En Weimar, Jena y otras ciudades de Turingia abundan las estatuas de Goethe y Schiller. En la plaza central de Weimar, donde vivieron ambos, están los dos, de espaldas al teatro donde se fundó la primera república alemana y frente por frente de la que sería la primera sede de la Bauhaus. También en Weimar, delante de la iglesia que tiene el tríptico de Lucas Cranach en el altar, se levanta una estatua magnífica de Herder. Son estatuas de fines del siglo XIX, como las de los hermanos Humboldt en Unter den Linden, a la entrada de la universidad de Berlín, o la de Schiller en la Gendarmenmarkt. La buena conservación de esos monumentos es señal de la vitalidad del culto al Sturm und Drang y a la Ilustración durante el turbulento siglo XX alemán. Los ilustrados sobrevivieron bien al nazismo y al comunismo en la Alemania del Este.
En una visita reciente a Jena me sorprendió constatar, junto los magníficos Goethe, Schiller y Herder de Weimar, una pequeña estatua de Hegel a la entrada de la universidad. Aunque la inscripción no dice el año de la construcción, es evidente que se trata de un monumento de la época de la RDA. El joven Hegel, el de las conferencias de Jena, antes de la redacción de la Fenomenología del espíritu, fue leído por los marxistas de ambas Alemanias como una suerte de antídoto contra el segundo, el emperador de la metafísica y la lógica. En la Alemania federal, Jürgen Habermas, tomaría a ese Hegel como guía de su teorización de la acción comunicativa. Pero en el lado comunista, desde los tempranos ensayos de Lukács y Bloch, filósofos como Robert Havemann, Helmut Seidel e, incluso, el disidente Rudolf Bahro, también se encomendaron al joven Hegel para cuestionar el materialismo vulgar y revitalizar la teoría marxista.
La industria alemana de la memoria, como recuerda Gerard Raulet en un libro fascinante sobre el marxismo en la RDA, no es un fenómeno enteramente nuevo, posterior a la caída del Muro de Berlín. Antes de la unificación alemana, había en el lado comunista una tendencia a la recuperación histórica del periodo de la República de Weimar e, incluso, del imperio guillermino. Mientras los filósofos desempolvaban al joven Hegel del periodo de Jena, anterior al encuentro con Napoleón y a la epifanía de la "idea absoluta a caballo", los historiadores volvían los ojos a la grandeza prusiana de los tiempos de Otto von Bismarck. Fue justamente un historiador de la Alemania comunista, Ernst Engelberg, quien escribiría la más completa biografía de Bismarck en 1985.
Libros del crepúsculo
lunes, 4 de mayo de 2015
martes, 28 de abril de 2015
Duelo y juego
El Memorial a las víctimas judías del nazismo, en Berlín, al sur de la puerta de Brandenburgo, frente al Tiergarten, más específicamente en el área que abre la intersección entre las calles Hannah Arendt y Cora Berliner, fue diseñado por el arquitecto norteamericano Peter Eisenman. Según la documentación que difunde el propio monumento, la idea original era que aquel campo de bloques de concreto, sobre una superficie ondulada, produjera en el transeúnte una experiencia laberíntica, de desorientación y soledad, que lo transportaran a la situación límite de las víctimas y los sobrevivientes del holocausto.
En los bajos del Memorial, yace un pequeño archivo gráfico, que documenta la monstruosa estadística del nazismo. Los diseñadores fueron cuidadosos a la hora de elaborar el terrible censo, ya que entre los millones de muertos producidos por aquel totalitarismo no sólo incluyeron a los judíos sino también a gitanos Sinti y Roma, checos, polacos y húngaros, socialistas alemanes y campesinos soviéticos. Una de las estancias más impactantes del sótano del Memorial es la que proyecta sobre el suelo decenas de fragmentos de cartas, postales y diarios redactados por prisioneros de los campos de concentración y exterminio, muchos de ellos, niños.
La idea de Eisenman fue construir un lugar de duelo, pero era inevitable que una estructura laberíntica como la del campo de bloques de concreto, invite al juego. Niños de la misma edad de los que abajo escriben a sus seres queridos, sin esperanza ya de volverlos a ver, corren entre los rectángulos de cemento, jugando a las escondidas o a los atrapados. Duelo y juego o duelo a través del juego es la sensación que finalmente se apodera del espectador en medio del Memorial, sobre todo, si se observa el juego de los niños, arriba, luego de haber leído los últimos testimonios escritos de las víctimas, abajo.
