La asociación entre textos de José Martí y la antropología criminalística de Cesare Lombroso o la eugenesia racial de Francis Galton, que sugieren Francisco Morán y Jorge L. Camacho en sus últimos libros, parte por momentos de una idea corriente, y no histórica o teóricamente documentada, de lo "lombrosiano" o lo "eugenésico". De acuerdo con esa idea, lo primero sería la identificación entre ciertos rasgos físicos o fenotípicos con los delitos y los crímenes y lo segundo sería la distinción y jerarquización entre razas. Si eso fuera lo lombrosiano y lo eugenésico, entonces dichas ideas habrían existido desde mucho antes del siglo XIX, tal vez, desde la antigüedad esclavista.
La literatura está llena de descripciones físicas de bandidos y criminales, desde el Maese Pedro y Roque Guinart en el Quijote de Cervantes hasta la población penal o delincuencial que desfila por las novelas de Balzac, Dickens o Dostoievski, que no suscriben las bases teóricas del fenotipo del criminal nato, degenerado o demencial de Lombroso. Lo mismo podría decirse de la distinción entre razas, que acompaña todo el pensamiento renacentista, neoclásico y, especialmente, la historia natural ilustrada (Montesquieu, Buffon, Robertson, de Pauw...) y que tampoco converge con las ideas eugenésicas que Galton desarrolló a partir del traslado de las tesis darwinistas a la sociedad.
Como en el caso de la criminalística lombrosiana, la teoría eugenésica de Galton fue creada en época de Martí, pero difundida e institucionalizada después de la muerte del poeta y político cubano. La palabra misma, "eugenics" en inglés o "eugenesia" en español, se socializó en los últimos años del siglo XIX y, sobre todo, las dos primeras décadas del siglo XX, cuando se creó y funcionó la Sociedad Eugenésica, que encabezó Charles Galton Darwin, descendiente de ambos pensadores. Con diferentes matices, la tesis del determinismo genético de las razas y su posible corrección o mejoramiento por diversos medios -control de natalidad, inmigración, mestizaje, estirilización e, incluso, exterminio- fue compartida por etnógrafos y divulgadores de teorías racistas entre fines del siglo XIX y principios del XX, como Joseph Arthur de Gobineau, Georges Vacher de Lapouge y Houston Stewart Chamberlain.
¿Hay evidencias de que Martí leyó a Galton, Gobineau, Lapouge o Chamberlain o que simpatizara explícitamente con sus ideas? No creo que las haya, pero, como en el que caso de la antropología criminalística italiana, podría establecerse la conexión si es que encontramos en la obra del poeta o político cubano alguna suscripción explícita de las ideas centrales de Galton o Gobineau: los caracteres étnicamente heredables, la desigualdad natural entre las razas, el mejoramiento de la raza por medio de la regulación de la natalidad y otras vías de "selección artificial" o la preeminencia del determinismo étnico sobre la perfectibilidad moral. En los primeros Cuadernos de apuntes de Martí, a principios de los años 70 en España, las críticas frontales al determinismo parecen llevarnos por el camino inverso.
La relación entre las teorías eugenésicas y las políticas migratorias en Estados Unidos y América Latina, en tiempos de Martí, fue compleja y no siempre explícita, por la escasa difusión que tuvo esa corriente hasta la primera mitad de los 90. Sin embargo, es posible detectar elementos eugenésicos en políticas restrictivas de la inmigración china, irlandesa, polaca e italiana en Estados Unidos e, inversamente, en los proyectos de fomento a la inmigración y la colonización de europeos que emprendieron algunos gobiernos latinoamericanos, como el brasileño, el argentino, el uruguayo, el chileno, el peruano y, en menor medida, el mexicano y el venezolano.
¿Cual es la posición de Martí frente a la inmigración en Estados Unidos y América Latina? El tema abunda en las Escenas norteamericanas y, aunque como observa Morán, hay momentos en que Martí rechaza algunos tipos de inmigrantes, son evidentes sus simpatías por una política migratoria abierta. En varias crónicas de abril de 1882 para La Opinión Nacional de Caracas, por ejemplo, critica el intento de la Cámara de Representantes de cerrar las puertas a la inmigración china y elogia al presidente Chester Arthur, "sensatísimo" que, con su veto, "niega su firma al acuerdo loco". Uno de los personajes centrales de las crónicas newyorkinas de Martí, es el padre Edward McGlynn, un cura liberal, que apoyó a las comunidades de inmigrantes católicos irlandeses, polacos e italianos, a quien Martí celebra constantemente.
No faltan, sin embargo, como señala Morán, los pasajes en los que Martí intenta mantener una suerte de equidistancia en el debate entre nativistas y pro-inmigrantes en Nueva York, ofreciendo argumentos a unos y otros. Escojo entre varios pasajes similares, uno que no veo discutido en Martí, la justicia infinita (2014) -aunque puede que esté-, y que me parece pertinente porque se refiere a Castle Garden, el lugar por donde entra Martí a Nueva York, en 1875, cuando viajaba a bordo del Celtic en tercera clase, haciéndose pasar por un músico italiano, episodio que motiva algunas de las mejores páginas del libro de Morán. Martí está comentando, favorablemente, la iniciativa de admitir mujeres en las universidades, y agrega:
"Nueva York, que quiere abrir su Universidad a las mujeres, no gusta de tener abierta su bolsa a todos los menesteres de los inmigrantes europeos, que llegan a las veces con hambre, y sin dineros, ni ropa, ni salud, todo lo cual acarrea gastos que Nueva York paga, porque a Nueva York llegan aunque luego se salen del estado, y fincan en otras comarcas que se benefician de ello, sin tener parte en sus costos. Ya fue en otro tiempo que cada inmigrante pagara un peso al erario, a modo de derecho de entrada, porque el estado de Nueva York había de reenviar a sus tierras a los pordioseros y los criminales, de los que venían muchos, y esos pesos se empleaban en los costos del reenvío. Pero se dijo que era inconstitucional la ley, como se dijo también de otra semejante que la sustituyó, por lo que ahora trátase de que sea ley de la nación, y no de un estado, y que cada atezado hebreo de Rusia, o fornido alemán, o irlandés belfudo, o francés bullicioso, o sueco de cabellos rojos que a estas playas lleguen, pague unos cuantos dineros, que se pondrán en caja, para pagar con ellos a los que vienen enfermos o a medio vestir, o en incapacidad de hallar rápido empleo. Y ésa va a ser la ley nueva para Castle Garden, que será nombre famoso en tiempos venideros, en que parecerá esta tierra maravilloso monstruo, y esa casa de emigrantes, con su ancha puerta abierta, será temida por su fauce enorme".
Junto con la descripción rigurosamente física de los inmigrantes, que tanto abunda en sus crónicas y que se acerca al tono de una pastoral migratoria de la diversidad civil de Estados Unidos, parecida a la de Sarmiento, Martí está diciendo que la inmigración "beneficia" al país receptor, pero también está diciendo que concuerda con que se cobre un impuesto aduanal al inmigrante, no sólo para cubrir los servicios de los más pobres y enfermos sino para costear la repatriación de "pordioseros" y "criminales". Las últimas frases sobre Castle Garden captan la ambivalencia de Martí: la "casa de emigrantes" será "nombre famoso en tiempos venideros", por su "ancha puerta abierta", pero también "temida" por su "fauce enorme".
