No hace mucho comentábamos en Diario de Cuba el ascenso de una literatura académica, sobre todo en Estados Unidos, que da cuenta de la fuerte conexión que vivieron la sociedad, la cultura y el Estado cubanos con la Unión Soviética y el socialismo real de Europa del Este entre los años 60 y 90. El tema sigue siendo trabajado por estudiosos como María Antonia Cabrera Arús, que se interesa en la cultura material de la isla en aquellas décadas, o Elvis Fuentes, que analiza el proceso de sovietización y desovietización de las artes plásticas cubanas, entre los años 70 y 80.
El artista cubano Alejandro González Méndez (La Habana, 1974) ha producido dos series de piezas, "Re-construcción" y "Quinquenio Gris", mostradas a fines de este año por la galería Art Forum Contemporary de la ciudad de Bologna, Italia, que documentan la misma gravitación de la memoria. Le interesan a González Méndez las prensas obsoletas del periódico Granma, las reuniones mecánicas y soporíferas de los núcleos del Partido Comunista de Cuba, que escenifica con despiadada precisión, las grises oficinas de los burócratas de la ideología y la cultura, los aparatosos chaikas soviéticos que utilizaba Fidel Castro, el monumento a Ubre Blanca o la abandonada central nuclear de Juraguá en Cienfuegos.
Si en la primera serie, "Re-construcción", la marca de lo soviético en Cuba se expone como en pasado presente, ya sea como ruina intervenida o como espacio refuncionalizable por el mismo poder político, en la segunda, "Quinquenio Gris", se intenta congelar el ceremonial soviético trasplantado a la isla en eventos específicos de un tiempo flotante. González Méndez escenifica algunos de esos rituales -el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, la gala del Ballet Nacional de Cuba de Alicia Alonso, con el segundo acto del Lago de los Cisnes en la apertura del Parque Lenin en 1972, la cumbre del CAME en Tarará en 1973, la fundación de la Escuela Lenin por Leonid Brezhnev en 1974, el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en 1975- con soldaditos de plomo perfectamente colocados dentro de una maqueta.
En el texto del catálogo de Art Forum Contemporary, Carmen Lorenzetti cita a Carlo Ginzburg y a Georges Didi-Huberman, a propósito de la manera en que este artista trabaja con los monumentos sociales de la historia como huellas o rastros deteriorados, a punto de ser borrados, pero todavía vivos. Siguiendo al Reinhart Koselleck de los ensayos sobre el culto a la muerte y la memoria nacional en la Alemania posterior a la caída del Muro de Berlín, diríamos que la poética de González Méndez se fija en un tipo de monumento que, en su anacronismo, afirma una vigencia no sólo simbólica sino real. La monumentalización oficial del pasado soviético en la isla se acerca cada vez más a un culto secreto, que élites y masas socializan de distinta manera, pero que, en el fondo, busca la misma vivificación de lo muerto.
Libros del crepúsculo

miércoles, 23 de diciembre de 2015
viernes, 18 de diciembre de 2015
GFF, lector seguro

Podría decirse que ese escritor seguro que retrata Vila-Matas debe ser portador de un ente lector, también seguro. La seguridad en la lectura que lo define es una mezcla precisa de dispersión y foco, de curiosidad y fijación. En el libro de ensayos del narrador cubano Gerardo Fernández Fe, Notas al total (Bokeh, 2015), se escenifica un tipo de lectura muy parecida a la que Vila-Matas convierte en estancias de la ficción en sus novelas. Una lectura atenta a lo fragmentario y a la retacería de diarios y cuadernos de apuntes, pero con algunas gravitaciones rutinarias.
Algunos nombres se repiten en Vila-Matas y Fernández Fe: Benjamin, Barthes, Walser, Pitol... Y ambos, como Robbe-Grillet, insisten en leer a Barthes como novelista. Dice Vila-Matas que lo que más admira de Por qué me gusta Barthes de Robbe-Grillet es que "cuenta la historia de dos escritores que trabaron relaciones de novelista a novelista, hasta definir un cierto tipo de relación amorosa, de contacto afectuoso". La admiración, y no el halago, como sustancia moral del arte literario y de la propia crítica.
Sean chapoteos en la orilla o natación en aguas profundas, las piezas de Notas al total son siempre muestras de admiración. A Paul Morand por su Nueva York, a Philip Roth por La orgía de Praga, a Walter Benjamin por su Diario de Moscú, a José Manuel Prieto por Livadia o a José Kozer y Sergio Pitol por todas sus obras. Chapoteo y natación para sorprender la rutina del lector o para adentrarse en ella, como en el espléndido "Moleskine Pitol", un diario de lectura del escritor mexicano que en cuatro años va desdoblándose hasta conformar la memoria de un lector pertinaz, obsesivo o, más bien, abusivo.
Hay en el texto sobre Pitol el atisbo de un horizonte, que no se advierte en la obra afrancesada de Vila-Matas, y es el interés por Europa del Este. Fernández Fe lee a los escritores Bulgakov y Kundera, pero también al político Dubcek y al fotógrafo Saudek. Como en otros escritores cubanos de la misma generación, Europa del Este es una marca de referencia para la lectura de Fernández Fe. Un archivo que ha sido domesticado al punto de perder toda connotación exótica y disponerse como rumor casi provincial, que habla desde una esquina del total.
martes, 8 de diciembre de 2015
El no y el sí de los escritores a la historia

El caso de Paul Valéry, cuestionado por Sigfried Kracauer, sería uno de los más emblemáticos. Comenta Kracauer en Historia. Las últimas cosas antes de las últimas (1995), que Valéry rechazaba la historia tanto como admiraba las ciencias naturales. Lo que molestaba a Valéry, como luego a José Lezama Lima, era la rígida causalidad que los historiadores aplicaban a la interpretación de los sucesos del pasado. Según el poeta francés, era esa lógica hereditaria o genética, disfrazada de causalidad, en la que cada acontecimiento es hijo de otro o muchos otros acontecimientos, la que la hacía difícilmente asimilable desde la literatura. Prefería Valéry leer historias especializadas –de la arquitectura, la geometría, la navegación, la danza o la táctica-, antes que esas historias generales que intentan poner “a todos los huérfanos al cuidado de sus padres”.
Kracauer,
naturalmente, defendía la disciplina echando mano de la crítica de Hans
Blumenberg a la idea del progreso como escatología. La
multiplicidad de causas y orígenes de los eventos históricos no podía ocultarse
porque de ella dependía la intervención del azar o de lo incondicionado que
tanto interesaba a los poetas. Lo que observaba Kracauer era que en la crítica
de la causalidad múltiple de Valéry o en su defensa de lo contrafactual
subyacía una protesta contra el hecho de que la historia moderna no fuera
plenamente escatológica y unilateral, basada en la relación binaria entre una
causa y un efecto. Dicho de otra manera, Valéry, en nombre de la poesía o la
literatura, demandaba a la historia la racionalidad positivista de las ciencias
naturales y exactas.
Algo parecido
objeta Carlo Ginzburg al teórico y crítico literario Erich Auerbach, quien en
su influyente obra Mímesis (1942)
cuestionaba un pasaje de la novela Rojo y
negro de Stendhal porque se hablaba del aburrimiento de los salones y
tertulias parisinos sin contextualizar que aquel tedio era producto la crisis
de la sociedad francesa antes de la Revolución de Julio de 1830. El
historiador Ginzburg enmienda al crítico literario Auerbach, quien, a su vez,
reitera la demanda de contextualización, típica del historiografía positivista
profesional, con el argumento de que Stendhal estaba en lo cierto. Los salones
y tertulias parisinos eran tediosos en los siglos XVII o XVIII, antes o después
de la Monarquía de Julio de Luis Felipe de Orleans.