En los bajos del Memorial, yace un pequeño archivo gráfico, que documenta la monstruosa estadística del nazismo. Los diseñadores fueron cuidadosos a la hora de elaborar el terrible censo, ya que entre los millones de muertos producidos por aquel totalitarismo no sólo incluyeron a los judíos sino también a gitanos Sinti y Roma, checos, polacos y húngaros, socialistas alemanes y campesinos soviéticos. Una de las estancias más impactantes del sótano del Memorial es la que proyecta sobre el suelo decenas de fragmentos de cartas, postales y diarios redactados por prisioneros de los campos de concentración y exterminio, muchos de ellos, niños.
La idea de Eisenman fue construir un lugar de duelo, pero era inevitable que una estructura laberíntica como la del campo de bloques de concreto, invite al juego. Niños de la misma edad de los que abajo escriben a sus seres queridos, sin esperanza ya de volverlos a ver, corren entre los rectángulos de cemento, jugando a las escondidas o a los atrapados. Duelo y juego o duelo a través del juego es la sensación que finalmente se apodera del espectador en medio del Memorial, sobre todo, si se observa el juego de los niños, arriba, luego de haber leído los últimos testimonios escritos de las víctimas, abajo.
viernes, 17 de abril de 2015
La izquierda y el intelectual público en Puerto Rico
Carlos Pabón es un nombre ineludible cuando se piensa en el estado de la esfera pública y el campo intelectual de San Juan, Puerto Rico, en las dos últimas décadas. Profesor de Historia en el recinto de Río Piedras, Pabón pertenece a la generación de académicos y escritores que en los años 90 introdujo el repertorio del pensamiento postmoderno en el debate cultural y político de la isla. Su obra y la de otros de la misma generación, como Juan Duchesne Winter, Juan Carlos Quintero-Herencia, Aurea María Sotomayor, Arturo Torrecilla, Rubén Ríos Ávila, Juan Gelpí..., nucleados en torno a algunas revistas de aquellos años, como Nómada, Bordes y Postdata, es un testimonio de las reverberaciones que el postmodernismo produjo en América Latina y, especialmente, en el Caribe, a la altura del cambio de siglo.
En casi todos aquellos intelectuales, como en los de la misma generación en Cuba, los referentes postmodernos y postestructuralistas engrosaron una plataforma de cuestionamiento del nacionalismo, el marxismo ortodoxo, la homofobia, el machismo y el racismo, que reproducían los discursos identificatorios de la izquierda o la derecha. Si hay un libro emblemático de aquella insurgencia discursiva, en lo que a la crítica del nacionalismo puertorriqueño, independentista o autonomista, se refiere, es Nación postmortem: Ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad (2002). En algunos viajes que hice a San Juan, entre fines de los 90 y principios de los 2000, pude constatar la desestabilización de creencias y estereotipos que provocó uno de los ensayos de aquel libro, titulado "De Albizu a Madonna. Para armar y desarmar la nacionalidad", movilizando una suerte de cruzada contra el postmodernismo entre nacionalistas y marxistas puertorriqueños, muy parecida a la que se vivía por esos mismos años en Cuba.
En la última década, Pabón se ha movido hacia temas relacionados con la historia mundial, el holocausto y la violencia en el siglo XX. Afortunadamente, el ensayista ha hecho un alto en sus investigaciones y ha reunido sus intervenciones más recientes en el debate puertorriqueño, que siente, no sin nostalgia por los 90, cada vez más apagado. Otra vez el tema del status de Puerto Rico -independencia, estado libre asociado, estadidad- vuelve a ser interrogado aquí, junto con una revisión histórica del legado de las izquierdas nacionalistas y socialistas de la mayor pertinencia, la crítica al debilitamiento de la figura del intelectual público en la era digital o interpelaciones de fenómenos coyunturales, en los que se cifra buena parte de los dilemas del campo intelectual, como la última huelga estudiantil.
