En su novela Marienband eléctrico (2015), Enrique Vila-Matas retrata un escritor seguro, tipo Alain Robbe-Grillet -o Samuel Beckett o Robert Walser o W. G. Sebald o Roberto Bolaño o él mismo-, que ha archivado finalmente la tentación del silencio de Rimbaud y que no teme recurrir a paraísos artificiales para dar vida a su literatura. Un escritor que no sólo es ya una máquina insaciable de lecturas sino un visitador de otras artes, el cine de Werner Herzog o la fotografía de Dominique González-Foerster, con quien dialoga empecinadamente.
Podría decirse que ese escritor seguro que retrata Vila-Matas debe ser portador de un ente lector, también seguro. La seguridad en la lectura que lo define es una mezcla precisa de dispersión y foco, de curiosidad y fijación. En el libro de ensayos del narrador cubano Gerardo Fernández Fe, Notas al total (Bokeh, 2015), se escenifica un tipo de lectura muy parecida a la que Vila-Matas convierte en estancias de la ficción en sus novelas. Una lectura atenta a lo fragmentario y a la retacería de diarios y cuadernos de apuntes, pero con algunas gravitaciones rutinarias.
Algunos nombres se repiten en Vila-Matas y Fernández Fe: Benjamin, Barthes, Walser, Pitol... Y ambos, como Robbe-Grillet, insisten en leer a Barthes como novelista. Dice Vila-Matas que lo que más admira de Por qué me gusta Barthes de Robbe-Grillet es que "cuenta la historia de dos escritores que trabaron relaciones de novelista a novelista, hasta definir un cierto tipo de relación amorosa, de contacto afectuoso". La admiración, y no el halago, como sustancia moral del arte literario y de la propia crítica.
Sean chapoteos en la orilla o natación en aguas profundas, las piezas de Notas al total son siempre muestras de admiración. A Paul Morand por su Nueva York, a Philip Roth por La orgía de Praga, a Walter Benjamin por su Diario de Moscú, a José Manuel Prieto por Livadia o a José Kozer y Sergio Pitol por todas sus obras. Chapoteo y natación para sorprender la rutina del lector o para adentrarse en ella, como en el espléndido "Moleskine Pitol", un diario de lectura del escritor mexicano que en cuatro años va desdoblándose hasta conformar la memoria de un lector pertinaz, obsesivo o, más bien, abusivo.
Hay en el texto sobre Pitol el atisbo de un horizonte, que no se advierte en la obra afrancesada de Vila-Matas, y es el interés por Europa del Este. Fernández Fe lee a los escritores Bulgakov y Kundera, pero también al político Dubcek y al fotógrafo Saudek. Como en otros escritores cubanos de la misma generación, Europa del Este es una marca de referencia para la lectura de Fernández Fe. Un archivo que ha sido domesticado al punto de perder toda connotación exótica y disponerse como rumor casi provincial, que habla desde una esquina del total.
Libros del crepúsculo
viernes, 18 de diciembre de 2015
martes, 8 de diciembre de 2015
El no y el sí de los escritores a la historia
Las relaciones entre ensayistas e historiadores han sido
siempre turbulentas. La historiografía académica, inscrita en el campo de las
ciencias sociales, sobre todo aquella que se ha mantenido reacia al giro
narrativo propuesto a fines del siglo XX por Lawrence Stone, Hayden White,
Frank Ankersmit y otros teóricos de la historia, desprecia el ensayo. Por su
parte, los escritores o críticos ensayistas, especialmente los que practican
formas artísticas de la escritura, como la novela o la poesía, rechazan mayoritariamente
las ciencias sociales y, dentro de éstas, a la historia. Son, por lo general,
más hospitalarios con la filosofía que con la historia.
El caso de Paul Valéry, cuestionado por Sigfried Kracauer, sería uno de los más emblemáticos. Comenta Kracauer en Historia. Las últimas cosas antes de las últimas (1995), que Valéry rechazaba la historia tanto como admiraba las ciencias naturales. Lo que molestaba a Valéry, como luego a José Lezama Lima, era la rígida causalidad que los historiadores aplicaban a la interpretación de los sucesos del pasado. Según el poeta francés, era esa lógica hereditaria o genética, disfrazada de causalidad, en la que cada acontecimiento es hijo de otro o muchos otros acontecimientos, la que la hacía difícilmente asimilable desde la literatura. Prefería Valéry leer historias especializadas –de la arquitectura, la geometría, la navegación, la danza o la táctica-, antes que esas historias generales que intentan poner “a todos los huérfanos al cuidado de sus padres”.
El caso de Paul Valéry, cuestionado por Sigfried Kracauer, sería uno de los más emblemáticos. Comenta Kracauer en Historia. Las últimas cosas antes de las últimas (1995), que Valéry rechazaba la historia tanto como admiraba las ciencias naturales. Lo que molestaba a Valéry, como luego a José Lezama Lima, era la rígida causalidad que los historiadores aplicaban a la interpretación de los sucesos del pasado. Según el poeta francés, era esa lógica hereditaria o genética, disfrazada de causalidad, en la que cada acontecimiento es hijo de otro o muchos otros acontecimientos, la que la hacía difícilmente asimilable desde la literatura. Prefería Valéry leer historias especializadas –de la arquitectura, la geometría, la navegación, la danza o la táctica-, antes que esas historias generales que intentan poner “a todos los huérfanos al cuidado de sus padres”.
Kracauer,
naturalmente, defendía la disciplina echando mano de la crítica de Hans
Blumenberg a la idea del progreso como escatología. La
multiplicidad de causas y orígenes de los eventos históricos no podía ocultarse
porque de ella dependía la intervención del azar o de lo incondicionado que
tanto interesaba a los poetas. Lo que observaba Kracauer era que en la crítica
de la causalidad múltiple de Valéry o en su defensa de lo contrafactual
subyacía una protesta contra el hecho de que la historia moderna no fuera
plenamente escatológica y unilateral, basada en la relación binaria entre una
causa y un efecto. Dicho de otra manera, Valéry, en nombre de la poesía o la
literatura, demandaba a la historia la racionalidad positivista de las ciencias
naturales y exactas.
Algo parecido
objeta Carlo Ginzburg al teórico y crítico literario Erich Auerbach, quien en
su influyente obra Mímesis (1942)
cuestionaba un pasaje de la novela Rojo y
negro de Stendhal porque se hablaba del aburrimiento de los salones y
tertulias parisinos sin contextualizar que aquel tedio era producto la crisis
de la sociedad francesa antes de la Revolución de Julio de 1830. El
historiador Ginzburg enmienda al crítico literario Auerbach, quien, a su vez,
reitera la demanda de contextualización, típica del historiografía positivista
profesional, con el argumento de que Stendhal estaba en lo cierto. Los salones
y tertulias parisinos eran tediosos en los siglos XVII o XVIII, antes o después
de la Monarquía de Julio de Luis Felipe de Orleans.
Reproches
similares a la historia y los historiadores se leen en muchos escritores
latinoamericanos. Sin embargo, en algunos de los mayores prosistas del
continente, como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima, el ensayo es
inconcebible sin el diálogo con la historia y los historiadores. Daniel
Balderston lo ha estudiado para el caso de Borges y Sergio Ugalde Quintana para
el caso de Lezama. La
lectura que el primero hizo de Carlyle y Macauley fue fundamental para su
apropiación de toda la tradición intelectual inglesa. Algunos de los mejores
momentos de la ensayística de Lezama, especialmente en La expresión americana, tienen como trasfondo la familiaridad y el
debate que el cubano estableció con la obra de historiadores de las
civilizaciones y morfólogos de las culturas como Oswald Spengler y Arnold
Toynbee.
