El Juan Marinello de los años 20, hasta ensayos como Sobre la inquietud cubana (1929) o Americanismo y cubanismo literarios (1932), tiene, como sabemos, más convergencias que divergencias con Jorge Mañach, al margen de alguna que otra polémica amistosa, como la de la crítica literaria en 1925. Marinello elogia la conceptualización del choteo de Mañach, admira, como éste, a Waldo Frank y a José Carlos Mariátegui, defiende el vanguardismo y el cosmopolitismo y él mismo hace incursiones teóricas en "síntomas" o "momentos" psico-sociales del cubano, como el "beatífico quietismo", la "criolla rutina" o ese "mirar en choteo las corrientes que inquietan el mundo".
Pero, tal vez, no haya mayor sintonía entre el marxista y el liberal, que cuando Marinello habla de las ventajas, culturalmente hablando, de ser vecino y frontera de Estados Unidos. Habla, por supuesto, de esas ventajas, dentro de una crítica a las relaciones de dependencia económica que Estados Unidos establece con Cuba, pero habla. Y lo hace buscando amplificar la resonancia de quienes, en los alrededores de la Revista de Avance, como el propio Mañach o Eugenio Florit, llaman a los escritores cubanos a no estar pendientes únicamente de París, Madrid, México y Buenos Aires, a dejar en paz a Lope y a Góngora, como le reprocha a Florit -con puya para Francisco Ichaso, quien escribió bastante sobre ambos- y a abrirse a Ezra Pound y a las vanguardias de Nueva York:
"Añadamos a todo esto el contacto con una nación poderosísima, que se ha relacionado con nuestro pueblo, no por el ansia de superiores horizontes, que parece poseer hoy a sus clases directoras, ni por su ambiente abierto y franco a las más diversas tendencias estéticas, ni por la largueza, casi inconcebible, con que premia a los triunfadores del color y de la forma, sino por la base dura y egoísta en que estas favorables circunstancias tienen su natural sustentáculo".
Libros del crepúsculo
lunes, 8 de septiembre de 2014
domingo, 7 de septiembre de 2014
Juan Marinello y el paracomunismo
Poco antes de morir, en 1977, el escritor cubano Juan Marinello concedió una larga entrevista al periodista Luis Báez, que se lee como las memorias nunca escritas por ese importante intelectual y político comunista. En un momento de la entrevista, Marinello contrariaba a quienes lo daban por fundador del primer Partido Comunista de Cuba, creado en 1925 por Julio Antonio Mella y Carlos Baliño. A pesar de ser amigo cercano de Mella, Martínez Villena y otros militantes de esa organización, Marinello no se incorporó a la misma hasta 1935.
La explicación que Marinello daba a Báez de por qué se afilió al partido tan tarde es confusa. Por un lado, decía ser "un intelectual de izquierda", sugiriendo que su idea de la izquierda no era estrictamente comunista, o que era "muy joven" -en realidad era cinco años mayor que Mella y uno mayor que Martínez Villena-, carente de experiencia. Pero por el otro, insinuaba que su no militancia era algo "táctico", pactado con el propio partido, con el fin de atraer sectores de la juventud intelectual cubana. Según Marinello, asociaciones como la Liga Antimperialista y la revista Masas, que editó en los 30, eran proyectos del partido comunista que, sin embargo, se presentaban como autónomos.
Esta idea de un "paracomunismo" en la cultura, que también se ha manejado en relación con la sociedad y la revista Nuestro Tiempo, en los 50, se exagera con frecuencia. En su libro, Contra el imperio. Historia de la Liga Antimperialista de las Américas (2013), Daniel Kersffeld demuestra que, en Estados Unidos, México, Argentina y Cuba, las ligas antiimperialistas fueron, en efecto, promovidas por los partidos comunistas, pero que otras corrientes nacionalistas y populistas de la izquierda latinoamericana, como la encabezada por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, también jugaron un papel decisivo en aquellos proyectos.