El título del nuevo libro de Pabón no podría ser más preciso: Polémicas: políticas, intelectuales, violencia (2014). Las lecturas de Pabón han cambiado ligeramente -sigue leyendo a Arendt y a Benjamin, todavía cita a Foucault y a Lyotard y sigue suscribiendo el ideal de una "democracia plural y radicalizada" de Laclau y Mouffe, a la vez que se abre más a pensadores neomarxistas como Jacques Ranciére y Slavoj Zizek y reitera su interés en el nuevo concepto de "lo común", desarrollado por la socióloga mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar-, pero su gesto teórico es el mismo: crítica de los esencialismos y las fáciles teleologías, llamados a historiar sin complacencias la izquierda y a vindicar el rol del intelectual público, aún en tiempos de globalización e internet.
En el ensayo "¿Qué queda de la izquierda?", Pabón compendia sus argumentos y expone la continuidad de su obra crítica. La izquierda nacionalista o socialista en Puerto Rico -¿habría que agregar que también en Cuba y América Latina?- no rompe aún con las viejas visiones identitarias de la sociedad y prefiere aferrarse, por mero instinto populista o electoral, al fetiche de la soberanía, antes que reconocer las nuevas formas de subjetivación política que está produciendo el siglo XXI, ya sea para capitalizarlas a su favor o para resistirlas desde discursos y prácticas alternativos. No todo lo que está produciendo este siglo, en materia de constitución de nuevos sujetos políticos, es favorable a la democracia, según Pabón. La fragmentación de la esfera pública, por ejemplo, tiene sus ventajas para la visibilidad de la heterogeneidad civil, pero sus desventajas a la hora de vertebrar marcos deliberativos y críticos en la sociedad política.
En casi todos aquellos intelectuales, como en los de la misma generación en Cuba, los referentes postmodernos y postestructuralistas engrosaron una plataforma de cuestionamiento del nacionalismo, el marxismo ortodoxo, la homofobia, el machismo y el racismo, que reproducían los discursos identificatorios de la izquierda o la derecha. Si hay un libro emblemático de aquella insurgencia discursiva, en lo que a la crítica del nacionalismo puertorriqueño, independentista o autonomista, se refiere, es Nación postmortem: Ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad (2002). En algunos viajes que hice a San Juan, entre fines de los 90 y principios de los 2000, pude constatar la desestabilización de creencias y estereotipos que provocó uno de los ensayos de aquel libro, titulado "De Albizu a Madonna. Para armar y desarmar la nacionalidad", movilizando una suerte de cruzada contra el postmodernismo entre nacionalistas y marxistas puertorriqueños, muy parecida a la que se vivía por esos mismos años en Cuba.
En la última década, Pabón se ha movido hacia temas relacionados con la historia mundial, el holocausto y la violencia en el siglo XX. Afortunadamente, el ensayista ha hecho un alto en sus investigaciones y ha reunido sus intervenciones más recientes en el debate puertorriqueño, que siente, no sin nostalgia por los 90, cada vez más apagado. Otra vez el tema del status de Puerto Rico -independencia, estado libre asociado, estadidad- vuelve a ser interrogado aquí, junto con una revisión histórica del legado de las izquierdas nacionalistas y socialistas de la mayor pertinencia, la crítica al debilitamiento de la figura del intelectual público en la era digital o interpelaciones de fenómenos coyunturales, en los que se cifra buena parte de los dilemas del campo intelectual, como la última huelga estudiantil.
El título del nuevo libro de Pabón no podría ser más preciso: Polémicas: políticas, intelectuales, violencia (2014). Las lecturas de Pabón han cambiado ligeramente -sigue leyendo a Arendt y a Benjamin, todavía cita a Foucault y a Lyotard y sigue suscribiendo el ideal de una "democracia plural y radicalizada" de Laclau y Mouffe, a la vez que se abre más a pensadores neomarxistas como Jacques Ranciére y Slavoj Zizek y reitera su interés en el nuevo concepto de "lo común", desarrollado por la socióloga mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar-, pero su gesto teórico es el mismo: crítica de los esencialismos y las fáciles teleologías, llamados a historiar sin complacencias la izquierda y a vindicar el rol del intelectual público, aún en tiempos de globalización e internet.
