En el libro Fighting Over Fidel. The New York Intellectuals and the Cuban Revolution (Princeton University Press, 2015), especulamos sobre la posibilidad de que Hannah Arendt haya escuchado la conferencia magistral de Fidel Castro, en Princeton, en abril de 1959, en el seminario titulado "The United States and the Revolutionary Spirit", que ella impartía en esa universidad.
Si la escuchó, aquella conferencia, en la que se insistía en que la Revolución Cubana se parecía más a la norteamericana que a la francesa, por su falta de jacobinismo y su apego a la ley, debió agradarle, no por lo que decía de Cuba sino por lo que decía de Estados Unidos. En su ensayo On Revolution (1963), tres años después, Arendt hará un paralelo entre las revoluciones francesa y norteamericana, favorable a la segunda, por haber sido, a su juicio, la primera revolución constitucional moderna.
Hay pocos apuntes de Arendt sobre su breve estancia en Princeton, en la primavera de 1959. Era la primera mujer Visiting Professor of Politics en la historia de esa universidad, pero, aunque vivió en el campus, decía en su correspondencia con Kurt Blumenfeld que "se sentía en el exilio". De aquella experiencia, su Diario filosófico sólo registra un apunte. Se trata de un breve poema en cuatro versos, en alemán, que dicen:
La caída en el vuelo está cautiva
entregado al vuelo está quien cae,
entonces el fondo se abre
y a la luz sube la faz sombría
Libros del crepúsculo
miércoles, 10 de febrero de 2016
lunes, 8 de febrero de 2016
Memoria nacional y crimen de Estado
Al final de la novela La Zona de Interés (2015), Martin Amis plantea el dilema del derecho a la demanda de memoria u olvido, después de un régimen totalitario. Hannah, la esposa del jefe del campo, y Golo, el joven nazi seductor, han sobrevivido, pero no son víctimas: él es un verdugo y ella una cómplice. En un momento de la conversación, Hannah advierte que ha estado casada con uno de los mayores asesinos de la historia y tiene la sensación de que nunca podrá desprenderse de ese pasado monstruoso.
En ese momento, Golo la interrumpe con la siguiente observación: "no tienes derecho a decir eso... Sólo las víctimas tienen derecho a decir que no se puede volver de aquello". El olvido, la reconstrucción de la vida desde cero, luego del holocausto, es un derecho exclusivo de la víctima. Y, sin embargo, es un derecho que raras veces ejercen quienes sufrieron en carne propia el totalitarismo. La memoria nacional después del totalitarismo no iguala a verdugos y víctimas sino que se basa en el reconocimiento de que sólo estos últimos tienen derecho a olvidar.
Reinhart Koselleck ha reflexionado sobre la materia en los ensayos de su libro Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional (2011). El crimen de Estado en cualquier totalitarismo implica una culpabilidad sumamente extendida, socialmente, pero nunca absoluta. Las víctimas de un totalitarismo son siempre minorías, que sufren el rigor del castigo mientras dura el régimen y luego son desplazadas del testimonio por otros sobrevivientes. Hay siempre una amplia comunidad de verdugos y cómplices dispuesta a hablar por la víctima y decidida a arrebatarle el testimonio, después de la caída o desde el exilio.
Los usurpadores del testimonio son, como señala Koselleck, los demagogos de la memoria y del culto a la muerte, petrificadores del recuerdo, arquitectos de monumentos "a los caídos" y retóricos de la culpa colectiva. La demagogia parte del agrandamiento artificial de la comunidad de víctimas o de la burda equiparación entre historia nacional y crimen de Estado. Para el demagogo la historia misma es un crimen: el único dato que cuenta en el pasado es el crimen. Nada más ha sucedido. Raras veces quien piensa de esa manera el pasado de su país es una víctima verdadera, alguien que sobrevivió a la cárcel o al paredón de fusilamiento. El sobreviviente, señala Koselleck, no confunde nunca la memoria nacional con la personal, porque ésta última es su patrimonio más valioso.
