No conozco la historia editorial de la Memoria inédita. Conversaciones con Juan Marinello (1995), la larga entrevista que hizo Luis Báez al intelectual y político comunista en 1977, que apareció en una pequeña y desconocida impresora, llamada "Si-Mar" -ni siquiera Sí-Marx. Pero si el libro estaba escrito desde el año de la muerte de Marinello y no se publicó hasta 1995, tal vez se deba a algún episodio de censura o autocensura. En todo caso, no sería la primera vez que ese tipo de memorias, escritas por veteranos dirigentes comunistas, tienen dificultades para circular en la isla.
Algunas afirmaciones de Marinello en ese libro, en un año como 1995, cuando operaban el giro al nacionalismo revolucionario, la pérdida de relieve del marxismo-leninismo y la plena asimilación del relato católico de la "eticidad cubana" al discurso del poder, debieron sonar heréticas o inoportunas. Aquel era el "momento Vitier" de la ideología oficial y el marxista Marinello desafinaba. Sobre todo, ese Marinello, que hablaba desde 1977, un año después de que se decretara la Constitución de 1976, dando por culminada la institucionalización soviética del país. El triunfalismo del anciano comunista explicaba la resolución o la vehemencia con que defendía cosas como estas:
El nivel de desarrollo social, económico y político -especialmente entre 1940 y 1952, cuando fue congresista, candidato a la presidencia en dos ocasiones y tanto él como su partido tuvieron una presencia constante en los medios de comunicación- alcanzado por Cuba hasta 1958.
La Constitución de 1940 era la más "avanzada y progresista del continente americano".
"Como popularización de los males cubanos, de la importancia del imperialismo y de las cosas que había que hacer, la Asamblea Constituyente tiene un valor enorme".
Fernando Ortiz fue una "figura intermedia", que dejó atrás el idealismo positivista por medio de un materialismo no marxista. "No es ni marxista ni es en absoluto revolucionario".
"No tengo el menor escrúpulo en declarar que Ramiro Guerra es el mejor historiador que hemos producido".
"Mi compositor predilecto es Ernesto Lecuona".
"Martí no conoce el origen verdadero del fenómeno imperialista".
"En Martí hay eso: un hombre que ve mucho, pero no puede traspasar los límites de su tiempo. Recuerdo siempre una frase suya: "para ser hombre grande de todos los tiempos, hay que ser hombre grande de su tiempo".
"Es un idealista, pero que le da una gran importancia a los factores materiales".
"Es algo parecido a lo de Fidel".
"La definición precisa (de ambos) vendrá con el tiempo".
"El Che es un hombre que tiene actualmente -y lo sé por mi estancia de nueve años en París- un nombre, una gloria".
Libros del crepúsculo
lunes, 15 de septiembre de 2014
sábado, 13 de septiembre de 2014
La muerte de Mariátegui en La Habana
El gran pensador marxista José Carlos Mariátegui
murió el 16 de abril de 1930, en Lima, vísperas de un viaje a Buenos Aires, a
donde se trasladaría la sede de la revista Amauta.
La muerte de Mariátegui tuvo un impacto extraordinario, en Lima y en Buenos
Aires, pero también en La Habana, lo cual es menos conocido. La más importante
revista intelectual cubana, Avance,
dedicó un número monográfico al pensador peruano en el que escribieron todos
los editores de la publicación, más algunos de los mejores ensayistas y
prosistas de la isla. El número se publicó en junio y apareció encabezado por
un mensaje de Waldo Frank, a quien Avance
había dedicado otro monográfico en diciembre, donde se insertó un texto de
Mariátegui. Ni el texto de Frank sobre Mariátegui, ni el de Mariátegui sobre
Frank, ni la mayoría de los ensayos sobre el peruano que escribieron los
colaboradores de Avance fueron
incluidos en la Órbita de aquella revista que se publicó en 1965, en Cuba, por el evidente escamoteo de la pluralidad ideológica que se propuso esa antología de la publicación, coordinada por Martín Casanovas, en colaboración con Juan Marinello.