En el ensayo "¿Qué queda de la izquierda?", Pabón compendia sus argumentos y expone la continuidad de su obra crítica. La izquierda nacionalista o socialista en Puerto Rico -¿habría que agregar que también en Cuba y América Latina?- no rompe aún con las viejas visiones identitarias de la sociedad y prefiere aferrarse, por mero instinto populista o electoral, al fetiche de la soberanía, antes que reconocer las nuevas formas de subjetivación política que está produciendo el siglo XXI, ya sea para capitalizarlas a su favor o para resistirlas desde discursos y prácticas alternativos. No todo lo que está produciendo este siglo, en materia de constitución de nuevos sujetos políticos, es favorable a la democracia, según Pabón. La fragmentación de la esfera pública, por ejemplo, tiene sus ventajas para la visibilidad de la heterogeneidad civil, pero sus desventajas a la hora de vertebrar marcos deliberativos y críticos en la sociedad política.
viernes, 10 de abril de 2015
¿Qué tan cubanas fueron las guerrillas latinoamericanas?
Durante muchos años, los principales estudios sobre las guerrillas latinoamericanas de los años 60 y 70, partieron de la premisa de que todos o casi todos los movimientos armados rurales y urbanos de aquellos años fueron diseñados y ejecutados por el equipo del comandante Manuel Piñeiro en Cuba. Esa es una de las ideas centrales de libros como Guerrillas and Revolution in Latin America (1992) de Timothy Wickam-Crowley, Guerrillas en América Latina (1997) de Gabriel Gaspar y, sobre todo, La utopía desarmada (1993) de Jorge G. Castañeda.
En los últimos años, una nueva generación de historiadores y, sobre todo, historiadoras, especialmente en el Cono Sur, está reconstruyendo la experiencia de la lucha armada rural y urbana en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, entre los 60 y 70, con una perspectiva más afincada en los contextos nacionales y locales de aquellos movimientos, que, sin negar la fuerza del referente cubano y la intervención del gobierno de la isla en aquellos procesos, llama la atención sobre disimilitudes y divergencias ideológicas y políticas con La Habana.
La historiadora argentina Inés Nercesian, en su libro La política en armas y las armas de la política. Brasil, Chile y Uruguay.1950-1970 (2013), argumenta que las vías insurreccionales en el Cono Sur aparecen antes o a la vez que en Cuba, dentro de las izquierdas populistas y socialistas -no tanto las comunistas- y que, en varios momentos, experimentaron fricciones tácticas y estratégicas con el modelo del foco guerrillero. El caso brasileño de la guerrilla urbana de Carlos Marighella, quien se había identificado con las tesis insurreccionales maoístas desde antes del triunfo de la Revolución Cubana, es bastante ilustrativo. Marighella viajó a La Habana y participó en la OSPAAAL, pero su Minimanual del guerrillero urbano tiene notables diferencias con las tesis del Che Guevara y Regis Debray sobre el foco.
Algo similar sostiene la historiadora Eugenia Palieraki para el caso chileno. En una investigación sobre el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), Palieraki sostiene que a mediados de los 60 Miguel Enríquez y otros líderes de esa corriente tienen una ruptura, similar a la que se vivió en Argentina entre Santucho, el EPR y Moreno, con corrientes comunistas y trotskistas que proponían subordinar la lucha armada a la política. El debate entre Miguel Enríquez y Luis Vitale, reconstruido por Palieraki, es muy parecido al de Santucho y Moreno en Argentina, estudiado por Martín Mangiantini y que comentamos hace poco aquí. Sin embargo, Palieraki, como Nercesian, sostiene que la dinámica de la guerrilla urbana en Chile también se diferenciaba de las tesis guevaristas y que el enfoque de la influencia cubana es "insatisfactorio".
Otro estudio reciente que, de algún modo, sintetiza esta nueva corriente historiográfica sobre las guerrillas suramericanas es el de la también argentina Julieta Bartoletti. A partir de una investigación sobre Montoneros, Bartoletti ha intentado reclasificar las guerrillas rurales y urbanas latinoamericanas de los 60 y 70, cuestionando buena parte de las visiones sobre aquellos movimientos, producidas hasta los años 90 por lo menos. Una premisa puesta en cuestión por Bartoletti es, precisamente, la de la periodización que situaba el foquismo en los 60, las guerrillas urbanas en los 70 y las organizaciones político-militares a fines de esta década. Otra, la del "origen cubano" de la mayoría de aquellos movimientos.