En ese momento, Golo la interrumpe con la siguiente observación: "no tienes derecho a decir eso... Sólo las víctimas tienen derecho a decir que no se puede volver de aquello". El olvido, la reconstrucción de la vida desde cero, luego del holocausto, es un derecho exclusivo de la víctima. Y, sin embargo, es un derecho que raras veces ejercen quienes sufrieron en carne propia el totalitarismo. La memoria nacional después del totalitarismo no iguala a verdugos y víctimas sino que se basa en el reconocimiento de que sólo estos últimos tienen derecho a olvidar.
Reinhart Koselleck ha reflexionado sobre la materia en los ensayos de su libro Modernidad, culto a la muerte y memoria nacional (2011). El crimen de Estado en cualquier totalitarismo implica una culpabilidad sumamente extendida, socialmente, pero nunca absoluta. Las víctimas de un totalitarismo son siempre minorías, que sufren el rigor del castigo mientras dura el régimen y luego son desplazadas del testimonio por otros sobrevivientes. Hay siempre una amplia comunidad de verdugos y cómplices dispuesta a hablar por la víctima y decidida a arrebatarle el testimonio, después de la caída o desde el exilio.
Los usurpadores del testimonio son, como señala Koselleck, los demagogos de la memoria y del culto a la muerte, petrificadores del recuerdo, arquitectos de monumentos "a los caídos" y retóricos de la culpa colectiva. La demagogia parte del agrandamiento artificial de la comunidad de víctimas o de la burda equiparación entre historia nacional y crimen de Estado. Para el demagogo la historia misma es un crimen: el único dato que cuenta en el pasado es el crimen. Nada más ha sucedido. Raras veces quien piensa de esa manera el pasado de su país es una víctima verdadera, alguien que sobrevivió a la cárcel o al paredón de fusilamiento. El sobreviviente, señala Koselleck, no confunde nunca la memoria nacional con la personal, porque ésta última es su patrimonio más valioso.
miércoles, 3 de febrero de 2016
Don Juan en Chelmno
La última novela de Martin Amis, La Zona de Interés (2015), fue pensada para producirnos una mezcla de fascinación y asco. Y lo consigue. Amis colocó a un seductor nazi en el campo de concentración de Chelmno (Kulmhof), en Polonia, en los años de la masacre de decenas de miles gitanos y judíos del gueto de Lodz, que fueron gaseados en crematorios y vagones habilitados para exterminar a multitudes con monóxido de carbono.
El joven SS, Golo, se enamora de la esposa del jefe del campo de concentración, una hermosa alemana madura que en su juventud tuvo un romance con el profesor universitario y líder comunista, Dieter Kruger, desaparecido después del incendio del Reichstag. El cortejo de Golo, sobrino de Martin Borman, en los atardeceres de Chelmno, bajo el aire infectado, recuerda deliberadamente la gran tradición moderna de la narrativa de amor y guerra, de Stendhal y Tolstoy, pero en un escenario colocado más allá del horror.
El interés de Frau Doll -y del propio Golo- en el paradero de su antiguo amante comunista, en las horas finales del régimen nazi, busca insinuar una ambivalencia moral y política en una zona del nazismo, que ennoblecería a los personajes. Aún así, Amis se aseguró de que los tres personajes centrales de esta novela construida a partir de una sucesión de monólogos, es decir, Doll, el jefe del campo, Golo, el Don Juan, y Szmul, un judío verdugo, que auxiliaba a los nazis en las labores de exterminio, resultaran aborrecibles.
Amis hace tres guiños metatextuales al lector, el epílogo-ensayo "Lo que sucedió", un exergo del famoso pasaje antisemita del Macbeth de Shakespeare, en el que las brujas cocinan un "hígado de judío blasfemo" junto con todo tipo de alimañas, y una dedicatoria al final de la novela: "a todos aquellos que sobrevivieron y a todos aquellos que no sobrevivieron. A la memoria de Primo Levi (1919-1987) y a la memoria de Paul Celan (1920-1970). Y a los innúmeros de judíos relevantes y medios judíos y un cuarto de judíos de mi pasado y mi presente".
