Mi libro
Historia
mínima de la Revolución Cubana (2015) tuvo la suerte de generar polémica.
La idea de revolución que ahí se sostiene –un proceso de cambio económico,
político, social y cultural entre mediados de los 50 y mediados de los 70, que
culmina con la edificación de un nuevo Estado en 1976- tiene sentido para
muchos, especialmente para el lector no cubano, acostumbrado a pensar en
términos similares otras revoluciones, como la francesa, la rusa o la mexicana.
Pero la tesis, expuesta en ensayos previos como
La máquina del olvido (2012), donde se distingue la Revolución
Cubana del régimen comunista o del modo castrista de gobierno, produce rechazo
en lectores cubanos, dentro o fuera de la isla. Lectores que, a veces, se
asumen como políticamente antagónicos, pero que comparten las mismas nociones
históricas.
Revolución
es, tal vez, el concepto más mistificado en la cultura política del siglo XX
cubano. No importa que hayan pasado sesenta años de la última revolución o
cuarenta de la constitución definitiva de un nuevo orden social y un nuevo
régimen político, que institucionalizó aquel cambio. Buena parte de la cultura
política sigue presa del maniqueísmo generado por el “evento” y piensa la
Revolución como epifanía del bien o del mal, como fundación o como trauma. En
el fondo, se trata de una mistificación paralela y especular: en la ideología
oficial, Revolución es sinónimo de patria, nación, socialismo, Fidel y Raúl; en
la ideología exiliada u opositora, es sinónimo de dictadura, totalitarismo,
comunismo o castrismo. Esa embrutecedora sinonimia no respeta el campo de
significación de cada concepto, ni acepta que la Revolución, cualquier
revolución, es algo diferente a un orden social, un régimen político, una
ideología, un líder o un gobierno.esis,
ya expuesta en en ensayos s, la de 1959, produjo un ro fuera de la isla.
in embargo, esa
tesis, ya expuesta en en ensayo En
comentario que puede leerse
como síntesis de todas esas confusiones, más otras, derivadas de la incapacidad
para discernir los roles de la historia y la propaganda, de la academia y los
partidos o del intelectual y el político, Enrique del Risco desaprueba que en
Historia mínima se caracterice a la Cuba
previa a 1959, como un “país subdesarrollado y desigual”. La frase aparece antecedida
de un “a pesar de las cifras”, en medio de varias páginas (19-22) dedicadas a considerar
las estadísticas económicas, sociales y políticas de Cuba, sobre todo entre los
años 40 y 50, que exponen a la isla como uno de los países más avanzados de
América Latina. Esa
visión del antiguo régimen, que incluye por supuesto la
adelantada legislación electoral y constitucional heredada del 40 y la
modernidad de la esfera pública, va contra el relato de la historia oficial.
Sin embargo, en 1958, Cuba -como Venezuela y Uruguay, que tenían un PIB per cápita
superior- no era, según todos los organismos internacionales de entonces, un
país desarrollado ni igualitario, aunque su clase media y su economía crecieran
sostenidamente.
Dice
también Del Risco que en mi libro se presenta la elección racional de la vía
comunista y la alianza con la URSS de las nuevas élites del poder como un acto
“impersonal”. Creo que la palabra está mal utilizada, pero parece que quiere
decir que en Historia mínima se
sostiene que la radicalización comunista de 1960 no respondió a la decisión de
una o varias personas. Sin embargo, entre las páginas 108 y 112, se explica en
detalle que el giro al comunismo se produjo entre la primavera y el verano de
1960, luego de que las purgas de políticos moderados del primer gobierno
revolucionario pusieran el poder en manos de los que llamo “nuevos comunistas”,
especialmente, Fidel Castro, Raúl Castro y Ernesto Che Guevara.
Hay otro
momento de evidente manipulación en el artículo de Del Risco que es cuando me
atribuye sostener que la “política económica de la segunda mitad de los 60” se
debió al “deseo de Castro de serle leal al legado ideológico de Guevara”. La
frase correcta es “no es improbable que Fidel Castro intentara serle leal por
un tiempo” y se refiere, no a Guevara o a su “legado ideológico”, como tuerce
el comentarista, sino al modelo de planificación del financiamiento
presupuestario. Como se lee más adelante, la conclusión del libro es que a lo
sumo entre 1967 y 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, se produjo en la
práctica esa aproximación al guevarismo, ya que el modelo soviético subsistió y
se reforzó tras la zafra del 70.
