Una antología personal es un autorretrato y, a la vez, una edición de sí del escritor. Son muy comunes las antologías personales de los poetas, pero raras las de los novelistas. Libertad bajo palabra (1960) de Octavio Paz, por ejemplo, fue la antología que agenció el poeta de su producción lírica entre 1935 y 1957, de la que excluyó el poema "No pasarán", un texto de solidaridad con la República española y en contra del golpe franquista, tal vez su versión más explícita de poesía comprometida o "de comunión", como prefería decir. Lo que se excluye de una antología personal es, de algún modo, lo que define la identidad estética y política del autor.
¿Qué es lo ausente en la Antología personal (2014), que ha propuesto el escritor argentino Ricardo Piglia al Fondo de Cultura Económica? Es difícil asegurarlo, pero, en todo caso, lo ausente es la novela, el género en que Piglia se ha destacado más. Y he aquí que esta Antología personal funciona de algún modo como refutación de la lógica de la especialización que impone el mercado y la academia de los géneros. Porque Ricardo Piglia es en realidad un prosista y no únicamente un novelista. Un narrador y un ensayista de primer nivel en la literatura latinoamericana contemporánea y esta antología lo presenta como tal.
Piglia, aunque admirador del ensayo "Contra los poetas" de Witold Gombrowicz, ha echado mano del método de antologarse a sí mismo que siguen los poetas y se ha mostrado como lo que es, un prosista virtuoso y versátil. Sus cuentos "El gaucho invisible", donde se lee un barroco o un criollismo controlado, "El Laucha Benítez", un ejercicio hemingweyano de narrativa de boxeo, o el policiaco y, a la vez, homenaje a Cesare Pavese, "El pez en el hielo", no podrían ser más diferentes. Sin embargo, la prosa de Piglia atraviesa esa diferencia y enlaza los textos bajo una misma autoría.
Los ensayos "El escritor como lector" y "Teoría del complot" son dos clásicos de Piglia, en los que se expone la lectura como instrumento del laboratorio o el taller del escritor. En el primero Piglia narra la historia de la conferencia "Contra los poetas" de Gombrowicz, el 28 de agosto de 1947, en la librería Fray Mocho, de la calle Sarmiento de Buenos Aires -no es Piglia de esos decadentes y lamentosos que reniegan siempre de la "historia" y de la "Historia"- y reflexiona sobre el papel de la "afasia" y el "balbuceo" en la gran literatura y, especialmente, en la gran literatura escrita en una lengua distinta a la materna (Nabokov, Kafka, Beckett), o sobre la celebración y el denuesto del dinero en poetas "banqueros" o "antibanqueros" como el propio Gombrowicz, Stevens o Pound.
De más está decir que Piglia suscribe la tesis central de Gombrowicz: el poeta -o el prosista- no es un elegido que posee un don estético excepcional, ni es el artista de la literatura un demiurgo de la realidad. Lo literario o lo artístico en la literatura no está, en modo alguno, desligado de la recepción o del traslado del texto a otro territorio que produce el lector. La estética literaria no es una propiedad inmanente del estilo o de la lírica, ni es una forma de representación o de saber enemistada con otras, como la historia o la filosofía, que también captan y tuercen la realidad y sin las cuales no habría literatura posible.
El segundo ensayo, "Teoría del complot", sería una prueba de que la literatura no está en otra parte. Aquí Piglia indaga sobre la estructura narrativa de las teorías del complot y la conspiración en la cultura argentina. Encuentra que el complot recorre buena parte de la narrativa de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández. Relee a Nietzsche, a Klossowski, a Bataille y a Caillois y descubre que el arte, específicamente, el arte de vanguardia descansa sobre la idea de la confabulación y la intriga. La vanguardia, en el siglo XX, está ligada a la crisis del liberalismo, en buena medida, porque el arte, en tanto manipulación de las masas, contrapone otra racionalidad económica al capitalismo reinante.
El ensayo "Ernesto Guevara, el último lector", que le escuchamos a Piglia en la Universidad de Princeton, es una continuación de ese diálogo entre literatura e historia, propuesto por Lionel Gossman en un libro clásico. Piglia parte de la idea de la lectura como "modelo general de construcción de sentido", que experimenta el intelectual moderno y explora las lecturas del Che Guevara como mecanismos de producción discursiva. En la Sierra Maestra, en el Congo o en Bolivia, Guevara lee a Stendhal o a Sábato o recuerda lecturas, como el cuento de Jack London "To Build a Fire", en el que el protagonista considera el suicidio antes de morir congelado en Alaska, que menciona en Pasajes de la guerra revolucionaria.
El laboratorio del escritor no sólo está atiborrado de lecturas, también de apuntes y otras formas fragmentarias de la escritura, como el diario de 1987 o retazos inclasificables como los de "La isla de Finnegan". Decíamos al principio que era la novela lo ausente en esta Antología personal (20014) y debemos corregirnos: la novela también está, aunque insinuada en esos fragmentos de escritura que los lectores unificamos con nuestra mirada. Los casos de Croce, el detective protagonista de Blanco nocturno, o el relato "El Senador", que pertenece a Respiración artificial, son esas presencias de la novela en este autorretrato del gran prosista que es Ricardo Piglia.