Se trata, por lo visto, de una suerte de resguardo contra los equívocos morales que puede producir, en algunos lectores, este experimento estético. Pero el propósito de Amis, que no es otro que probar, una vez más, la impunidad de la novela, su soberbia capacidad para fabricar la ficción en el territorio más distante u opuesto a la civilización, se ha cumplido. Amis no ha hecho más que dar la razón a Adorno, por enésima vez, demostrando que no sólo el arte, la poesía y, sobre todo, la novela son posibles después del holocausto sino que pueden hacer del holocausto su trama, a riesgo, siempre, de estetizar la barbarie.
El joven SS, Golo, se enamora de la esposa del jefe del campo de concentración, una hermosa alemana madura que en su juventud tuvo un romance con el profesor universitario y líder comunista, Dieter Kruger, desaparecido después del incendio del Reichstag. El cortejo de Golo, sobrino de Martin Borman, en los atardeceres de Chelmno, bajo el aire infectado, recuerda deliberadamente la gran tradición moderna de la narrativa de amor y guerra, de Stendhal y Tolstoy, pero en un escenario colocado más allá del horror.
El interés de Frau Doll -y del propio Golo- en el paradero de su antiguo amante comunista, en las horas finales del régimen nazi, busca insinuar una ambivalencia moral y política en una zona del nazismo, que ennoblecería a los personajes. Aún así, Amis se aseguró de que los tres personajes centrales de esta novela construida a partir de una sucesión de monólogos, es decir, Doll, el jefe del campo, Golo, el Don Juan, y Szmul, un judío verdugo, que auxiliaba a los nazis en las labores de exterminio, resultaran aborrecibles.
Amis hace tres guiños metatextuales al lector, el epílogo-ensayo "Lo que sucedió", un exergo del famoso pasaje antisemita del Macbeth de Shakespeare, en el que las brujas cocinan un "hígado de judío blasfemo" junto con todo tipo de alimañas, y una dedicatoria al final de la novela: "a todos aquellos que sobrevivieron y a todos aquellos que no sobrevivieron. A la memoria de Primo Levi (1919-1987) y a la memoria de Paul Celan (1920-1970). Y a los innúmeros de judíos relevantes y medios judíos y un cuarto de judíos de mi pasado y mi presente".
Se trata, por lo visto, de una suerte de resguardo contra los equívocos morales que puede producir, en algunos lectores, este experimento estético. Pero el propósito de Amis, que no es otro que probar, una vez más, la impunidad de la novela, su soberbia capacidad para fabricar la ficción en el territorio más distante u opuesto a la civilización, se ha cumplido. Amis no ha hecho más que dar la razón a Adorno, por enésima vez, demostrando que no sólo el arte, la poesía y, sobre todo, la novela son posibles después del holocausto sino que pueden hacer del holocausto su trama, a riesgo, siempre, de estetizar la barbarie.
jueves, 28 de enero de 2016
Svetlana Aleksiévich enseña a hablar del comunismo
Comienzo a leer por estos días el libro El fin del "Homo sovieticus" (Acantilado, 2015), en la espléndida traducción de Jorge Ferrer. Volveré sobre este volumen en las próximas semanas, pero me gustaría reproducir los primeros párrafos de la Introducción, titulada "Apuntes de una cómplice", tan sólo para ilustrar la precisión del lenguaje que utiliza la autora. La prosa de Aleksiévich se forma de un entramado de testimonios de cientos de personas que vivieron o sufrieron, como víctimas como cómplices o como ninguna de esas dos cosas, el régimen soviético. De ahí que lo primero que distingue esa prosa es la lealtad a una lengua ciudadana, que fue, por decirlo así, la básica transcripción de la experiencia cotidiana bajo aquel sistema.