En la revista Masas, por ejemplo, algunas de las colaboraciones programáticas, desde el punto de vista ideológico, fueron escritas por intelectuales no comunistas, como el periodista José Manuel Valdés Rodríguez o el historiador Emilio Roig de Leuchsenring. Algunos ensayos de Marinello de aquellos años, como "Juventud y vejez" o "Sobre la inquietud cubana", lo colocaban en una perspectiva más cercana al americanismo y el hispanismo de autores como Waldo Frank, Carleton Beals, Leland H. Jenks o el socialdemócrata español Luis Araquistáin.
Había en las respuestas de Marinello a Báez una incomodidad con ese periodo juvenil, en el que por su evolución ideológica no se decidió a ingresar en el Partido Comunista. Dicha incomodidad era compensada con la idea de un "paracomunismo", que atribuía a aquel partido, recién fundado, un tecnicismo en su manera de operar en la esfera pública occidental, que no poseían, ni siquiera, el propio partido comunista soviético o el norteamericano que, para entonces, era el mayor de América.
La explicación que Marinello daba a Báez de por qué se afilió al partido tan tarde es confusa. Por un lado, decía ser "un intelectual de izquierda", sugiriendo que su idea de la izquierda no era estrictamente comunista, o que era "muy joven" -en realidad era cinco años mayor que Mella y uno mayor que Martínez Villena-, carente de experiencia. Pero por el otro, insinuaba que su no militancia era algo "táctico", pactado con el propio partido, con el fin de atraer sectores de la juventud intelectual cubana. Según Marinello, asociaciones como la Liga Antimperialista y la revista Masas, que editó en los 30, eran proyectos del partido comunista que, sin embargo, se presentaban como autónomos.
Esta idea de un "paracomunismo" en la cultura, que también se ha manejado en relación con la sociedad y la revista Nuestro Tiempo, en los 50, se exagera con frecuencia. En su libro, Contra el imperio. Historia de la Liga Antimperialista de las Américas (2013), Daniel Kersffeld demuestra que, en Estados Unidos, México, Argentina y Cuba, las ligas antiimperialistas fueron, en efecto, promovidas por los partidos comunistas, pero que otras corrientes nacionalistas y populistas de la izquierda latinoamericana, como la encabezada por el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, también jugaron un papel decisivo en aquellos proyectos.
En la revista Masas, por ejemplo, algunas de las colaboraciones programáticas, desde el punto de vista ideológico, fueron escritas por intelectuales no comunistas, como el periodista José Manuel Valdés Rodríguez o el historiador Emilio Roig de Leuchsenring. Algunos ensayos de Marinello de aquellos años, como "Juventud y vejez" o "Sobre la inquietud cubana", lo colocaban en una perspectiva más cercana al americanismo y el hispanismo de autores como Waldo Frank, Carleton Beals, Leland H. Jenks o el socialdemócrata español Luis Araquistáin.
Había en las respuestas de Marinello a Báez una incomodidad con ese periodo juvenil, en el que por su evolución ideológica no se decidió a ingresar en el Partido Comunista. Dicha incomodidad era compensada con la idea de un "paracomunismo", que atribuía a aquel partido, recién fundado, un tecnicismo en su manera de operar en la esfera pública occidental, que no poseían, ni siquiera, el propio partido comunista soviético o el norteamericano que, para entonces, era el mayor de América.
jueves, 4 de septiembre de 2014
Sobre el antintelectualismo II
Es un tema que hemos tratado otras veces en este blog y en algunos ensayos, donde comentamos la obra de Russell Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987), o de Susan Jacoby, The Age of Americam Unreason (2009). Pero tal vez convenga abundar un poco más en la cuestión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de antintelectualismo en Europa, Estados Unidos o, específicamente, en Cuba?
Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.
El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.
Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.
El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.
¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.
En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.
Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.
Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendrían mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.
Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.
El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.
Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.
El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.
¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.
En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.
Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.
Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendrían mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.
martes, 2 de septiembre de 2014
¿Revolución congelada?
Desde mis estudios de filosofía e historia, en los
años 90, me acompaña un volumen del pensador húngaro, Ferenc Fehér, titulado La revolución congelada. Ensayo sobre el jacobinismo (1989).
Aparece glosado en mi primer libro, El
arte de la espera (1998), y vuelve a aparecer en el último, Los derechos del alma (2014), a
propósito de la crítica al jacobinismo dentro de la tradición liberal latinoamericana
del siglo XIX.
Ahora el crítico cubano Duanel Díaz reúne en la editorial Verbum varios
ensayos, que constituyen el grueso de su tesis doctoral en
la Universidad de Princeton, y titula el volumen tal y como Fehér nombró aquel
clásico, en el año de la caída del Muro de Berlín y el bicentenario de la
Revolución Francesa. Pero el sentido que Díaz da a esa expresión no se
corresponde con el que le dio Fehér, a pesar de que, en una evidente
manipulación del lector, Díaz sugiere lo contrario en las páginas introductorias de
su libro.
Para Ferenc Fehér, quien seguía en aquel estudio las
ideas de Hannah Arendt, en su ensayo On
Revolution (1963) –texto que, como hoy sabemos, estuvo motivado por un
seminario sobre los “Estados Unidos y el espíritu de la Revolución”, en
Princeton, cuya conferencia magistral corrió a cargo de Fidel Castro, en abril de
1959- la “revolución congelada” era, específicamente, el momento radical del jacobinismo y el terror,
entre 1793 y 1794. Es con la Arendt de On
Revolution, y no con la de On
Violence, con quien dialoga el “ensayo sobre el jacobinismo”.
Fehér coincidía con grandes historiadores
revisionistas británicos o franceses, marxistas o liberales, como Georges Lefebvre, A. Cobban y Francois Furet, en que la revolución
francesa no había sido un movimiento homogéneo ni continuo sino un proceso
plural y zigzagueante que desembocaba en el imperio napoleónico, sin que este
último régimen pudiera ser comprendido como la síntesis o la consumación de
toda aquella experiencia histórica de 25 años, como pretendía el bonapartismo.
La “revolución congelada”, según Fehér, no era, por
tanto, toda la revolución o todas las fases de la revolución francesa, sino una
en particular, la de los dos años jacobinos. Lo que se congelaba era un momento
del pasado, que, por su extrema radicalidad se volvía una suerte de cápsula
imaginaria, que se veía desconectada del presente y trascendida en el futuro de Francia y Europa.
Díaz, en cambio, piensa que una revolución congelada es algo continuo e
imperecedero, sometido a múltiples “peripecias” y “dialécticas” que
garantizan su “conservación”.
Piensa eso porque, además de tergiversar el sentido
conceptual de Fehér, confunde, como es tan común en la opinión pública de la
isla o del exilio, revolución con fidelismo o castrismo, socialismo o
totalitarismo, es decir, confunde revolución y régimen. No sólo de una
lectura del título y el subtítulo se desprende que lo que, a juicio de Díaz,
garantiza la conservación simbólica de esa revolución son las “dialécticas del
castrismo”. También en varios pasajes de las páginas introductorias y de los respectivos capítulos se percibe, ya no una imprecisión, sino una amalgama conceptual,
donde las fronteras entre lo político y lo simbólico intentan diluirse en una
“estética”, que tampoco ha sido la misma en medio siglo.
Si a lo que Díaz se refiere es a la usura simbólica del “entusiasmo” revolucionario, en los 70, 80 o 90, por parte del
poder, tendría que reconocer que dicha usura no se centró especialmente en el
momento más radical o jacobino de la Revolución, que podría enmarcarse en la Ofensiva Revolucionaria (1967-68), ya que, para empezar, la institucionalización
y la sovietización en los 70 respondieron a una simbología y una estética diferentes,
en las que la propia figura del Che Guevara quedaba bastante desdibujada. Por
otra parte, en los 80, 90 y principios de los 2000, esos mecanismos de reproducción simbólica de
la legitimidad estuvieron mucho más concentrados en la persona de Fidel Castro,
que en una nostalgia por los 60.