Libros del crepúsculo
lunes, 26 de enero de 2015
miércoles, 21 de enero de 2015
Formas de narrar la vida del poeta
Finalmente termino de leer, por estos días, la espléndida biografía de Octavio Paz que ha escrito Christopher Domínguez Michael. Mientras leía intentaba explicarme qué tipo de biógrafo es este importante crítico literario, que ya puso a prueba su dominio del género en la mejor biografía que conocemos de Fray Servando Teresa de Mier. No sé si llego a explicármelo del todo, pero siento que me acerco más a la explicación, luego de leer Octavio Paz en su siglo (2014). Este nuevo libro confirma a Domínguez Michael como biógrafo.
Hasta hace poco, las biografías de los poetas raras veces se apartaban de los mitos de la lírica que construían los propios poetas y sus críticos. Aquellas eran biografías que, por lo general, intentaban hacer de la vida del poeta una extensión de sus propias composiciones, otra manera de escribir versos o de vivirlos en actos. La vida del poeta era otro cuaderno de sus obsesiones y misterios, temores y añoranzas. Una vida poética, que cargaba con todo el peso del legado clásico y romántico, modernista o vanguardista, cuando ser o vivir como poeta era llamarse Shakespeare o Quevedo, Byron o Hugo, Baudelaire o Whitman, Darío o Neruda.
La atracción que ha ejercido la historia intelectual sobre el ensayo, en los últimos años, ha hecho que aquella idea de la biografía, fundamentalmente narrativa, que con tanta destreza escribieron los ingleses, cambie y se vuelva más francesa, tan o más atenta a las ideas del poeta como a los hechos y las pasiones de su vida. La diferencia entre una y otra biografía podría advertirse en una lectura paralela de los Walt Whitman de Justin Kaplan y David S. Reynolds. Mientras el primero contaba la historia sentimental y afectiva de la lírica del poeta, al segundo le interesaba más la cultura americana que el poeta fundaba.
Christopher Domínguez ha escrito, creo, una biografía, sobre todo, intelectual y política de Octavio Paz. No faltan aquí, desde luego, las escenas afectivas fundamentales de la vida de Paz, sus amores y sus amistades, sus grandes miedos y dudas. Tampoco es esta biografía, escrita por un crítico literario, un texto que se desentiende de la evolución estética de Paz. La literatura es tan central aquí como lo era para Paz: una centralidad que en modo alguno empujaba a la política, la historia o la ideología hacia una periferia inconcebible para un poeta que, como el autor de El ogro filantrópico, fue siempre, también, un intelectual público.
Aún así, esta es, esencialmente, una biografía política e intelectual de Paz. Aquí se cuenta el nacimiento paralelo de una poética y una política, en un hijo de la Revolución Mexicana, que en los años 30 se forma bajo la sombra de los poetas de Contemporáneos y del comunismo internacional, que se solidariza con la República Española y hace causa con el cardenismo, que se desencanta con la URSS tras los procesos de Moscú, el asesinato de Trotsky y, sobre todo, la lectura de las críticas al comunismo de Andre Gide y las denuncias del gulag de David Rousset.
Aquel Paz de los años 40 y 50, que ha seguido el itinerario que va de la Revolución Mexicana al socialismo democrático, es el que vive en San Francisco, Nueva York y París y escribe El laberinto de la soledad. Un Paz lector de Samuel Ramos y Sigmund Freud, de Alfonso Reyes y Frantz Fanon que, a pesar de todo, sigue sosteniendo una idea de la comunidad que debe más al socialismo que al liberalismo y que, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor confrontación con el autoritarismo o el totalitarismo, entre los años 70 y 90, abandonará del todo.
En contra de tanta crítica literaria neoconservadora, atada a un purismo estético trasnochado, Domínguez Michael no duda en calificar al Octavio Paz de los años 60 y 70, al autor de Blanco, Ladera Este y El mono gramático, como un "poeta de vanguardia". Admirador de Breton y el surrealismo, la vanguardia para Paz, como para otros escritores latinoamericanos de aquellas décadas, no era algo que había pasado o que había sido absorbido por el modernism, término en inglés que no circulaba entre escritores de la región, por la fuerza que tenía en la historia de la poesía hispanoamericana la noción del modernismo decimonónico.
Como se lee en Los hijos del limo (1974), Paz veía en la vuelta a la experimentación que se vivió en la poesía latinoamericana entre los años 60 y 70, la proyección de una "vanguardia otra". Las sintonías de Paz con la revuelta cultural de aquellas décadas, como recuerda Domínguez Michael, fueron múltiples: la India, su relectura de Duchamp y Levi Strauss y sus varios guiños al mayo del 68 francés que encontramos en Corriente alterna (1967) o en Conjunciones y disyunciones (1969). No es extraño que el poeta terminara aquella década renunciando a la embajada en la India, tras la masacre de Tlatelolco, y fundando la revista Plural.