En los últimos años, una nueva generación de historiadores y, sobre todo, historiadoras, especialmente en el Cono Sur, está reconstruyendo la experiencia de la lucha armada rural y urbana en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, entre los 60 y 70, con una perspectiva más afincada en los contextos nacionales y locales de aquellos movimientos, que, sin negar la fuerza del referente cubano y la intervención del gobierno de la isla en aquellos procesos, llama la atención sobre disimilitudes y divergencias ideológicas y políticas con La Habana.
La historiadora argentina Inés Nercesian, en su libro La política en armas y las armas de la política. Brasil, Chile y Uruguay.1950-1970 (2013), argumenta que las vías insurreccionales en el Cono Sur aparecen antes o a la vez que en Cuba, dentro de las izquierdas populistas y socialistas -no tanto las comunistas- y que, en varios momentos, experimentaron fricciones tácticas y estratégicas con el modelo del foco guerrillero. El caso brasileño de la guerrilla urbana de Carlos Marighella, quien se había identificado con las tesis insurreccionales maoístas desde antes del triunfo de la Revolución Cubana, es bastante ilustrativo. Marighella viajó a La Habana y participó en la OSPAAAL, pero su Minimanual del guerrillero urbano tiene notables diferencias con las tesis del Che Guevara y Regis Debray sobre el foco.
Algo similar sostiene la historiadora Eugenia Palieraki para el caso chileno. En una investigación sobre el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), Palieraki sostiene que a mediados de los 60 Miguel Enríquez y otros líderes de esa corriente tienen una ruptura, similar a la que se vivió en Argentina entre Santucho, el EPR y Moreno, con corrientes comunistas y trotskistas que proponían subordinar la lucha armada a la política. El debate entre Miguel Enríquez y Luis Vitale, reconstruido por Palieraki, es muy parecido al de Santucho y Moreno en Argentina, estudiado por Martín Mangiantini y que comentamos hace poco aquí. Sin embargo, Palieraki, como Nercesian, sostiene que la dinámica de la guerrilla urbana en Chile también se diferenciaba de las tesis guevaristas y que el enfoque de la influencia cubana es "insatisfactorio".
Otro estudio reciente que, de algún modo, sintetiza esta nueva corriente historiográfica sobre las guerrillas suramericanas es el de la también argentina Julieta Bartoletti. A partir de una investigación sobre Montoneros, Bartoletti ha intentado reclasificar las guerrillas rurales y urbanas latinoamericanas de los 60 y 70, cuestionando buena parte de las visiones sobre aquellos movimientos, producidas hasta los años 90 por lo menos. Una premisa puesta en cuestión por Bartoletti es, precisamente, la de la periodización que situaba el foquismo en los 60, las guerrillas urbanas en los 70 y las organizaciones político-militares a fines de esta década. Otra, la del "origen cubano" de la mayoría de aquellos movimientos.
sábado, 4 de abril de 2015
Retrato de Elena Burke
La obra de Guillermo Cabrera Infante puede ser leída como una sucesión de retratos y homenajes. Aquí va este de Elena Burke, en Cuerpos divinos (2010):
"Ahora debo (no: debo) hablar de Elena Burke y de su estilo que llevaba la canción cubana más allá del mero límite de tónica-dominante-tónica en que se había mantenido la canción durante decenios, introduciendo (también hay que darle crédito, entre otros, a Frank Domínguez, como compositor y pianista acompañante de Elena por ahora) acordes inusitados en la música popular cubana, siempre rica de ritmo pero pobre en armonía, arrastrando las notas en calderones inesperados, produciendo rubatos rápidos y armonizaciones que parecían venir de Debussy a través de la música americana, de ciertos blues, de las torch songs cantadas por Ella Fitzgerald y de los arpegios, del scat singing de una Sarah Vaughan, con los elementos tropicales de siempre del bolero que surgió de la habanera, tomando un nombre español pero siendo cubano, compartido por algunos mexicanos (como el inmortal Agustín Lara y como Sabre Marroquín), pero ahora ya no más bolero, desaparecido el ritmo de habanera licuada y acompañada por el sempiterno ritmo del bongó en tres por cuatro, ahora hasta ese ritmo había desaparecido y en su lugar estaban las armonías debussyanas que llevaban la melodía fluyente como un río, la canción otro río sobre el río subterráneo del ritmo: eso era, eso iba a ser, eso estaba siendo el feeling. Pero yo tampoco he venido aquí a dar una conferencia sobre música, discurriendo pedante sobre cosas que apenas sé y que más que saber intuyo, sino que he venido a entronizar a Elena, uno de los manes de estas noches tan solitarias, de estas madrugadas tristes, que ella presidía con su voz cálida, con bajos tonos, con arpegios de contralto aunque era una soprano natural, una de las más naturales sopranos que ha conocido la música cubana. Esas noches solas eran compartidas también por el cuarteto de jazz, al que yo le oía interpretar sus melodías cool con el mismo demorado entusiasmo que ellos mostraban su material, yo coolamente sentado a la barra, oyéndolos compartir con Elena, cada media hora, el trono musical".