Otro caso
ejemplar de diálogo entre ensayo e historia en Hispanoamérica sería Alfonso
Reyes. Más que en Borges o en Lezama, la historia ocupa un lugar central no
sólo en la ensayística de Reyes sino en su propia práctica de la teoría y la
crítica literarias. La historia y los historiadores están presentes en los
mayores escritos de Reyes sobre América y México, Visión
de Anáhuac (1915), México en una nuez
(1930) o Pasado inmediato (1930),
por ejemplo, pero también en sus estudios
helénicos y sobre literatura, retórica, crítica y filosofía antiguas, en sus
ensayos sobre la Nueva España e, incluso, en El deslinde. Apuntes para la teoría literaria (1963), su más
ambicioso ejercicio de teorización estética.
Reyes se interesó en los grandes historiadores antiguos, Heródoto, Tucídides y Jenofonte, sobre todo, y en los pequeños, los jonios presocráticos (Cadmo y Hecateo de Mileto, Helánico de Lesbos...), usados y borrados por los primeros, pero también en los olvidados alejandrinos: Éforo, Teopompo, Timeo... En estos observó un antecedente antiguo de la que llamaba "escuela epidíctica moderna", que llega a nuestros días, y que, "subordinando el criterio histórico al estético", retrata muy bien ese "no" de algunos escritores a la historia. Bajo el pretexto del esteticismo epidíctico, esto es, la idea de que lo que único cuenta es la buena escritura, da lo mismo si Pompeyo ganó la batalla de Farsalia o Napoleón la de Waterloo. Sobre esa epidíctica antigua o moderna, concluye Reyes:
"No, el verdadero pecado de la escuela epidíctica está en que sus manidos recursos retóricos no alcanzan el deseado éxito artístico, sino simplemente fatigan y son orillados, a fuerza de sermones, a convertir la historia en una filantrópica distribución de premios y castigos, olvidando todas las complejidades patéticas de la conducta, el valor de los actos en su choque con las circunstancias adversas, el aprovechamiento inteligente de las circunstancias propicias, o hasta el gracioso y bien inspirado abandono a la casualidades felices".
martes, 1 de diciembre de 2015
La verdad del escritor político
Una versión reducida de esta reseña de Mea Cuba antes y después.
Escritos políticos y literarios (Obras Completas, Vol. II), Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2015, 1300 pp., de Guillermo Cabrera Infante, aparece en el número de diciembre de la revista Letras Libres, en la Ciudad de México y Madrid.
Cuando
la editorial Vuelta que dirigía Octavio Paz publicó la primera edición de Mea Cuba (1993) en México, y organizó su
lanzamiento, se produjo una amenaza de bomba que obligó a una revisión
policiaca del local en que Enrique Krauze, José de la Colina y Carlos Monsiváis
presentarían el libro. Guillermo Cabrera Infante no pudo viajar a México a la
presentación de su libro, pero envió un mensaje grabado en un video. La
reacción del régimen cubano y de la izquierda mexicana leal a Castro, contra
aquel volumen de Guillermo Cabrera Infante, fue una señal inteligible de la
peligrosidad que el castrismo concedía al autor de Tres tristes tigres (1967).
Guillermo Cabrera Infante fue,
acaso, el escritor cubano más odiado y vilipendiado por la cultura oficial de
la isla y sus aliados internacionales en el último medio siglo. Hubo otros
escritores denigrados por el castrismo, como Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, , ademrezca de sentido. Pero sosla, Jess
denigrados por a y sus aliados internacioles en el vive, ademrezca de sentido.
Pero sosJesús Díaz, Raúl Rivero, María Elena Cruz Varela o Zoé Valdés, pero
ninguno llegó a concentrar tanta antipatía y tanto afán de descalificación. La
razón de ese odio, hoy nos parece incontrovertible: la calidad de la literatura
de ficción de Cabrera Infante le ofrecía una plataforma privilegiada de
cuestionamiento político al régimen de la isla.
El buen escritor político no es el
escritor malogrado, como piensan quienes reducen la literatura de ideas al
panfleto o a la calculada catarsis demagógica. El buen escritor político,
llámese Karl Kraus en Austria, George Orwell en Gran Bretaña, Albert Camus en
Francia u Octavio Paz en México, es el que ha probado sus virtudes en otras
formas de escritura. La mejor literatura política siempre ha sido escrita por
autores seguros, buenos poetas o buenos narradores, que intervienen en la cosa
pública con la certeza de que pueden regresar a su arte en cualquier momento.
No hay buen escritor político que lo sea de manera profesional o que no aguarde
la vuelta a la ficción o a la poesía, luego de defender su verdad en la esfera
pública.
En las páginas introductorias de la
primera edición de Mea Cuba,
“Naufragio con amanecer al fondo”, Cabrera Infante parecía dudar de su
identidad como escritor político. “¿Qué hace un hombre como yo en un libro como
éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político”,
se preguntaba y se respondía. La política era una imposición moral del propio
régimen cubano, que obligaba al escritor exiliado a posicionarse públicamente.
Cabrera Infante llegaba a confesar, incluso, que había demorado la aparición de
Mea Cuba, con la esperanza de que el
libro se publicara junto con la caída del régimen. Ese desenlace le parecía un
buen “colofón” para la historia de Cuba y para su propia biografía, pero
también un acto final que lo emanciparía de la política: “no más banderas”.
Además de un exorcismo, Mea Cuba era una larga confesión. No
sólo por su apelación a la “culpa” –“la culpa es mucha y es ducha: por haber
dejado mi tierra para ser un desterrado y al mismo tiempo, dejado atrás a los
que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era el
mal”- o por el reconocimiento de su “silencio” hasta 1968 sino por el
aprovechamiento de la memoria para la crítica política. Si en La Habana para un infante difunto (1979) o Cuerpos
divinos (2010), la memoria era el archivo de la ficción, en Mea Cuba sería un arma de la impugnación
y la invectiva. Desde sus primeros artículos de oposición al gobierno cubano,
en Primera Plana, en 1968, el
semanario argentino fundado por Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez, hasta
los últimos en El País, Cabrera
Infante recordaba cada detalle de su exilio, como testimonio de la intolerancia
del poder.
La censura del film PM y el cierre de Lunes de Revolución, la
polémica con el Caimán Barbudo, la
defensa de Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y tantos otros escritores cubanos
reprimidos durante los años 70 y 80, sus homenajes a José Martí, Lino Novás
Calvo, Lydia Cabrera, Calvert Casey, Enrique Labrador Ruiz, José Lezama Lima,
Virgilio Piñera, José Raúl Capablanca o Néstor Almendros, a quien dedicaba el
libro, la vindicación del exilio o su exhaustivo inventario de los abusos y
desmanes del castrismo tenían la fuerza de una verdad política. Una verdad
revelada por la memoria y esgrimida por un discurso que abjuraba de la historia
y del poder, a la vez que exaltaba la geografía y la cultura, en un sentido
similar al plasmado en su gran ensayo, Vista
del amanecer en el trópico (1974).