Aquel número de Avance dedicado a Mariátegui, en junio de 1930, es un buen reflejo de las tensiones dentro de ese grupo de intelectuales cubanos, que compartían hispanismo y americanismo, pero comenzaban a dividirse en relación con la democracia, el liberalismo, el marxismo y otras ideologías del siglo XX. El ensayo de Marinello en aquel homenaje abre un flanco de asunción del marxismo, como referente del pensamiento cubano e hispanoamericano, que no hará más que afirmarse en los años siguientes y que, a partir de 1935, determinará la mayor parte de su actuación pública. Aunque seguía defendiendo el “significado continental” y americanista, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana y toda la obra de Mariátegui, lo importante del escritor peruano era la postulación del marxismo –“con sus complementos sorelianos y leninistas”- como “absoluto”.
Aquel número de Avance dedicado a Mariátegui, en junio de 1930, es un buen reflejo de las tensiones dentro de ese grupo de intelectuales cubanos, que compartían hispanismo y americanismo, pero comenzaban a dividirse en relación con la democracia, el liberalismo, el marxismo y otras ideologías del siglo XX. El ensayo de Marinello en aquel homenaje abre un flanco de asunción del marxismo, como referente del pensamiento cubano e hispanoamericano, que no hará más que afirmarse en los años siguientes y que, a partir de 1935, determinará la mayor parte de su actuación pública. Aunque seguía defendiendo el “significado continental” y americanista, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana y toda la obra de Mariátegui, lo importante del escritor peruano era la postulación del marxismo –“con sus complementos sorelianos y leninistas”- como “absoluto”.
Esa
era, según Marinello, la “batalla” de Mariátegui, la “socialización de
Hispanoamérica”, fuera de los “módulos” tradicionales de “importación” material
y cultural de Europa. A través de un marxismo mestizo, trasplantado a un
contexto incaico, podía lograrse que los “pueblos del Sur realizaran a plenitud
el nuevo estado”. El gamonalismo, el problema del indio serrano del Cuzco o el “anquilosamiento
del cuerpo social del Perú” eran formas específicas de una explotación colonial
que se sufría en toda “Indoamérica”. Lo continental de la empresa estaba
relacionado con una revolución social latinoamericana, que Marinello,
vasconcelianamente, llama “saturación de Indoamérica”, que ayudaría a
trascender el capitalismo industrialista y el imperialismo “estéril”.
Es
curioso advertir, en ese número de junio de 1930, de Revista de Avance, dedicado a José Carlos Mariátegui, cómo la
mayoría de las colaboraciones evitan enfocar el tema del americanismo de
izquierda, tan constante en la publicación desde 1927, y cómo muy pocos
colaboradores o, acaso, uno, Jorge Mañach, además de Marinello, se refiere abiertamente al marxismo,
en tanto filosofía traducida por el pensador peruano. Waldo Frank habló de
Mariátegui como síntesis de Jesús y Spinoza,
Lino Novás Calvo lo describió como “un nuevo misionero, que se limitó a
confesar su fe”, Félix Lizaso destacó su defensa de una estética realista y, a la vez
vanguardista, Medardo Vitier su estilo enérgico y fogoso y Francisco Ichaso, la
sublimación intelectual de su impedimento físico.
Es
sintomática, como decíamos, la elusión del marxismo dentro de los ensayos en
homenaje a Mariátegui en Avance.
Novás Calvo, tan cercano al comunismo cubano, no lo menciona, Lizaso dice que
“con actitud diáfana, el peruano gravitaba a un marxismo ortodoxo”, Vitier que
“la tesis inmensa de Marx le late en las páginas sin sofocarle el aliento
propio” o que “Marx queda al margen cuando leemos a este espíritu doloroso de
la América nueva”, e Ichaso, en su texto de mal gusto, dice que, a diferencia
del “comunismo inconsulto” que, a su juicio, predominaba en América, “el
comunismo de Mariátegui no pasó nunca por esa escuela de rigor y precisión, por
esa apretada organización revolucionaria, que es la obra de Marx”. Mañach, en
cambio, es el más generoso de todos con el marxismo de Mariátegui, que
considera un dogma menor y necesario:
En esa actitud, en esa
disciplina, se encontrará toda su grandeza y su ocasional servidumbre. Sólo
este sentimiento de la idea como algo ajeno y superior puede, tal vez, infundir
semejante valor y lealtad y seguridad en la defensa de ella. El mismo Marx
–hegeliano ab origo- no sintió jamás
la paternidad de su criterio, que le pareció criatura del devenir histórico,
especie nueva de revelación. El hombre que se siente hechor de sus ideas,
superior a ellas, no halla dificultad en abandonarlas a su propia suerte. En
todo caso, no se sacrificará él mismo a su criatura. La abnegación es siempre
de estirpe religiosa en cuanto supone un sentimiento de
dependencia.