Reproches
similares a la historia y los historiadores se leen en muchos escritores
latinoamericanos. Sin embargo, en algunos de los mayores prosistas del
continente, como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima, el ensayo es
inconcebible sin el diálogo con la historia y los historiadores. Daniel
Balderston lo ha estudiado para el caso de Borges y Sergio Ugalde Quintana para
el caso de Lezama. La
lectura que el primero hizo de Carlyle y Macauley fue fundamental para su
apropiación de toda la tradición intelectual inglesa. Algunos de los mejores
momentos de la ensayística de Lezama, especialmente en La expresión americana, tienen como trasfondo la familiaridad y el
debate que el cubano estableció con la obra de historiadores de las
civilizaciones y morfólogos de las culturas como Oswald Spengler y Arnold
Toynbee.
Otro caso
ejemplar de diálogo entre ensayo e historia en Hispanoamérica sería Alfonso
Reyes. Más que en Borges o en Lezama, la historia ocupa un lugar central no
sólo en la ensayística de Reyes sino en su propia práctica de la teoría y la
crítica literarias. La historia y los historiadores están presentes en los
mayores escritos de Reyes sobre América y México, Visión
de Anáhuac (1915), México en una nuez
(1930) o Pasado inmediato (1930),
por ejemplo, pero también en sus estudios
helénicos y sobre literatura, retórica, crítica y filosofía antiguas, en sus
ensayos sobre la Nueva España e, incluso, en El deslinde. Apuntes para la teoría literaria (1963), su más
ambicioso ejercicio de teorización estética.
Reyes se interesó en los grandes historiadores antiguos, Heródoto, Tucídides y Jenofonte, sobre todo, y en los pequeños, los jonios presocráticos (Cadmo y Hecateo de Mileto, Helánico de Lesbos...), usados y borrados por los primeros, pero también en los olvidados alejandrinos: Éforo, Teopompo, Timeo... En estos observó un antecedente antiguo de la que llamaba "escuela epidíctica moderna", que llega a nuestros días, y que, "subordinando el criterio histórico al estético", retrata muy bien ese "no" de algunos escritores a la historia. Bajo el pretexto del esteticismo epidíctico, esto es, la idea de que lo que único cuenta es la buena escritura, da lo mismo si Pompeyo ganó la batalla de Farsalia o Napoleón la de Waterloo. Sobre esa epidíctica antigua o moderna, concluye Reyes:
"No, el verdadero pecado de la escuela epidíctica está en que sus manidos recursos retóricos no alcanzan el deseado éxito artístico, sino simplemente fatigan y son orillados, a fuerza de sermones, a convertir la historia en una filantrópica distribución de premios y castigos, olvidando todas las complejidades patéticas de la conducta, el valor de los actos en su choque con las circunstancias adversas, el aprovechamiento inteligente de las circunstancias propicias, o hasta el gracioso y bien inspirado abandono a la casualidades felices".
martes, 1 de diciembre de 2015
La verdad del escritor político
Una versión reducida de esta reseña de Mea Cuba antes y después.
Escritos políticos y literarios (Obras Completas, Vol. II), Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2015, 1300 pp., de Guillermo Cabrera Infante, aparece en el número de diciembre de la revista Letras Libres, en la Ciudad de México y Madrid.

Guillermo Cabrera Infante fue,
acaso, el escritor cubano más odiado y vilipendiado por la cultura oficial de
la isla y sus aliados internacionales en el último medio siglo. Hubo otros
escritores denigrados por el castrismo, como Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, , ademrezca de sentido. Pero sosla, Jess
denigrados por a y sus aliados internacioles en el vive, ademrezca de sentido.
Pero sosJesús Díaz, Raúl Rivero, María Elena Cruz Varela o Zoé Valdés, pero
ninguno llegó a concentrar tanta antipatía y tanto afán de descalificación. La
razón de ese odio, hoy nos parece incontrovertible: la calidad de la literatura
de ficción de Cabrera Infante le ofrecía una plataforma privilegiada de
cuestionamiento político al régimen de la isla.