En relación con la inmigración europea a América Latina, promovida por los gobiernos latinoamericanos, Martí sostiene una posición, mayormente, favorable, que tiene que ver con la identificación, explorada por Camacho en su libro, del poeta y político cubano con el programa liberal modernizador de las repúblicas de "orden y progreso". Sin embargo, como recuerda Morán, no siempre defendió Martí la inmigración abierta de europeos en naciones latinoamericanas, lo cual iría, precisamente, contra el argumento eugenésico del "blanquemiento" o el "mejoramiento" de la raza. En el fragmento "Venezuela", Martí, por ejemplo, se queja de que la promoción de la inmigración europea durante los tres gobiernos de Guzmán Blanco estaba llenando el país de "alemanes que tienen el arte de vender bien lo que laboran mal", "italianos que comercian con frutas, tocan el órgano, viven hacinados en un miserable apartamento y limpian zapatos". Y concluye severo: "es, pues, imposible la unión entre esta tierra y esos hombres". Algo similar dirá en el artículo "Honduras y los extranjeros", un texto publicado en Patria: "de tiempo atrás venía apenando a los observadores americanos la imprudente facilidad con que Honduras, por sinrazón visible más confiada en los extraños que en los propios, se abrió a la gente rubia que con la fama de progreso le iba del Norte a obtener allí, a todo por nada, las empresas pingües que en su tierra les escasean o se les cierran".
Martí que, como hemos visto aquí, ha criticado el nacionalismo prusiano de la época de Bismarck porque intenta retener la emigración de los jóvenes en edad militar, apela al nacionalismo hondureño para que ponga frenos a la inmigración del Norte. Pero, ¿es esto eugenesia? Difícilmente. El discurso eugenésico en América Latina, que como señala Nancy L. Stepan en su clásico The Hour of Eugenics (1991), se instaló definitivamente entre la segunda y la tercera década del siglo XX, se caracterizó, en sus orígenes decimonónicos, precisamente por lo contrario: por alentar la inmigración europea blanca para "regenerar" étnica y moralmente a las sociedades latinoamericanas y diluir o disciplinar sus componentes africanos e indígenas.
Libros del crepúsculo
miércoles, 4 de febrero de 2015
sábado, 31 de enero de 2015
Martí, Lombroso y el derecho penal
En dos libros recientes, que hemos discutido en este blog y en el último número de La Habana Elegante, Francisco Morán y Jorge Camacho encuentran conexiones entre el pensamiento y la escritura de José Martí y la antropología criminalística del jurista italiano Cesare Lombroso, creador de una conocida escuela teórica, seguida por autores como Enrico Ferri y Raffaele Garófalo. Aunque no parece haber rastros de que Martí haya leído a Lombroso o simpatizado con sus tesis, la conexión, en efecto, podría sustentarse.
Sin embargo, para hacerlo de manera convincente, habría que reconocer, por lo menos, que desde el punto de vista del derecho penal, Martí simpatizó sustancialmente con dos corrientes contrarias a la lombrosiana: la de la escuela del krausismo español, que conoció durante sus estudios de derecho en Zaragoza y Madrid, y la de la sociología positivista, de raíz utilitaria, que predominaba en Gran Bretaña y Estados Unidos en las últimas décadas del siglo XIX. En temas centrales para la escuela italiana, como los del delincuente nato, la pena capital, el sistema penitenciario y los modelos fisonómicos o biométricos de entender la criminalidad, Martí se pronunció, muchas veces, contra las tesis de Lombroso, sin mencionarlas y, probablemente, sin conocerlas.
Pero antes de poner algunos ejemplos de las discordancias de Martí con la escuela criminológica italiana, debo decir algo sobre el anacronismo de la conexión que sostienen Morán y Camacho. Es cierto que Lombroso nació en 1835, es decir, casi veinte años antes que Martí, y que sus dos principales discípulos, Ferri y Garófalo, nacieron en la misma década que el cubano. Pero la difusión fuera de Italia y, especialmente, en España, América Latina y Estados Unidos, las tres regiones en que se movió la biografía de Martí, de las ideas lombrosianas, arrancó propiamente entre mediados de los años 90 y la primera década del siglo XX, con la traducción al español, el francés y el inglés de El delito. Sus causas y remedios (1902), la obra más conocida de Lombroso.
En los estudios El gabinete del doctor Lombroso. Delincuencia y fin de siglo en España (Barcelona, Anagrama, 1973) de Luis Maristany y Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (Barcelona, Tusquets, 1983) de Fernando Álvarez Uría, se describe que en los años 70, cuando Martí, recién llegado a España, publica El presidio político en Cuba (1871) y comienza sus estudios de derecho en Zaragoza, el campo jurídico peninsular estaba en plena asimilación de las ideas de K. C. F. Krause. En sus Cuadernos de apuntes, Martí deja testimonios de sus principales ideas en materia de derecho penal, que tienen que ver con lo que luego se denominará la escuela del krausismo o el "regeneracionismo" español (Sanz del Río, Giner, Costa, Macías Picavea, Concepción Arenal...)
Martí anota los textos que lee en sus estudios doctorales de derecho penal: "Necesaria reforma del sistema penal" de Röder -el principal discípulo de Krause-, "Estudios penitenciarios" de Lasky, "Rapports sur les penitenciers des E. Unis" de Demets et Blount, "Statistique des prisons et établissements penitentiaires" de Choppin. Todos, enfoques reformistas y regeneracionistas, que partían de clásicos como Beccaria y Bentham, para proponer una transformación de las cárceles en centros correccionales. Martí, como C. D. A. Röder, es entonces un correccionalista, es decir, un partidario de la reforma de la conducta delictiva por medio de un sistema de reclusión instructivo, sin castigos corporales, trabajos forzados ni pena capital.
También en los Cuadernos de apuntes, Martí sostiene un debate con el publicista francés Alphonse Karr, un darwinista social, que pensaba que mientras existieran asesinatos, la pena de muerte era necesaria. La pena de muerte, según Martí, es la instalación de una lógica de "crueldad" en la ley, que, entre otras cosas, pone al descubierto la "inmoralidad del catolicismo", que la apoya en Europa. Según Martí no sólo debe abolirse la pena de muerte, también debe eliminarse, o reformarse radicalmente, la institución del presidio y la cadena perpetua: "¿de que el presidio sea ineficaz, de que el presidio sea una institución que no corrija, una torpe institución, puede deducirse acaso que la pena de muerte sea buena, ni eficaz, ni necesaria?".