Obsérvese que Aleksiévich habla de "socialismo" y "comunismo" indistintamente, pero esa indistinción, propia del habla común del sujeto soviético, implica una clarísima distinción: el socialismo al que siempre se refiere es el socialismo comunista, no cualquier otro. También obsérvese, sobre todo entre cubanos, que cuando aparece el concepto de "dictadura" pareciera que está más referido a los regímenes de Yeltsin y Putin, que al prolongado régimen comunista. Aleksiévich, como antes Hannah Arendt o María Zambrano, es de esas pensadoras políticas, nada perezosas, que advierte que el comunismo, como cualquier otro totalitarismo, es un proyecto civilizatorio y adánico, que nada o poco tiene que ver con las dictaduras o los regímenes autoritarios:
"Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo...
El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre "antiguo", al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres. Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de Homo sovieticus no sólo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos... Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte. En los testimonios que recojo aparecen constanmente palabras y expresiones que hieren el oído: disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición: arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración ¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años? Estamos llenos de odio y prejuicios. Los hemos heredado del Gulag y la guerra horrible que libramos. De la colectivización, la eliminación de los kulaks, las deportaciones de pueblos enteros.
Así fue el socialismo y ésa la vida que tuvimos. No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir. Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo "doméstico", del socialismo "interior"... Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo... Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo".
Obsérvese que Aleksiévich habla de "socialismo" y "comunismo" indistintamente, pero esa indistinción, propia del habla común del sujeto soviético, implica una clarísima distinción: el socialismo al que siempre se refiere es el socialismo comunista, no cualquier otro. También obsérvese, sobre todo entre cubanos, que cuando aparece el concepto de "dictadura" pareciera que está más referido a los regímenes de Yeltsin y Putin, que al prolongado régimen comunista. Aleksiévich, como antes Hannah Arendt o María Zambrano, es de esas pensadoras políticas, nada perezosas, que advierte que el comunismo, como cualquier otro totalitarismo, es un proyecto civilizatorio y adánico, que nada o poco tiene que ver con las dictaduras o los regímenes autoritarios:
"Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo...
El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre "antiguo", al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres. Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de Homo sovieticus no sólo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos... Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte. En los testimonios que recojo aparecen constanmente palabras y expresiones que hieren el oído: disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición: arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración ¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años? Estamos llenos de odio y prejuicios. Los hemos heredado del Gulag y la guerra horrible que libramos. De la colectivización, la eliminación de los kulaks, las deportaciones de pueblos enteros.
Así fue el socialismo y ésa la vida que tuvimos. No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir. Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo "doméstico", del socialismo "interior"... Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo... Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo".
miércoles, 27 de enero de 2016
La ficción y el momento estelar de la historia
Stefan Zweig hablaba de momentos estelares de la historia de la humanidad que fácilmente encontrarían su equivalente en las historias nacionales: el asesinato de Julio César, la caída de Bizancio, el descubrimiento del Pacífico, la batalla de Waterloo, el hallazgo de El Dorado o el arribo de Lenin a la estación de Finlandia... Mezclaba Zweig esos eventos con otros que tenían que ver, más bien, con la biografía del espíritu universal, como un día de la vida de Goethe u otro de la de Dostoyevski. Especialmente los magnicidios, el de Cánovas del Castillo o el de Francisco Ferdinando, el de Lincoln o el de Kennedy, el de Madero o el suicidio de Allende, califican en esa condición de hitos de una historia local o global.
Durante mucho tiempo, cuando la historia estuvo más cerca de la biografía y la literatura, esos eventos que parecían condensar el drama del pasado, eran tópicos codiciados por los historiadores. En las últimas décadas, al menos en la literatura iberoamericana, son narradores o novelistas los que mejor aprovechan tales tramas. Y lo hacen no desde la narrativa o la novela histórica tradicionales, pensadas por Lukács o Ricoeur, como suponen algunos críticos trasnochados, sino en busca de un "relato real" o de una "historia ficción", a la manera de Emmanuel Carrére o Javier Cercas.
En esa vertiente se ubica con soltura la última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), La forma de las ruinas (2015). Todo magnicidio es un misterio, como bien sabía Shakespeare, que narró el de Julio César y el del Rey Hamlet, porque haya sido obra de uno o varios asesinos solitarios o de una conjura, es igualmente intrigante. La mente del asesino es una cavidad tan rentable para la ficción como las penumbras en que se planea un crimen de Estado. En esa misma fascinación se dan la mano dos novelistas tan disímiles como Truman Capote y Don DeLillo.
