releer la famosa carta de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar, de mayo de 1967, que se incorporó a un dossier de la revista Casa de las Américas, sobre "La situación del intelectual latinoamericano", en respuesta a la entrevista que, bajo el mismo título, concediera Carlos Fuentes a Emir Rodríguez Monegal, en el primer número de la revista Mundo Nuevo. Fuentes, como es sabido, fue atacado a principios de 1967 por Ambrosio Fornet, también en Casa de las Américas, como parte de la ofensiva de esta revista contra la publicación de Emir Rodríguez Monegal y los escritores del boom que vivían en Europa, especialmente el propio Fuentes y, en menor medida, Cortázar y Vargas Llosa, porque ambos eran miembros del Comité de Colaboración de Casa de las Américas. Cuando Cortázar defiende su "situación" de intelectual latinoamericano residente en Europa y el "universalismo" de su literatura también está defendiendo a su amigo Carlos Fuentes. Una defensa que un par de años después le valió ataques, por un lado, de José María Arguedas, en su Diario -como recuerda Vargas Llosa en La utopía arcaica (1996)-, y, por el otro, del colombiano Oscar Collazos en la revista Marcha, seguramente pactado con Casa de las Américas.



A Roberto Fernández Retamar en La Habana


Mi querido Roberto:

Te debo una carta, y unas páginas para el número de la Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo. 

Prefiero este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano” me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella. 

En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica del challenge and response cotidianos que representan los problemas políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa que a la línea de fuego. 

No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un medio para evadir las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de molino subliminales de la United Press y las revistas “democráticas” que marchan al compás de Time o de Life. 

Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes” –telúricos, nacionales, lo que quieras– que ilustra precisamente una importante corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar. 

Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por el peso de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente mi situación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede mostrar una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su trabajo. 

Pero para hablar de mi situación como escritor que ha decidido asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución, la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar hacia atrás muchos años antes. 

Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendidas como a prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir “argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero. 

Por todo esto, comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto y cercanía. 

Si esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados. 

Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección de las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados.” Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido. 

Un abrazo muy fuerte de tu

JULIO


Carta aparecida originalmente en Casa de las Américas, Nº 45 (1967) y luego en "Último Round", de Julio Cortázar.

viernes, 19 de febrero de 2016

Adios al Señor Semiólogo





Qué decir de la muerte del gran pensador italiano Umberto Eco (1932-2016) este viernes de febrero. Cualquier cosa que diga será falseada o, más bien, intervenida por lo que él mismo definió como la "construcción del sentido". Eco, además de novelista, medievalista e intelectual público, oficios que practicó con la mayor fluidez y picardía, fue el traductor al lenguaje de los simples mortales del post-estructuralismo francés y de la teoría de los símbolos y de los signos que desarrolló una estirpe desconocida de estudiosos de la cultura, sobre todo, en Alemania y Europa central y oriental.

Lo que algunos acreditan como invención de la "semiótica", por Eco, es, en buena medida, un acto de traducción y difusión. Gran arte!, habría que reconocer. Eco podría calificarse como el sublime vulgarizador de una teoría que, en sus cátedras, desarrollaron los viejos y grises sesudos europeos de la teoría de los símbolos. Por eso, en su Tratado de semiótica general, decía, que la semiología es "en principio la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir". Y, en Los límites de la interpretación, agregaba que "entre la historia misteriosa de la producción de un texto y la deriva incontrolable de sus interpretaciones futuras, el texto, en cuanto texto, representa aún una presencia confortable, un paradigma al que atenernos".