Y agrega Mañach:
Pero el dogma no le
infunde a Mariátegui solamente su coraje y su fervor, sino también su fuerza
dialéctica, su seguridad. En esto vio él la principal conveniencia de una
filiación ideológica. Un dogma es un principio jerárquico de posiciones
críticas, un orden riguroso de enjuiciamientos. Tiene una lógica interior ya
asentada, una sólida trabazón. Admitido el principio, la dialéctica del dogma
–en la teodicea como en el marxismo- es punto menos que vulnerable, porque la
fuerza es siempre atributo de la cohesión, de la estructura. De aquí que
Mariátegui sea por excelencia, en el pensamiento de América, el hombre seguro.
Afirma o niega netamente.
No se leyó, en La Habana de 1930, un homenaje a
Mariátegui tan honesto y bien escrito como el de Jorge Mañach. Un homenaje en
el que se daban la mano marxismo y americanismo, de una manera que condensaba
la poética y la política de Revista de
Avance. La palabra de Mariátegui era, según Mañach, la palabra “neta,
directa y total” de América. Esa articulación entre hispanismo, americanismo y
marxismo, en uno de los últimos números de la revista, era elocuente, pero
frágil, como pudo comprobarse no sólo con el cierre de la publicación, ese
mismo año, sino con la evolución posterior de cada uno de sus editores. La
muerte de Mariátegui fue, para los editores de Avance, lo que la muerte de José Ortega y Gasset para los de Orígenes: el duelo letrado por
antonomasia.
jueves, 11 de septiembre de 2014
Comunistas lectores de Pound
Antes de su plena incorporación al Partido Comunista y antes, sobre todo, de que se convirtiera en presidente de la Unión Revolucionaria Comunista, bajo las órdenes del estalinismo, había en Juan Marinello suficiente heterodoxia como para criticar, en un número de 1932 de la revista mexicana Contemporáneos, el gongorismo de Eugenio Florit, en su cuaderno Trópico. "De Góngora se debe salir como de un cautiverio: con el juramento de vivir en libertad", dice Marinello a Florit -y bien pudo decírselo, también, a Lezama. La puerta de salida que propone es nada menos que Ezra Pound.
"Usted y yo -recuerda a Florit, en referencia a la traducción en dos entregas de "Energética literaria" en Revista de Avance, que comentamos aquí- hemos oído a Ezra Pound aquello, tan sibilino al primer encontronazo, de la carga de las palabras, que es toda una teoría animista del lenguaje literario". Luego Marinello reproduce la clasificación de la poesía en melopeya, fanopeya y logopeya y concluye que la última es, en realidad, el estadío previo a una "revolución lírica"que establecerá un equilibrio entre las funciones musicales, plásticas y conceptuales de la poesía.
A partir de Pound, Marinello sugiere que esa teoría "animista" debe llevar a una reescritura de la historia y la estética literarias que obligaría a preguntarse "si los chinos, que tienen en sus gramáticas, palabras vacías y palabras a medio cargar, no están elegidos para ser los grandes poetas del siglo XXI". En el nuevo estadío de la expresión lírica, que llama "heteropeya", la palabra es un "valor subalterno, pero genuino", ya que los "vocablos son reflejos leales del elan poético sin preocupación de su significado usual, ni de su acoplamiento sorprendente, ni de su música externa".
Cuando se publica ese ensayo de Marinello, en Contemporáneos, y luego se incluye en su libro Poética. Ensayos en entusiasmo (Madrid, Espasa Calpe, 1933), Pound, a quien llama "poeta de Nueva York", "pertrechadísimo ensayista yanqui", "aventurado en inciertas rutas oceánicas", ya era fascista y admirador de Mussolini. Lo era desde 1924, cuando cambió su exilio parisino por Italia, aunque no había hecho todavía la propaganda radial a favor de las potencias del Eje que le dieron triste celebridad durante la Segunda Guerra Mundial.