"Ahora debo (no: debo) hablar de Elena Burke y de su estilo que llevaba la canción cubana más allá del mero límite de tónica-dominante-tónica en que se había mantenido la canción durante decenios, introduciendo (también hay que darle crédito, entre otros, a Frank Domínguez, como compositor y pianista acompañante de Elena por ahora) acordes inusitados en la música popular cubana, siempre rica de ritmo pero pobre en armonía, arrastrando las notas en calderones inesperados, produciendo rubatos rápidos y armonizaciones que parecían venir de Debussy a través de la música americana, de ciertos blues, de las torch songs cantadas por Ella Fitzgerald y de los arpegios, del scat singing de una Sarah Vaughan, con los elementos tropicales de siempre del bolero que surgió de la habanera, tomando un nombre español pero siendo cubano, compartido por algunos mexicanos (como el inmortal Agustín Lara y como Sabre Marroquín), pero ahora ya no más bolero, desaparecido el ritmo de habanera licuada y acompañada por el sempiterno ritmo del bongó en tres por cuatro, ahora hasta ese ritmo había desaparecido y en su lugar estaban las armonías debussyanas que llevaban la melodía fluyente como un río, la canción otro río sobre el río subterráneo del ritmo: eso era, eso iba a ser, eso estaba siendo el feeling. Pero yo tampoco he venido aquí a dar una conferencia sobre música, discurriendo pedante sobre cosas que apenas sé y que más que saber intuyo, sino que he venido a entronizar a Elena, uno de los manes de estas noches tan solitarias, de estas madrugadas tristes, que ella presidía con su voz cálida, con bajos tonos, con arpegios de contralto aunque era una soprano natural, una de las más naturales sopranos que ha conocido la música cubana. Esas noches solas eran compartidas también por el cuarteto de jazz, al que yo le oía interpretar sus melodías cool con el mismo demorado entusiasmo que ellos mostraban su material, yo coolamente sentado a la barra, oyéndolos compartir con Elena, cada media hora, el trono musical".
miércoles, 25 de marzo de 2015
Trotskistas frente a guevaristas
Hace algunos años comentamos en este blog la figura del importante líder trotskista argentino, Nahuel Moreno, integrante de la alta dirigencia de la IV Internacional en los años 60 y 70, a propósito del capítulo que le dedica el historiador Elías José Palti, en su libro Verdades y saberes del marxismo (2006). En fechas recientes ha aparecido en Buenos Aires una investigación del historiador Martín Mangiantini, que retoma la figura de Moreno desde el ángulo específico de su debate con Mario Roberto Santucho, líder del Partido Revolucionario de los Trabajadores y fundador del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que encabezaría el mayor proyecto guerrillero en Argentina, a principios de los años 70.
El libro de Mangiantini se titula El trotskysmo y el debate sobre la lucha armada en Argentina (2014), pero está centrado, como decíamos, en la polémica entre Moreno y Santucho. A la altura de 1965, ambos dirigentes habían fundido sus respectivas organizaciones, Palabra Obrera y Frente Revolucionario Indoamericano Popular, en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en una coyuntura favorable para el apoyo a las guerrillas latinoamericanas desde La Habana, marcada por el distanciamiento entre Fidel Castro y, sobre todo, el Che Guevara, con Moscú, a raíz del pacto Kennedy-Kruschev de 1962.