Aunque Cabrera Infante recordaba
constantemente sus orígenes comunistas, su intervención en la lucha contra la
dictadura de Fulgencio Batista y su breve pertenencia al nuevo funcionariado
cultural de la Revolución, enmarcó la edición de Mea Cuba entre su ruptura pública con el régimen, en 1968, y 1992,
año de la desintegración de la URSS y del quinto centenario de la llegada de
Cristóbal Colón a América. Como tantos otros intelectuales occidentales, había
entendido que el corte histórico que se abría con la caída del Muro de Berlín y
el fin de la Guerra Fría, era el momento propicio para una transición a la
democracia en Cuba. En Mea Cuba el
castrismo era cuestionado como el último poder estalinista que sobrevivió en
Occidente a fines del siglo XX.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.
Los artículos en Lunes –la charla con Luis Cardoza y
Aragón sobre el golpe de Estado de la CIA y el ejército guatemalteco contra
Jacobo Arbenz, el apoyo a los fusilamientos de agentes batistianos, la crítica
al tratamiento de las medidas revolucionarias en la prensa norteamericana, el
homenaje a Pablo de la Torriente Brau, la defensa de la literatura anti-establishment
en Estados Unidos, sus llamados a la unidad contra la política hostil de
Washington y el primer exilio o sus textos contra la invasión de Bahía de
Cochinos- eran los posicionamientos genuinos de un partidario de la Revolución
que, como la mayoría de la izquierda intelectual latinoamericana en aquellas
décadas, se inscribía en un socialismo liberal o democrático, claramente
opuesto al linaje estalinista.
De hecho, en muchos de los primeros
artículos de ruptura de Cabrera Infante con el castrismo, entre 1968 y 1976 o
hasta Exorcismos de esti(l)o,
publicado en ese último año, su posición pública seguía preservando nociones y
acentos propios de aquella izquierda socialista anti-estalinista, ligada a una
estética de vanguardia que compartía no pocas pautas con la zona más
experimental o heterodoxa del boom de
la novela latinoamericana. La radicalización anticastrista del pensamiento
político de Guillermo Cabrera Infante era tanto el efecto de su reacción moral
contra la deriva totalitaria de la Revolución Cubana como de la maduración y el
desencanto ideológico de un escritor que, honestamente, celebró el triunfo
revolucionario de enero de 1959.
En un escritor como Guillermo
Cabrera Infante, que nunca permitió que el estilo dejara de ser una marca
personal de la prosa, no hay cajón de sastre. La obra periodística del periodo
revolucionario guarda muchos parentescos con las viñetas y relatos de Así en la paz como en la guerra (1960) y
con las notas sobre cine de G. Caín en Carteles.
El texto “La letra con sangre”, sobre Playa Girón, es ejemplar en este sentido:
Cabrera Infante va a Bahía de Cochinos a narrar una epopeya y acaba escribiendo
un reportaje sobre una “guerra rara”, en la que el campo de batalla es una
larga carretera, donde el enemigo aparece cuando está a punto de desaparecer y volverse
otra cosa: un ejército prisionero. Ese Cabrera Infante miliciano, que recuerda
las ideas de Carl von Clausewitz sobre la guerra y las refuta en su monólogo,
es el mismo gran escritor político que en Mea
Cuba cuenta la historia del suicidio en Cuba, narra la inmolación de José
Martí y celebra la cultura del exilio.
A pesar de que Cabrera Infante llegó
a juzgar aquel compromiso inicial con la Revolución desde el enunciado de la
“culpa”, la nueva edición de Mea Cuba
ofrece la plasmación de la verdad política del escritor en ambos momentos: el
revolucionario y el anticastrista. No hay contradicción o incoherencia en el
tránsito de un momento a otro, ya que la Revolución que defendió Cabrera
Infante, en su juventud, era un movimiento social antiautoritario y liberador,
mientras que el régimen al que se opuso desde el exilio, hasta su muerte en
2005, era un totalitarismo encabezado por un caudillo megalómano y mesiánico.
El eje de esa evolución es aquel estilo exorcizado, aquella transparencia moral
del ingenio que hizo del autor de Tres
tristes tigres uno de los mayores prosistas de la lengua.
miércoles, 18 de noviembre de 2015
Breve contribución a la crítica de la idea de "castrismo"
Castrismo es el concepto articulador de la ideología tradicional del exilio y la oposición cubana. ¿Cómo glosar su significación? Digamos, para abreviar, que castrismo significa tres cosas, por lo menos, en el lenguaje opositor y exiliado: un gobierno personal o dinástico, un régimen político y una era de la historia de Cuba, que arranca en 1959 y llega a nuestros días. Con el tiempo, la significación del concepto ha crecido tanto que funciona como sinónimo de muchas cosas distintas: una estructura jurídica y administrativa, una mentalidad, una cultura política y hasta una estética. Un "significante vacío", dirían los neomarxistas, equivalente al de "revolución" o "socialismo", en la ideología oficial del régimen cubano.
La hegemonía del término en el lenguaje público de la oposición y el exilio, en las dos últimas décadas, fue tanto un reflejo del reforzamiento del carácter unipersonal del gobierno de Fidel Castro entre los 90 y los 2000, como de la caída del Muro Berlín y la Postguerra Fría. La dimensión comunista del régimen perdió visibilidad entonces y el exilio y la oposición, que habían sido tan anticomunistas como anticastristas desde los años 60, comenzaron a concentrar toda su interpelación en la persona de Fidel Castro y asociaron la caída del sistema con la muerte del gobernante. Hoy, a casi diez años del retiro de Fidel Castro, castrismo transfiere su significación a nociones como "dictadura de los Castro" y otras figuraciones de un poder dinástico.
En los estudios cubanos, dentro de Estados Unidos, castrismo nunca ha sido un concepto de mucho peso. Theodore Draper lo desarrolló en los 60, antes de que el régimen cubano quedara plenamente institucionalizado. Estudiosos posteriores como Irving Louis Horowitz, Andrés Suárez o Carmelo Mesa Lago, que sí llegaron a analizar la constitución del nuevo Estado en los 70, prefirieron términos como "revolución" o "comunismo" para describir el proceso de construcción del régimen -ver, por ejemplo el temprano volumen Revolutionary Change in Cuba (1972), coordinado por Mesa Lago, donde se usa una terminología que, en lo fundamental, seguimos en nuestra Historia Mínima (2015). La Revolución Cubana, como se lee desde aquellos estudios, produjo un nuevo orden social y un nuevo régimen político, con sus propias leyes e instituciones.
El modo personal de gobernar de Fidel Castro, su colocación en el eje de las lealtades dentro de la élite del poder, su vínculo carismático con la multitud, su despotismo, su voluntarismo o su conducción caprichosa e ineficiente de los asuntos del Estado, fueron elementos del funcionamiento del sistema, pero no el sistema mismo. La comprobación de esto último se ha vivido en los últimos años, cuando el sistema ha sobrevivido a la conducción personal de Fidel Castro. Mucho más rápido de lo que muchos imaginaron, el orden institucional y legal del comunismo cubano se adaptó a la ausencia de Fidel Castro en el gobierno y a la titularidad de un gobernante como Raúl Castro, sumamente distinto a su hermano.
En su acepción de gobierno personal, la idea de castrismo tendría algún sentido si limita su significación a un aspecto del gobierno, no a todo el ejercicio de éste. Pero como rótulo de un régimen o como nombre de un periodo, que abarca toda la historia contemporánea de Cuba, la palabra tiene varios inconvenientes por su naturaleza ahistórica, incapaz de captar fases o giros en más de cinco décadas, por su personalización de un conflicto que involucró a la totalidad del país o por la inversión mecánica del mito. El significante de castrismo acaba por reproducir una idea castrocéntrica de la historia de Cuba, que no desestabiliza sino que refuerza el culto a la personalidad de Fidel Castro.