Vásquez vuelve sobre un hito de la historia política del siglo XX colombiano, el "Bogotazo", y lo hace desafiando de entrada el relato oficial. Le interesan los sucesos del 9 de abril de 1948, cuando asesinan al popular líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, favorito a las próximas elecciones colombianas, y una multitud de seguidores se lanzan a las calles, linchan al asesino, Juan Roa Sierra, y son masacrados por la policía del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. A Vásquez no le interesa tanto "el Bogotazo" de los anales del populismo, contado por Fidel Castro, Gabriel García Márquez o Arturo Aldape, como "el 9 de abril", ese día entero.
Para narrarlo se sirve de un personaje ficticio, Carlos Carballo, hijo de uno de los gaitanistas que murieron aquel día y que habría visto al misterioso "hombre elegante" de las crónicas, que supuestamente acarreó a la muchedumbre para que linchara a Roa y llevara su cadáver a palacio. Convertido en coleccionista y ladrón de huesos y reliquias de muertos célebres colombianos, Carballo, precisamente por ser un huérfano del 9 de abril, es también un admirador del personaje histórico Marco Tulio Anzola, quien investigó el otro magnicidio del siglo XX colombiano, el del también liberal Rafael Uribe Uribe en 1914, ultimado a hachazos, a plena luz del día, en el centro de Bogotá, por los artesanos Galarza y Carvajal. Carballo piensa que ambos magnicidios, el de Uribe y el de Gaitán, fueron crímenes de Estado perfectamente camuflados de asesinatos solitarios.
La novela expone el choque entre la visión racional y jurídica de la historia del narrador, Vásquez, en este caso, y la suspicacia inagotable de un teórico de las conspiraciones y los acertijos del poder, el personaje Carballo. La historia que pondera la intervención del azar y la historia de la "causalidad diabólica", de la que escribió con brillantez el historiador ruso León Poliakov. O, en palabras de Vásquez, la visión del pasado "como un caos sin remisión que los seres humanos tratamos desesperadamente de ordenar" y "la visión conspirativa, el escenario de sombras y manos invisibles y ojos que espían y voces que susurran en las esquinas, un teatro en el que todo ocurre por una razón". El mensaje final de la novela, sin embargo, no se inclina claramente por una u otra idea de la historia sino por la duda.
Durante mucho tiempo, cuando la historia estuvo más cerca de la biografía y la literatura, esos eventos que parecían condensar el drama del pasado, eran tópicos codiciados por los historiadores. En las últimas décadas, al menos en la literatura iberoamericana, son narradores o novelistas los que mejor aprovechan tales tramas. Y lo hacen no desde la narrativa o la novela histórica tradicionales, pensadas por Lukács o Ricoeur, como suponen algunos críticos trasnochados, sino en busca de un "relato real" o de una "historia ficción", a la manera de Emmanuel Carrére o Javier Cercas.
En esa vertiente se ubica con soltura la última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), La forma de las ruinas (2015). Todo magnicidio es un misterio, como bien sabía Shakespeare, que narró el de Julio César y el del Rey Hamlet, porque haya sido obra de uno o varios asesinos solitarios o de una conjura, es igualmente intrigante. La mente del asesino es una cavidad tan rentable para la ficción como las penumbras en que se planea un crimen de Estado. En esa misma fascinación se dan la mano dos novelistas tan disímiles como Truman Capote y Don DeLillo.
Vásquez vuelve sobre un hito de la historia política del siglo XX colombiano, el "Bogotazo", y lo hace desafiando de entrada el relato oficial. Le interesan los sucesos del 9 de abril de 1948, cuando asesinan al popular líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, favorito a las próximas elecciones colombianas, y una multitud de seguidores se lanzan a las calles, linchan al asesino, Juan Roa Sierra, y son masacrados por la policía del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. A Vásquez no le interesa tanto "el Bogotazo" de los anales del populismo, contado por Fidel Castro, Gabriel García Márquez o Arturo Aldape, como "el 9 de abril", ese día entero.