Críticos literarios cubanos de los años 40 y 50, comunistas o no, como José Antonio Portuondo o José Rodríguez Feo coincidían en que la obra de Pound era descartable por su fascismo. Lo dice explícitamente Rodríguez Feo en Orígenes y se lo escribe Portuondo a su amigo Lino Novás Calvo, también comunista y gran conocedor y traductor de la literatura norteamericana, quien le responde, en carta del 24 de abril de 1948: "tampoco veo razón de alarma porque se lea a Ezra Pound, no por ser fascista deja de ser un gran poeta. Francia no ha dado en ningún siglo una novela como Vóyage au but de la Nuit. ¿Por qué seguir rebotando tontamente entre etiquetas?"
"Usted y yo -recuerda a Florit, en referencia a la traducción en dos entregas de "Energética literaria" en Revista de Avance, que comentamos aquí- hemos oído a Ezra Pound aquello, tan sibilino al primer encontronazo, de la carga de las palabras, que es toda una teoría animista del lenguaje literario". Luego Marinello reproduce la clasificación de la poesía en melopeya, fanopeya y logopeya y concluye que la última es, en realidad, el estadío previo a una "revolución lírica"que establecerá un equilibrio entre las funciones musicales, plásticas y conceptuales de la poesía.
A partir de Pound, Marinello sugiere que esa teoría "animista" debe llevar a una reescritura de la historia y la estética literarias que obligaría a preguntarse "si los chinos, que tienen en sus gramáticas, palabras vacías y palabras a medio cargar, no están elegidos para ser los grandes poetas del siglo XXI". En el nuevo estadío de la expresión lírica, que llama "heteropeya", la palabra es un "valor subalterno, pero genuino", ya que los "vocablos son reflejos leales del elan poético sin preocupación de su significado usual, ni de su acoplamiento sorprendente, ni de su música externa".
Cuando se publica ese ensayo de Marinello, en Contemporáneos, y luego se incluye en su libro Poética. Ensayos en entusiasmo (Madrid, Espasa Calpe, 1933), Pound, a quien llama "poeta de Nueva York", "pertrechadísimo ensayista yanqui", "aventurado en inciertas rutas oceánicas", ya era fascista y admirador de Mussolini. Lo era desde 1924, cuando cambió su exilio parisino por Italia, aunque no había hecho todavía la propaganda radial a favor de las potencias del Eje que le dieron triste celebridad durante la Segunda Guerra Mundial.
Críticos literarios cubanos de los años 40 y 50, comunistas o no, como José Antonio Portuondo o José Rodríguez Feo coincidían en que la obra de Pound era descartable por su fascismo. Lo dice explícitamente Rodríguez Feo en Orígenes y se lo escribe Portuondo a su amigo Lino Novás Calvo, también comunista y gran conocedor y traductor de la literatura norteamericana, quien le responde, en carta del 24 de abril de 1948: "tampoco veo razón de alarma porque se lea a Ezra Pound, no por ser fascista deja de ser un gran poeta. Francia no ha dado en ningún siglo una novela como Vóyage au but de la Nuit. ¿Por qué seguir rebotando tontamente entre etiquetas?"
lunes, 8 de septiembre de 2014
Cuando Marinello coincidía con Mañach
El Juan Marinello de los años 20, hasta ensayos como Sobre la inquietud cubana (1929) o Americanismo y cubanismo literarios (1932), tiene, como sabemos, más convergencias que divergencias con Jorge Mañach, al margen de alguna que otra polémica amistosa, como la de la crítica literaria en 1925. Marinello elogia la conceptualización del choteo de Mañach, admira, como éste, a Waldo Frank y a José Carlos Mariátegui, defiende el vanguardismo y el cosmopolitismo y él mismo hace incursiones teóricas en "síntomas" o "momentos" psico-sociales del cubano, como el "beatífico quietismo", la "criolla rutina" o ese "mirar en choteo las corrientes que inquietan el mundo".