El buen escritor político no es el
escritor malogrado, como piensan quienes reducen la literatura de ideas al
panfleto o a la calculada catarsis demagógica. El buen escritor político,
llámese Karl Kraus en Austria, George Orwell en Gran Bretaña, Albert Camus en
Francia u Octavio Paz en México, es el que ha probado sus virtudes en otras
formas de escritura. La mejor literatura política siempre ha sido escrita por
autores seguros, buenos poetas o buenos narradores, que intervienen en la cosa
pública con la certeza de que pueden regresar a su arte en cualquier momento.
No hay buen escritor político que lo sea de manera profesional o que no aguarde
la vuelta a la ficción o a la poesía, luego de defender su verdad en la esfera
pública.
En las páginas introductorias de la
primera edición de Mea Cuba,
“Naufragio con amanecer al fondo”, Cabrera Infante parecía dudar de su
identidad como escritor político. “¿Qué hace un hombre como yo en un libro como
éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político”,
se preguntaba y se respondía. La política era una imposición moral del propio
régimen cubano, que obligaba al escritor exiliado a posicionarse públicamente.
Cabrera Infante llegaba a confesar, incluso, que había demorado la aparición de
Mea Cuba, con la esperanza de que el
libro se publicara junto con la caída del régimen. Ese desenlace le parecía un
buen “colofón” para la historia de Cuba y para su propia biografía, pero
también un acto final que lo emanciparía de la política: “no más banderas”.
Además de un exorcismo, Mea Cuba era una larga confesión. No
sólo por su apelación a la “culpa” –“la culpa es mucha y es ducha: por haber
dejado mi tierra para ser un desterrado y al mismo tiempo, dejado atrás a los
que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era el
mal”- o por el reconocimiento de su “silencio” hasta 1968 sino por el
aprovechamiento de la memoria para la crítica política. Si en La Habana para un infante difunto (1979) o Cuerpos
divinos (2010), la memoria era el archivo de la ficción, en Mea Cuba sería un arma de la impugnación
y la invectiva. Desde sus primeros artículos de oposición al gobierno cubano,
en Primera Plana, en 1968, el
semanario argentino fundado por Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez, hasta
los últimos en El País, Cabrera
Infante recordaba cada detalle de su exilio, como testimonio de la intolerancia
del poder.
La censura del film PM y el cierre de Lunes de Revolución, la
polémica con el Caimán Barbudo, la
defensa de Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y tantos otros escritores cubanos
reprimidos durante los años 70 y 80, sus homenajes a José Martí, Lino Novás
Calvo, Lydia Cabrera, Calvert Casey, Enrique Labrador Ruiz, José Lezama Lima,
Virgilio Piñera, José Raúl Capablanca o Néstor Almendros, a quien dedicaba el
libro, la vindicación del exilio o su exhaustivo inventario de los abusos y
desmanes del castrismo tenían la fuerza de una verdad política. Una verdad
revelada por la memoria y esgrimida por un discurso que abjuraba de la historia
y del poder, a la vez que exaltaba la geografía y la cultura, en un sentido
similar al plasmado en su gran ensayo, Vista
del amanecer en el trópico (1974).