Para narrarlo se sirve de un personaje ficticio, Carlos Carballo, hijo de uno de los gaitanistas que murieron aquel día y que habría visto al misterioso "hombre elegante" de las crónicas, que supuestamente acarreó a la muchedumbre para que linchara a Roa y llevara su cadáver a palacio. Convertido en coleccionista y ladrón de huesos y reliquias de muertos célebres colombianos, Carballo, precisamente por ser un huérfano del 9 de abril, es también un admirador del personaje histórico Marco Tulio Anzola, quien investigó el otro magnicidio del siglo XX colombiano, el del también liberal Rafael Uribe Uribe en 1914, ultimado a hachazos, a plena luz del día, en el centro de Bogotá, por los artesanos Galarza y Carvajal. Carballo piensa que ambos magnicidios, el de Uribe y el de Gaitán, fueron crímenes de Estado perfectamente camuflados de asesinatos solitarios.
La novela expone el choque entre la visión racional y jurídica de la historia del narrador, Vásquez, en este caso, y la suspicacia inagotable de un teórico de las conspiraciones y los acertijos del poder, el personaje Carballo. La historia que pondera la intervención del azar y la historia de la "causalidad diabólica", de la que escribió con brillantez el historiador ruso León Poliakov. O, en palabras de Vásquez, la visión del pasado "como un caos sin remisión que los seres humanos tratamos desesperadamente de ordenar" y "la visión conspirativa, el escenario de sombras y manos invisibles y ojos que espían y voces que susurran en las esquinas, un teatro en el que todo ocurre por una razón". El mensaje final de la novela, sin embargo, no se inclina claramente por una u otra idea de la historia sino por la duda.
sábado, 23 de enero de 2016
Duelo, gueto y demagogia
Todo exilio se funda en un sentimiento de duelo. Pero los exilios demasiado prolongados, como el ruso que en más de 70 años generó el sistema soviético, el español que provocaron las cuatro décadas de franquismo o el cubano, que ya va para 57 años, tienden a constituirse en guetos. Es natural que comunidades de víctimas, que se articulan en torno a la experiencia del dolor y la pérdida, tengan dificultades para reproducirse después de tanto tiempo. Las nuevas generaciones de exiliados no han sufrido lo mismo, o no de la misma manera, y su movilización afectiva y política a favor de "la causa" no tiene la misma gravedad o el mismo tono.
Edward Said decía que de un exilio no puede salir un verdadero humanismo. Pensaba Said en la tragedia que entrañaba todo exilio, en la inhumanidad de un desplazamiento forzoso, que a la vez que propiciaba sublimaciones exquisitas como la de Conrad, la de Ionesco o la de Nabokov, cargaba con un origen monstruoso, que no podía sustentar un mito fundacional. Pero la tesis de Said podría complementarse con la del filósofo asturiano José Gaos, discípulo de José Ortega y Gasset y traductor de Hegel, Heidegger, Kierkegaard y Husserl al español. Gaos, como ha observado recientemente su biógrafa Aurelia Valero Pie, rechazaba el concepto de exilio, al que contrapuso el de "transtierro", porque aborrecía el espíritu de gueto y el lenguaje demagógico en que degeneraba todo duelo prolongado.
Gaos se decía "transterrado", no exiliado ni desterrado. México no era el país al que había llegado a refugiarse, en espera del regreso a la República reconquistada, sino el país en el que se había trasplantado. Como recuerda Valero Pie en José Gaos en México (Colmex, 2015), la idea no fue bien recibida por la colonia española de México. Varios exiliados republicanos consideraron el concepto de "transtierro" un eufemismo. Desde los exiliados de primera generación, como León Felipe, hasta los más jóvenes, como Adolfo Sánchez Vázquez, hubo resistencias al término. El marxista Sánchez Vázquez, por ejemplo, reprochaba al republicano Gaos querer desdramatizar el exilio, una experiencia, a su juicio, equivalente a un "desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y nunca se abre".