Como todo liderazgo carismático, el de Fidel Castro fue bidimensional. Por un lado, acentuó los aparatos represivos e ideológicos del Estado cubano en su proyecto de control total de la sociedad civil. Pero por el otro, facilitó que sectores subalternos del antiguo régimen utilizaran la lealtad al líder para acelerar su movilidad social ascendente. El concepto de castrismo no capta esta segunda dimensión, es decir, no admite que Fidel haya sido un instrumento de mayorías involucradas en el cambio social porque tiende a la idealización de esas mayorías como víctimas de Castro. El anticastrismo actual, a diferencia del de Theodore Draper y otros en los 60, tiene dificultades para asimilar la popularidad real del cambio revolucionario en Cuba entre los años 50 y 70.
A todas estas limitaciones habría que agregar que el presente no juega a favor del concepto. Fidel Castro no gobierna desde hace casi una década y, a juzgar por diversos indicios, en los próximos años también dejará de hacerlo Raúl Castro ¿Qué sentido tiene que el lenguaje opositor y exiliado siga colocando en el centro de sus impugnaciones a las personas de Fidel y Raúl Castro, si lo que sobrevive es un sistema específico, con sus instituciones y sus leyes? A estas alturas se ve con claridad que uno de los grandes errores del anticastrismo ha sido enfrentar un régimen totalitario como si se tratara de una dictadura personal, apostando todo al derrocamiento o a la muerte del gobernante, y desconfiando, por principio, de la lógica de la transición.
Como toda comunidad de víctimas, el exilio y la oposición cubanos han imaginado el fin de régimen como evento reparador o purga política: un estallido social, un colapso económico, un golpe militar, una revuelta popular, una invasión extranjera... Esa manera de pensar el cambio debe mucho más a la tradición revolucionaria de la política cubana del siglo XX, que a cualquier otra. Lo que estamos viviendo en los últimos años parece ser el agotamiento paralelo del castrismo y del anticastrismo, la decadencia final de una cultura política que vivió el cambio revolucionario como redención o como duelo. No sabemos si la lógica de la reforma y la transición logrará imponerse, pero sus consonancias con la fisonomía de esta época son mayores.
La hegemonía del término en el lenguaje público de la oposición y el exilio, en las dos últimas décadas, fue tanto un reflejo del reforzamiento del carácter unipersonal del gobierno de Fidel Castro entre los 90 y los 2000, como de la caída del Muro Berlín y la Postguerra Fría. La dimensión comunista del régimen perdió visibilidad entonces y el exilio y la oposición, que habían sido tan anticomunistas como anticastristas desde los años 60, comenzaron a concentrar toda su interpelación en la persona de Fidel Castro y asociaron la caída del sistema con la muerte del gobernante. Hoy, a casi diez años del retiro de Fidel Castro, castrismo transfiere su significación a nociones como "dictadura de los Castro" y otras figuraciones de un poder dinástico.
En los estudios cubanos, dentro de Estados Unidos, castrismo nunca ha sido un concepto de mucho peso. Theodore Draper lo desarrolló en los 60, antes de que el régimen cubano quedara plenamente institucionalizado. Estudiosos posteriores como Irving Louis Horowitz, Andrés Suárez o Carmelo Mesa Lago, que sí llegaron a analizar la constitución del nuevo Estado en los 70, prefirieron términos como "revolución" o "comunismo" para describir el proceso de construcción del régimen -ver, por ejemplo el temprano volumen Revolutionary Change in Cuba (1972), coordinado por Mesa Lago, donde se usa una terminología que, en lo fundamental, seguimos en nuestra Historia Mínima (2015). La Revolución Cubana, como se lee desde aquellos estudios, produjo un nuevo orden social y un nuevo régimen político, con sus propias leyes e instituciones.
El modo personal de gobernar de Fidel Castro, su colocación en el eje de las lealtades dentro de la élite del poder, su vínculo carismático con la multitud, su despotismo, su voluntarismo o su conducción caprichosa e ineficiente de los asuntos del Estado, fueron elementos del funcionamiento del sistema, pero no el sistema mismo. La comprobación de esto último se ha vivido en los últimos años, cuando el sistema ha sobrevivido a la conducción personal de Fidel Castro. Mucho más rápido de lo que muchos imaginaron, el orden institucional y legal del comunismo cubano se adaptó a la ausencia de Fidel Castro en el gobierno y a la titularidad de un gobernante como Raúl Castro, sumamente distinto a su hermano.
En su acepción de gobierno personal, la idea de castrismo tendría algún sentido si limita su significación a un aspecto del gobierno, no a todo el ejercicio de éste. Pero como rótulo de un régimen o como nombre de un periodo, que abarca toda la historia contemporánea de Cuba, la palabra tiene varios inconvenientes por su naturaleza ahistórica, incapaz de captar fases o giros en más de cinco décadas, por su personalización de un conflicto que involucró a la totalidad del país o por la inversión mecánica del mito. El significante de castrismo acaba por reproducir una idea castrocéntrica de la historia de Cuba, que no desestabiliza sino que refuerza el culto a la personalidad de Fidel Castro.
Como todo liderazgo carismático, el de Fidel Castro fue bidimensional. Por un lado, acentuó los aparatos represivos e ideológicos del Estado cubano en su proyecto de control total de la sociedad civil. Pero por el otro, facilitó que sectores subalternos del antiguo régimen utilizaran la lealtad al líder para acelerar su movilidad social ascendente. El concepto de castrismo no capta esta segunda dimensión, es decir, no admite que Fidel haya sido un instrumento de mayorías involucradas en el cambio social porque tiende a la idealización de esas mayorías como víctimas de Castro. El anticastrismo actual, a diferencia del de Theodore Draper y otros en los 60, tiene dificultades para asimilar la popularidad real del cambio revolucionario en Cuba entre los años 50 y 70.
A todas estas limitaciones habría que agregar que el presente no juega a favor del concepto. Fidel Castro no gobierna desde hace casi una década y, a juzgar por diversos indicios, en los próximos años también dejará de hacerlo Raúl Castro ¿Qué sentido tiene que el lenguaje opositor y exiliado siga colocando en el centro de sus impugnaciones a las personas de Fidel y Raúl Castro, si lo que sobrevive es un sistema específico, con sus instituciones y sus leyes? A estas alturas se ve con claridad que uno de los grandes errores del anticastrismo ha sido enfrentar un régimen totalitario como si se tratara de una dictadura personal, apostando todo al derrocamiento o a la muerte del gobernante, y desconfiando, por principio, de la lógica de la transición.