Martí repite, aquí, las ideas de la utopía correcional de Röder, que luego tuvieron en cuenta algunos críticos de Lombroso como Gabriel Tarde -cuya teoría de la "imitación", de inspiración naturalista, está mucho más cerca de Martí y, especialmente, de la manera en que Martí representa el mundo animal, como nos recuerda Orlando González Esteva en su último libro- y, sobre todo, los británicos Charles Buckman Goring y Karl Pearson, dos críticos de la escuela italiana que tuvieron una gran influencia en la reforma penitenciaria de Nueva York y Boston entre fines del siglo XIX y principios del XX.
El principal desacuerdo de Goring con Lombroso era que en el género humano no existía algo así como un delincuente o criminal "nato". Tampoco había una relación predeterminada entre tipos fisonómicos y modalidades de crímenes. Lombroso, naturalmente, era enemigo del correccionalismo y el regeneracionismo y partidario de la cadena perpetua y la pena capital, ya que partía de arquetipos delictivos innatos e incorregibles. No fueron estas, ideas juveniles de Martí que, luego, en la madurez del exilio en Nueva York, abandonó. Tan sólo habría que releer la larga serie de crónicas que dedicó al asesinato del presidente Garfield y al proceso judicial contra el asesino, el abogado y político del partido rival, Charles J. Guiteau.
A Martí evidentemente no le agrada el asesino, pero entre las actuaciones de los jueces y los abogados defensores, prefiere las de estos últimos. Martí sigue rechazando la pena de muerte y, sobre todo, el júbilo y el espectáculo popular que la misma produce. "Aunque no sea más porque recuerda la posibilidad de que exista un hombre vil, no debiera ser motivo de júbilo para los hombres la muerte de un ser humano" -dice refiriéndose al asesino ejecutado en la horca. El día de la ejecución de Guiteau es también, por cierto, el de la entrada en vigor de una ley en Estados Unidos que impedía la internación, por tierra o agua, de trabajadores inmigrantes chinos, contra la que Martí protesta. "Para los chinos se cierran las puertas del trabajo. Para Guiteau se abre la puerta de la muerte".
Sin embargo, para hacerlo de manera convincente, habría que reconocer, por lo menos, que desde el punto de vista del derecho penal, Martí simpatizó sustancialmente con dos corrientes contrarias a la lombrosiana: la de la escuela del krausismo español, que conoció durante sus estudios de derecho en Zaragoza y Madrid, y la de la sociología positivista, de raíz utilitaria, que predominaba en Gran Bretaña y Estados Unidos en las últimas décadas del siglo XIX. En temas centrales para la escuela italiana, como los del delincuente nato, la pena capital, el sistema penitenciario y los modelos fisonómicos o biométricos de entender la criminalidad, Martí se pronunció, muchas veces, contra las tesis de Lombroso, sin mencionarlas y, probablemente, sin conocerlas.
Pero antes de poner algunos ejemplos de las discordancias de Martí con la escuela criminológica italiana, debo decir algo sobre el anacronismo de la conexión que sostienen Morán y Camacho. Es cierto que Lombroso nació en 1835, es decir, casi veinte años antes que Martí, y que sus dos principales discípulos, Ferri y Garófalo, nacieron en la misma década que el cubano. Pero la difusión fuera de Italia y, especialmente, en España, América Latina y Estados Unidos, las tres regiones en que se movió la biografía de Martí, de las ideas lombrosianas, arrancó propiamente entre mediados de los años 90 y la primera década del siglo XX, con la traducción al español, el francés y el inglés de El delito. Sus causas y remedios (1902), la obra más conocida de Lombroso.
En los estudios El gabinete del doctor Lombroso. Delincuencia y fin de siglo en España (Barcelona, Anagrama, 1973) de Luis Maristany y Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (Barcelona, Tusquets, 1983) de Fernando Álvarez Uría, se describe que en los años 70, cuando Martí, recién llegado a España, publica El presidio político en Cuba (1871) y comienza sus estudios de derecho en Zaragoza, el campo jurídico peninsular estaba en plena asimilación de las ideas de K. C. F. Krause. En sus Cuadernos de apuntes, Martí deja testimonios de sus principales ideas en materia de derecho penal, que tienen que ver con lo que luego se denominará la escuela del krausismo o el "regeneracionismo" español (Sanz del Río, Giner, Costa, Macías Picavea, Concepción Arenal...)
Martí anota los textos que lee en sus estudios doctorales de derecho penal: "Necesaria reforma del sistema penal" de Röder -el principal discípulo de Krause-, "Estudios penitenciarios" de Lasky, "Rapports sur les penitenciers des E. Unis" de Demets et Blount, "Statistique des prisons et établissements penitentiaires" de Choppin. Todos, enfoques reformistas y regeneracionistas, que partían de clásicos como Beccaria y Bentham, para proponer una transformación de las cárceles en centros correccionales. Martí, como C. D. A. Röder, es entonces un correccionalista, es decir, un partidario de la reforma de la conducta delictiva por medio de un sistema de reclusión instructivo, sin castigos corporales, trabajos forzados ni pena capital.
También en los Cuadernos de apuntes, Martí sostiene un debate con el publicista francés Alphonse Karr, un darwinista social, que pensaba que mientras existieran asesinatos, la pena de muerte era necesaria. La pena de muerte, según Martí, es la instalación de una lógica de "crueldad" en la ley, que, entre otras cosas, pone al descubierto la "inmoralidad del catolicismo", que la apoya en Europa. Según Martí no sólo debe abolirse la pena de muerte, también debe eliminarse, o reformarse radicalmente, la institución del presidio y la cadena perpetua: "¿de que el presidio sea ineficaz, de que el presidio sea una institución que no corrija, una torpe institución, puede deducirse acaso que la pena de muerte sea buena, ni eficaz, ni necesaria?".
Martí repite, aquí, las ideas de la utopía correcional de Röder, que luego tuvieron en cuenta algunos críticos de Lombroso como Gabriel Tarde -cuya teoría de la "imitación", de inspiración naturalista, está mucho más cerca de Martí y, especialmente, de la manera en que Martí representa el mundo animal, como nos recuerda Orlando González Esteva en su último libro- y, sobre todo, los británicos Charles Buckman Goring y Karl Pearson, dos críticos de la escuela italiana que tuvieron una gran influencia en la reforma penitenciaria de Nueva York y Boston entre fines del siglo XIX y principios del XX.
El principal desacuerdo de Goring con Lombroso era que en el género humano no existía algo así como un delincuente o criminal "nato". Tampoco había una relación predeterminada entre tipos fisonómicos y modalidades de crímenes. Lombroso, naturalmente, era enemigo del correccionalismo y el regeneracionismo y partidario de la cadena perpetua y la pena capital, ya que partía de arquetipos delictivos innatos e incorregibles. No fueron estas, ideas juveniles de Martí que, luego, en la madurez del exilio en Nueva York, abandonó. Tan sólo habría que releer la larga serie de crónicas que dedicó al asesinato del presidente Garfield y al proceso judicial contra el asesino, el abogado y político del partido rival, Charles J. Guiteau.
A Martí evidentemente no le agrada el asesino, pero entre las actuaciones de los jueces y los abogados defensores, prefiere las de estos últimos. Martí sigue rechazando la pena de muerte y, sobre todo, el júbilo y el espectáculo popular que la misma produce. "Aunque no sea más porque recuerda la posibilidad de que exista un hombre vil, no debiera ser motivo de júbilo para los hombres la muerte de un ser humano" -dice refiriéndose al asesino ejecutado en la horca. El día de la ejecución de Guiteau es también, por cierto, el de la entrada en vigor de una ley en Estados Unidos que impedía la internación, por tierra o agua, de trabajadores inmigrantes chinos, contra la que Martí protesta. "Para los chinos se cierran las puertas del trabajo. Para Guiteau se abre la puerta de la muerte".
lunes, 26 de enero de 2015
Piglia en su laboratorio
Una antología personal es un autorretrato y, a la vez, una edición de sí del escritor. Son muy comunes las antologías personales de los poetas, pero raras las de los novelistas. Libertad bajo palabra (1960) de Octavio Paz, por ejemplo, fue la antología que agenció el poeta de su producción lírica entre 1935 y 1957, de la que excluyó el poema "No pasarán", un texto de solidaridad con la República española y en contra del golpe franquista, tal vez su versión más explícita de poesía comprometida o "de comunión", como prefería decir. Lo que se excluye de una antología personal es, de algún modo, lo que define la identidad estética y política del autor.
¿Qué es lo ausente en la Antología personal (2014), que ha propuesto el escritor argentino Ricardo Piglia al Fondo de Cultura Económica? Es difícil asegurarlo, pero, en todo caso, lo ausente es la novela, el género en que Piglia se ha destacado más. Y he aquí que esta Antología personal funciona de algún modo como refutación de la lógica de la especialización que impone el mercado y la academia de los géneros. Porque Ricardo Piglia es en realidad un prosista y no únicamente un novelista. Un narrador y un ensayista de primer nivel en la literatura latinoamericana contemporánea y esta antología lo presenta como tal.
Piglia, aunque admirador del ensayo "Contra los poetas" de Witold Gombrowicz, ha echado mano del método de antologarse a sí mismo que siguen los poetas y se ha mostrado como lo que es, un prosista virtuoso y versátil. Sus cuentos "El gaucho invisible", donde se lee un barroco o un criollismo controlado, "El Laucha Benítez", un ejercicio hemingweyano de narrativa de boxeo, o el policiaco y, a la vez, homenaje a Cesare Pavese, "El pez en el hielo", no podrían ser más diferentes. Sin embargo, la prosa de Piglia atraviesa esa diferencia y enlaza los textos bajo una misma autoría.
Los ensayos "El escritor como lector" y "Teoría del complot" son dos clásicos de Piglia, en los que se expone la lectura como instrumento del laboratorio o el taller del escritor. En el primero Piglia narra la historia de la conferencia "Contra los poetas" de Gombrowicz, el 28 de agosto de 1947, en la librería Fray Mocho, de la calle Sarmiento de Buenos Aires -no es Piglia de esos decadentes y lamentosos que reniegan siempre de la "historia" y de la "Historia"- y reflexiona sobre el papel de la "afasia" y el "balbuceo" en la gran literatura y, especialmente, en la gran literatura escrita en una lengua distinta a la materna (Nabokov, Kafka, Beckett), o sobre la celebración y el denuesto del dinero en poetas "banqueros" o "antibanqueros" como el propio Gombrowicz, Stevens o Pound.
De más está decir que Piglia suscribe la tesis central de Gombrowicz: el poeta -o el prosista- no es un elegido que posee un don estético excepcional, ni es el artista de la literatura un demiurgo de la realidad. Lo literario o lo artístico en la literatura no está, en modo alguno, desligado de la recepción o del traslado del texto a otro territorio que produce el lector. La estética literaria no es una propiedad inmanente del estilo o de la lírica, ni es una forma de representación o de saber enemistada con otras, como la historia o la filosofía, que también captan y tuercen la realidad y sin las cuales no habría literatura posible.
El segundo ensayo, "Teoría del complot", sería una prueba de que la literatura no está en otra parte. Aquí Piglia indaga sobre la estructura narrativa de las teorías del complot y la conspiración en la cultura argentina. Encuentra que el complot recorre buena parte de la narrativa de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández. Relee a Nietzsche, a Klossowski, a Bataille y a Caillois y descubre que el arte, específicamente, el arte de vanguardia descansa sobre la idea de la confabulación y la intriga. La vanguardia, en el siglo XX, está ligada a la crisis del liberalismo, en buena medida, porque el arte, en tanto manipulación de las masas, contrapone otra racionalidad económica al capitalismo reinante.
El ensayo "Ernesto Guevara, el último lector", que le escuchamos a Piglia en la Universidad de Princeton, es una continuación de ese diálogo entre literatura e historia, propuesto por Lionel Gossman en un libro clásico. Piglia parte de la idea de la lectura como "modelo general de construcción de sentido", que experimenta el intelectual moderno y explora las lecturas del Che Guevara como mecanismos de producción discursiva. En la Sierra Maestra, en el Congo o en Bolivia, Guevara lee a Stendhal o a Sábato o recuerda lecturas, como el cuento de Jack London "To Build a Fire", en el que el protagonista considera el suicidio antes de morir congelado en Alaska, que menciona en Pasajes de la guerra revolucionaria.
El laboratorio del escritor no sólo está atiborrado de lecturas, también de apuntes y otras formas fragmentarias de la escritura, como el diario de 1987 o retazos inclasificables como los de "La isla de Finnegan". Decíamos al principio que era la novela lo ausente en esta Antología personal (20014) y debemos corregirnos: la novela también está, aunque insinuada en esos fragmentos de escritura que los lectores unificamos con nuestra mirada. Los casos de Croce, el detective protagonista de Blanco nocturno, o el relato "El Senador", que pertenece a Respiración artificial, son esas presencias de la novela en este autorretrato del gran prosista que es Ricardo Piglia.
¿Qué es lo ausente en la Antología personal (2014), que ha propuesto el escritor argentino Ricardo Piglia al Fondo de Cultura Económica? Es difícil asegurarlo, pero, en todo caso, lo ausente es la novela, el género en que Piglia se ha destacado más. Y he aquí que esta Antología personal funciona de algún modo como refutación de la lógica de la especialización que impone el mercado y la academia de los géneros. Porque Ricardo Piglia es en realidad un prosista y no únicamente un novelista. Un narrador y un ensayista de primer nivel en la literatura latinoamericana contemporánea y esta antología lo presenta como tal.
Piglia, aunque admirador del ensayo "Contra los poetas" de Witold Gombrowicz, ha echado mano del método de antologarse a sí mismo que siguen los poetas y se ha mostrado como lo que es, un prosista virtuoso y versátil. Sus cuentos "El gaucho invisible", donde se lee un barroco o un criollismo controlado, "El Laucha Benítez", un ejercicio hemingweyano de narrativa de boxeo, o el policiaco y, a la vez, homenaje a Cesare Pavese, "El pez en el hielo", no podrían ser más diferentes. Sin embargo, la prosa de Piglia atraviesa esa diferencia y enlaza los textos bajo una misma autoría.