Aunque Cabrera Infante recordaba
constantemente sus orígenes comunistas, su intervención en la lucha contra la
dictadura de Fulgencio Batista y su breve pertenencia al nuevo funcionariado
cultural de la Revolución, enmarcó la edición de Mea Cuba entre su ruptura pública con el régimen, en 1968, y 1992,
año de la desintegración de la URSS y del quinto centenario de la llegada de
Cristóbal Colón a América. Como tantos otros intelectuales occidentales, había
entendido que el corte histórico que se abría con la caída del Muro de Berlín y
el fin de la Guerra Fría, era el momento propicio para una transición a la
democracia en Cuba. En Mea Cuba el
castrismo era cuestionado como el último poder estalinista que sobrevivió en
Occidente a fines del siglo XX.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Los artículos en Lunes –la charla con Luis Cardoza y
Aragón sobre el golpe de Estado de la CIA y el ejército guatemalteco contra
Jacobo Arbenz, el apoyo a los fusilamientos de agentes batistianos, la crítica
al tratamiento de las medidas revolucionarias en la prensa norteamericana, el
homenaje a Pablo de la Torriente Brau, la defensa de la literatura anti-establishment
en Estados Unidos, sus llamados a la unidad contra la política hostil de
Washington y el primer exilio o sus textos contra la invasión de Bahía de
Cochinos- eran los posicionamientos genuinos de un partidario de la Revolución
que, como la mayoría de la izquierda intelectual latinoamericana en aquellas
décadas, se inscribía en un socialismo liberal o democrático, claramente
opuesto al linaje estalinista.
De hecho, en muchos de los primeros
artículos de ruptura de Cabrera Infante con el castrismo, entre 1968 y 1976 o
hasta Exorcismos de esti(l)o,
publicado en ese último año, su posición pública seguía preservando nociones y
acentos propios de aquella izquierda socialista anti-estalinista, ligada a una
estética de vanguardia que compartía no pocas pautas con la zona más
experimental o heterodoxa del boom de
la novela latinoamericana. La radicalización anticastrista del pensamiento
político de Guillermo Cabrera Infante era tanto el efecto de su reacción moral
contra la deriva totalitaria de la Revolución Cubana como de la maduración y el
desencanto ideológico de un escritor que, honestamente, celebró el triunfo
revolucionario de enero de 1959.
En un escritor como Guillermo
Cabrera Infante, que nunca permitió que el estilo dejara de ser una marca
personal de la prosa, no hay cajón de sastre. La obra periodística del periodo
revolucionario guarda muchos parentescos con las viñetas y relatos de Así en la paz como en la guerra (1960) y
con las notas sobre cine de G. Caín en Carteles.
El texto “La letra con sangre”, sobre Playa Girón, es ejemplar en este sentido:
Cabrera Infante va a Bahía de Cochinos a narrar una epopeya y acaba escribiendo
un reportaje sobre una “guerra rara”, en la que el campo de batalla es una
larga carretera, donde el enemigo aparece cuando está a punto de desaparecer y volverse
otra cosa: un ejército prisionero. Ese Cabrera Infante miliciano, que recuerda
las ideas de Carl von Clausewitz sobre la guerra y las refuta en su monólogo,
es el mismo gran escritor político que en Mea
Cuba cuenta la historia del suicidio en Cuba, narra la inmolación de José
Martí y celebra la cultura del exilio.
A pesar de que Cabrera Infante llegó
a juzgar aquel compromiso inicial con la Revolución desde el enunciado de la
“culpa”, la nueva edición de Mea Cuba
ofrece la plasmación de la verdad política del escritor en ambos momentos: el
revolucionario y el anticastrista. No hay contradicción o incoherencia en el
tránsito de un momento a otro, ya que la Revolución que defendió Cabrera
Infante, en su juventud, era un movimiento social antiautoritario y liberador,
mientras que el régimen al que se opuso desde el exilio, hasta su muerte en
2005, era un totalitarismo encabezado por un caudillo megalómano y mesiánico.
El eje de esa evolución es aquel estilo exorcizado, aquella transparencia moral
del ingenio que hizo del autor de Tres
tristes tigres uno de los mayores prosistas de la lengua.
miércoles, 18 de noviembre de 2015
Breve contribución a la crítica de la idea de "castrismo"

La hegemonía del término en el lenguaje público de la oposición y el exilio, en las dos últimas décadas, fue tanto un reflejo del reforzamiento del carácter unipersonal del gobierno de Fidel Castro entre los 90 y los 2000, como de la caída del Muro Berlín y la Postguerra Fría. La dimensión comunista del régimen perdió visibilidad entonces y el exilio y la oposición, que habían sido tan anticomunistas como anticastristas desde los años 60, comenzaron a concentrar toda su interpelación en la persona de Fidel Castro y asociaron la caída del sistema con la muerte del gobernante. Hoy, a casi diez años del retiro de Fidel Castro, castrismo transfiere su significación a nociones como "dictadura de los Castro" y otras figuraciones de un poder dinástico.