Como toda comunidad de víctimas, el exilio y la oposición cubanos han imaginado el fin de régimen como evento reparador o purga política: un estallido social, un colapso económico, un golpe militar, una revuelta popular, una invasión extranjera... Esa manera de pensar el cambio debe mucho más a la tradición revolucionaria de la política cubana del siglo XX, que a cualquier otra. Lo que estamos viviendo en los últimos años parece ser el agotamiento paralelo del castrismo y del anticastrismo, la decadencia final de una cultura política que vivió el cambio revolucionario como redención o como duelo. No sabemos si la lógica de la reforma y la transición logrará imponerse, pero sus consonancias con la fisonomía de esta época son mayores.
domingo, 15 de noviembre de 2015
Baudrillard, Bartra y el síndrome de Jezabel
En las primeras páginas de Las redes imaginarias del poder político (1981), Roger Bartra hablaba de un "síndrome de Jezabel" en la vida política contemporánea que tenía que ver con la aparición de actores que desestabilizan la modernidad occidental desde el otro lado de la razón y la ley. Bartra glosaba las ideas de Jean Baudrillard en su Crítica de la economía política del signo (1974), donde encontraba un modelo de comprensión del terrorismo que, aunque referido a la violencia del izquierdismo radical en Europa occidental, tipo la RAF o la banda Baader-Meinhoff en la Alemania Federal, puede trasladarse al caso del terror yihadista. Con más razón, podría pensarse, a ese caso, por la conjugación de elementos migratorios, raciales y religiosos en este nuevo sujeto amenazante. Así resumía Bartra el modelo de Baudrillard:
"La piedra clave del modelo de Baudrillard radica no tanto en el mecanismo de la implosión, sino en la oposición originaria entre el terrorista como imaginario del absoluto y el poder estatal como ordenador de la realidad. De hecho se trata de la oposición entre el marginal simbólico y la masa real; de acuerdo al viejo orden, toda violencia de la masa provoca una explosión -una expansión- del poder real; en cambio la violencia simbólica del terrorista provoca una implosión. El modelo tiene la temible peculiaridad de corresponder, punto por punto, al nuevo proyecto de hegemonía posdemocrática de las clases dominantes, salvo en un aspecto: que el nuevo modelo de simulación no provoca el hundimiento del sistema, sino que lo fortalece. Y no lo fortalece solamente por el aumento obvio de la cohesión social en torno al Estado, frente a una "amenaza exterior", sino porque constituye la cristalización política de las sustancias sociales imaginarias que alimentan un juego de nuevo tipo".
Sin embargo, en un punto el modelo de Baudrillard resulta inútil para pensar el terrorismo islamista radical y es que el yihadista, a diferencia del guerrillero urbano de la RAF, no se "confunde" con la masa de la pequeña burguesía europea sino que queda automáticamente ubicado en el lugar del migrante, el refugiado o el pobre, con todo el reflujo de violencia, racismo y xenofobia que desatan la reacción legítima al acto de terror y el duelo por las víctimas:
"El terrorista aparece como la imagen del enemigo real, pero una imagen transfigurada en la que se reúnen varias condiciones: por un lado el terrorista es visto como un ser anormal y peligroso, rodeado de misterio, indestructible salvo por el uso de ciertas técnicas adecuadas que requieren de instituciones y personal especializado; el poder político tradicional no se puede enfrentar al terrorista. Pero por otro lado, los terroristas se confunden con la masa, disfrazan su ser terrorista y aparecen como gente simple, común y corriente. Además, la imagen del terrorista incluye aspiraciones pequeñoburguesas transpuestas: cultura, inteligencia, habilidad; en suma, son falsos profetas. La imagen del terrorista se va alejando paulatinamente del acto terrorista real, como se ha podido observar en el modelo de Baudrillar; la clase dominante impulsa el desarrollo de toda una compleja imaginería y demonología que crea e inventa constantemente al enemigo invisible: el anormal, el marginal".
"La piedra clave del modelo de Baudrillard radica no tanto en el mecanismo de la implosión, sino en la oposición originaria entre el terrorista como imaginario del absoluto y el poder estatal como ordenador de la realidad. De hecho se trata de la oposición entre el marginal simbólico y la masa real; de acuerdo al viejo orden, toda violencia de la masa provoca una explosión -una expansión- del poder real; en cambio la violencia simbólica del terrorista provoca una implosión. El modelo tiene la temible peculiaridad de corresponder, punto por punto, al nuevo proyecto de hegemonía posdemocrática de las clases dominantes, salvo en un aspecto: que el nuevo modelo de simulación no provoca el hundimiento del sistema, sino que lo fortalece. Y no lo fortalece solamente por el aumento obvio de la cohesión social en torno al Estado, frente a una "amenaza exterior", sino porque constituye la cristalización política de las sustancias sociales imaginarias que alimentan un juego de nuevo tipo".
Sin embargo, en un punto el modelo de Baudrillard resulta inútil para pensar el terrorismo islamista radical y es que el yihadista, a diferencia del guerrillero urbano de la RAF, no se "confunde" con la masa de la pequeña burguesía europea sino que queda automáticamente ubicado en el lugar del migrante, el refugiado o el pobre, con todo el reflujo de violencia, racismo y xenofobia que desatan la reacción legítima al acto de terror y el duelo por las víctimas:
"El terrorista aparece como la imagen del enemigo real, pero una imagen transfigurada en la que se reúnen varias condiciones: por un lado el terrorista es visto como un ser anormal y peligroso, rodeado de misterio, indestructible salvo por el uso de ciertas técnicas adecuadas que requieren de instituciones y personal especializado; el poder político tradicional no se puede enfrentar al terrorista. Pero por otro lado, los terroristas se confunden con la masa, disfrazan su ser terrorista y aparecen como gente simple, común y corriente. Además, la imagen del terrorista incluye aspiraciones pequeñoburguesas transpuestas: cultura, inteligencia, habilidad; en suma, son falsos profetas. La imagen del terrorista se va alejando paulatinamente del acto terrorista real, como se ha podido observar en el modelo de Baudrillar; la clase dominante impulsa el desarrollo de toda una compleja imaginería y demonología que crea e inventa constantemente al enemigo invisible: el anormal, el marginal".
jueves, 12 de noviembre de 2015
¿Es el comunismo cubano un régimen dinástico?
¿Cuándo comenzó a difundirse en circuitos de opositores y exiliados cubanos y en medios occidentales críticos del régimen de la isla la noción de "dictadura de los Castro"? Me atrevería a decir que se trata de una expresión reciente, posterior a la convalecencia de Fidel Castro en 2006 y, especialmente, a 2008, cuando se consolidó la sucesión de Raúl Castro. Habría que recordar -y remito a mis artículos en El País de aquellos años, que pronto serán rescatados en un volumen- que la famosa "proclama" de Fidel Castro en 2006 insinuaba un reparto de competencias entre distintos funcionarios y grupos de las élites del poder que, entre 2008 y 2009, fue rebasado por un nuevo bloque hegemónico dentro de la clase política cubana, conformado, fundamentalmente, por militares y burócratas del sector profesional del Partido Comunista, leales a Raúl Castro.
La expresión "dictadura de los Castro" ha sido, en buena medida, un sucedáneo crítico del término "raulismo" y busca enfatizar más las continuidades que las rupturas entre los gobiernos de un Castro y el otro. Mientras Fidel Castro gobernó, sobre todo, en sus últimos veinte años, que van de mediados de los 80 a mediados de los 2000 -lo que en la periodización oficial, sería entre la "Rectificación" y la "Batalla de Ideas"- y que fue, por cierto, su tramo más propiamente autocrático, la presencia de Raúl en el gobierno se vio siempre circunscrita al orden institucional del Partido, por entonces menos activo, y, desde luego, a las Fuerzas Armadas. Desde los años 60, el rol de Raúl Castro en el gobierno fue más subalterno y acotado que el de otros líderes o funcionarios, como el Che Guevara, Osvaldo Dorticós o Carlos Rafael Rodríguez y luego Carlos Aldana, Carlos Lage, Roberto Robaina o Felipe Pérez Roque, que cumplieron funciones decisivas en tres áreas claves: la política económica, la ideología oficial o las relaciones internacionales.