La integración de aquellos grupos produjo rápidamente una fricción teórica y política que anunció una futura escisión. La principal diferencia residía en que Moreno pensaba que lo prioritario era una estrategia amplia, encabezada por un partido de vanguardia, que pudiera aprovechar todos los frentes de lucha (el movimiento obrero, las asociaciones campesinas, los grupos estudiantiles e, incluso, sectores de las izquierdas peronistas y socialistas), mientras que Santucho, de acuerdo con la teoría guevarista, sostenía la necesidad de crear un ejército revolucionario capaz de emprender una guerra prolongada. Santucho no era un defensor rígido del foquismo, ya que proponía combinar la guerrilla rural con la urbana, pero defendía una subordinación de la lucha política a la lucha armada.
Tradicionalmente, en la historia de las izquierdas latinoamericanas de los 60, se tiende a asimilar en el guevarismo la plataforma trotskista o a ambas en la "Nueva Izquierda" . Es cierto que Mandel y otros líderes de la IV Internacional simpatizaron con el Che Guevara, durante los debates de éste con los marxistas pro-soviéticos cubanos, y que el propio Guevara, después de 1962, mostró simpatías por Trotsky. Pero las diferencias entre guevarismo y trotskismo tampoco desaparecieron, ya que para Moreno y otros líderes obreros de aquella corriente en América Latina, como el chileno Clotario Blest, el foco guerrillero limitaba las capacidades de interlocución con otros sujetos y otros discursos revolucionarios de la región.
El libro de Mangiantini se titula El trotskysmo y el debate sobre la lucha armada en Argentina (2014), pero está centrado, como decíamos, en la polémica entre Moreno y Santucho. A la altura de 1965, ambos dirigentes habían fundido sus respectivas organizaciones, Palabra Obrera y Frente Revolucionario Indoamericano Popular, en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en una coyuntura favorable para el apoyo a las guerrillas latinoamericanas desde La Habana, marcada por el distanciamiento entre Fidel Castro y, sobre todo, el Che Guevara, con Moscú, a raíz del pacto Kennedy-Kruschev de 1962.
La integración de aquellos grupos produjo rápidamente una fricción teórica y política que anunció una futura escisión. La principal diferencia residía en que Moreno pensaba que lo prioritario era una estrategia amplia, encabezada por un partido de vanguardia, que pudiera aprovechar todos los frentes de lucha (el movimiento obrero, las asociaciones campesinas, los grupos estudiantiles e, incluso, sectores de las izquierdas peronistas y socialistas), mientras que Santucho, de acuerdo con la teoría guevarista, sostenía la necesidad de crear un ejército revolucionario capaz de emprender una guerra prolongada. Santucho no era un defensor rígido del foquismo, ya que proponía combinar la guerrilla rural con la urbana, pero defendía una subordinación de la lucha política a la lucha armada.
Tradicionalmente, en la historia de las izquierdas latinoamericanas de los 60, se tiende a asimilar en el guevarismo la plataforma trotskista o a ambas en la "Nueva Izquierda" . Es cierto que Mandel y otros líderes de la IV Internacional simpatizaron con el Che Guevara, durante los debates de éste con los marxistas pro-soviéticos cubanos, y que el propio Guevara, después de 1962, mostró simpatías por Trotsky. Pero las diferencias entre guevarismo y trotskismo tampoco desaparecieron, ya que para Moreno y otros líderes obreros de aquella corriente en América Latina, como el chileno Clotario Blest, el foco guerrillero limitaba las capacidades de interlocución con otros sujetos y otros discursos revolucionarios de la región.
viernes, 20 de marzo de 2015
Un pasaje de Marías y el mal de la lectura en clave
De un tiempo a esta parte trato de resistir la tentación de interpretar en clave cubana todo lo que leo. Hubo una época, como se observa en mis primeros libros, especialmente en el prólogo "Cuba entre paréntesis", de El arte de la espera (1998), en que leer era, para mí, precisamente eso: un mecanismo de la alegoría o la cifra. Una búsqueda perpetua de referentes para pensar la nación o -lo que es más inútil y engañoso- el "problema nacional".
Intento evitar la lectura en clave, pero no siempre lo consigo. Es lo que me ha sucedido al llegar a un pasaje de la más reciente novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014). Ni la trama envolvente, ni esos personajes obsesivos y, por tanto, obsesionantes, ni la sutil ambientación en los primeros años de la transición española, me libraron de pensar, mientras leía, en dos antípodas de la historia cubana reciente: Guillermo Cabrera Infante y Fidel Castro.