Pero, tal vez, no haya mayor sintonía entre el marxista y el liberal, que cuando Marinello habla de las ventajas, culturalmente hablando, de ser vecino y frontera de Estados Unidos. Habla, por supuesto, de esas ventajas, dentro de una crítica a las relaciones de dependencia económica que Estados Unidos establece con Cuba, pero habla. Y lo hace buscando amplificar la resonancia de quienes, en los alrededores de la Revista de Avance, como el propio Mañach o Eugenio Florit, llaman a los escritores cubanos a no estar pendientes únicamente de París, Madrid, México y Buenos Aires, a dejar en paz a Lope y a Góngora, como le reprocha a Florit -con puya para Francisco Ichaso, quien escribió bastante sobre ambos- y a abrirse a Ezra Pound y a las vanguardias de Nueva York:
"Añadamos a todo esto el contacto con una nación poderosísima, que se ha relacionado con nuestro pueblo, no por el ansia de superiores horizontes, que parece poseer hoy a sus clases directoras, ni por su ambiente abierto y franco a las más diversas tendencias estéticas, ni por la largueza, casi inconcebible, con que premia a los triunfadores del color y de la forma, sino por la base dura y egoísta en que estas favorables circunstancias tienen su natural sustentáculo".
Pero, tal vez, no haya mayor sintonía entre el marxista y el liberal, que cuando Marinello habla de las ventajas, culturalmente hablando, de ser vecino y frontera de Estados Unidos. Habla, por supuesto, de esas ventajas, dentro de una crítica a las relaciones de dependencia económica que Estados Unidos establece con Cuba, pero habla. Y lo hace buscando amplificar la resonancia de quienes, en los alrededores de la Revista de Avance, como el propio Mañach o Eugenio Florit, llaman a los escritores cubanos a no estar pendientes únicamente de París, Madrid, México y Buenos Aires, a dejar en paz a Lope y a Góngora, como le reprocha a Florit -con puya para Francisco Ichaso, quien escribió bastante sobre ambos- y a abrirse a Ezra Pound y a las vanguardias de Nueva York:
"Añadamos a todo esto el contacto con una nación poderosísima, que se ha relacionado con nuestro pueblo, no por el ansia de superiores horizontes, que parece poseer hoy a sus clases directoras, ni por su ambiente abierto y franco a las más diversas tendencias estéticas, ni por la largueza, casi inconcebible, con que premia a los triunfadores del color y de la forma, sino por la base dura y egoísta en que estas favorables circunstancias tienen su natural sustentáculo".
domingo, 7 de septiembre de 2014
Juan Marinello y el paracomunismo
Poco antes de morir, en 1977, el escritor cubano Juan Marinello concedió una larga entrevista al periodista Luis Báez, que se lee como las memorias nunca escritas por ese importante intelectual y político comunista. En un momento de la entrevista, Marinello contrariaba a quienes lo daban por fundador del primer Partido Comunista de Cuba, creado en 1925 por Julio Antonio Mella y Carlos Baliño. A pesar de ser amigo cercano de Mella, Martínez Villena y otros militantes de esa organización, Marinello no se incorporó a la misma hasta 1935.
La explicación que Marinello daba a Báez de por qué se afilió al partido tan tarde es confusa. Por un lado, decía ser "un intelectual de izquierda", sugiriendo que su idea de la izquierda no era estrictamente comunista, o que era "muy joven" -en realidad era cinco años mayor que Mella y uno mayor que Martínez Villena-, carente de experiencia. Pero por el otro, insinuaba que su no militancia era algo "táctico", pactado con el propio partido, con el fin de atraer sectores de la juventud intelectual cubana. Según Marinello, asociaciones como la Liga Antimperialista y la revista Masas, que editó en los 30, eran proyectos del partido comunista que, sin embargo, se presentaban como autónomos.
Esta idea de un "paracomunismo" en la cultura, que también se ha manejado en relación con la sociedad y la revista Nuestro Tiempo, en los 50, se exagera con frecuencia. En su libro, Contra el imperio. Historia de la Liga Antimperialista de las Américas (2013), Daniel Kersffeld demuestra que, en Estados Unidos, México, Argentina y Cuba, las ligas antiimperialistas fueron, en efecto, promovidas por los partidos comunistas, pero que otras corrientes nacionalistas y populistas de la izquierda latinoamericana, como la encabezada por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, también jugaron un papel decisivo en aquellos proyectos.
En la revista Masas, por ejemplo, algunas de las colaboraciones programáticas, desde el punto de vista ideológico, fueron escritas por intelectuales no comunistas, como el periodista José Manuel Valdés Rodríguez o el historiador Emilio Roig de Leuchsenring. Algunos ensayos de Marinello de aquellos años, como "Juventud y vejez" o "Sobre la inquietud cubana", lo colocaban en una perspectiva más cercana al americanismo y el hispanismo de autores como Waldo Frank, Carleton Beals, Leland H. Jenks o el socialdemócrata español Luis Araquistáin.