Domínguez Michael entiende el periodo que arranca con la fundación de su primera revista y culmina con la muerte del poeta, en 1998, como un lapso final, de casi treinta años, donde la doble vocación de poeta e intelectual, artista e ideólogo, de Octavio Paz, se realiza plenamente, en el vórtice de la esfera pública mexicana. Quienes, desde un polo u otro de la geografía doctrinal, han entendido a ese Paz como un soldado de la Guerra Fría o un liberal ortodoxo, se llevarán algunas sorpresas en los tres últimos capítulos de este libro, dedicados a los años de Vuelta, de su "quema en efigie" en el Paseo de la Reforma y de su "jefatura espiritual".
Es cierto que Paz fue un crítico tenaz del totalitarismo cubano y un defensor apasionado de las transiciones a la democracia y el mercado en Europa del Este. Pero pocos conocen que en su pensamiento pesó siempre más Charles Fourier, el socialista utópico francés, que Alexis de Tocqueville, el gran liberal decimonónico, a quien citaba, muchas veces, por respeto a la etiqueta. El "drama de familia" que describe Domínguez Michael en relación con la actitud de Paz ante el levantamiento zapatista de 1994 es una buena muestra de la sofisticación política de este gran poeta mexicano y latinoamericano del siglo XX.
Hasta hace poco, las biografías de los poetas raras veces se apartaban de los mitos de la lírica que construían los propios poetas y sus críticos. Aquellas eran biografías que, por lo general, intentaban hacer de la vida del poeta una extensión de sus propias composiciones, otra manera de escribir versos o de vivirlos en actos. La vida del poeta era otro cuaderno de sus obsesiones y misterios, temores y añoranzas. Una vida poética, que cargaba con todo el peso del legado clásico y romántico, modernista o vanguardista, cuando ser o vivir como poeta era llamarse Shakespeare o Quevedo, Byron o Hugo, Baudelaire o Whitman, Darío o Neruda.
La atracción que ha ejercido la historia intelectual sobre el ensayo, en los últimos años, ha hecho que aquella idea de la biografía, fundamentalmente narrativa, que con tanta destreza escribieron los ingleses, cambie y se vuelva más francesa, tan o más atenta a las ideas del poeta como a los hechos y las pasiones de su vida. La diferencia entre una y otra biografía podría advertirse en una lectura paralela de los Walt Whitman de Justin Kaplan y David S. Reynolds. Mientras el primero contaba la historia sentimental y afectiva de la lírica del poeta, al segundo le interesaba más la cultura americana que el poeta fundaba.
Christopher Domínguez ha escrito, creo, una biografía, sobre todo, intelectual y política de Octavio Paz. No faltan aquí, desde luego, las escenas afectivas fundamentales de la vida de Paz, sus amores y sus amistades, sus grandes miedos y dudas. Tampoco es esta biografía, escrita por un crítico literario, un texto que se desentiende de la evolución estética de Paz. La literatura es tan central aquí como lo era para Paz: una centralidad que en modo alguno empujaba a la política, la historia o la ideología hacia una periferia inconcebible para un poeta que, como el autor de El ogro filantrópico, fue siempre, también, un intelectual público.
Aún así, esta es, esencialmente, una biografía política e intelectual de Paz. Aquí se cuenta el nacimiento paralelo de una poética y una política, en un hijo de la Revolución Mexicana, que en los años 30 se forma bajo la sombra de los poetas de Contemporáneos y del comunismo internacional, que se solidariza con la República Española y hace causa con el cardenismo, que se desencanta con la URSS tras los procesos de Moscú, el asesinato de Trotsky y, sobre todo, la lectura de las críticas al comunismo de Andre Gide y las denuncias del gulag de David Rousset.
Aquel Paz de los años 40 y 50, que ha seguido el itinerario que va de la Revolución Mexicana al socialismo democrático, es el que vive en San Francisco, Nueva York y París y escribe El laberinto de la soledad. Un Paz lector de Samuel Ramos y Sigmund Freud, de Alfonso Reyes y Frantz Fanon que, a pesar de todo, sigue sosteniendo una idea de la comunidad que debe más al socialismo que al liberalismo y que, nunca, ni siquiera en los momentos de mayor confrontación con el autoritarismo o el totalitarismo, entre los años 70 y 90, abandonará del todo.
En contra de tanta crítica literaria neoconservadora, atada a un purismo estético trasnochado, Domínguez Michael no duda en calificar al Octavio Paz de los años 60 y 70, al autor de Blanco, Ladera Este y El mono gramático, como un "poeta de vanguardia". Admirador de Breton y el surrealismo, la vanguardia para Paz, como para otros escritores latinoamericanos de aquellas décadas, no era algo que había pasado o que había sido absorbido por el modernism, término en inglés que no circulaba entre escritores de la región, por la fuerza que tenía en la historia de la poesía hispanoamericana la noción del modernismo decimonónico.