El debate entre Gaos y Sánchez Vázquez es un antecedente poco conocido de las polémicas entre los exiliados cubanos en las últimas décadas. Desde los 90, en el exilio cubano se discute la transformación de la experiencia migratoria, pero la mayoría de las veces esas discusiones son ahogadas en gritos o en silencios. Lo interesante del paralelo con el exilio republicano español en México es que aquí eran los viejos liberales, tipo Gaos, los que llamaban a abandonar el pathos, el duelo, la demagogia y el odio al enemigo como base de una identidad exiliada, mientras los jóvenes marxistas, tipo Sánchez Vázquez, se aferraban al mástil de la causa y llamaban a mantener vivo el fuego de la pasión política contra un régimen autoritario.
Edward Said decía que de un exilio no puede salir un verdadero humanismo. Pensaba Said en la tragedia que entrañaba todo exilio, en la inhumanidad de un desplazamiento forzoso, que a la vez que propiciaba sublimaciones exquisitas como la de Conrad, la de Ionesco o la de Nabokov, cargaba con un origen monstruoso, que no podía sustentar un mito fundacional. Pero la tesis de Said podría complementarse con la del filósofo asturiano José Gaos, discípulo de José Ortega y Gasset y traductor de Hegel, Heidegger, Kierkegaard y Husserl al español. Gaos, como ha observado recientemente su biógrafa Aurelia Valero Pie, rechazaba el concepto de exilio, al que contrapuso el de "transtierro", porque aborrecía el espíritu de gueto y el lenguaje demagógico en que degeneraba todo duelo prolongado.
Gaos se decía "transterrado", no exiliado ni desterrado. México no era el país al que había llegado a refugiarse, en espera del regreso a la República reconquistada, sino el país en el que se había trasplantado. Como recuerda Valero Pie en José Gaos en México (Colmex, 2015), la idea no fue bien recibida por la colonia española de México. Varios exiliados republicanos consideraron el concepto de "transtierro" un eufemismo. Desde los exiliados de primera generación, como León Felipe, hasta los más jóvenes, como Adolfo Sánchez Vázquez, hubo resistencias al término. El marxista Sánchez Vázquez, por ejemplo, reprochaba al republicano Gaos querer desdramatizar el exilio, una experiencia, a su juicio, equivalente a un "desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y nunca se abre".
El debate entre Gaos y Sánchez Vázquez es un antecedente poco conocido de las polémicas entre los exiliados cubanos en las últimas décadas. Desde los 90, en el exilio cubano se discute la transformación de la experiencia migratoria, pero la mayoría de las veces esas discusiones son ahogadas en gritos o en silencios. Lo interesante del paralelo con el exilio republicano español en México es que aquí eran los viejos liberales, tipo Gaos, los que llamaban a abandonar el pathos, el duelo, la demagogia y el odio al enemigo como base de una identidad exiliada, mientras los jóvenes marxistas, tipo Sánchez Vázquez, se aferraban al mástil de la causa y llamaban a mantener vivo el fuego de la pasión política contra un régimen autoritario.
jueves, 14 de enero de 2016
Los constructivistas soviéticos y el faro de Colón en Santo Domingo
Uno de los varios momentos estelares de la muestra Vanguardia rusa. El vértigo del futuro, que se expone en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, es la sala dedicada a la arquitectura y, dentro de ésta, la exposición de los proyectos presentados por varios arquitectos soviéticos al concurso del monumento-faro a Cristóbal Colón en Santo Domingo, entre 1928 y 1930, que convocó la Unión Panamericana. Curiosa intervención aquella de los arquitectos de la URSS en un memorial del panamericanismo en el Caribe posterior al imperio español.