Otro
momento en que la lectura de Del Risco demuestra ser más la que tenía
prefabricada en su mente antes de leer el libro, que la que el texto permite,
es cuando me hace sostener que la caída de Batista y el triunfo de la
Revolución se debieron a una “derrota militar” y hasta encuentra “épica” y
“heroísmo” en un texto deliberadamente frío. A las batallas de la Sierra –que en
un trance decimonónico lo llevan a hablar de la novela histórica de Fenimore
Cooper y Mark Twain- sólo se le dedican tres párrafos (pp. 88 y 89) y la caída
de Batista se explica, al igual que el
origen mismo de la insurrección, como un fenómeno centralmente político, en el
que jugó un papel decisivo no sólo la pérdida de legitimidad del régimen sino
el deterioro de la opción pacífica y electoral, una sociedad civil y una
opinión pública autónomas, el ascenso de la popularidad de los rebeldes y la
retirada del apoyo de Estados Unidos.
Entre todas
las manipulaciones de Historia mínima de
Enrique del Risco, la más evidente es la aseveración de que no se describe la
“voluntad de poder” de Fidel Castro. Creo, más bien, que lo que echa en falta es
que Fidel Castro no sea un personaje protagónico del texto hasta 1958. La razón
de esa centralidad tardía responde a que el libro se inclina por la tesis de
que hasta entonces Castro no es el único ni el principal líder de la Revolución.
Pero a partir de 1958 e incluso antes, desde 1957, la voluntad de poder de
Castro está expuesta por medio de sus actuaciones ante los pactos de México,
Miami y Caracas, la reunión de Altos de Mompié, donde se subordina el Llano a
la Sierra, sus ataques contra la oposición pacífica y electoral, su estrategia
hacia el Directorio Revolucionario y el Escambray y el acelerado control del gobierno
entre 1959 y 1960, más las sucesivas purgas posteriores que se narran en el
libro.
Tal vez Del
Risco y otros desaprueben que esa descripción del autoritarismo de Castro se
haga por vías narrativas e interpretativas, como las que corresponden a un
libro como el que escribí, y no a través de adjetivos o calificaciones. Mi
libro, en efecto, no es un panfleto de denuncia, una diatriba periodística, ni
siquiera un ensayo político, sino un texto académico de difusión histórica dirigido
a un público iberoamericano extenso, que ha estado mayormente familiarizado con
las versiones más míticas de la experiencia cubana. Pero respetando el género,
me atrevería a decir que uno de los ejes del relato es la construcción del
poder personal de Fidel Castro antes y después del triunfo de la Revolución de
1959.
Hay más desviaciones
del sentido del texto, pero prefiero concentrarme en las dos divergencias de
fondo. Sostienen Del Risco y otros que el concepto de “orden socialista” aparece
en lugar de las denominaciones del régimen político cubano que ellos prefieren
que son “dictadura de los Castros” o “totalitarismo” –términos, por cierto, teóricamente
contradictorios. La expresión “orden socialista”, que ha sido manejada por
muchos académicos en Estados Unidos, pero que no es de uso frecuente en el
discurso oficial, es el título de un capítulo que designa el periodo de la
institucionalización (1971-1976), así como “La dictadura” se refiere a los años
posteriores al golpe del 10 de marzo de 1952, no a los dos últimos gobiernos de
Batista que no fueron siempre dictatoriales, ya que la suspensión de garantías
constitucionales nunca fue permanente. La “Ofensiva Revolucionaria”, por su
parte, alude al bienio de 1967-68. No son nombres del régimen, son nociones
cronológicas, aunque bien podrían funcionar como conceptos integradores.
La fórmula
que más utilizo para designar al régimen político construido en Cuba desde los
años 60 y codificado constitucionalmente en 1976 es la de “régimen comunista” y
cuando uso el término oficial de
“socialismo” lo hago tras caracterizarlo como “marxista-leninista” o
“comunista” (p. 11). Todo comunismo ha
sido, desde el siglo XX, totalitario y el cubano no fue una excepción. Sin
embargo, dado que el periodo de ese régimen que me interesa captar es el de los
años soviéticos me parece más adecuado preservar esa denominación, entre otras cosas,
con el fin de remarcar su dimensión preterida, caduca o circunscrita a la
Guerra Fría. Cualquier lector poco apurado advertirá, sin embargo, que el
objetivo de ese capítulo no es únicamente narrar la construcción del Estado
totalitario sino también el control, la resistencia o el acomodo de la sociedad
civil al mismo. La represión de opositores o sectores subalternos, por medio de
ejecuciones, presidio, desplazamientos forzosos, UMAPs, actos de repudio y
otras formas de exclusión o disciplinamiento, es una constante en el libro y no
se detiene en 1960, como afirma Del Risco.