El largo gobierno de Fidel Castro no siempre tuvo la misma intensidad autocrática, aunque descansara sobre la premisa biológica de que el máximo líder gobernaría perpetuamente. En los 60, por los vaivenes ideológicos y geopolíticos que imponía la transacción con diversas corrientes internas. En los 70, por la compensación burocrática que produjo la institucionalización. La dimensión dinástica de ese gobierno se manifestó en la línea de sucesión a favor de Raúl Castro, planteada primero de manera informal en los 60, y, luego, a partir de 1975, con su designación como Segundo Secretario del Partido. Pero, en la práctica, quien más actuó como Vicepresidente o segundo al mando durante los años de la construcción del régimen comunista, en Cuba, fue Carlos Rafael Rodríguez. En esto el comunismo cubano se diferencia del único régimen dinástico de ese tipo, el norcoreano, en el que el hijo del Primer Secretario es por principio sucesor designado y subjefe del Estado.
La idea del régimen cubano como un comunismo o castrismo dinástico es rara en los estudios canónicos de los años 60 y 70. No la usan Theodore Draper, quien entendió estrictamente el castrismo como fidelismo, o Irving Louis Horowitz, quien, mucho más atinado, inscribió el régimen cubano en la tradición comunista y la experiencia del "socialismo real" en la URSS y Europa del Este. Tampoco aparece en los primeros historiadores de la Revolución Cubana o biógrafos de Fidel Castro, como Hugh Thomas o Tad Szulc. La transferencia de la expresión "dictadura de los Castro" al periodo de construcción del régimen comunista cubano, entre los años 60 y 70, es la típica operación teleológica por la cual la narrativa del pasado se pone en función del partidismo político en el presente.
Aunque en la mayoría de los medios occidentales no predomina la definición de lo que existe en Cuba como "dictadura de los Castro" -no sólo porque se prefieran palabras más neutras como "régimen" o "gobierno" sino porque no hay claridad sobre cuántos Castros están mandando en Cuba, además de que la recuperación del marco institucional y meritocrático del sistema cubano, descuidado desde los 80, es perceptible entre quienes siguen las noticias de la isla-, en buena parte de la oposición y el exilio cubanos se da por descontado que el régimen es dinástico. Dado que el poder ya pasó de las manos de un hermano a otro, ese exilio y esa oposición piensan que la nueva sucesión, en los dos próximos años, favorecerá a otro Castro. Tal definición del régimen podría estar confundiendo lo patrimonial con lo dinástico: una cosa es que haya familiares de Raúl Castro en posiciones importantes del régimen y otra que exista un esquema de sucesión hereditaria en las leyes e instituciones o en las reglas no escritas del comunismo cubano.
Me pregunto cómo se acomodaría el discurso anticastrista tradicional del exilio y la oposición a un proyecto sucesorio no dinástico, que favorezca a otros líderes del gobierno actual, en febrero de 2018. Un acomodo posible sería decir que esos eventuales gobernantes serán "títeres" de los Castro, mientras estos vivan. ¿Y cuándo mueran? ¿Seguirán la oposición y el exilio pensando el comunismo cubano como un castrismo dinástico? Puede ser. Siempre que haya un Castro en algún rincón de la clase política cubana, habrá pretexto para articular el argumento dinástico. Hay algo siciliano en esa manera de pensar y vivir el conflicto cubano, que tiene que ver con un duelo que no desfallece ante cualquier argumentación racional o académica.
La expresión "dictadura de los Castro" ha sido, en buena medida, un sucedáneo crítico del término "raulismo" y busca enfatizar más las continuidades que las rupturas entre los gobiernos de un Castro y el otro. Mientras Fidel Castro gobernó, sobre todo, en sus últimos veinte años, que van de mediados de los 80 a mediados de los 2000 -lo que en la periodización oficial, sería entre la "Rectificación" y la "Batalla de Ideas"- y que fue, por cierto, su tramo más propiamente autocrático, la presencia de Raúl en el gobierno se vio siempre circunscrita al orden institucional del Partido, por entonces menos activo, y, desde luego, a las Fuerzas Armadas. Desde los años 60, el rol de Raúl Castro en el gobierno fue más subalterno y acotado que el de otros líderes o funcionarios, como el Che Guevara, Osvaldo Dorticós o Carlos Rafael Rodríguez y luego Carlos Aldana, Carlos Lage, Roberto Robaina o Felipe Pérez Roque, que cumplieron funciones decisivas en tres áreas claves: la política económica, la ideología oficial o las relaciones internacionales.
El largo gobierno de Fidel Castro no siempre tuvo la misma intensidad autocrática, aunque descansara sobre la premisa biológica de que el máximo líder gobernaría perpetuamente. En los 60, por los vaivenes ideológicos y geopolíticos que imponía la transacción con diversas corrientes internas. En los 70, por la compensación burocrática que produjo la institucionalización. La dimensión dinástica de ese gobierno se manifestó en la línea de sucesión a favor de Raúl Castro, planteada primero de manera informal en los 60, y, luego, a partir de 1975, con su designación como Segundo Secretario del Partido. Pero, en la práctica, quien más actuó como Vicepresidente o segundo al mando durante los años de la construcción del régimen comunista, en Cuba, fue Carlos Rafael Rodríguez. En esto el comunismo cubano se diferencia del único régimen dinástico de ese tipo, el norcoreano, en el que el hijo del Primer Secretario es por principio sucesor designado y subjefe del Estado.
La idea del régimen cubano como un comunismo o castrismo dinástico es rara en los estudios canónicos de los años 60 y 70. No la usan Theodore Draper, quien entendió estrictamente el castrismo como fidelismo, o Irving Louis Horowitz, quien, mucho más atinado, inscribió el régimen cubano en la tradición comunista y la experiencia del "socialismo real" en la URSS y Europa del Este. Tampoco aparece en los primeros historiadores de la Revolución Cubana o biógrafos de Fidel Castro, como Hugh Thomas o Tad Szulc. La transferencia de la expresión "dictadura de los Castro" al periodo de construcción del régimen comunista cubano, entre los años 60 y 70, es la típica operación teleológica por la cual la narrativa del pasado se pone en función del partidismo político en el presente.
Aunque en la mayoría de los medios occidentales no predomina la definición de lo que existe en Cuba como "dictadura de los Castro" -no sólo porque se prefieran palabras más neutras como "régimen" o "gobierno" sino porque no hay claridad sobre cuántos Castros están mandando en Cuba, además de que la recuperación del marco institucional y meritocrático del sistema cubano, descuidado desde los 80, es perceptible entre quienes siguen las noticias de la isla-, en buena parte de la oposición y el exilio cubanos se da por descontado que el régimen es dinástico. Dado que el poder ya pasó de las manos de un hermano a otro, ese exilio y esa oposición piensan que la nueva sucesión, en los dos próximos años, favorecerá a otro Castro. Tal definición del régimen podría estar confundiendo lo patrimonial con lo dinástico: una cosa es que haya familiares de Raúl Castro en posiciones importantes del régimen y otra que exista un esquema de sucesión hereditaria en las leyes e instituciones o en las reglas no escritas del comunismo cubano.
Me pregunto cómo se acomodaría el discurso anticastrista tradicional del exilio y la oposición a un proyecto sucesorio no dinástico, que favorezca a otros líderes del gobierno actual, en febrero de 2018. Un acomodo posible sería decir que esos eventuales gobernantes serán "títeres" de los Castro, mientras estos vivan. ¿Y cuándo mueran? ¿Seguirán la oposición y el exilio pensando el comunismo cubano como un castrismo dinástico? Puede ser. Siempre que haya un Castro en algún rincón de la clase política cubana, habrá pretexto para articular el argumento dinástico. Hay algo siciliano en esa manera de pensar y vivir el conflicto cubano, que tiene que ver con un duelo que no desfallece ante cualquier argumentación racional o académica.
domingo, 8 de noviembre de 2015
¿Qué fue la Revolución Cubana?