Los historiadores de la arquitectura -Roberto Segre, por ejemplo- siempre destacan las obras que presentaron a ese certamen, K. Mélnikov (en la imagen), I. Leonidov y N. Ledovski, que fueron tres de los principales líderes del Taller de Arquitectura Experimental, creado por los constructivistas luego del triunfo de la Revolución bolchevique. Son esos los nombres más autorizados en una historia de la arquitectura que, en buena medida, sigue siendo leal a la narrativa oficial soviética sobre la cultura rusa del siglo XX.
La muestra de Bellas Artes, sin embargo, destaca más otros proyectos menos conocidos, que también presentaron los soviéticos al concurso del faro de Colón, en Santo Domingo, como el de Viacheslav Oltarzhevski y el de Alexei Schúsev. El primero era un hemiciclo art déco, con un enorme faro, parecido al Empire State Building, con una estatua modernista de Colón en la base. El segundo, seguía el modelo de los planetarios y observatorios astronómicos, con una bóveda en la base y una delgada torre lumínica, que proyectaba resplandores a una noche surcada por aviones y zepelines. A Schúsev le interesaba el mensaje de que la hazaña marinera de Colón en el siglo XV era equivalente a la de la aeronáutica en el siglo XX.
Como se sabe, el jurado, en el que intervino Frank Lloyd Wright, prefirió premiar, entre más de 400 concursantes, el proyecto neoclásico de un estudiante británico de arquitectura, llamado J. L. Gleave. La conclusión de Irina Korobina en las palabras del catálogo de Vanguardia rusa sigue siendo válida: "las imágenes de los constructivistas iban tan adelante del mainstream que quedaron fuera del concurso... Sin embargo, la participación de los arquitectos soviéticos, al presentar ideas adelantadas a su tiempo, que arrebataban la imaginación, hizo del concurso un verdadero suceso y a los ojos del mundo mostró el progreso del pensamiento arquitectónico y los nuevos horizontes para el desarrollo de la arquitectura". Como bien dice el título de la muestra: vértigo, más que miedo al futuro, fue lo que provocaron aquellos arquitectos soviéticos en el Caribe.
Los historiadores de la arquitectura -Roberto Segre, por ejemplo- siempre destacan las obras que presentaron a ese certamen, K. Mélnikov (en la imagen), I. Leonidov y N. Ledovski, que fueron tres de los principales líderes del Taller de Arquitectura Experimental, creado por los constructivistas luego del triunfo de la Revolución bolchevique. Son esos los nombres más autorizados en una historia de la arquitectura que, en buena medida, sigue siendo leal a la narrativa oficial soviética sobre la cultura rusa del siglo XX.
La muestra de Bellas Artes, sin embargo, destaca más otros proyectos menos conocidos, que también presentaron los soviéticos al concurso del faro de Colón, en Santo Domingo, como el de Viacheslav Oltarzhevski y el de Alexei Schúsev. El primero era un hemiciclo art déco, con un enorme faro, parecido al Empire State Building, con una estatua modernista de Colón en la base. El segundo, seguía el modelo de los planetarios y observatorios astronómicos, con una bóveda en la base y una delgada torre lumínica, que proyectaba resplandores a una noche surcada por aviones y zepelines. A Schúsev le interesaba el mensaje de que la hazaña marinera de Colón en el siglo XV era equivalente a la de la aeronáutica en el siglo XX.
Como se sabe, el jurado, en el que intervino Frank Lloyd Wright, prefirió premiar, entre más de 400 concursantes, el proyecto neoclásico de un estudiante británico de arquitectura, llamado J. L. Gleave. La conclusión de Irina Korobina en las palabras del catálogo de Vanguardia rusa sigue siendo válida: "las imágenes de los constructivistas iban tan adelante del mainstream que quedaron fuera del concurso... Sin embargo, la participación de los arquitectos soviéticos, al presentar ideas adelantadas a su tiempo, que arrebataban la imaginación, hizo del concurso un verdadero suceso y a los ojos del mundo mostró el progreso del pensamiento arquitectónico y los nuevos horizontes para el desarrollo de la arquitectura". Como bien dice el título de la muestra: vértigo, más que miedo al futuro, fue lo que provocaron aquellos arquitectos soviéticos en el Caribe.
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