Había en las respuestas de Marinello a Báez una incomodidad con ese periodo juvenil, en el que por su evolución ideológica no se decidió a ingresar en el Partido Comunista. Dicha incomodidad era compensada con la idea de un "paracomunismo", que atribuía a aquel partido, recién fundado, un tecnicismo en su manera de operar en la esfera pública occidental, que no poseían, ni siquiera, el propio partido comunista soviético o el norteamericano que, para entonces, era el mayor de América.
La explicación que Marinello daba a Báez de por qué se afilió al partido tan tarde es confusa. Por un lado, decía ser "un intelectual de izquierda", sugiriendo que su idea de la izquierda no era estrictamente comunista, o que era "muy joven" -en realidad era cinco años mayor que Mella y uno mayor que Martínez Villena-, carente de experiencia. Pero por el otro, insinuaba que su no militancia era algo "táctico", pactado con el propio partido, con el fin de atraer sectores de la juventud intelectual cubana. Según Marinello, asociaciones como la Liga Antimperialista y la revista Masas, que editó en los 30, eran proyectos del partido comunista que, sin embargo, se presentaban como autónomos.
Esta idea de un "paracomunismo" en la cultura, que también se ha manejado en relación con la sociedad y la revista Nuestro Tiempo, en los 50, se exagera con frecuencia. En su libro, Contra el imperio. Historia de la Liga Antimperialista de las Américas (2013), Daniel Kersffeld demuestra que, en Estados Unidos, México, Argentina y Cuba, las ligas antiimperialistas fueron, en efecto, promovidas por los partidos comunistas, pero que otras corrientes nacionalistas y populistas de la izquierda latinoamericana, como la encabezada por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, también jugaron un papel decisivo en aquellos proyectos.
En la revista Masas, por ejemplo, algunas de las colaboraciones programáticas, desde el punto de vista ideológico, fueron escritas por intelectuales no comunistas, como el periodista José Manuel Valdés Rodríguez o el historiador Emilio Roig de Leuchsenring. Algunos ensayos de Marinello de aquellos años, como "Juventud y vejez" o "Sobre la inquietud cubana", lo colocaban en una perspectiva más cercana al americanismo y el hispanismo de autores como Waldo Frank, Carleton Beals, Leland H. Jenks o el socialdemócrata español Luis Araquistáin.
Había en las respuestas de Marinello a Báez una incomodidad con ese periodo juvenil, en el que por su evolución ideológica no se decidió a ingresar en el Partido Comunista. Dicha incomodidad era compensada con la idea de un "paracomunismo", que atribuía a aquel partido, recién fundado, un tecnicismo en su manera de operar en la esfera pública occidental, que no poseían, ni siquiera, el propio partido comunista soviético o el norteamericano que, para entonces, era el mayor de América.
jueves, 4 de septiembre de 2014
Sobre el antintelectualismo II
Es un tema que hemos tratado otras veces en este blog y en algunos ensayos, donde comentamos la obra de Russell Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987), o de Susan Jacoby, The Age of Americam Unreason (2009). Pero tal vez convenga abundar un poco más en la cuestión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de antintelectualismo en Europa, Estados Unidos o, específicamente, en Cuba?
Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.
El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.
Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.
El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.
¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.
En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.
Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.
Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendrían mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.
Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.
El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.
Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.
El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.
¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.
En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.
Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.
Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendrían mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.
martes, 2 de septiembre de 2014
¿Revolución congelada?
Desde mis estudios de filosofía e historia, en los
años 90, me acompaña un volumen del pensador húngaro, Ferenc Fehér, titulado La revolución congelada. Ensayo sobre el jacobinismo (1989).
Aparece glosado en mi primer libro, El
arte de la espera (1998), y vuelve a aparecer en el último, Los derechos del alma (2014), a
propósito de la crítica al jacobinismo dentro de la tradición liberal latinoamericana
del siglo XIX.
Ahora el crítico cubano Duanel Díaz reúne en la editorial Verbum varios
ensayos, que constituyen el grueso de su tesis doctoral en
la Universidad de Princeton, y titula el volumen tal y como Fehér nombró aquel
clásico, en el año de la caída del Muro de Berlín y el bicentenario de la
Revolución Francesa. Pero el sentido que Díaz da a esa expresión no se
corresponde con el que le dio Fehér, a pesar de que, en una evidente
manipulación del lector, Díaz sugiere lo contrario en las páginas introductorias de
su libro.