Mi libro Historia
mínima de la Revolución Cubana (2015) tuvo la suerte de generar polémica.
La idea de revolución que ahí se sostiene –un proceso de cambio económico,
político, social y cultural entre mediados de los 50 y mediados de los 70, que
culmina con la edificación de un nuevo Estado en 1976- tiene sentido para
muchos, especialmente para el lector no cubano, acostumbrado a pensar en
términos similares otras revoluciones, como la francesa, la rusa o la mexicana.
Pero la tesis, expuesta en ensayos previos como La máquina del olvido (2012), donde se distingue la Revolución
Cubana del régimen comunista o del modo castrista de gobierno, produce rechazo
en lectores cubanos, dentro o fuera de la isla. Lectores que, a veces, se
asumen como políticamente antagónicos, pero que comparten las mismas nociones
históricas.
Revolución
es, tal vez, el concepto más mistificado en la cultura política del siglo XX
cubano. No importa que hayan pasado sesenta años de la última revolución o
cuarenta de la constitución definitiva de un nuevo orden social y un nuevo
régimen político, que institucionalizó aquel cambio. Buena parte de la cultura
política sigue presa del maniqueísmo generado por el “evento” y piensa la
Revolución como epifanía del bien o del mal, como fundación o como trauma. En
el fondo, se trata de una mistificación paralela y especular: en la ideología
oficial, Revolución es sinónimo de patria, nación, socialismo, Fidel y Raúl; en
la ideología exiliada u opositora, es sinónimo de dictadura, totalitarismo,
comunismo o castrismo. Esa embrutecedora sinonimia no respeta el campo de
significación de cada concepto, ni acepta que la Revolución, cualquier
revolución, es algo diferente a un orden social, un régimen político, una
ideología, un líder o un gobierno.esis,
ya expuesta en en ensayos s, la de 1959, produjo un ro fuera de la isla.
in embargo, esa
tesis, ya expuesta en en ensayo En comentario que puede leerse
como síntesis de todas esas confusiones, más otras, derivadas de la incapacidad
para discernir los roles de la historia y la propaganda, de la academia y los
partidos o del intelectual y el político, Enrique del Risco desaprueba que en Historia mínima se caracterice a la Cuba
previa a 1959, como un “país subdesarrollado y desigual”. La frase aparece antecedida
de un “a pesar de las cifras”, en medio de varias páginas (19-22) dedicadas a considerar
las estadísticas económicas, sociales y políticas de Cuba, sobre todo entre los
años 40 y 50, que exponen a la isla como uno de los países más avanzados de
América Latina. Esa visión del antiguo régimen, que incluye por supuesto la
adelantada legislación electoral y constitucional heredada del 40 y la
modernidad de la esfera pública, va contra el relato de la historia oficial.
Sin embargo, en 1958, Cuba -como Venezuela y Uruguay, que tenían un PIB per cápita
superior- no era, según todos los organismos internacionales de entonces, un
país desarrollado ni igualitario, aunque su clase media y su economía crecieran
sostenidamente.
Dice
también Del Risco que en mi libro se presenta la elección racional de la vía
comunista y la alianza con la URSS de las nuevas élites del poder como un acto
“impersonal”. Creo que la palabra está mal utilizada, pero parece que quiere
decir que en Historia mínima se
sostiene que la radicalización comunista de 1960 no respondió a la decisión de
una o varias personas. Sin embargo, entre las páginas 108 y 112, se explica en
detalle que el giro al comunismo se produjo entre la primavera y el verano de
1960, luego de que las purgas de políticos moderados del primer gobierno
revolucionario pusieran el poder en manos de los que llamo “nuevos comunistas”,
especialmente, Fidel Castro, Raúl Castro y Ernesto Che Guevara.
Hay otro
momento de evidente manipulación en el artículo de Del Risco que es cuando me
atribuye sostener que la “política económica de la segunda mitad de los 60” se
debió al “deseo de Castro de serle leal al legado ideológico de Guevara”. La
frase correcta es “no es improbable que Fidel Castro intentara serle leal por
un tiempo” y se refiere, no a Guevara o a su “legado ideológico”, como tuerce
el comentarista, sino al modelo de planificación del financiamiento
presupuestario. Como se lee más adelante, la conclusión del libro es que a lo
sumo entre 1967 y 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, se produjo en la
práctica esa aproximación al guevarismo, ya que el modelo soviético subsistió y
se reforzó tras la zafra del 70.
Otro
momento en que la lectura de Del Risco demuestra ser más la que tenía
prefabricada en su mente antes de leer el libro, que la que el texto permite,
es cuando me hace sostener que la caída de Batista y el triunfo de la
Revolución se debieron a una “derrota militar” y hasta encuentra “épica” y
“heroísmo” en un texto deliberadamente frío. A las batallas de la Sierra –que en
un trance decimonónico lo llevan a hablar de la novela histórica de Fenimore
Cooper y Mark Twain- sólo se le dedican tres párrafos (pp. 88 y 89) y la caída
de Batista se explica, al igual que el
origen mismo de la insurrección, como un fenómeno centralmente político, en el
que jugó un papel decisivo no sólo la pérdida de legitimidad del régimen sino
el deterioro de la opción pacífica y electoral, una sociedad civil y una
opinión pública autónomas, el ascenso de la popularidad de los rebeldes y la
retirada del apoyo de Estados Unidos.
Entre todas
las manipulaciones de Historia mínima de
Enrique del Risco, la más evidente es la aseveración de que no se describe la
“voluntad de poder” de Fidel Castro. Creo, más bien, que lo que echa en falta es
que Fidel Castro no sea un personaje protagónico del texto hasta 1958. La razón
de esa centralidad tardía responde a que el libro se inclina por la tesis de
que hasta entonces Castro no es el único ni el principal líder de la Revolución.
Pero a partir de 1958 e incluso antes, desde 1957, la voluntad de poder de
Castro está expuesta por medio de sus actuaciones ante los pactos de México,
Miami y Caracas, la reunión de Altos de Mompié, donde se subordina el Llano a
la Sierra, sus ataques contra la oposición pacífica y electoral, su estrategia
hacia el Directorio Revolucionario y el Escambray y el acelerado control del gobierno
entre 1959 y 1960, más las sucesivas purgas posteriores que se narran en el
libro.
Tal vez Del
Risco y otros desaprueben que esa descripción del autoritarismo de Castro se
haga por vías narrativas e interpretativas, como las que corresponden a un
libro como el que escribí, y no a través de adjetivos o calificaciones. Mi
libro, en efecto, no es un panfleto de denuncia, una diatriba periodística, ni
siquiera un ensayo político, sino un texto académico de difusión histórica dirigido
a un público iberoamericano extenso, que ha estado mayormente familiarizado con
las versiones más míticas de la experiencia cubana. Pero respetando el género,
me atrevería a decir que uno de los ejes del relato es la construcción del
poder personal de Fidel Castro antes y después del triunfo de la Revolución de
1959.