En los estudios cubanos, dentro de Estados Unidos, castrismo nunca ha sido un concepto de mucho peso. Theodore Draper lo desarrolló en los 60, antes de que el régimen cubano quedara plenamente institucionalizado. Estudiosos posteriores como Irving Louis Horowitz, Andrés Suárez o Carmelo Mesa Lago, que sí llegaron a analizar la constitución del nuevo Estado en los 70, prefirieron términos como "revolución" o "comunismo" para describir el proceso de construcción del régimen -ver, por ejemplo el temprano volumen Revolutionary Change in Cuba (1972), coordinado por Mesa Lago, donde se usa una terminología que, en lo fundamental, seguimos en nuestra Historia Mínima (2015). La Revolución Cubana, como se lee desde aquellos estudios, produjo un nuevo orden social y un nuevo régimen político, con sus propias leyes e instituciones.
El modo personal de gobernar de Fidel Castro, su colocación en el eje de las lealtades dentro de la élite del poder, su vínculo carismático con la multitud, su despotismo, su voluntarismo o su conducción caprichosa e ineficiente de los asuntos del Estado, fueron elementos del funcionamiento del sistema, pero no el sistema mismo. La comprobación de esto último se ha vivido en los últimos años, cuando el sistema ha sobrevivido a la conducción personal de Fidel Castro. Mucho más rápido de lo que muchos imaginaron, el orden institucional y legal del comunismo cubano se adaptó a la ausencia de Fidel Castro en el gobierno y a la titularidad de un gobernante como Raúl Castro, sumamente distinto a su hermano.
En su acepción de gobierno personal, la idea de castrismo tendría algún sentido si limita su significación a un aspecto del gobierno, no a todo el ejercicio de éste. Pero como rótulo de un régimen o como nombre de un periodo, que abarca toda la historia contemporánea de Cuba, la palabra tiene varios inconvenientes por su naturaleza ahistórica, incapaz de captar fases o giros en más de cinco décadas, por su personalización de un conflicto que involucró a la totalidad del país o por la inversión mecánica del mito. El significante de castrismo acaba por reproducir una idea castrocéntrica de la historia de Cuba, que no desestabiliza sino que refuerza el culto a la personalidad de Fidel Castro.
Como todo liderazgo carismático, el de Fidel Castro fue bidimensional. Por un lado, acentuó los aparatos represivos e ideológicos del Estado cubano en su proyecto de control total de la sociedad civil. Pero por el otro, facilitó que sectores subalternos del antiguo régimen utilizaran la lealtad al líder para acelerar su movilidad social ascendente. El concepto de castrismo no capta esta segunda dimensión, es decir, no admite que Fidel haya sido un instrumento de mayorías involucradas en el cambio social porque tiende a la idealización de esas mayorías como víctimas de Castro. El anticastrismo actual, a diferencia del de Theodore Draper y otros en los 60, tiene dificultades para asimilar la popularidad real del cambio revolucionario en Cuba entre los años 50 y 70.
A todas estas limitaciones habría que agregar que el presente no juega a favor del concepto. Fidel Castro no gobierna desde hace casi una década y, a juzgar por diversos indicios, en los próximos años también dejará de hacerlo Raúl Castro ¿Qué sentido tiene que el lenguaje opositor y exiliado siga colocando en el centro de sus impugnaciones a las personas de Fidel y Raúl Castro, si lo que sobrevive es un sistema específico, con sus instituciones y sus leyes? A estas alturas se ve con claridad que uno de los grandes errores del anticastrismo ha sido enfrentar un régimen totalitario como si se tratara de una dictadura personal, apostando todo al derrocamiento o a la muerte del gobernante, y desconfiando, por principio, de la lógica de la transición.