Los ensayos "El escritor como lector" y "Teoría del complot" son dos clásicos de Piglia, en los que se expone la lectura como instrumento del laboratorio o el taller del escritor. En el primero Piglia narra la historia de la conferencia "Contra los poetas" de Gombrowicz, el 28 de agosto de 1947, en la librería Fray Mocho, de la calle Sarmiento de Buenos Aires -no es Piglia de esos decadentes y lamentosos que reniegan siempre de la "historia" y de la "Historia"- y reflexiona sobre el papel de la "afasia" y el "balbuceo" en la gran literatura y, especialmente, en la gran literatura escrita en una lengua distinta a la materna (Nabokov, Kafka, Beckett), o sobre la celebración y el denuesto del dinero en poetas "banqueros" o "antibanqueros" como el propio Gombrowicz, Stevens o Pound.
De más está decir que Piglia suscribe la tesis central de Gombrowicz: el poeta -o el prosista- no es un elegido que posee un don estético excepcional, ni es el artista de la literatura un demiurgo de la realidad. Lo literario o lo artístico en la literatura no está, en modo alguno, desligado de la recepción o del traslado del texto a otro territorio que produce el lector. La estética literaria no es una propiedad inmanente del estilo o de la lírica, ni es una forma de representación o de saber enemistada con otras, como la historia o la filosofía, que también captan y tuercen la realidad y sin las cuales no habría literatura posible.
El segundo ensayo, "Teoría del complot", sería una prueba de que la literatura no está en otra parte. Aquí Piglia indaga sobre la estructura narrativa de las teorías del complot y la conspiración en la cultura argentina. Encuentra que el complot recorre buena parte de la narrativa de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández. Relee a Nietzsche, a Klossowski, a Bataille y a Caillois y descubre que el arte, específicamente, el arte de vanguardia descansa sobre la idea de la confabulación y la intriga. La vanguardia, en el siglo XX, está ligada a la crisis del liberalismo, en buena medida, porque el arte, en tanto manipulación de las masas, contrapone otra racionalidad económica al capitalismo reinante.
El ensayo "Ernesto Guevara, el último lector", que le escuchamos a Piglia en la Universidad de Princeton, es una continuación de ese diálogo entre literatura e historia, propuesto por Lionel Gossman en un libro clásico. Piglia parte de la idea de la lectura como "modelo general de construcción de sentido", que experimenta el intelectual moderno y explora las lecturas del Che Guevara como mecanismos de producción discursiva. En la Sierra Maestra, en el Congo o en Bolivia, Guevara lee a Stendhal o a Sábato o recuerda lecturas, como el cuento de Jack London "To Build a Fire", en el que el protagonista considera el suicidio antes de morir congelado en Alaska, que menciona en Pasajes de la guerra revolucionaria.
El laboratorio del escritor no sólo está atiborrado de lecturas, también de apuntes y otras formas fragmentarias de la escritura, como el diario de 1987 o retazos inclasificables como los de "La isla de Finnegan". Decíamos al principio que era la novela lo ausente en esta Antología personal (20014) y debemos corregirnos: la novela también está, aunque insinuada en esos fragmentos de escritura que los lectores unificamos con nuestra mirada. Los casos de Croce, el detective protagonista de Blanco nocturno, o el relato "El Senador", que pertenece a Respiración artificial, son esas presencias de la novela en este autorretrato del gran prosista que es Ricardo Piglia.
miércoles, 21 de enero de 2015
Formas de narrar la vida del poeta
Finalmente termino de leer, por estos días, la espléndida biografía de Octavio Paz que ha escrito Christopher Domínguez Michael. Mientras leía intentaba explicarme qué tipo de biógrafo es este importante crítico literario, que ya puso a prueba su dominio del género en la mejor biografía que conocemos de Fray Servando Teresa de Mier. No sé si llego a explicármelo del todo, pero siento que me acerco más a la explicación, luego de leer Octavio Paz en su siglo (2014). Este nuevo libro confirma a Domínguez Michael como biógrafo.
Hasta hace poco, las biografías de los poetas raras veces se apartaban de los mitos de la lírica que construían los propios poetas y sus críticos. Aquellas eran biografías que, por lo general, intentaban hacer de la vida del poeta una extensión de sus propias composiciones, otra manera de escribir versos o de vivirlos en actos. La vida del poeta era otro cuaderno de sus obsesiones y misterios, temores y añoranzas. Una vida poética, que cargaba con todo el peso del legado clásico y romántico, modernista o vanguardista, cuando ser o vivir como poeta era llamarse Shakespeare o Quevedo, Byron o Hugo, Baudelaire o Whitman, Darío o Neruda.
La atracción que ha ejercido la historia intelectual sobre el ensayo, en los últimos años, ha hecho que aquella idea de la biografía, fundamentalmente narrativa, que con tanta destreza escribieron los ingleses, cambie y se vuelva más francesa, tan o más atenta a las ideas del poeta como a los hechos y las pasiones de su vida. La diferencia entre una y otra biografía podría advertirse en una lectura paralela de los Walt Whitman de Justin Kaplan y David S. Reynolds. Mientras el primero contaba la historia sentimental y afectiva de la lírica del poeta, al segundo le interesaba más la cultura americana que el poeta fundaba.
Christopher Domínguez ha escrito, creo, una biografía, sobre todo, intelectual y política de Octavio Paz. No faltan aquí, desde luego, las escenas afectivas fundamentales de la vida de Paz, sus amores y sus amistades, sus grandes miedos y dudas. Tampoco es esta biografía, escrita por un crítico literario, un texto que se desentiende de la evolución estética de Paz. La literatura es tan central aquí como lo era para Paz: una centralidad que en modo alguno empujaba a la política, la historia o la ideología hacia una periferia inconcebible para un poeta que, como el autor de El ogro filantrópico, fue siempre, también, un intelectual público.
Aún así, esta es, esencialmente, una biografía política e intelectual de Paz. Aquí se cuenta el nacimiento paralelo de una poética y una política, en un hijo de la Revolución Mexicana, que en los años 30 se forma bajo la sombra de los poetas de Contemporáneos y del comunismo internacional, que se solidariza con la República Española y hace causa con el cardenismo, que se desencanta con la URSS tras los procesos de Moscú, el asesinato de Trotsky y, sobre todo, la lectura de las críticas al comunismo de Andre Gide y las denuncias del gulag de David Rousset.
Aquel Paz de los años 40 y 50, que ha seguido el itinerario que va de la Revolución Mexicana al socialismo democrático, es el que vive en San Francisco, Nueva York y París y escribe El laberinto de la soledad. Un Paz lector de Samuel Ramos y Sigmund Freud, de Alfonso Reyes y Frantz Fanon que, a pesar de todo, sigue sosteniendo una idea de la comunidad que debe más al socialismo que al liberalismo y que, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor confrontación con el autoritarismo o el totalitarismo, entre los años 70 y 90, abandonará del todo.