Hay más desviaciones
del sentido del texto, pero prefiero concentrarme en las dos divergencias de
fondo. Sostienen Del Risco y otros que el concepto de “orden socialista” aparece
en lugar de las denominaciones del régimen político cubano que ellos prefieren
que son “dictadura de los Castros” o “totalitarismo” –términos, por cierto, teóricamente
contradictorios. La expresión “orden socialista”, que ha sido manejada por
muchos académicos en Estados Unidos, pero que no es de uso frecuente en el
discurso oficial, es el título de un capítulo que designa el periodo de la
institucionalización (1971-1976), así como “La dictadura” se refiere a los años
posteriores al golpe del 10 de marzo de 1952, no a los dos últimos gobiernos de
Batista que no fueron siempre dictatoriales, ya que la suspensión de garantías
constitucionales nunca fue permanente. La “Ofensiva Revolucionaria”, por su
parte, alude al bienio de 1967-68. No son nombres del régimen, son nociones
cronológicas, aunque bien podrían funcionar como conceptos integradores.
La fórmula
que más utilizo para designar al régimen político construido en Cuba desde los
años 60 y codificado constitucionalmente en 1976 es la de “régimen comunista” y
cuando uso el término oficial de
“socialismo” lo hago tras caracterizarlo como “marxista-leninista” o
“comunista” (p. 11). Todo comunismo ha
sido, desde el siglo XX, totalitario y el cubano no fue una excepción. Sin
embargo, dado que el periodo de ese régimen que me interesa captar es el de los
años soviéticos me parece más adecuado preservar esa denominación, entre otras cosas,
con el fin de remarcar su dimensión preterida, caduca o circunscrita a la
Guerra Fría. Cualquier lector poco apurado advertirá, sin embargo, que el
objetivo de ese capítulo no es únicamente narrar la construcción del Estado
totalitario sino también el control, la resistencia o el acomodo de la sociedad
civil al mismo. La represión de opositores o sectores subalternos, por medio de
ejecuciones, presidio, desplazamientos forzosos, UMAPs, actos de repudio y
otras formas de exclusión o disciplinamiento, es una constante en el libro y no
se detiene en 1960, como afirma Del Risco.
El término
“dictadura de los Castros” para definir el régimen político construido en Cuba
entre 1960 y 1976 tampoco me parece
pertinente por varias razones. En primer lugar, una dictadura es un régimen
autoritario, no totalitario, como el de Batista y todos los autoritarismos
latinoamericanos y caribeños. Pero además, el diseño final del régimen, sobre
todo a partir de 1971, generó una racionalidad institucional y burocrática que a
veces mediaba, aunque sin anularlas plenamente, las prácticas más unipersonales
del liderazgo. El voluntarismo y el despotismo de Fidel Castro son tangibles
antes y después de 1976, y se narran en el libro, pero si la Revolución es pensada
como un conflicto colectivo -“recurso colectivo” le llamaba el filósofo
mexicano José Vasconcelos en su libro ¿Qué
es la Revolución? (1937)- , donde
chocan un Estado en construcción y una sociedad que es integrada o excluida,
entonces es equivocado equipararla al castrismo.
Este último
–la sinonimia Revolución/ fidelismo/ castrismo- es, como señalamos aquí a
propósito de un libro de Duanel Díaz, el error más frecuente de la mayoría de
los estudios históricos producidos dentro y fuera de la isla –piénsese, por
ejemplo, en los libros de Mario Mencía o en los de Enrique Ros- y uno de los
peores incentivos al excepcionalismo cubano que predomina en los medios
occidentales. Y aunque Del Risco acepta que la Revolución ha concluido, funde
la significación del fenómeno y su periodización con una historia previa o
posterior a 1960 o a 1976, que tendría como centro la figura ya no de un Castro
sino de dos. Por eso, en la tradicional yuxtaposición entre historia de la
Revolución y biografía de los Castro me pide que hable del “bonchismo” y el
“gangsterismo” de los 40 o que me refiera a episodios de los últimos años como
las muertes de Orlando Zapata, Oswaldo Payá y Laura Pollán. Es lógico: el
presente absorbe su visión del pasado y, en buena medida, lo tergiversa porque
la categoría de castrismo sólo capta una parte de la experiencia
revolucionaria, así como la expresión “dictadura de los Castros” resulta
extemporánea o reduccionista para pensar la construcción del comunismo cubano entre
1960 y 1976.
Una Revolución no es un régimen o
un gobierno, ni una conspiración, un golpe de Estado o una revuelta. El
concepto de Revolución es insustituible: no puede ser reemplazado por el nombre
del sistema político o por el estilo o la técnica de poder de su máximo líder. Esa
técnica de poder, por cierto, no tiene tanto que ver con la “mafia”, como
aseguran Del Risco y otros, como con algo anterior: el maquiavelismo. Como ha
observado Diego Gambetta en su sociología de la mafia siciliana, los capos,
como hoy los narcotraficantes y antes todos los caudillos latinoamericanos,
desde Juan Manuel de Rosas hasta Porfirio Díaz, no hicieron más que adaptar las
técnicas de poder que Maquiavelo recomendaba al Príncipe a una conducción
personal, familiar o patrimonial de los asuntos del Estado. En esto Fidel
Castro no fue muy diferente a cualquier otro dictador latinoamericano: la
diferencia residió, justamente, en el régimen comunista desde el cual operó la
política doméstica e internacional de Cuba por casi medio siglo.
No creo que Richard Rorty, con su
fuerte ascendencia trotskista –ver, por ejemplo, su ejemplar ensayo “León
Trotsky y las orquídeas silvestres”-, aceptara aquello de que si las palabras “Revolución”,
“socialismo” o “comunismo” han sido simbólicamente confiscadas por el rival
político, deben ser reemplazadas por otras más peyorativas, aunque signifiquen
cosas distintas. Sería como pedirle a un historiador ruso que confundiera la
historia de la Revolución rusa con el leninismo o el stalinismo o a un mexicano
que hablara, en vez de la Revolución Mexicana, del régimen priísta o del
“maximato” o el “cardenismo”. Algunos críticos parecen haber leído Historia mínima buscando palabras de
denuncia y no hechos, situaciones o conflictos narrados e interpretados. De ahí
que su lectura esté lastrada por los imperativos del partidismo político
anticastrista y no dé crédito a un debate historiográfico que puede contribuir intelectualmente
a la democratización de Cuba.
El rechazo a “la academia”, por supuesta complicidad con el régimen o por su mayoritario respaldo al restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba o –lo que es más equivocado y contraproducente- por su contribución a la “victoria del castrismo”, es buena muestra de ese otro anti-intelectualismo que demanda verticalidad y compromiso con una causa, a costa del rigor conceptual y de la diversidad de saberes públicos. No existe, no puede existir, una única forma de hablar o escribir sobre un fenómeno del pasado o el presente, y mucho menos puede postularse la superioridad moral o política de un lenguaje, sobre la base de su pretendida eficacia crítica. La crítica, en resumidas cuentas, depende también de la precisión terminológica y no debería ceder al chantaje de los clichés de la opinión pública.
El rechazo a “la academia”, por supuesta complicidad con el régimen o por su mayoritario respaldo al restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba o –lo que es más equivocado y contraproducente- por su contribución a la “victoria del castrismo”, es buena muestra de ese otro anti-intelectualismo que demanda verticalidad y compromiso con una causa, a costa del rigor conceptual y de la diversidad de saberes públicos. No existe, no puede existir, una única forma de hablar o escribir sobre un fenómeno del pasado o el presente, y mucho menos puede postularse la superioridad moral o política de un lenguaje, sobre la base de su pretendida eficacia crítica. La crítica, en resumidas cuentas, depende también de la precisión terminológica y no debería ceder al chantaje de los clichés de la opinión pública.
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