Como toda comunidad de víctimas, el exilio y la oposición cubanos han imaginado el fin de régimen como evento reparador o purga política: un estallido social, un colapso económico, un golpe militar, una revuelta popular, una invasión extranjera... Esa manera de pensar el cambio debe mucho más a la tradición revolucionaria de la política cubana del siglo XX, que a cualquier otra. Lo que estamos viviendo en los últimos años parece ser el agotamiento paralelo del castrismo y del anticastrismo, la decadencia final de una cultura política que vivió el cambio revolucionario como redención o como duelo. No sabemos si la lógica de la reforma y la transición logrará imponerse, pero sus consonancias con la fisonomía de esta época son mayores.
domingo, 15 de noviembre de 2015
Baudrillard, Bartra y el síndrome de Jezabel

"La piedra clave del modelo de Baudrillard radica no tanto en el mecanismo de la implosión, sino en la oposición originaria entre el terrorista como imaginario del absoluto y el poder estatal como ordenador de la realidad. De hecho se trata de la oposición entre el marginal simbólico y la masa real; de acuerdo al viejo orden, toda violencia de la masa provoca una explosión -una expansión- del poder real; en cambio la violencia simbólica del terrorista provoca una implosión. El modelo tiene la temible peculiaridad de corresponder, punto por punto, al nuevo proyecto de hegemonía posdemocrática de las clases dominantes, salvo en un aspecto: que el nuevo modelo de simulación no provoca el hundimiento del sistema, sino que lo fortalece. Y no lo fortalece solamente por el aumento obvio de la cohesión social en torno al Estado, frente a una "amenaza exterior", sino porque constituye la cristalización política de las sustancias sociales imaginarias que alimentan un juego de nuevo tipo".
Sin embargo, en un punto el modelo de Baudrillard resulta inútil para pensar el terrorismo islamista radical y es que el yihadista, a diferencia del guerrillero urbano de la RAF, no se "confunde" con la masa de la pequeña burguesía europea sino que queda automáticamente ubicado en el lugar del migrante, el refugiado o el pobre, con todo el reflujo de violencia, racismo y xenofobia que desatan la reacción legítima al acto de terror y el duelo por las víctimas:
"El terrorista aparece como la imagen del enemigo real, pero una imagen transfigurada en la que se reúnen varias condiciones: por un lado el terrorista es visto como un ser anormal y peligroso, rodeado de misterio, indestructible salvo por el uso de ciertas técnicas adecuadas que requieren de instituciones y personal especializado; el poder político tradicional no se puede enfrentar al terrorista. Pero por otro lado, los terroristas se confunden con la masa, disfrazan su ser terrorista y aparecen como gente simple, común y corriente. Además, la imagen del terrorista incluye aspiraciones pequeñoburguesas transpuestas: cultura, inteligencia, habilidad; en suma, son falsos profetas. La imagen del terrorista se va alejando paulatinamente del acto terrorista real, como se ha podido observar en el modelo de Baudrillar; la clase dominante impulsa el desarrollo de toda una compleja imaginería y demonología que crea e inventa constantemente al enemigo invisible: el anormal, el marginal".
jueves, 12 de noviembre de 2015
¿Es el comunismo cubano un régimen dinástico?

La expresión "dictadura de los Castro" ha sido, en buena medida, un sucedáneo crítico del término "raulismo" y busca enfatizar más las continuidades que las rupturas entre los gobiernos de un Castro y el otro. Mientras Fidel Castro gobernó, sobre todo, en sus últimos veinte años, que van de mediados de los 80 a mediados de los 2000 -lo que en la periodización oficial, sería entre la "Rectificación" y la "Batalla de Ideas"- y que fue, por cierto, su tramo más propiamente autocrático, la presencia de Raúl en el gobierno se vio siempre circunscrita al orden institucional del Partido, por entonces menos activo, y, desde luego, a las Fuerzas Armadas. Desde los años 60, el rol de Raúl Castro en el gobierno fue más subalterno y acotado que el de otros líderes o funcionarios, como el Che Guevara, Osvaldo Dorticós o Carlos Rafael Rodríguez y luego Carlos Aldana, Carlos Lage, Roberto Robaina o Felipe Pérez Roque, que cumplieron funciones decisivas en tres áreas claves: la política económica, la ideología oficial o las relaciones internacionales.