En contra de tanta crítica literaria neoconservadora, atada a un purismo estético trasnochado, Domínguez Michael no duda en calificar al Octavio Paz de los años 60 y 70, al autor de Blanco, Ladera Este y El mono gramático, como un "poeta de vanguardia". Admirador de Breton y el surrealismo, la vanguardia para Paz, como para otros escritores latinoamericanos de aquellas décadas, no era algo que había pasado o que había sido absorbido por el modernism, término en inglés que no circulaba entre escritores de la región, por la fuerza que tenía en la historia de la poesía hispanoamericana la noción del modernismo decimonónico.
Como se lee en Los hijos del limo (1974), Paz veía en la vuelta a la experimentación que se vivió en la poesía latinoamericana entre los años 60 y 70, la proyección de una "vanguardia otra". Las sintonías de Paz con la revuelta cultural de aquellas décadas, como recuerda Domínguez Michael, fueron múltiples: la India, su relectura de Duchamp y Levi Strauss y sus varios guiños al mayo del 68 francés que encontramos en Corriente alterna (1967) o en Conjunciones y disyunciones (1969). No es extraño que el poeta terminara aquella década renunciando a la embajada en la India, tras la masacre de Tlatelolco, y fundando la revista Plural.
Domínguez Michael entiende el periodo que arranca con la fundación de su primera revista y culmina con la muerte del poeta, en 1998, como un lapso final, de casi treinta años, donde la doble vocación de poeta e intelectual, artista e ideólogo, de Octavio Paz, se realiza plenamente, en el vórtice de la esfera pública mexicana. Quienes, desde un polo u otro de la geografía doctrinal, han entendido a ese Paz como un soldado de la Guerra Fría o un liberal ortodoxo, se llevarán algunas sorpresas en los tres últimos capítulos de este libro, dedicados a los años de Vuelta, de su "quema en efigie" en el Paseo de la Reforma y de su "jefatura espiritual".
Es cierto que Paz fue un crítico tenaz del totalitarismo cubano y un defensor apasionado de las transiciones a la democracia y el mercado en Europa del Este. Pero pocos conocen que en su pensamiento pesó siempre más Charles Fourier, el socialista utópico francés, que Alexis de Tocqueville, el gran liberal decimonónico, a quien citaba, muchas veces, por respeto a la etiqueta. El "drama de familia" que describe Domínguez Michael en relación con la actitud de Paz ante el levantamiento zapatista de 1994 es una buena muestra de la sofisticación política de este gran poeta mexicano y latinoamericano del siglo XX.
Hasta hace poco, las biografías de los poetas raras veces se apartaban de los mitos de la lírica que construían los propios poetas y sus críticos. Aquellas eran biografías que, por lo general, intentaban hacer de la vida del poeta una extensión de sus propias composiciones, otra manera de escribir versos o de vivirlos en actos. La vida del poeta era otro cuaderno de sus obsesiones y misterios, temores y añoranzas. Una vida poética, que cargaba con todo el peso del legado clásico y romántico, modernista o vanguardista, cuando ser o vivir como poeta era llamarse Shakespeare o Quevedo, Byron o Hugo, Baudelaire o Whitman, Darío o Neruda.
La atracción que ha ejercido la historia intelectual sobre el ensayo, en los últimos años, ha hecho que aquella idea de la biografía, fundamentalmente narrativa, que con tanta destreza escribieron los ingleses, cambie y se vuelva más francesa, tan o más atenta a las ideas del poeta como a los hechos y las pasiones de su vida. La diferencia entre una y otra biografía podría advertirse en una lectura paralela de los Walt Whitman de Justin Kaplan y David S. Reynolds. Mientras el primero contaba la historia sentimental y afectiva de la lírica del poeta, al segundo le interesaba más la cultura americana que el poeta fundaba.
Christopher Domínguez ha escrito, creo, una biografía, sobre todo, intelectual y política de Octavio Paz. No faltan aquí, desde luego, las escenas afectivas fundamentales de la vida de Paz, sus amores y sus amistades, sus grandes miedos y dudas. Tampoco es esta biografía, escrita por un crítico literario, un texto que se desentiende de la evolución estética de Paz. La literatura es tan central aquí como lo era para Paz: una centralidad que en modo alguno empujaba a la política, la historia o la ideología hacia una periferia inconcebible para un poeta que, como el autor de El ogro filantrópico, fue siempre, también, un intelectual público.
Aún así, esta es, esencialmente, una biografía política e intelectual de Paz. Aquí se cuenta el nacimiento paralelo de una poética y una política, en un hijo de la Revolución Mexicana, que en los años 30 se forma bajo la sombra de los poetas de Contemporáneos y del comunismo internacional, que se solidariza con la República Española y hace causa con el cardenismo, que se desencanta con la URSS tras los procesos de Moscú, el asesinato de Trotsky y, sobre todo, la lectura de las críticas al comunismo de Andre Gide y las denuncias del gulag de David Rousset.
Aquel Paz de los años 40 y 50, que ha seguido el itinerario que va de la Revolución Mexicana al socialismo democrático, es el que vive en San Francisco, Nueva York y París y escribe El laberinto de la soledad. Un Paz lector de Samuel Ramos y Sigmund Freud, de Alfonso Reyes y Frantz Fanon que, a pesar de todo, sigue sosteniendo una idea de la comunidad que debe más al socialismo que al liberalismo y que, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor confrontación con el autoritarismo o el totalitarismo, entre los años 70 y 90, abandonará del todo.
En contra de tanta crítica literaria neoconservadora, atada a un purismo estético trasnochado, Domínguez Michael no duda en calificar al Octavio Paz de los años 60 y 70, al autor de Blanco, Ladera Este y El mono gramático, como un "poeta de vanguardia". Admirador de Breton y el surrealismo, la vanguardia para Paz, como para otros escritores latinoamericanos de aquellas décadas, no era algo que había pasado o que había sido absorbido por el modernism, término en inglés que no circulaba entre escritores de la región, por la fuerza que tenía en la historia de la poesía hispanoamericana la noción del modernismo decimonónico.
Como se lee en Los hijos del limo (1974), Paz veía en la vuelta a la experimentación que se vivió en la poesía latinoamericana entre los años 60 y 70, la proyección de una "vanguardia otra". Las sintonías de Paz con la revuelta cultural de aquellas décadas, como recuerda Domínguez Michael, fueron múltiples: la India, su relectura de Duchamp y Levi Strauss y sus varios guiños al mayo del 68 francés que encontramos en Corriente alterna (1967) o en Conjunciones y disyunciones (1969). No es extraño que el poeta terminara aquella década renunciando a la embajada en la India, tras la masacre de Tlatelolco, y fundando la revista Plural.
Domínguez Michael entiende el periodo que arranca con la fundación de su primera revista y culmina con la muerte del poeta, en 1998, como un lapso final, de casi treinta años, donde la doble vocación de poeta e intelectual, artista e ideólogo, de Octavio Paz, se realiza plenamente, en el vórtice de la esfera pública mexicana. Quienes, desde un polo u otro de la geografía doctrinal, han entendido a ese Paz como un soldado de la Guerra Fría o un liberal ortodoxo, se llevarán algunas sorpresas en los tres últimos capítulos de este libro, dedicados a los años de Vuelta, de su "quema en efigie" en el Paseo de la Reforma y de su "jefatura espiritual".