Como se lee en Los hijos del limo (1974), Paz veía en la vuelta a la experimentación que se vivió en la poesía latinoamericana entre los años 60 y 70, la proyección de una "vanguardia otra". Las sintonías de Paz con la revuelta cultural de aquellas décadas, como recuerda Domínguez Michael, fueron múltiples: la India, su relectura de Duchamp y Levi Strauss y sus varios guiños al mayo del 68 francés que encontramos en Corriente alterna (1967) o en Conjunciones y disyunciones (1969). No es extraño que el poeta terminara aquella década renunciando a la embajada en la India, tras la masacre de Tlatelolco, y fundando la revista Plural.
Domínguez Michael entiende el periodo que arranca con la fundación de su primera revista y culmina con la muerte del poeta, en 1998, como un lapso final, de casi treinta años, donde la doble vocación de poeta e intelectual, artista e ideólogo, de Octavio Paz, se realiza plenamente, en el vórtice de la esfera pública mexicana. Quienes, desde un polo u otro de la geografía doctrinal, han entendido a ese Paz como un soldado de la Guerra Fría o un liberal ortodoxo, se llevarán algunas sorpresas en los tres últimos capítulos de este libro, dedicados a los años de Vuelta, de su "quema en efigie" en el Paseo de la Reforma y de su "jefatura espiritual".
Es cierto que Paz fue un crítico tenaz del totalitarismo cubano y un defensor apasionado de las transiciones a la democracia y el mercado en Europa del Este. Pero pocos conocen que en su pensamiento pesó siempre más Charles Fourier, el socialista utópico francés, que Alexis de Tocqueville, el gran liberal decimonónico, a quien citaba, muchas veces, por respeto a la etiqueta. El "drama de familia" que describe Domínguez Michael en relación con la actitud de Paz ante el levantamiento zapatista de 1994 es una buena muestra de la sofisticación política de este gran poeta mexicano y latinoamericano del siglo XX.
domingo, 18 de enero de 2015
Oaxaqueños
Pasamos este fin de semana en Oaxaca gracias a una invitación del escritor e historiador Carlos Tello Díaz, que organiza una serie de conferencias en esta ciudad. Uno tiene la impresión en estos lugares, tan cargados de historia, que la historia nunca deja de suceder, que el presente se agita y el pasado se retuerce en sus tumbas, que el día a día es de los vivos y también de los muertos.
Basta caminar de las piedras verdes del Zócalo a las murallas amarillentas de los viejos conventos de Santo Domingo o el Carmen, para percibir algo más que ese turismo antropológico que deambula por estas ciudades de México. Se ve aquí una juventud local, que no se ve en otras ciudades con el mismo atractivo, arraigada a su comunidad y, a la vez, cada vez más globalizada, que asimila el tiempo de la ciudad de una manera distinta a como lo vivimos sus visitantes.
Recorremos algunos de los pueblos que median entre Oaxaca y Mitla, el sitio arqueológico zapoteco, donde los españoles levantaron un templo católico sobre el centro comunitario y ceremonial de aquella civilización, luego de la decadencia de Monte Albán, y advertimos, acaso, porqué ha producido esta región de México esa persistente y, al mismo tiempo, decisiva intervención en la trama nacional del país.
En Tlacochahuaya vemos la iglesia del siglo XVI, construida por Fray Jordán de Santa Catalina y consagrada a San Jerónimo y no podemos dejar de apreciar, como en la capilla del Rosario o el árbol de la vida en el coro de la iglesia de Santo Domingo, la mano de los artesanos y artistas indígenas, que llenaron las columnas, techos, arcos y hasta el viejo órgano de madera del recinto, de flores y jarrones colorados y angelitos aindiados como ellos mismos.
Frailes dominicos como Juan de Córdoba, de quien se dice que era tan virtuoso que andaba descalzo y sólo usaba zapatos para oficiar misa y que "nunca tocó moneda", autor del primer diccionario de la lengua zapoteca, protegió a artistas indígenas, como el pintor Juan de Arrué, que retrató a San Jerónimo y a San Sebastián en el lenguaje plástico de su comunidad. Los mártires eran figuras de gran aprecio en estas culturas, como se observa, también, en la capilla del Señor de Tlacolula, donde vimos unos San Andrés, San Pablo, San Felipe, Santiago y San Judas Tadeo, con vientres y brazos ensangrentados, colgando de cabeza o de lado en los altares.
Hay en aquel primer momento del choque y el mestizaje cultural un mecanismo de impulsión histórica, que podría rastrearse en los siglos siguientes, destacando esas intervenciones decisivas de Oaxaca y los oaxaqueños en la historia de México. Esta ciudad y esta cultura, como han observado Marcello Carmagnani y tantos otros historiadores y antropólogos, funcionan como una frontera simbólica desde la que se emiten lógicas determinantes de la periferia al centro.
Carlos María de Bustamente y la incesante prédica independentista, Benito Juárez y la tozudez republicana y liberal, Matías Romero y la gran reforma fiscal y diplomática del Estado moderno en México, Porfirio Díaz y la construcción misma de ese Estado en el último tramo del siglo XIX, José Vasconcelos y la gran campaña educativa y cultural de la Revolución Mexicana... ¿No son todas esas energías históricas, en buena medida, construcciones oaxaqueñas, voces fronterizas, presencias de Oaxaca que, sin embargo, marcan el curso de la historia nacional de México, como si se tratara de ramas, tallos y hojas de un mismo árbol de la vida?
Basta caminar de las piedras verdes del Zócalo a las murallas amarillentas de los viejos conventos de Santo Domingo o el Carmen, para percibir algo más que ese turismo antropológico que deambula por estas ciudades de México. Se ve aquí una juventud local, que no se ve en otras ciudades con el mismo atractivo, arraigada a su comunidad y, a la vez, cada vez más globalizada, que asimila el tiempo de la ciudad de una manera distinta a como lo vivimos sus visitantes.
Recorremos algunos de los pueblos que median entre Oaxaca y Mitla, el sitio arqueológico zapoteco, donde los españoles levantaron un templo católico sobre el centro comunitario y ceremonial de aquella civilización, luego de la decadencia de Monte Albán, y advertimos, acaso, porqué ha producido esta región de México esa persistente y, al mismo tiempo, decisiva intervención en la trama nacional del país.
En Tlacochahuaya vemos la iglesia del siglo XVI, construida por Fray Jordán de Santa Catalina y consagrada a San Jerónimo y no podemos dejar de apreciar, como en la capilla del Rosario o el árbol de la vida en el coro de la iglesia de Santo Domingo, la mano de los artesanos y artistas indígenas, que llenaron las columnas, techos, arcos y hasta el viejo órgano de madera del recinto, de flores y jarrones colorados y angelitos aindiados como ellos mismos.
Frailes dominicos como Juan de Córdoba, de quien se dice que era tan virtuoso que andaba descalzo y sólo usaba zapatos para oficiar misa y que "nunca tocó moneda", autor del primer diccionario de la lengua zapoteca, protegió a artistas indígenas, como el pintor Juan de Arrué, que retrató a San Jerónimo y a San Sebastián en el lenguaje plástico de su comunidad. Los mártires eran figuras de gran aprecio en estas culturas, como se observa, también, en la capilla del Señor de Tlacolula, donde vimos unos San Andrés, San Pablo, San Felipe, Santiago y San Judas Tadeo, con vientres y brazos ensangrentados, colgando de cabeza o de lado en los altares.
Hay en aquel primer momento del choque y el mestizaje cultural un mecanismo de impulsión histórica, que podría rastrearse en los siglos siguientes, destacando esas intervenciones decisivas de Oaxaca y los oaxaqueños en la historia de México. Esta ciudad y esta cultura, como han observado Marcello Carmagnani y tantos otros historiadores y antropólogos, funcionan como una frontera simbólica desde la que se emiten lógicas determinantes de la periferia al centro.
Carlos María de Bustamente y la incesante prédica independentista, Benito Juárez y la tozudez republicana y liberal, Matías Romero y la gran reforma fiscal y diplomática del Estado moderno en México, Porfirio Díaz y la construcción misma de ese Estado en el último tramo del siglo XIX, José Vasconcelos y la gran campaña educativa y cultural de la Revolución Mexicana... ¿No son todas esas energías históricas, en buena medida, construcciones oaxaqueñas, voces fronterizas, presencias de Oaxaca que, sin embargo, marcan el curso de la historia nacional de México, como si se tratara de ramas, tallos y hojas de un mismo árbol de la vida?
domingo, 11 de enero de 2015
Impostura y kitsch histórico
Hace algunas semanas, Babelia, el suplemento literario del diario El País, señalaba el ascenso de la narrativa de no ficción en el mundo del libro iberoamericano. Se mencionaban los célebres antecedentes del género en el new journalism norteamericano, especialmente en Truman Capote, y se hablaba del éxito de un autor como Emmanuel Carrère, cuya novela El adversario (2002), la historia de Jean Claude Romand, un impostor francés, que desde los 18 años se había hecho pasar por médico y, a punto de ser descubierto, asesinó a su esposa y sus hijos -las primeras personas a las que debía enfrentar luego de reconocer su prolongada mentira- habría alentado aquella escritura de relatos reales. Según Babelia, se inscribían, dentro de esa corriente, los más famosos novelistas españoles (Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas...) y algunos latinoamericanos, como el cubano Leonardo Padura y los mexicanos Guadalupe Nettel y Gonzalo Celorio, que, a mi entender, tienen muy poco que ver con esa tradición.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.
El único, a mi juicio, de todos esos escritores, que, en efecto, escribe relatos reales y lo hace desde antes de la aparición de El adversario de Carrère, es Javier Cercas, cuya novela Soldados de Salamina (2001), la historia del soldado republicano Miralles, que, pudiendo hacerlo, no fusiló al ideólogo fascista Rafael Sánchez Mazas, apareció un año antes que el más conocido libro de Carrère. A diferencia de Capote o Carrère, Cercas no se interesaba en un caso criminal sino en un evento de la guerra civil española. Su abordaje, sin embargo, era muy diferente al de otros escritores, como los mencionados más arriba, que, por momentos, se acercan a la novela histórica o a la ficcionalización de pasajes históricos en un texto narrativo. Otro relato real, igualmente localizado en el pasado, fue Anatomía de un instante (2009), la historia novelada del golpe de Tejero, que comentamos, en su momento, aquí.
La última novela de Cercas, El impostor (2014), se acerca más claramente al proyecto de Carrère. Su tema es el caso de Enric Marco, un sindicalista catalán, que peleó en el bando republicano de la guerra civil y que en los años 40 viajó como trabajador voluntario a Alemania y, tras la caída del nazismo, regresó a España y vivió como un ciudadano común y corriente bajo la larga dictadura franquista. Con la transición, Marco se fabricó una historia de luchador antifranquista y sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, que le permitió acceder al liderazgo sindical de Cataluña y, luego, de toda España, y a la jefatura de la Amical Mauthausen, la asociación civil catalana que agrupaba a los sobrevivientes de las deportaciones y encierros de españoles en campos nazis. Si en Flossenbürrg, como dice Cercas, murieron ciento y tantos españoles, en Mauthausen, como recordaba Muñoz Molina en el último Babelia, perdieron la vida varios miles.
El libro de Cercas sostiene que la mentira de Marco se armó a base de medias verdades, es decir, de una mezcla de verdades y mentiras, y expone con precisión el componente de cada una en el relato del impostor. Si la tarea del historiador profesional, como Benito Bermejo, quien descubre la impostura de Marco en 2005, era demostrar con datos la falsedad de la autobiografía de Marco, la del novelista es entender las motivaciones de aquella ficción. El resultado es el retrato complejísimo, ambivalente, de un narcisista, que, como Alonso Quijano, quiso sepultar su vida anodina de ciudadano en el franquismo bajo el protagonismo mediático e ideológico de un Quijote de la memoria histórica durante la transición. Entre tantas otras cosas, el libro de Cercas es una crítica, o, más bien, una autocrítica de aquella industria de la "memoria histórica", que llegó a su apogeo durante el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Una observación de Cercas, útil para el debate sobre la historia oficial en América Latina, es que la ficción de Marco se incorporaba al discurso de la memoria histórica por medio del kitsch. La idea de que el testimonio o la memoria del testigo tienen siempre más validez que el juicio ponderado y crítico del historiador es kitsch porque tiende a la simplificación o vulgarización emotiva del pasado. Las motivaciones y distinciones de los actos del sujeto en el pasado se ven licuadas, dentro de la historia oficial o dentro de las reivindicaciones más sectarias, en un discurso de fácil resonancia afectiva. Algo de esa impostura y ese kitsch, observado por Cercas, podría encontrarse, por ejemplo, en la identificación, típicamente populista, de la historia argentina con figuras como Perón, Evita o el Che Guevara, en el muralismo historiográfico del relato oficial priísta en México, en la embrutecedora tesis de los "cien años de lucha" de Fidel Castro o en la despiadada manipulación de la imagen de Simón Bolívar en la ideología chavista.
viernes, 9 de enero de 2015
Adorno, los perros y la ciudad de México
Algún antropólogo debería explicar el sentido de la imagen y el símbolo del perro en la cultura mexicana. Ahora mismo hay, por lo menos, cuatro libros en librerías mexicanas con títulos perros: Autorretrato de familia con perro (2014) de Álvaro Uribe, Amigo del perro cojo (2014) de Tedi López Mills, Amarres perros (2014) de Jorge Castañeda y Te vendo un perro (2014) de Juan Pablo Villalobos. Encuentro una disquisición sobre ese imaginario perruno en esta última novela, escrita por un autor nacido en el DF en 1973.
Villalobos es un narrador radicalmente distinto a Guadalupe Nettel, aunque de la misma generación. No hay languidez o melancolía en su prosa: hay mordacidad y humor cáustico, ironía y desasosiego. Se le ha comparado con Jorge Ibargüengoitia, pero a mí me recuerda al ecuatoriano Pablo Palacio y, por momentos, a los cubanos Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Su mundo es el de los bajos fondos de la ciudad de México, aunque con inusitados asomos a la república letrada, que provocan el efecto de una carcajada en el parnaso.
Te vendo un perro (2014) cuenta la historia de un pintor frustrado de la ciudad de México, que dejó los estudios en la escuela de La Esmeralda para dedicarse a cocinar tacos en una esquina. Al final de su vida, este taquero retirado vive en un viejo edificio del centro de la ciudad, donde tiene lugar una tertulia literaria de ancianos. Teo, el viejo pintor y taquero, rivaliza con Francesca, la lideresa de la tertulia literaria, quien equivocadamente cree que su vecino perpetra una novela.
Uno y otra se agreden robándose libros: ella sustrae la Teoría estética y las Notas de literatura de Theodor Adorno, volúmenes de cabecera de Teo, y éste, con la ayuda de su amigo Mao, clandestino radical, traficante de drogas y libros, se roba una carreta con los ejemplares de la última lectura tertuliana: el mamotreto de Palinuro de México de Fernando del Paso. El pleito sucede en un ambiente de alcohol y cucarachas, verdulerías e inmundas fondas chinas, teorías de la conspiración o el apocalipsis, que logra momentos hilarantes.
Teo es un personaje maravilloso, amante del fracaso, de las promesas incumplidas del arte, como el pintor Manuel González Serrano, esquizofrénico, indigente y mundano, a quien rinde homenaje Villalobos. Y es, como Claudio, el personaje de Nettel, un lector empedernido de Adorno, que, entre tequila y cerveza, rumia frases del filósofo por el estilo de "lo nuevo es hermano de la muerte" o "la skepsis frente a lo no demostrado se convierte en la prohibición de pensar".
Como su propio mundo, los perros que han marcado la vida de Teo, son los que mueren de indigestión, luego de haberse tragado una media de mujer, o los que se venden como carne de res en los puestos de tacos de la ciudad. Los perros que simbolizan la marginalidad y el abandono, la "naturaleza herida", que pintaba González Serrano. La ciudad de Villalobos es ese reino donde las glorias pasadas de la revolución y el arte se han convertido en sospechas o atisbos de una novela de humor negro.
Villalobos es un narrador radicalmente distinto a Guadalupe Nettel, aunque de la misma generación. No hay languidez o melancolía en su prosa: hay mordacidad y humor cáustico, ironía y desasosiego. Se le ha comparado con Jorge Ibargüengoitia, pero a mí me recuerda al ecuatoriano Pablo Palacio y, por momentos, a los cubanos Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas. Su mundo es el de los bajos fondos de la ciudad de México, aunque con inusitados asomos a la república letrada, que provocan el efecto de una carcajada en el parnaso.
Te vendo un perro (2014) cuenta la historia de un pintor frustrado de la ciudad de México, que dejó los estudios en la escuela de La Esmeralda para dedicarse a cocinar tacos en una esquina. Al final de su vida, este taquero retirado vive en un viejo edificio del centro de la ciudad, donde tiene lugar una tertulia literaria de ancianos. Teo, el viejo pintor y taquero, rivaliza con Francesca, la lideresa de la tertulia literaria, quien equivocadamente cree que su vecino perpetra una novela.
Uno y otra se agreden robándose libros: ella sustrae la Teoría estética y las Notas de literatura de Theodor Adorno, volúmenes de cabecera de Teo, y éste, con la ayuda de su amigo Mao, clandestino radical, traficante de drogas y libros, se roba una carreta con los ejemplares de la última lectura tertuliana: el mamotreto de Palinuro de México de Fernando del Paso. El pleito sucede en un ambiente de alcohol y cucarachas, verdulerías e inmundas fondas chinas, teorías de la conspiración o el apocalipsis, que logra momentos hilarantes.
Teo es un personaje maravilloso, amante del fracaso, de las promesas incumplidas del arte, como el pintor Manuel González Serrano, esquizofrénico, indigente y mundano, a quien rinde homenaje Villalobos. Y es, como Claudio, el personaje de Nettel, un lector empedernido de Adorno, que, entre tequila y cerveza, rumia frases del filósofo por el estilo de "lo nuevo es hermano de la muerte" o "la skepsis frente a lo no demostrado se convierte en la prohibición de pensar".
Como su propio mundo, los perros que han marcado la vida de Teo, son los que mueren de indigestión, luego de haberse tragado una media de mujer, o los que se venden como carne de res en los puestos de tacos de la ciudad. Los perros que simbolizan la marginalidad y el abandono, la "naturaleza herida", que pintaba González Serrano. La ciudad de Villalobos es ese reino donde las glorias pasadas de la revolución y el arte se han convertido en sospechas o atisbos de una novela de humor negro.
sábado, 27 de diciembre de 2014
Migrantes en cementerios de París
A la última novela de Guadalupe Nettel (México D.F., 1973), Después del invierno (Anagrama, 2014), que ganó el Premio Herralde, se le puede reprochar, tal vez, un exceso de simetría -un cubano en Nueva York y una mexicana en París, narran en primera persona sus soledades y neurosis y se presentan, desde las primeras páginas, como destinados al encuentro o al choque-, pero no falta de destreza, persuasión o elegancia. La melancolía o la douce tristesse que busca Nettel inducir en el lector se siente en cuanto imaginamos las lecturas de Adorno, con Jarret de fondo, que hace Claudio en su minúsculo apartamento del Upper West Side de Manhattan o seguimos a Cecilia y a Tom, en alguno de sus paseos por los cementerios de París.
Esta es una novela de migrantes -salvo Ruth, ninguno de los personajes parece ser originario de la ciudad donde reside- que discurren sobre los muertos. Los cuatro grandes cementerios de París -Père-Lachaise, Montmartre, Montparnasse, Passy- son recorridos, en busca de las tumbas Chopin, Stendhal, Kardec, Perec, Gautier, Zola, Vallejo y hasta Porfirio Díaz. El moribundo Tomasso Zaffarano -otro inmigrante en París- ofrece el discurso espiritista que necesitaba la novela, sin ceder demasiado a la tentación gótica o noir, que habría acentuado el tono crepuscular del relato. Nettel, con una oaxaqueña que vive frente a un cementerio de París y un espiritista al borde de la muerte, como personajes centrales, logró una novela no saturada de tópicos de ultratumba.
A pesar de su pretensión simétrica, o justamente por eso, sorprenden algunos desequilibrios, como que Nueva York, donde vive Claudio, sea un escenario apenas apuntado o menos descrito que París. Una objeción similar podría hacerse en relación con el lenguaje que hablan unos y otros personajes. Cecilia, la oaxaqueña, y Haydée, la cubano-francesa, hablan un español neutro, carente de giros o modismos de sus lugares de origen. Sin embargo, Claudio, a pesar de llevar décadas en Nueva York, usa constantemente palabras o expresiones del argot habanero. Hay, en Nettel, un interés en afirmar las coordenadas nacionales de su personaje cubano, que resulta un tanto intrigante, por no decir sintomático de los modos de representación de Cuba y los cubanos, aún, en la mejor literatura global.
Guadalupe Nettel es, junto a Alvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos y algunos otros, una de las voces más discernibles de la nueva narrativa mexicana e hispanoamericana. Una escritora que domina los géneros de la novela y el cuento -algo que no puede decirse, por ejemplo, de muchos escritores cubanos de su misma generación o anteriores a ella, que se han aferrado a una suerte de escritura "fragmentaria", por considerarla "anticanónica", o hacen pasar por novelas lo que no son. Una escritora atenta a los sonidos del cuerpo y al cambio de estaciones y que, a la vez, decide practicar, plenamente, el arte moderno de la ficción.
Esta es una novela de migrantes -salvo Ruth, ninguno de los personajes parece ser originario de la ciudad donde reside- que discurren sobre los muertos. Los cuatro grandes cementerios de París -Père-Lachaise, Montmartre, Montparnasse, Passy- son recorridos, en busca de las tumbas Chopin, Stendhal, Kardec, Perec, Gautier, Zola, Vallejo y hasta Porfirio Díaz. El moribundo Tomasso Zaffarano -otro inmigrante en París- ofrece el discurso espiritista que necesitaba la novela, sin ceder demasiado a la tentación gótica o noir, que habría acentuado el tono crepuscular del relato. Nettel, con una oaxaqueña que vive frente a un cementerio de París y un espiritista al borde de la muerte, como personajes centrales, logró una novela no saturada de tópicos de ultratumba.
A pesar de su pretensión simétrica, o justamente por eso, sorprenden algunos desequilibrios, como que Nueva York, donde vive Claudio, sea un escenario apenas apuntado o menos descrito que París. Una objeción similar podría hacerse en relación con el lenguaje que hablan unos y otros personajes. Cecilia, la oaxaqueña, y Haydée, la cubano-francesa, hablan un español neutro, carente de giros o modismos de sus lugares de origen. Sin embargo, Claudio, a pesar de llevar décadas en Nueva York, usa constantemente palabras o expresiones del argot habanero. Hay, en Nettel, un interés en afirmar las coordenadas nacionales de su personaje cubano, que resulta un tanto intrigante, por no decir sintomático de los modos de representación de Cuba y los cubanos, aún, en la mejor literatura global.
Guadalupe Nettel es, junto a Alvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos y algunos otros, una de las voces más discernibles de la nueva narrativa mexicana e hispanoamericana. Una escritora que domina los géneros de la novela y el cuento -algo que no puede decirse, por ejemplo, de muchos escritores cubanos de su misma generación o anteriores a ella, que se han aferrado a una suerte de escritura "fragmentaria", por considerarla "anticanónica", o hacen pasar por novelas lo que no son. Una escritora atenta a los sonidos del cuerpo y al cambio de estaciones y que, a la vez, decide practicar, plenamente, el arte moderno de la ficción.
viernes, 26 de diciembre de 2014
Carpentier contra Lezama (por el alma de Orbón)
Desde su exilio venezolano, en los años 50, Alejo Carpentier llegó a estar lo más cerca que le permitía su cultura de "alta vanguardia", de un escritor, en buena medida, reacio a esta última como José Lezama Lima y los poetas que lo rodeaban en la revista Orígenes. En aquella aproximación a Orígenes -donde Carpentier publicó, en un número de 1952, el cuento "Semejante a la noche", que junto a otros dos, "Camino de Santiago" y "Viaje a la semilla", incluidos en el volumen Guerra del tiempo (1958), fueron, tal vez, las obras suyas que más admiró Lezama, como se desprende de la correspondencia entre ambos en los 50-, Julián Orbón fue el enlace clave.
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:
"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:
"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".
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