El largo gobierno de Fidel Castro no siempre tuvo la misma intensidad autocrática, aunque descansara sobre la premisa biológica de que el máximo líder gobernaría perpetuamente. En los 60, por los vaivenes ideológicos y geopolíticos que imponía la transacción con diversas corrientes internas. En los 70, por la compensación burocrática que produjo la institucionalización. La dimensión dinástica de ese gobierno se manifestó en la línea de sucesión a favor de Raúl Castro, planteada primero de manera informal en los 60, y, luego, a partir de 1975, con su designación como Segundo Secretario del Partido. Pero, en la práctica, quien más actuó como Vicepresidente o segundo al mando durante los años de la construcción del régimen comunista, en Cuba, fue Carlos Rafael Rodríguez. En esto el comunismo cubano se diferencia del único régimen dinástico de ese tipo, el norcoreano, en el que el hijo del Primer Secretario es por principio sucesor designado y subjefe del Estado.
La idea del régimen cubano como un comunismo o castrismo dinástico es rara en los estudios canónicos de los años 60 y 70. No la usan Theodore Draper, quien entendió estrictamente el castrismo como fidelismo, o Irving Louis Horowitz, quien, mucho más atinado, inscribió el régimen cubano en la tradición comunista y la experiencia del "socialismo real" en la URSS y Europa del Este. Tampoco aparece en los primeros historiadores de la Revolución Cubana o biógrafos de Fidel Castro, como Hugh Thomas o Tad Szulc. La transferencia de la expresión "dictadura de los Castro" al periodo de construcción del régimen comunista cubano, entre los años 60 y 70, es la típica operación teleológica por la cual la narrativa del pasado se pone en función del partidismo político en el presente.
Aunque en la mayoría de los medios occidentales no predomina la definición de lo que existe en Cuba como "dictadura de los Castro" -no sólo porque se prefieran palabras más neutras como "régimen" o "gobierno" sino porque no hay claridad sobre cuántos Castros están mandando en Cuba, además de que la recuperación del marco institucional y meritocrático del sistema cubano, descuidado desde los 80, es perceptible entre quienes siguen las noticias de la isla-, en buena parte de la oposición y el exilio cubanos se da por descontado que el régimen es dinástico. Dado que el poder ya pasó de las manos de un hermano a otro, ese exilio y esa oposición piensan que la nueva sucesión, en los dos próximos años, favorecerá a otro Castro. Tal definición del régimen podría estar confundiendo lo patrimonial con lo dinástico: una cosa es que haya familiares de Raúl Castro en posiciones importantes del régimen y otra que exista un esquema de sucesión hereditaria en las leyes e instituciones o en las reglas no escritas del comunismo cubano.
Me pregunto cómo se acomodaría el discurso anticastrista tradicional del exilio y la oposición a un proyecto sucesorio no dinástico, que favorezca a otros líderes del gobierno actual, en febrero de 2018. Un acomodo posible sería decir que esos eventuales gobernantes serán "títeres" de los Castro, mientras estos vivan. ¿Y cuándo mueran? ¿Seguirán la oposición y el exilio pensando el comunismo cubano como un castrismo dinástico? Puede ser. Siempre que haya un Castro en algún rincón de la clase política cubana, habrá pretexto para articular el argumento dinástico. Hay algo siciliano en esa manera de pensar y vivir el conflicto cubano, que tiene que ver con un duelo que no desfallece ante cualquier argumentación racional o académica.
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