Es cierto que Paz fue un crítico tenaz del totalitarismo cubano y un defensor apasionado de las transiciones a la democracia y el mercado en Europa del Este. Pero pocos conocen que en su pensamiento pesó siempre más Charles Fourier, el socialista utópico francés, que Alexis de Tocqueville, el gran liberal decimonónico, a quien citaba, muchas veces, por respeto a la etiqueta. El "drama de familia" que describe Domínguez Michael en relación con la actitud de Paz ante el levantamiento zapatista de 1994 es una buena muestra de la sofisticación política de este gran poeta mexicano y latinoamericano del siglo XX.
domingo, 18 de enero de 2015
Oaxaqueños
Pasamos este fin de semana en Oaxaca gracias a una invitación del escritor e historiador Carlos Tello Díaz, que organiza una serie de conferencias en esta ciudad. Uno tiene la impresión en estos lugares, tan cargados de historia, que la historia nunca deja de suceder, que el presente se agita y el pasado se retuerce en sus tumbas, que el día a día es de los vivos y también de los muertos.
Basta caminar de las piedras verdes del Zócalo a las murallas amarillentas de los viejos conventos de Santo Domingo o el Carmen, para percibir algo más que ese turismo antropológico que deambula por estas ciudades de México. Se ve aquí una juventud local, que no se ve en otras ciudades con el mismo atractivo, arraigada a su comunidad y, a la vez, cada vez más globalizada, que asimila el tiempo de la ciudad de una manera distinta a como lo vivimos sus visitantes.
Recorremos algunos de los pueblos que median entre Oaxaca y Mitla, el sitio arqueológico zapoteco, donde los españoles levantaron un templo católico sobre el centro comunitario y ceremonial de aquella civilización, luego de la decadencia de Monte Albán, y advertimos, acaso, porqué ha producido esta región de México esa persistente y, al mismo tiempo, decisiva intervención en la trama nacional del país.
En Tlacochahuaya vemos la iglesia del siglo XVI, construida por Fray Jordán de Santa Catalina y consagrada a San Jerónimo y no podemos dejar de apreciar, como en la capilla del Rosario o el árbol de la vida en el coro de la iglesia de Santo Domingo, la mano de los artesanos y artistas indígenas, que llenaron las columnas, techos, arcos y hasta el viejo órgano de madera del recinto, de flores y jarrones colorados y angelitos aindiados como ellos mismos.
Frailes dominicos como Juan de Córdoba, de quien se dice que era tan virtuoso que andaba descalzo y sólo usaba zapatos para oficiar misa y que "nunca tocó moneda", autor del primer diccionario de la lengua zapoteca, protegió a artistas indígenas, como el pintor Juan de Arrué, que retrató a San Jerónimo y a San Sebastián en el lenguaje plástico de su comunidad. Los mártires eran figuras de gran aprecio en estas culturas, como se observa, también, en la capilla del Señor de Tlacolula, donde vimos unos San Andrés, San Pablo, San Felipe, Santiago y San Judas Tadeo, con vientres y brazos ensangrentados, colgando de cabeza o de lado en los altares.
Hay en aquel primer momento del choque y el mestizaje cultural un mecanismo de impulsión histórica, que podría rastrearse en los siglos siguientes, destacando esas intervenciones decisivas de Oaxaca y los oaxaqueños en la historia de México. Esta ciudad y esta cultura, como han observado Marcello Carmagnani y tantos otros historiadores y antropólogos, funcionan como una frontera simbólica desde la que se emiten lógicas determinantes de la periferia al centro.
Carlos María de Bustamente y la incesante prédica independentista, Benito Juárez y la tozudez republicana y liberal, Matías Romero y la gran reforma fiscal y diplomática del Estado moderno en México, Porfirio Díaz y la construcción misma de ese Estado en el último tramo del siglo XIX, José Vasconcelos y la gran campaña educativa y cultural de la Revolución Mexicana... ¿No son todas esas energías históricas, en buena medida, construcciones oaxaqueñas, voces fronterizas, presencias de Oaxaca que, sin embargo, marcan el curso de la historia nacional de México, como si se tratara de ramas, tallos y hojas de un mismo árbol de la vida?
Basta caminar de las piedras verdes del Zócalo a las murallas amarillentas de los viejos conventos de Santo Domingo o el Carmen, para percibir algo más que ese turismo antropológico que deambula por estas ciudades de México. Se ve aquí una juventud local, que no se ve en otras ciudades con el mismo atractivo, arraigada a su comunidad y, a la vez, cada vez más globalizada, que asimila el tiempo de la ciudad de una manera distinta a como lo vivimos sus visitantes.
Recorremos algunos de los pueblos que median entre Oaxaca y Mitla, el sitio arqueológico zapoteco, donde los españoles levantaron un templo católico sobre el centro comunitario y ceremonial de aquella civilización, luego de la decadencia de Monte Albán, y advertimos, acaso, porqué ha producido esta región de México esa persistente y, al mismo tiempo, decisiva intervención en la trama nacional del país.
En Tlacochahuaya vemos la iglesia del siglo XVI, construida por Fray Jordán de Santa Catalina y consagrada a San Jerónimo y no podemos dejar de apreciar, como en la capilla del Rosario o el árbol de la vida en el coro de la iglesia de Santo Domingo, la mano de los artesanos y artistas indígenas, que llenaron las columnas, techos, arcos y hasta el viejo órgano de madera del recinto, de flores y jarrones colorados y angelitos aindiados como ellos mismos.
Frailes dominicos como Juan de Córdoba, de quien se dice que era tan virtuoso que andaba descalzo y sólo usaba zapatos para oficiar misa y que "nunca tocó moneda", autor del primer diccionario de la lengua zapoteca, protegió a artistas indígenas, como el pintor Juan de Arrué, que retrató a San Jerónimo y a San Sebastián en el lenguaje plástico de su comunidad. Los mártires eran figuras de gran aprecio en estas culturas, como se observa, también, en la capilla del Señor de Tlacolula, donde vimos unos San Andrés, San Pablo, San Felipe, Santiago y San Judas Tadeo, con vientres y brazos ensangrentados, colgando de cabeza o de lado en los altares.
Hay en aquel primer momento del choque y el mestizaje cultural un mecanismo de impulsión histórica, que podría rastrearse en los siglos siguientes, destacando esas intervenciones decisivas de Oaxaca y los oaxaqueños en la historia de México. Esta ciudad y esta cultura, como han observado Marcello Carmagnani y tantos otros historiadores y antropólogos, funcionan como una frontera simbólica desde la que se emiten lógicas determinantes de la periferia al centro.