El término
“dictadura de los Castros” para definir el régimen político construido en Cuba
entre 1960 y 1976 tampoco me parece
pertinente por varias razones. En primer lugar, una dictadura es un régimen
autoritario, no totalitario, como el de Batista y todos los autoritarismos
latinoamericanos y caribeños. Pero además, el diseño final del régimen, sobre
todo a partir de 1971, generó una racionalidad institucional y burocrática que a
veces mediaba, aunque sin anularlas plenamente, las prácticas más unipersonales
del liderazgo. El voluntarismo y el despotismo de Fidel Castro son tangibles
antes y después de 1976, y se narran en el libro, pero si la Revolución es pensada
como un conflicto colectivo -“recurso colectivo” le llamaba el filósofo
mexicano José Vasconcelos en su libro ¿Qué
es la Revolución? (1937)- , donde
chocan un Estado en construcción y una sociedad que es integrada o excluida,
entonces es equivocado equipararla al castrismo.
Este último
–la sinonimia Revolución/ fidelismo/ castrismo- es, como señalamos aquí a
propósito de un
libro de Duanel Díaz, el error más frecuente de la mayoría de
los estudios históricos producidos dentro y fuera de la isla –piénsese, por
ejemplo, en los libros de Mario Mencía o en los de Enrique Ros- y uno de los
peores incentivos al excepcionalismo cubano que predomina en los medios
occidentales. Y aunque Del Risco acepta que la Revolución ha concluido, funde
la significación del fenómeno y su periodización con una historia previa o
posterior a 1960 o a 1976, que tendría como centro la figura ya no de un Castro
sino de dos. Por eso, en la tradicional yuxtaposición entre historia de la
Revolución y biografía de los Castro me pide que hable del “bonchismo” y el
“gangsterismo” de los 40 o que me refiera a episodios de los últimos años como
las muertes de Orlando Zapata, Oswaldo Payá y Laura Pollán. Es lógico: el
presente absorbe su visión del pasado y, en buena medida, lo tergiversa porque
la categoría de castrismo sólo capta una parte de la experiencia
revolucionaria, así como la expresión “dictadura de los Castros” resulta
extemporánea o reduccionista para pensar la construcción del comunismo cubano entre
1960 y 1976.
Una Revolución no es un régimen o
un gobierno, ni una conspiración, un golpe de Estado o una revuelta. El
concepto de Revolución es insustituible: no puede ser reemplazado por el nombre
del sistema político o por el estilo o la técnica de poder de su máximo líder. Esa
técnica de poder, por cierto, no tiene tanto que ver con la “mafia”, como
aseguran Del Risco y otros, como con algo anterior: el maquiavelismo. Como ha
observado Diego Gambetta en su sociología de la mafia siciliana, los capos,
como hoy los narcotraficantes y antes todos los caudillos latinoamericanos,
desde Juan Manuel de Rosas hasta Porfirio Díaz, no hicieron más que adaptar las
técnicas de poder que Maquiavelo recomendaba al Príncipe a una conducción
personal, familiar o patrimonial de los asuntos del Estado. En esto Fidel
Castro no fue muy diferente a cualquier otro dictador latinoamericano: la
diferencia residió, justamente, en el régimen comunista desde el cual operó la
política doméstica e internacional de Cuba por casi medio siglo.
No creo que Richard Rorty, con su
fuerte ascendencia trotskista –ver, por ejemplo, su ejemplar
ensayo “León
Trotsky y las orquídeas silvestres”-, aceptara aquello de que si las palabras “Revolución”,
“socialismo” o “comunismo” han sido simbólicamente confiscadas por el rival
político, deben ser reemplazadas por otras más peyorativas, aunque signifiquen
cosas distintas. Sería como pedirle a un historiador ruso que confundiera la
historia de la Revolución rusa con el leninismo o el stalinismo o a un mexicano
que hablara, en vez de la Revolución Mexicana, del régimen priísta o del
“maximato” o el “cardenismo”. Algunos críticos parecen haber leído
Historia mínima buscando palabras de
denuncia y no hechos, situaciones o conflictos narrados e interpretados. De ahí
que su lectura esté lastrada por los imperativos del partidismo político
anticastrista y no dé crédito a un debate historiográfico que puede contribuir intelectualmente
a la democratización de Cuba.
El rechazo a “la academia”, por
supuesta complicidad con el régimen o por su mayoritario respaldo al
restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba o –lo que es más
equivocado y contraproducente- por su contribución a la “victoria del
castrismo”, es buena muestra de ese otro anti-intelectualismo que demanda
verticalidad y compromiso con una causa, a costa del rigor conceptual y de la
diversidad de saberes públicos. No existe, no puede existir, una única forma de
hablar o escribir sobre un fenómeno del pasado o el presente, y mucho menos
puede postularse la superioridad moral o política de un lenguaje, sobre la base
de su pretendida eficacia crítica. La crítica, en resumidas cuentas, depende también
de la precisión terminológica y no debería ceder al chantaje de los clichés de la
opinión pública.
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