Para Ferenc Fehér, quien seguía en aquel estudio las
ideas de Hannah Arendt, en su ensayo On
Revolution (1963) –texto que, como hoy sabemos, estuvo motivado por un
seminario sobre los “Estados Unidos y el espíritu de la Revolución”, en
Princeton, cuya conferencia magistral corrió a cargo de Fidel Castro, en abril de
1959- la “revolución congelada” era, específicamente, el momento radical del jacobinismo y el terror,
entre 1793 y 1794. Es con la Arendt de On
Revolution, y no con la de On
Violence, con quien dialoga el “ensayo sobre el jacobinismo”.
Fehér coincidía con grandes historiadores
revisionistas británicos o franceses, marxistas o liberales, como Georges Lefebvre, A. Cobban y Francois Furet, en que la revolución
francesa no había sido un movimiento homogéneo ni continuo sino un proceso
plural y zigzagueante que desembocaba en el imperio napoleónico, sin que este
último régimen pudiera ser comprendido como la síntesis o la consumación de
toda aquella experiencia histórica de 25 años, como pretendía el bonapartismo.
La “revolución congelada”, según Fehér, no era, por
tanto, toda la revolución o todas las fases de la revolución francesa, sino una
en particular, la de los dos años jacobinos. Lo que se congelaba era un momento
del pasado, que, por su extrema radicalidad se volvía una suerte de cápsula
imaginaria, que se veía desconectada del presente y trascendida en el futuro de Francia y Europa.
Díaz, en cambio, piensa que una revolución congelada es algo continuo e
imperecedero, sometido a múltiples “peripecias” y “dialécticas” que
garantizan su “conservación”.
Piensa eso porque, además de tergiversar el sentido
conceptual de Fehér, confunde, como es tan común en la opinión pública de la
isla o del exilio, revolución con fidelismo o castrismo, socialismo o
totalitarismo, es decir, confunde revolución y régimen. No sólo de una
lectura del título y el subtítulo se desprende que lo que, a juicio de Díaz,
garantiza la conservación simbólica de esa revolución son las “dialécticas del
castrismo”. También en varios pasajes de las páginas introductorias y de los respectivos capítulos se percibe, ya no una imprecisión, sino una amalgama conceptual,
donde las fronteras entre lo político y lo simbólico intentan diluirse en una
“estética”, que tampoco ha sido la misma en medio siglo.
Si a lo que Díaz se refiere es a la usura simbólica del “entusiasmo” revolucionario, en los 70, 80 o 90, por parte del
poder, tendría que reconocer que dicha usura no se centró especialmente en el
momento más radical o jacobino de la Revolución, que podría enmarcarse en la Ofensiva Revolucionaria (1967-68), ya que, para empezar, la institucionalización
y la sovietización en los 70 respondieron a una simbología y una estética diferentes,
en las que la propia figura del Che Guevara quedaba bastante desdibujada. Por
otra parte, en los 80, 90 y principios de los 2000, esos mecanismos de reproducción simbólica de
la legitimidad estuvieron mucho más concentrados en la persona de Fidel Castro,
que en una nostalgia por los 60.
De hecho, el Moncada, el Granma, la Sierra, es
decir, los hitos de la insurrección contra Batista, en los 50, han sido siempre
más importantes, para esa usura simbólica, que la Nueva Izquierda y los 60, que,
por otra parte, Díaz no capta en su verdadera diversidad ideológica. La
historiografía sobre la Nueva Izquierda se ha renovado extraordinariamente en
los últimos años, reconstruyendo la pluralidad constitutiva de aquellas
prácticas y discursos. A pesar de ser un tema clave en su libro, Díaz no repara
en esa renovación del campo y se relaciona con ese archivo desde ideas
anticuadas y hasta prejuiciadas.
Dice en algún momento Díaz que el carácter “congelado”
lo comparte la cubana con otras dos revoluciones, la francesa y la rusa. ¿Cómo?
¿No está bastante establecido en la historiografía que la revolución rusa fue
más homogénea que la francesa o la mexicana, que, en sí mismas, fueron varias?
