Comienzo a leer por estos días el libro
El fin del "Homo sovieticus" (Acantilado, 2015), en la espléndida traducción de Jorge Ferrer. Volveré sobre este volumen en las próximas semanas, pero me gustaría reproducir los primeros párrafos de la Introducción, titulada "Apuntes de una cómplice", tan sólo para ilustrar la precisión del lenguaje que utiliza la autora. La prosa de Aleksiévich se forma de un entramado de testimonios de cientos de personas que vivieron o sufrieron, como víctimas como cómplices o como ninguna de esas dos cosas, el régimen soviético. De ahí que lo primero que distingue esa prosa es la lealtad a una lengua ciudadana, que fue, por decirlo así, la básica transcripción de la experiencia cotidiana bajo aquel sistema.
Obsérvese que Aleksiévich habla de "socialismo" y "comunismo" indistintamente, pero esa indistinción, propia del habla común del sujeto soviético, implica una clarísima distinción: el socialismo al que siempre se refiere es el socialismo comunista, no cualquier otro. También obsérvese, sobre todo entre cubanos, que cuando aparece el concepto de "dictadura" pareciera que está más referido a los regímenes de Yeltsin y Putin, que al prolongado régimen comunista. Aleksiévich, como antes Hannah Arendt o María Zambrano, es de esas pensadoras políticas, nada perezosas, que advierte que el comunismo, como cualquier otro totalitarismo, es un proyecto civilizatorio y adánico, que nada o poco tiene que ver con las dictaduras o los regímenes autoritarios:
"Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo...
El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre "antiguo", al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el
Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente
sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres. Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de
Homo sovieticus no sólo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos... Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte. En los testimonios que recojo aparecen constanmente palabras y expresiones que hieren el oído:
disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición:
arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración ¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años? Estamos llenos de odio y prejuicios. Los hemos heredado del Gulag y la guerra horrible que libramos. De la colectivización, la eliminación de los kulaks, las deportaciones de pueblos enteros.
Así fue el socialismo y ésa la vida que tuvimos. No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir. Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo "doméstico", del socialismo "interior"... Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo... Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo".