A la última novela de Guadalupe Nettel (México D.F., 1973), Después del invierno (Anagrama, 2014), que ganó el Premio Herralde, se le puede reprochar, tal vez, un exceso de simetría -un cubano en Nueva York y una mexicana en París, narran en primera persona sus soledades y neurosis y se presentan, desde las primeras páginas, como destinados al encuentro o al choque-, pero no falta de destreza, persuasión o elegancia. La melancolía o la douce tristesse que busca Nettel inducir en el lector se siente en cuanto imaginamos las lecturas de Adorno, con Jarret de fondo, que hace Claudio en su minúsculo apartamento del Upper West Side de Manhattan o seguimos a Cecilia y a Tom, en alguno de sus paseos por los cementerios de París.
Esta es una novela de migrantes -salvo Ruth, ninguno de los personajes parece ser originario de la ciudad donde reside- que discurren sobre los muertos. Los cuatro grandes cementerios de París -Père-Lachaise, Montmartre, Montparnasse, Passy- son recorridos, en busca de las tumbas Chopin, Stendhal, Kardec, Perec, Gautier, Zola, Vallejo y hasta Porfirio Díaz. El moribundo Tomasso Zaffarano -otro inmigrante en París- ofrece el discurso espiritista que necesitaba la novela, sin ceder demasiado a la tentación gótica o noir, que habría acentuado el tono crepuscular del relato. Nettel, con una oaxaqueña que vive frente a un cementerio de París y un espiritista al borde de la muerte, como personajes centrales, logró una novela no saturada de tópicos de ultratumba.
A pesar de su pretensión simétrica, o justamente por eso, sorprenden algunos desequilibrios, como que Nueva York, donde vive Claudio, sea un escenario apenas apuntado o menos descrito que París. Una objeción similar podría hacerse en relación con el lenguaje que hablan unos y otros personajes. Cecilia, la oaxaqueña, y Haydée, la cubano-francesa, hablan un español neutro, carente de giros o modismos de sus lugares de origen. Sin embargo, Claudio, a pesar de llevar décadas en Nueva York, usa constantemente palabras o expresiones del argot habanero. Hay, en Nettel, un interés en afirmar las coordenadas nacionales de su personaje cubano, que resulta un tanto intrigante, por no decir sintomático de los modos de representación de Cuba y los cubanos, aún, en la mejor literatura global.
Guadalupe Nettel es, junto a Alvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos y algunos otros, una de las voces más discernibles de la nueva narrativa mexicana e hispanoamericana. Una escritora que domina los géneros de la novela y el cuento -algo que no puede decirse, por ejemplo, de muchos escritores cubanos de su misma generación o anteriores a ella, que se han aferrado a una suerte de escritura "fragmentaria", por considerarla "anticanónica", o hacen pasar por novelas lo que no son. Una escritora atenta a los sonidos del cuerpo y al cambio de estaciones y que, a la vez, decide practicar, plenamente, el arte moderno de la ficción.
Libros del crepúsculo
sábado, 27 de diciembre de 2014
viernes, 26 de diciembre de 2014
Carpentier contra Lezama (por el alma de Orbón)
Desde su exilio venezolano, en los años 50, Alejo Carpentier llegó a estar lo más cerca que le permitía su cultura de "alta vanguardia", de un escritor, en buena medida, reacio a esta última como José Lezama Lima y los poetas que lo rodeaban en la revista Orígenes. En aquella aproximación a Orígenes -donde Carpentier publicó, en un número de 1952, el cuento "Semejante a la noche", que junto a otros dos, "Camino de Santiago" y "Viaje a la semilla", incluidos en el volumen Guerra del tiempo (1958), fueron, tal vez, las obras suyas que más admiró Lezama, como se desprende de la correspondencia entre ambos en los 50-, Julián Orbón fue el enlace clave.
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:
"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:
"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".
miércoles, 24 de diciembre de 2014
El ocaso de la nación sinfónica
Leyendo el intenso diálogo que sostuvieron Alejo Carpentier y Julian Orbón entre los años 40 y 50 y que, fácilmente, se descifra en La música en Cuba (1946) y, sobre todo, el Diario de Venezuela (2014), del primero, he pensado en la desaparición de ese tipo de intelectual en Cuba y, en buena medida, en América Latina. El tipo de intelectual que pensaba la nación en clave sonora, no tanto poética o narrativa, a la manera de Vitier o Lezama, y que, en la tradición de Thomas Mann o Theodor Adorno, creía que toda cultura que se respete debe alcanzar una expresión sinfónica de su propio acervo musical.
Recordemos que en La música en Cuba, Carpentier sostenía que luego de Caturla y Roldán, aquel empeño de dar forma culta a una sonoridad nacional, entraba en una fase de "desorientación", que comenzaba a revertirse con la labor "didáctica" de José Ardévol y el Grupo Renovación Musical. Después de Ardévol, según Carpantier, emergían las figuras más alentadoras de la música cubana, algunos como Harold Gramatges, marcados por el proyecto de Renovación Musical, otros, como Hilario González y Argeliers León, más "criollos" o más deudores del tipo de nacionalización del sonido emprendida por Caturla o Roldán.
En esa segunda generación de músicos, que emerge entre los 40 y los 50, el preferido de Carpentier es, sin dudas, Julián Orbón. De éste dice, en La música en Cuba, que "es la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana"¿Por qué? Al parecer, porque, según Carpentier, era el que se planteaba retos mayores. A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de "tener sinfonía" -equivalente al de Lezama de "tener novela"- y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que "esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica". Carpentier se hacía eco de Orbón: "el músico que logre ser un Brahms español -o americano- con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema".
¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal. Según Carpentier, Orbón creyó encontrar esa fórmula en el Treno que compone el personaje de Los pasos perdidos, que en algún momento pensaron escribir a cuatro manos. A Carpentier le sorprende el entusiasmo de Orbón por su novela, ya que atribuye al músico una falta de americanismo que, sin embargo, se ve compensada por su aspiración a lo sinfónico.
Es difícil decidir si, en el Diario de Venezuela, es decir, durante todos los años 50, Carpentier se considera más novelista que músico. En noviembre de 1952, anota que Orbón le ha mandado un Preludio y Toccata para guitarra, en el que observa "cierta cubanidad en el acento", que "le encanta". Y agrega: "hay una solidez de intenciones que me maravilla. Una eliminación de lo superfluo, semejante a la que yo busco". ¿A qué se refiere? ¿A lo que buscaba en la novela o en la música? Creo que a ambas búsquedas, fundidas en una, como se desprende en otro diálogo, unos meses después, en el que reitera ese "horror instintivo por las soluciones fáciles" de Orbón, a lo que agrega, petulante:
"Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo. Su misa, por lo demás, es una maravilla. Después de conocer la música de Orbón (el Homenaje a la Tonadilla, el Cuarteto) me mostré tan poco interesado en conocer la música de los demás, que estos deben estar resentidos. Tant pis!.."
Recordemos que en La música en Cuba, Carpentier sostenía que luego de Caturla y Roldán, aquel empeño de dar forma culta a una sonoridad nacional, entraba en una fase de "desorientación", que comenzaba a revertirse con la labor "didáctica" de José Ardévol y el Grupo Renovación Musical. Después de Ardévol, según Carpantier, emergían las figuras más alentadoras de la música cubana, algunos como Harold Gramatges, marcados por el proyecto de Renovación Musical, otros, como Hilario González y Argeliers León, más "criollos" o más deudores del tipo de nacionalización del sonido emprendida por Caturla o Roldán.
En esa segunda generación de músicos, que emerge entre los 40 y los 50, el preferido de Carpentier es, sin dudas, Julián Orbón. De éste dice, en La música en Cuba, que "es la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana"¿Por qué? Al parecer, porque, según Carpentier, era el que se planteaba retos mayores. A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de "tener sinfonía" -equivalente al de Lezama de "tener novela"- y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que "esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica". Carpentier se hacía eco de Orbón: "el músico que logre ser un Brahms español -o americano- con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema".
¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal. Según Carpentier, Orbón creyó encontrar esa fórmula en el Treno que compone el personaje de Los pasos perdidos, que en algún momento pensaron escribir a cuatro manos. A Carpentier le sorprende el entusiasmo de Orbón por su novela, ya que atribuye al músico una falta de americanismo que, sin embargo, se ve compensada por su aspiración a lo sinfónico.
Es difícil decidir si, en el Diario de Venezuela, es decir, durante todos los años 50, Carpentier se considera más novelista que músico. En noviembre de 1952, anota que Orbón le ha mandado un Preludio y Toccata para guitarra, en el que observa "cierta cubanidad en el acento", que "le encanta". Y agrega: "hay una solidez de intenciones que me maravilla. Una eliminación de lo superfluo, semejante a la que yo busco". ¿A qué se refiere? ¿A lo que buscaba en la novela o en la música? Creo que a ambas búsquedas, fundidas en una, como se desprende en otro diálogo, unos meses después, en el que reitera ese "horror instintivo por las soluciones fáciles" de Orbón, a lo que agrega, petulante:
"Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo. Su misa, por lo demás, es una maravilla. Después de conocer la música de Orbón (el Homenaje a la Tonadilla, el Cuarteto) me mostré tan poco interesado en conocer la música de los demás, que estos deben estar resentidos. Tant pis!.."
martes, 23 de diciembre de 2014
Carpentier, Orbón y el "ratage" intelectual
Finalmente ha aparecido el Diario de Venezuela (1951-1957) de Alejo Carpentier, en la colección de sus Obras Completas, que edita Siglo XXI en México y Argentina. Había tenido noticias del volumen, en edición habanera, por una inteligente nota que publicó Jorge Enrique Lage en Diario de Cuba y por conversaciones con Roberto González Echevarría, quien me aseguró que en aquellos apuntes del exilio venezolano de Carpentier, durante la década de los 50, encontraría críticas frontales del escritor al comunismo cubano y a las principales figuras del PSP.
En efecto, esas críticas están, aunque con matices que habría que glosar. Tan revelador de la posición política de Carpentier en los 50 es ese pasar de largo ante la dictadura de Batista y la revolución de Castro, como su desencanto con el comunismo juvenil. En abril de 1952, rememorando a sus viejos amigos Jorge A. Vivó y Leonardo Fernández Sánchez, Carpentier se refiere a un "infantilismo revolucionario, ampliamente rebasado en Cuba". Aquellos amigos comunistas le parecen, ahora, "eternos jueces de los jóvenes burgueses, índices alzados para señalar, en una corbata, en un traje nuevo, una muestra de espíritu burgués, pero que, a la postre, resultaron los mejores aliados de las fuerzas de la reacción".
Sin embargo, me llama la atención que Carpentier cuida siempre sus juicios sobre Marinello. En un viaje que hizo en abril de 1953 a La Habana, Carpentier asistió a una cena en el Pen Club de la ciudad, donde coincidió con Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello. Desbocado en galicismos, escribe que la cena fue "navrante" y que Mañach le pareció "el raté magnifique", que "se ve alabado por la gente de sociedad, pero la verdad es que lleva, dentro de sí, la gran amargura de su frustración". Y agrega, "Marinello, que estaba a su lado -por primera vez en muchísimo tiempo-, al menos, se ha realizado en lo político".
Un poco más adelante, Carpentier expone el origen de la frase, "raté magnifique", que no proviene de alguna lectura francesa sino nada menos que de Orestes Ferrara, quien se refería en esos términos a Francisco García Cisneros, un escritor y periodista afrancesado de las primeras décadas republicanas, que firmaba artículos para El Fígaro, Social o Chic con seudónimos como Lohengrin, Raoul Francois o Francois G. de Cisneros. Carpentier da, por supuesto, un sentido más abarcador al "fracaso" o "ratage", que el que daba Ferrara en alusión a García Cisneros. Un sentido muy parecido al de José Lezama Lima y Orígenes, con quienes por entonces tiene muy buenas relaciones, y que implica la frustración política del intelectual. A Marinello, según Carpentier, lo salva su "realización" política.
Pero como observó Lage, el diario venezolano de Carpentier es, en buena medida, la historia de la gran amistad entre el escritor y el músico Julián Orbón. Otra amistad quebrada por la Revolución, como las que hemos reseñado, aquí, entre Lino Novás Calvo y José Antonio Portuoundo o entre Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa. Carpentier no escatima elogios a Orbón -"es, decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido.., hay en su mente un horror instintivo a las soluciones fáciles, qué maravilla…, toda cuestión es puesta en entredicho, siempre, por su espíritu"- y hasta se arrepiente de anotar reproches a su amigo, como aquel en el que observa la negación, por parte de Orbón, "de una cultura que tenga en cuenta sus raíces americanas".
La crítica de Carpentier a la falta de americanismo de Orbón o a su desentendimiento de la tradición de Roldán ("mulato tirando a negro"), Caturla ("que sólo podía fornicar con negras") y Lam ("negro"), sorprende más si se tiene en cuenta que en La música en Cuba (1946), varios años antes, Carpentier había elogiado La guacanayara y el Pregón, con versos de Nicolás Guillén, de Orbón, como continuaciones de la americanización sonora que representaban La rumba de Caturla o los Choros de Villalobos. Y, en efecto, nada más americano que el Julián Orbón de ensayos como "Tradición y originalidad en la música hispanoamericana" o "Tarsis, Isaías, Colón", reunidos en en el volumen En la esencia de los estilos (Colibrí, 2000).
En efecto, esas críticas están, aunque con matices que habría que glosar. Tan revelador de la posición política de Carpentier en los 50 es ese pasar de largo ante la dictadura de Batista y la revolución de Castro, como su desencanto con el comunismo juvenil. En abril de 1952, rememorando a sus viejos amigos Jorge A. Vivó y Leonardo Fernández Sánchez, Carpentier se refiere a un "infantilismo revolucionario, ampliamente rebasado en Cuba". Aquellos amigos comunistas le parecen, ahora, "eternos jueces de los jóvenes burgueses, índices alzados para señalar, en una corbata, en un traje nuevo, una muestra de espíritu burgués, pero que, a la postre, resultaron los mejores aliados de las fuerzas de la reacción".
Sin embargo, me llama la atención que Carpentier cuida siempre sus juicios sobre Marinello. En un viaje que hizo en abril de 1953 a La Habana, Carpentier asistió a una cena en el Pen Club de la ciudad, donde coincidió con Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello. Desbocado en galicismos, escribe que la cena fue "navrante" y que Mañach le pareció "el raté magnifique", que "se ve alabado por la gente de sociedad, pero la verdad es que lleva, dentro de sí, la gran amargura de su frustración". Y agrega, "Marinello, que estaba a su lado -por primera vez en muchísimo tiempo-, al menos, se ha realizado en lo político".
Un poco más adelante, Carpentier expone el origen de la frase, "raté magnifique", que no proviene de alguna lectura francesa sino nada menos que de Orestes Ferrara, quien se refería en esos términos a Francisco García Cisneros, un escritor y periodista afrancesado de las primeras décadas republicanas, que firmaba artículos para El Fígaro, Social o Chic con seudónimos como Lohengrin, Raoul Francois o Francois G. de Cisneros. Carpentier da, por supuesto, un sentido más abarcador al "fracaso" o "ratage", que el que daba Ferrara en alusión a García Cisneros. Un sentido muy parecido al de José Lezama Lima y Orígenes, con quienes por entonces tiene muy buenas relaciones, y que implica la frustración política del intelectual. A Marinello, según Carpentier, lo salva su "realización" política.
Pero como observó Lage, el diario venezolano de Carpentier es, en buena medida, la historia de la gran amistad entre el escritor y el músico Julián Orbón. Otra amistad quebrada por la Revolución, como las que hemos reseñado, aquí, entre Lino Novás Calvo y José Antonio Portuoundo o entre Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa. Carpentier no escatima elogios a Orbón -"es, decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido.., hay en su mente un horror instintivo a las soluciones fáciles, qué maravilla…, toda cuestión es puesta en entredicho, siempre, por su espíritu"- y hasta se arrepiente de anotar reproches a su amigo, como aquel en el que observa la negación, por parte de Orbón, "de una cultura que tenga en cuenta sus raíces americanas".
La crítica de Carpentier a la falta de americanismo de Orbón o a su desentendimiento de la tradición de Roldán ("mulato tirando a negro"), Caturla ("que sólo podía fornicar con negras") y Lam ("negro"), sorprende más si se tiene en cuenta que en La música en Cuba (1946), varios años antes, Carpentier había elogiado La guacanayara y el Pregón, con versos de Nicolás Guillén, de Orbón, como continuaciones de la americanización sonora que representaban La rumba de Caturla o los Choros de Villalobos. Y, en efecto, nada más americano que el Julián Orbón de ensayos como "Tradición y originalidad en la música hispanoamericana" o "Tarsis, Isaías, Colón", reunidos en en el volumen En la esencia de los estilos (Colibrí, 2000).
martes, 16 de diciembre de 2014
Los dos Castro de Frantz Fanon
Comentábamos en El estante vacío (2009) la paradoja de que un pensador como Frantz Fanon, con ideas que tanto sintonizaron con la izquierda radical nacionalista y antiimperialista, a la manera del Che Guevara, hubiera mostrado, en sus escritos de 1959 a 1961, año de su muerte, tan poco entusiasmo por la Revolución Cubana. Sartre, por ejemplo, que prologó y, de algún modo, "tradujo" Le Damnés de la terre para la edición de Francois Maspero, en 1961, se identificó con la Revolución Cubana más que el pensador negro, martiqueño y argelino. Incluso en textos posteriores a 1959, como los reunidos en Por la revolución africana (1964), libro que lamentablemente se lee menos que otros suyos, Fanon se refiere a Cuba sin acreditar el cambio que la Revolución está produciendo en la isla y en la región.
La explicación tal vez se encuentre en un par de pasajes de Los condenados de la tierra, en los que Fanon se refiere directamente a Castro. En un momento de su gran ensayo, Fanon alude al hecho de que las delegaciones de los países del Tercer Mundo, reunidas en la ONU en septiembre de 1960, no se extrañan de que Castro aparezca con uniforme militar en la tribuna de la Asamblea General. Para Fanon no hay mayor extrañeza ante el atuendo del líder cubano porque la guerra se ha vuelto, para los países subdesarrollados, parte constitutiva de la realidad. La guerra no es la excepción, sino la regla, el modo de vida de los pueblos colonizados y el uniforme simboliza la procedencia y la asunción de una realidad bárbara:
"Lo mismo que Castro al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la existencia de un régimen persistente de violencia. Lo sorprendente es que no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizás? Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta mutuamente al capitalismo y al socialismo".
Pero Fanon no desconocía que la polarización de la Guerra Fría había creado un bloque comunista antagónico, que detentaba una hegemonía en su territorio, que tampoco se avenía con los intereses de las naciones colonizadas del Tercer Mundo, especialmente, las africanas. Como el Guevara posterior a 1962, Fanon fue crítico de Moscú y de la política de los partidos comunistas europeos, sobre todo del francés, frente a la cuestión argelina y de la descolonización africana, en general. Es ahí donde aparece, la mayor discordancia de Fanon con el proyecto cubano: para el intelectual descolonizador, la lógica binaria de la Guerra Fría es parte del aparato político y simbólico del orden colonial. Es por ello que en otro momento de Los condenados de la tierra se refiere, críticamente, a la protección nuclear de Cuba por parte de los soviéticos, que concibió la dirigencia cubana desde 1960, por lo menos:
"No puede afirmarse que solo la demagogia explica el súbito interés de los grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia -ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los indigentes locales. Dejan de limitarse a sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Kruschev amenaza con salvar a Castro mediante cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada".
Las reservas de Fanon para con la Revolución Cubana tuvieron su origen en ese desdoblamiento de Fidel Castro ante sus ojos. Por un lado, Castro era el líder de un proceso de liberación nacional, que recuperaba una soberanía perdida o limitada. Pero, por el otro, Castro era un aliado de Moscú, en plena Guerra Fría, que hacía avanzar los intereses del bloque soviético en el Tercer Mundo. El primer Castro era un actor fundamental del proceso descolonizador con el que Fanon se había comprometido desde principios de los años 50, cuando recién graduado de psiquiatría en Lyon, se instala en un hospital para enfermos mentales en Argelia. Pero el segundo era parte del mismo sistema colonial de la Guerra Fría, que no excluía la política global del bloque soviético y de los partidos comunistas leales a Moscú y al "marxismo-leninismo".
La explicación tal vez se encuentre en un par de pasajes de Los condenados de la tierra, en los que Fanon se refiere directamente a Castro. En un momento de su gran ensayo, Fanon alude al hecho de que las delegaciones de los países del Tercer Mundo, reunidas en la ONU en septiembre de 1960, no se extrañan de que Castro aparezca con uniforme militar en la tribuna de la Asamblea General. Para Fanon no hay mayor extrañeza ante el atuendo del líder cubano porque la guerra se ha vuelto, para los países subdesarrollados, parte constitutiva de la realidad. La guerra no es la excepción, sino la regla, el modo de vida de los pueblos colonizados y el uniforme simboliza la procedencia y la asunción de una realidad bárbara:
"Lo mismo que Castro al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la existencia de un régimen persistente de violencia. Lo sorprendente es que no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizás? Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta mutuamente al capitalismo y al socialismo".
Pero Fanon no desconocía que la polarización de la Guerra Fría había creado un bloque comunista antagónico, que detentaba una hegemonía en su territorio, que tampoco se avenía con los intereses de las naciones colonizadas del Tercer Mundo, especialmente, las africanas. Como el Guevara posterior a 1962, Fanon fue crítico de Moscú y de la política de los partidos comunistas europeos, sobre todo del francés, frente a la cuestión argelina y de la descolonización africana, en general. Es ahí donde aparece, la mayor discordancia de Fanon con el proyecto cubano: para el intelectual descolonizador, la lógica binaria de la Guerra Fría es parte del aparato político y simbólico del orden colonial. Es por ello que en otro momento de Los condenados de la tierra se refiere, críticamente, a la protección nuclear de Cuba por parte de los soviéticos, que concibió la dirigencia cubana desde 1960, por lo menos:
"No puede afirmarse que solo la demagogia explica el súbito interés de los grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia -ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los indigentes locales. Dejan de limitarse a sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Kruschev amenaza con salvar a Castro mediante cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada".
Las reservas de Fanon para con la Revolución Cubana tuvieron su origen en ese desdoblamiento de Fidel Castro ante sus ojos. Por un lado, Castro era el líder de un proceso de liberación nacional, que recuperaba una soberanía perdida o limitada. Pero, por el otro, Castro era un aliado de Moscú, en plena Guerra Fría, que hacía avanzar los intereses del bloque soviético en el Tercer Mundo. El primer Castro era un actor fundamental del proceso descolonizador con el que Fanon se había comprometido desde principios de los años 50, cuando recién graduado de psiquiatría en Lyon, se instala en un hospital para enfermos mentales en Argelia. Pero el segundo era parte del mismo sistema colonial de la Guerra Fría, que no excluía la política global del bloque soviético y de los partidos comunistas leales a Moscú y al "marxismo-leninismo".
sábado, 13 de diciembre de 2014
Fanon y Paz
No leo aún la reciente biografía de Octavio Paz, escrita por Christopher Domínguez Michael, pero sé por conversaciones con el autor, que dedica varios pasajes a explorar las relaciones entre los pensamientos de Frantz Fanon y Octavio Paz. Siempre me pareció más que evidente esa relación: máscaras, identidades, uno, otro, revolución, soledad, comunión, magia, mito, utopía…, son conceptos que comparten Paz y Fanon, más o menos, por los mismos años, además de que el mexicano y el martiniqueño contraen una deuda enorme con los mismos sociólogos, antropólogos y filósofos franceses, de mediados del siglo XX. El Caillois de El mito y el hombre (1938) y de El hombre y lo sagrado (1939) es, por ejemplo, lectura de ambos y, también, del Carpentier de los 40 y 50, el de El reino de este mundo y Los pasos perdidos.
No encuentro alusiones de Fanon a Paz, a pesar de que Piel Negra, Máscaras Blancas (1952) y Los condenados de la tierra (1961) son obras posteriores a El laberinto de la soledad (1950). Pero sí hay comentarios elogiosos de Paz sobre Fanon, aunque no de los años 50 y 60, cuando ambos frecuentan el mismo archivo intelectual francés, sino posteriores, de los años 70, ya cuando el psiquiatra descolonizador había muerto y era un símbolo de las revoluciones africanas. Entonces Paz se encargó de distinguir su idea de la identidad y de la revolución, en América Latina, de la experiencia de la descolonización africana. La diferencia entre ambas, a su juicio, tenía que ver con el mestizaje.
Según el Paz maduro, la vuelta a lo mismo, universalizado, que, a partir de Alfonso Reyes, podía defenderse en México o en América Latina, no era el reencuentro con una personalidad originaria, que había sido enmascarada por la colonización. Decía entonces Paz que, en México, ese ser primigenio no podía encontrarse en el mundo prehispánico sino, en todo caso, en el periodo virreinal o en la cultura criolla y mestiza que arrancaba con el barroco de la Nueva España. El Paz de "Vuelta a El laberinto de la soledad" (1975), la conversación con Claude Fell, y luego de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), tendrá muy presentes sus diferencias con Fanon.
Sin embargo, es muy probable que en esa diferenciación, Paz haya perdido de vista la crítica al maniqueísmo de la propia descolonización, que Fanon, como recuerda David Macey, en su gran biografía, emprendió, sobre todo, en los textos políticos de Por la revolución africana (1964). La crítica del desdoblamiento o la "inautenticidad" -palabra que compartieron el mexicano y el martiniqueño- no implicaba, en Fanon, un nativismo aldeano o la negación de la cultura metropolitana sino la plena apropiación del mundo integrado de la modernidad, donde los "compartimentos" y las "escisiones" de lo colonial se quiebran para siempre.
En cualquier caso, al Paz de los 50 y 60 es difícil distinguirlo de Fanon, especialmente, en su idea de la revolución como "hecho que irrumpe en la historia como verdadera revelación del ser", como caída de la "máscara, la simulación y el disfraz", como momento de la "verdad" y la "autenticidad". Fanon escribirá frases muy parecidas, que deslumbraron a Jean Paul Sartre y a Jean Francois Lyotard -en unos artículos para la revista Socialisme ou Barbarie- sobre las propiedades curativas de la violencia, sobre la descolonización como una "reintegración" del sujeto a sí mismo y sobre el orden colonial como reino maniqueo y totalitario que traumatiza a base del encubrimiento del ser.
No encuentro alusiones de Fanon a Paz, a pesar de que Piel Negra, Máscaras Blancas (1952) y Los condenados de la tierra (1961) son obras posteriores a El laberinto de la soledad (1950). Pero sí hay comentarios elogiosos de Paz sobre Fanon, aunque no de los años 50 y 60, cuando ambos frecuentan el mismo archivo intelectual francés, sino posteriores, de los años 70, ya cuando el psiquiatra descolonizador había muerto y era un símbolo de las revoluciones africanas. Entonces Paz se encargó de distinguir su idea de la identidad y de la revolución, en América Latina, de la experiencia de la descolonización africana. La diferencia entre ambas, a su juicio, tenía que ver con el mestizaje.
Según el Paz maduro, la vuelta a lo mismo, universalizado, que, a partir de Alfonso Reyes, podía defenderse en México o en América Latina, no era el reencuentro con una personalidad originaria, que había sido enmascarada por la colonización. Decía entonces Paz que, en México, ese ser primigenio no podía encontrarse en el mundo prehispánico sino, en todo caso, en el periodo virreinal o en la cultura criolla y mestiza que arrancaba con el barroco de la Nueva España. El Paz de "Vuelta a El laberinto de la soledad" (1975), la conversación con Claude Fell, y luego de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), tendrá muy presentes sus diferencias con Fanon.
Sin embargo, es muy probable que en esa diferenciación, Paz haya perdido de vista la crítica al maniqueísmo de la propia descolonización, que Fanon, como recuerda David Macey, en su gran biografía, emprendió, sobre todo, en los textos políticos de Por la revolución africana (1964). La crítica del desdoblamiento o la "inautenticidad" -palabra que compartieron el mexicano y el martiniqueño- no implicaba, en Fanon, un nativismo aldeano o la negación de la cultura metropolitana sino la plena apropiación del mundo integrado de la modernidad, donde los "compartimentos" y las "escisiones" de lo colonial se quiebran para siempre.
En cualquier caso, al Paz de los 50 y 60 es difícil distinguirlo de Fanon, especialmente, en su idea de la revolución como "hecho que irrumpe en la historia como verdadera revelación del ser", como caída de la "máscara, la simulación y el disfraz", como momento de la "verdad" y la "autenticidad". Fanon escribirá frases muy parecidas, que deslumbraron a Jean Paul Sartre y a Jean Francois Lyotard -en unos artículos para la revista Socialisme ou Barbarie- sobre las propiedades curativas de la violencia, sobre la descolonización como una "reintegración" del sujeto a sí mismo y sobre el orden colonial como reino maniqueo y totalitario que traumatiza a base del encubrimiento del ser.
martes, 9 de diciembre de 2014
Guevara y Fanon
Junto con un modelo específico de dirección de la economía nacional, diferente al soviético y que generó múltiples resistencias dentro del gobierno, el Che Guevara legó a la dirigencia de la isla toda una estrategia de intervención en los procesos de descolonización de África, que lo mismo recurría a la diplomacia que a la guerrilla. A diferencia del modelo de dirección económica, que muy pronto sería desechado por el gobierno de la isla, la política de apoyo a la descolonización africana se extendería hasta los años 80.
Como decíamos, entre fines de 1964 y principios de 1965, Guevara viajó por Argelia, Mali, el Congo, Guinea, Ghana, Dahomey, Tanzania y se entrevistó con el argelino Ben Bella, el egipcio Gamal Abdel Nasser, el ghanés Kwane Nkrumah, el tanzano Julius Nyerere, el congolés Massamba Débat y hasta con el nuevo líder del Movimiento para la Liberación de Angola, Agostinho Neto. En uno de esos viajes, Guevara se reunió, también, con Josie Fanon, la viuda del importante marxista martiniqueño, el psiquiatra Frantz Fanon, que había muerto unos años antes en Washinghton, y reiteró en Révolution Africaine, la publicación que ella dirigía, ideas muy similares a las de Fanon en Les Damnés de la terre (1961)
El involucramiento de Guevara en esos procesos tenía, además de la sintonía ideológica, un origen intelectual que muchas veces escapa a sus estudiosos y es que el argentino era, tal vez, el único de los máximos líderes de la Revolución que hablaba y leía francés. En el Archivo del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad de México, en los legajos correspondientes al argentino Arnaldo Orfila Reynal, director de esa institución a principios de los 60, hay varias evidencias del interés de Guevara en la traducción al español de Los condenados de la tierra, con el célebre prólogo de Jean Paul Sartre.
La traducción, como es sabido, fue encargada por Enrique González Pedrero, colaborador de Orfila Reynal, a su esposa, la escritora cubana Julieta Campos, y el libro tuvo dos ediciones, una en 1963 y otra en 1965. En los papeles de Orfila en el archivo del FCE, hay comunicaciones de Carlos Fuentes y Enrique González Pedrero que informan el interés de Raúl Roa Kourí, hijo del canciller, por entonces ubicado en la embajada de Cuba en México, en enviar ejemplares de la edición en español de Los condenados de la tierra a La Habana.
La conexión entre las guerrillas latinoamericanas y la descolonización africana y asiática, propiciada por la Revolución Cubana, fue, en buena medida, el punto de partida de la creación de organizaciones como la OSPAAAL, que celebró su primera reunión en La Habana, en enero de 1966. Guevara, que por entonces estaba recluido en una residencia en Dar es Salam, tras el fracaso de la guerrilla del Congo y a la espera de un traslado a Praga, entendió la creación de ese organismo como una confirmación de sus ideas.
El mensaje de Guevara a la Tricontinental, dado a conocer en abril de 1967, mientras combatía en Bolivia, aunque escrito meses antes, no citaba a Fanon, pero en su reseña de la situación africana aludía a una "virginidad" en el proceso colonial africano, que recuerda algunos momentos de Los condenados de la tierra. Guevara distinguía la situación de la descolonización de enclaves portugueses como Guinea, Mozambique y Angola, donde veía avances, de la del Congo, Rhodesia y Sudáfrica, con el apartheid, donde observaba retrocesos. Pero intuía, como Fanon, que no era suficiente la descolonización para dejar atrás el periodo colonial: "se advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se conserva intacto en el periodo de descolonización".
Como decíamos, entre fines de 1964 y principios de 1965, Guevara viajó por Argelia, Mali, el Congo, Guinea, Ghana, Dahomey, Tanzania y se entrevistó con el argelino Ben Bella, el egipcio Gamal Abdel Nasser, el ghanés Kwane Nkrumah, el tanzano Julius Nyerere, el congolés Massamba Débat y hasta con el nuevo líder del Movimiento para la Liberación de Angola, Agostinho Neto. En uno de esos viajes, Guevara se reunió, también, con Josie Fanon, la viuda del importante marxista martiniqueño, el psiquiatra Frantz Fanon, que había muerto unos años antes en Washinghton, y reiteró en Révolution Africaine, la publicación que ella dirigía, ideas muy similares a las de Fanon en Les Damnés de la terre (1961)
El involucramiento de Guevara en esos procesos tenía, además de la sintonía ideológica, un origen intelectual que muchas veces escapa a sus estudiosos y es que el argentino era, tal vez, el único de los máximos líderes de la Revolución que hablaba y leía francés. En el Archivo del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad de México, en los legajos correspondientes al argentino Arnaldo Orfila Reynal, director de esa institución a principios de los 60, hay varias evidencias del interés de Guevara en la traducción al español de Los condenados de la tierra, con el célebre prólogo de Jean Paul Sartre.
La traducción, como es sabido, fue encargada por Enrique González Pedrero, colaborador de Orfila Reynal, a su esposa, la escritora cubana Julieta Campos, y el libro tuvo dos ediciones, una en 1963 y otra en 1965. En los papeles de Orfila en el archivo del FCE, hay comunicaciones de Carlos Fuentes y Enrique González Pedrero que informan el interés de Raúl Roa Kourí, hijo del canciller, por entonces ubicado en la embajada de Cuba en México, en enviar ejemplares de la edición en español de Los condenados de la tierra a La Habana.
La conexión entre las guerrillas latinoamericanas y la descolonización africana y asiática, propiciada por la Revolución Cubana, fue, en buena medida, el punto de partida de la creación de organizaciones como la OSPAAAL, que celebró su primera reunión en La Habana, en enero de 1966. Guevara, que por entonces estaba recluido en una residencia en Dar es Salam, tras el fracaso de la guerrilla del Congo y a la espera de un traslado a Praga, entendió la creación de ese organismo como una confirmación de sus ideas.
El mensaje de Guevara a la Tricontinental, dado a conocer en abril de 1967, mientras combatía en Bolivia, aunque escrito meses antes, no citaba a Fanon, pero en su reseña de la situación africana aludía a una "virginidad" en el proceso colonial africano, que recuerda algunos momentos de Los condenados de la tierra. Guevara distinguía la situación de la descolonización de enclaves portugueses como Guinea, Mozambique y Angola, donde veía avances, de la del Congo, Rhodesia y Sudáfrica, con el apartheid, donde observaba retrocesos. Pero intuía, como Fanon, que no era suficiente la descolonización para dejar atrás el periodo colonial: "se advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se conserva intacto en el periodo de descolonización".
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