Precisamente, una idea emparentada con la noción de “revolución congelada”
sería la trotskista de “revolución permanente”, pero ya para fines de los 20
Trotski pensaba que no era esa lógica, sino su negación, lo que se arraigaba con el estalinismo. La variante
mexicana sería la tesis de la “revolución interrumpida” de Adolfo Gilly, quien
veía el zapatismo como equivalente del jacobinismo en México.
La equivocada interpretación de Díaz, en resumidas
cuentas, reproduce el mismo lugar común del discurso oficial –que la revolución
cubana sigue viva, aunque sea hibernando-, pero formulado desde una perspectiva crítica. Una crítica,
huelga decir, en extremo superficial, con muy poca inmersión en la historia
intelectual y en la filosofía política, que serían dos áreas del saber
ineludibles en un libro como este. Y el problema radica, precisamente ahí, a
Díaz le interesa importar grandes temas de la historia y la filosofía, desde la
crítica literaria, sin tomarse el trabajo de documentar su libro teórica e
históricamente.
Hay páginas enteras de este libro, como el lector
puede comprobar fácilmente, que son sucesiones interminables de citas de Claude
Julien, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Frantz Fanon, sin una
rearticulación mínima del repertorio intelectual de aquellos pensadores franceses
y el contacto -o la tensión, que también hubo- de sus ideas con el fenómeno cubano. A falta de una verdadera
interpretación personal de esa conexión, Díaz se limita a glosar con extrañeza
aquellas ideas libertarias de los 60, atribuyéndoles una especie de fascinación
patológica con la violencia o la dictadura en el Tercer Mundo.
En otro momento del libro se mezclan festinadamente
las ideas liberales de Arendt y Fehér sobre la revolución con el neomarxismo de
Alain Badiou, cuyos conceptos sobre “lo real”, “el evento”, la historia del
siglo XX o, específicamente, el comunismo, no se avienen con pensadores como
aquellos, que llegaron a sostener que el jacobinismo era un antecedente del
totalitarismo comunista y el “socialismo real”. Esos guiños al neomarxismo
parecen epidérmicos, determinados por los rituales de la etiqueta académica y
no verdaderas apropiaciones intelectuales.
Es curioso que el autor de un volumen como La revolución congelada. Dialécticas del
castrismo (2014), presuma de escribir “libros orgánicos”. Son tantos los
temas que se tratan aquí –la izquierda francesa, el hombre nuevo, el turismo
revolucionario, la cultura de la violencia, la novela policíaca, el kitsch socialista, el discurso de las
ruinas, la fotografía del "periodo especial", los “dos cuerpos del rey”…- que es difícil extraer alguna idea rectora,
fuera de la muy cuestionable de una “revolución congelada”. Esa dificultad se
duplica por el cúmulo de transcripciones textuales, la falta de una voz
ensayística y la reproducción de no pocos estereotipos ideológicos.
Casi todos -o todos- los temas aludidos en este libro ya
han sido trabajados, con mayor rigor, originalidad y soltura, por académicos o ensayistas, que no siempre están
debidamente citados o referidos. Es una limitación recurrente de Díaz, que se lee desde su primer libro sobre Jorge Mañach, y que tampoco está ausente en otros
dos posteriores, Los límites del
origenismo (2005) y Palabras del trasfondo (2009). Y esos
escamoteos tienen su origen en una idea estrictamente agonística del trabajo
intelectual, donde predomina la retórica de la diatriba, sea contra Mañach,
contra Orígenes -o, más bien, cierto
“origenismo” que deliberadamente confunde con esa revista y los poetas que la editaron- o contra los tantos escritores que enjuicia como “cómplices del régimen”.
No voy a imitar a Díaz, diciendo que su último libro
carece de valor. Como el anterior, que critiqué en este blog hace cinco años, este también
participa del campo revisionista que se está abriendo en el análisis de la
Revolución Cubana, sobre todo en la academia historiográfica y en los estudios
culturales en Estados Unidos. Pero el aporte de este libro, junto a otros que
están renovando las visiones sobre la realidad insular, en los años 60 y 70, es menor. Algunos
de sus aciertos, como el análisis de la novela policiaca, pierden visibilidad
por esa superposición mecánica de citas y glosas y por el abuso de una lectura
ideológica de la literatura.
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