Carlos María de Bustamente y la incesante prédica independentista, Benito Juárez y la tozudez republicana y liberal, Matías Romero y la gran reforma fiscal y diplomática del Estado moderno en México, Porfirio Díaz y la construcción misma de ese Estado en el último tramo del siglo XIX, José Vasconcelos y la gran campaña educativa y cultural de la Revolución Mexicana... ¿No son todas esas energías históricas, en buena medida, construcciones oaxaqueñas, voces fronterizas, presencias de Oaxaca que, sin embargo, marcan el curso de la historia nacional de México, como si se tratara de ramas, tallos y hojas de un mismo árbol de la vida?
domingo, 11 de enero de 2015
Impostura y kitsch histórico
Hace algunas semanas, Babelia, el suplemento literario del diario El País, señalaba el ascenso de la narrativa de no ficción en el mundo del libro iberoamericano. Se mencionaban los célebres antecedentes del género en el new journalism norteamericano, especialmente en Truman Capote, y se hablaba del éxito de un autor como Emmanuel Carrère, cuya novela El adversario (2002), la historia de Jean Claude Romand, un impostor francés, que desde los 18 años se había hecho pasar por médico y, a punto de ser descubierto, asesinó a su esposa y sus hijos -las primeras personas a las que debía enfrentar luego de reconocer su prolongada mentira- habría alentado aquella escritura de relatos reales. Según Babelia, se inscribían, dentro de esa corriente, los más famosos novelistas españoles (Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas...) y algunos latinoamericanos, como el cubano Leonardo Padura y los mexicanos Guadalupe Nettel y Gonzalo Celorio, que, a mi entender, tienen muy poco que ver con esa tradición.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.
viernes, 9 de enero de 2015
Adorno, los perros y la ciudad de México
Algún antropólogo debería explicar el sentido de la imagen y el símbolo del perro en la cultura mexicana. Ahora mismo hay, por lo menos, cuatro libros en librerías mexicanas con títulos perros: Autorretrato de familia con perro (2014) de Álvaro Uribe, Amigo del perro cojo (2014) de Tedi López Mills, Amarres perros (2014) de Jorge Castañeda y Te vendo un perro (2014) de Juan Pablo Villalobos. Encuentro una disquisición sobre ese imaginario perruno en esta última novela, escrita por un autor nacido en el DF en 1973.
Villalobos es un narrador radicalmente distinto a Guadalupe Nettel, aunque de la misma generación. No hay languidez o melancolía en su prosa: hay mordacidad y humor cáustico, ironía y desasosiego. Se le ha comparado con Jorge Ibargüengoitia, pero a mí me recuerda al ecuatoriano Pablo Palacio y, por momentos, a los cubanos Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Su mundo es el de los bajos fondos de la ciudad de México, aunque con inusitados asomos a la república letrada, que provocan el efecto de una carcajada en el parnaso.
Te vendo un perro (2014) cuenta la historia de un pintor frustrado de la ciudad de México, que dejó los estudios en la escuela de La Esmeralda para dedicarse a cocinar tacos en una esquina. Al final de su vida, este taquero retirado vive en un viejo edificio del centro de la ciudad, donde tiene lugar una tertulia literaria de ancianos. Teo, el viejo pintor y taquero, rivaliza con Francesca, la lideresa de la tertulia literaria, quien equivocadamente cree que su vecino perpetra una novela.
Uno y otra se agreden robándose libros: ella sustrae la Teoría estética y las Notas de literatura de Theodor Adorno, volúmenes de cabecera de Teo, y éste, con la ayuda de su amigo Mao, clandestino radical, traficante de drogas y libros, se roba una carreta con los ejemplares de la última lectura tertuliana: el mamotreto de Palinuro de México de Fernando del Paso. El pleito sucede en un ambiente de alcohol y cucarachas, verdulerías e inmundas fondas chinas, teorías de la conspiración o el apocalipsis, que logra momentos hilarantes.
Teo es un personaje maravilloso, amante del fracaso, de las promesas incumplidas del arte, como el pintor Manuel González Serrano, esquizofrénico, indigente y mundano, a quien rinde homenaje Villalobos. Y es, como Claudio, el personaje de Nettel, un lector empedernido de Adorno, que, entre tequila y cerveza, rumia frases del filósofo por el estilo de "lo nuevo es hermano de la muerte" o "la skepsis frente a lo no demostrado se convierte en la prohibición de pensar".
Como su propio mundo, los perros que han marcado la vida de Teo, son los que mueren de indigestión, luego de haberse tragado una media de mujer, o los que se venden como carne de res en los puestos de tacos de la ciudad. Los perros que simbolizan la marginalidad y el abandono, la "naturaleza herida", que pintaba González Serrano. La ciudad de Villalobos es ese reino donde las glorias pasadas de la revolución y el arte se han convertido en sospechas o atisbos de una novela de humor negro.
Villalobos es un narrador radicalmente distinto a Guadalupe Nettel, aunque de la misma generación. No hay languidez o melancolía en su prosa: hay mordacidad y humor cáustico, ironía y desasosiego. Se le ha comparado con Jorge Ibargüengoitia, pero a mí me recuerda al ecuatoriano Pablo Palacio y, por momentos, a los cubanos Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Su mundo es el de los bajos fondos de la ciudad de México, aunque con inusitados asomos a la república letrada, que provocan el efecto de una carcajada en el parnaso.
Te vendo un perro (2014) cuenta la historia de un pintor frustrado de la ciudad de México, que dejó los estudios en la escuela de La Esmeralda para dedicarse a cocinar tacos en una esquina. Al final de su vida, este taquero retirado vive en un viejo edificio del centro de la ciudad, donde tiene lugar una tertulia literaria de ancianos. Teo, el viejo pintor y taquero, rivaliza con Francesca, la lideresa de la tertulia literaria, quien equivocadamente cree que su vecino perpetra una novela.
Uno y otra se agreden robándose libros: ella sustrae la Teoría estética y las Notas de literatura de Theodor Adorno, volúmenes de cabecera de Teo, y éste, con la ayuda de su amigo Mao, clandestino radical, traficante de drogas y libros, se roba una carreta con los ejemplares de la última lectura tertuliana: el mamotreto de Palinuro de México de Fernando del Paso. El pleito sucede en un ambiente de alcohol y cucarachas, verdulerías e inmundas fondas chinas, teorías de la conspiración o el apocalipsis, que logra momentos hilarantes.
Teo es un personaje maravilloso, amante del fracaso, de las promesas incumplidas del arte, como el pintor Manuel González Serrano, esquizofrénico, indigente y mundano, a quien rinde homenaje Villalobos. Y es, como Claudio, el personaje de Nettel, un lector empedernido de Adorno, que, entre tequila y cerveza, rumia frases del filósofo por el estilo de "lo nuevo es hermano de la muerte" o "la skepsis frente a lo no demostrado se convierte en la prohibición de pensar".
Como su propio mundo, los perros que han marcado la vida de Teo, son los que mueren de indigestión, luego de haberse tragado una media de mujer, o los que se venden como carne de res en los puestos de tacos de la ciudad. Los perros que simbolizan la marginalidad y el abandono, la "naturaleza herida", que pintaba González Serrano. La ciudad de Villalobos es ese reino donde las glorias pasadas de la revolución y el arte se han convertido en sospechas o atisbos de una novela de humor negro.
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