"Mientras a mí me tocó conocer y tratar al matrimonio, él ya no se ausentaba tanto, trabajaba menos que en otras épocas pasadas. Conservaba su prestigio, y el hecho de que hubiera rodado un par de largometrajes en Estados Unidos, con producción americana y estrellas bastante célebres, le confirió un aura casi mítica en un país de papanatas como el nuestro. Él se aprovechaba de ello en la medida de lo posible -así como de su figura huidiza o su relativo misterio-, pero no se engañaba al respecto. "Soy más o menos como Sarita Montiel, decía, que se benefició largamente de sus tres o cuatro apariciones hollywoodenses y de haber compartido la pantalla en una de ellas con Gary Cooper y Burt Lancaster. En las otras no tuvo tanta suerte: Rod Steiger, con su Oscar y todo, no le ha servido de mucho, por antipático, histriónico y poco querido, y el pobre Mario Lanza de nada, porque se murió en seguida y ya nadie sabe quién fue ni lo recuerda, ni siquiera su voz famosa se oye. Así que yo dependo en buena medida no sólo de lo que haga a partir de ahora, como cualquiera, sino de las carreras futuras, ajenas a mí, lejanas, de quienes actuaron allí conmigo, o aún es más, de sus destinos en la caprichosa memoria de la gente. Nunca se sabe quién va a ser recordado, en este mundo mío y en todos; no ya dentro de una década o un lustro, sino pasado mañana o mañana mismo. O quién dejará el menor rastro, por muy rutilante que sea hoy su trayectoria, como dicen la televisión y las revistas. Quien más brilla ahora puede no haber pisado la tierra, al cabo de unos cuantos años. Y caerán en el olvido seguro los detestados, a no ser que hayan hecho mucho mal y la gente disfrute odiándolos también tras su retirada o su muerte, retrospectivamente".
Intento evitar la lectura en clave, pero no siempre lo consigo. Es lo que me ha sucedido al llegar a un pasaje de la más reciente novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014). Ni la trama envolvente, ni esos personajes obsesivos y, por tanto, obsesionantes, ni la sutil ambientación en los primeros años de la transición española, me libraron de pensar, mientras leía, en dos antípodas de la historia cubana reciente: Guillermo Cabrera Infante y Fidel Castro.
"Mientras a mí me tocó conocer y tratar al matrimonio, él ya no se ausentaba tanto, trabajaba menos que en otras épocas pasadas. Conservaba su prestigio, y el hecho de que hubiera rodado un par de largometrajes en Estados Unidos, con producción americana y estrellas bastante célebres, le confirió un aura casi mítica en un país de papanatas como el nuestro. Él se aprovechaba de ello en la medida de lo posible -así como de su figura huidiza o su relativo misterio-, pero no se engañaba al respecto. "Soy más o menos como Sarita Montiel, decía, que se benefició largamente de sus tres o cuatro apariciones hollywoodenses y de haber compartido la pantalla en una de ellas con Gary Cooper y Burt Lancaster. En las otras no tuvo tanta suerte: Rod Steiger, con su Oscar y todo, no le ha servido de mucho, por antipático, histriónico y poco querido, y el pobre Mario Lanza de nada, porque se murió en seguida y ya nadie sabe quién fue ni lo recuerda, ni siquiera su voz famosa se oye. Así que yo dependo en buena medida no sólo de lo que haga a partir de ahora, como cualquiera, sino de las carreras futuras, ajenas a mí, lejanas, de quienes actuaron allí conmigo, o aún es más, de sus destinos en la caprichosa memoria de la gente. Nunca se sabe quién va a ser recordado, en este mundo mío y en todos; no ya dentro de una década o un lustro, sino pasado mañana o mañana mismo. O quién dejará el menor rastro, por muy rutilante que sea hoy su trayectoria, como dicen la televisión y las revistas. Quien más brilla ahora puede no haber pisado la tierra, al cabo de unos cuantos años. Y caerán en el olvido seguro los detestados, a no ser que hayan hecho mucho mal y la gente disfrute odiándolos también tras su retirada o su muerte, retrospectivamente".
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