De hecho, el Moncada, el Granma, la Sierra, es
decir, los hitos de la insurrección contra Batista, en los 50, han sido siempre
más importantes, para esa usura simbólica, que la Nueva Izquierda y los 60, que,
por otra parte, Díaz no capta en su verdadera diversidad ideológica. La
historiografía sobre la Nueva Izquierda se ha renovado extraordinariamente en
los últimos años, reconstruyendo la pluralidad constitutiva de aquellas
prácticas y discursos. A pesar de ser un tema clave en su libro, Díaz no repara
en esa renovación del campo y se relaciona con ese archivo desde ideas
anticuadas y hasta prejuiciadas.
Dice en algún momento Díaz que el carácter “congelado”
lo comparte la cubana con otras dos revoluciones, la francesa y la rusa. ¿Cómo?
¿No está bastante establecido en la historiografía que la revolución rusa fue
más homogénea que la francesa o la mexicana, que, en sí mismas, fueron varias?
Precisamente, una idea emparentada con la noción de “revolución congelada”
sería la trotskista de “revolución permanente”, pero ya para fines de los 20
Trotski pensaba que no era esa lógica, sino su negación, lo que se arraigaba con el estalinismo. La variante
mexicana sería la tesis de la “revolución interrumpida” de Adolfo Gilly, quien
veía el zapatismo como equivalente del jacobinismo en México.
La equivocada interpretación de Díaz, en resumidas
cuentas, reproduce el mismo lugar común del discurso oficial –que la revolución
cubana sigue viva, aunque sea hibernando-, pero formulado desde una perspectiva crítica. Una crítica,
huelga decir, en extremo superficial, con muy poca inmersión en la historia
intelectual y en la filosofía política, que serían dos áreas del saber
ineludibles en un libro como este. Y el problema radica, precisamente ahí, a
Díaz le interesa importar grandes temas de la historia y la filosofía, desde la
crítica literaria, sin tomarse el trabajo de documentar su libro teórica e
históricamente.
Hay páginas enteras de este libro, como el lector
puede comprobar fácilmente, que son sucesiones interminables de citas de Claude
Julien, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Frantz Fanon, sin una
rearticulación mínima del repertorio intelectual de aquellos pensadores franceses
y el contacto -o la tensión, que también hubo- de sus ideas con el fenómeno cubano. A falta de una verdadera
interpretación personal de esa conexión, Díaz se limita a glosar con extrañeza
aquellas ideas libertarias de los 60, atribuyéndoles una especie de fascinación
patológica con la violencia o la dictadura en el Tercer Mundo.
En otro momento del libro se mezclan festinadamente
las ideas liberales de Arendt y Fehér sobre la revolución con el neomarxismo de
Alain Badiou, cuyos conceptos sobre “lo real”, “el evento”, la historia del
siglo XX o, específicamente, el comunismo, no se avienen con pensadores como
aquellos, que llegaron a sostener que el jacobinismo era un antecedente del
totalitarismo comunista y el “socialismo real”. Esos guiños al neomarxismo
parecen epidérmicos, determinados por los rituales de la etiqueta académica y
no verdaderas apropiaciones intelectuales.
Es curioso que el autor de un volumen como La revolución congelada. Dialécticas del
castrismo (2014), presuma de escribir “libros orgánicos”. Son tantos los
temas que se tratan aquí –la izquierda francesa, el hombre nuevo, el turismo
revolucionario, la cultura de la violencia, la novela policíaca, el kitsch socialista, el discurso de las
ruinas, la fotografía del "periodo especial", los “dos cuerpos del rey”…- que es difícil extraer alguna idea rectora,
fuera de la muy cuestionable de una “revolución congelada”. Esa dificultad se
duplica por el cúmulo de transcripciones textuales, la falta de una voz
ensayística y la reproducción de no pocos estereotipos ideológicos.
Casi todos -o todos- los temas aludidos en este libro ya
han sido trabajados, con mayor rigor, originalidad y soltura, por académicos o ensayistas, que no siempre están
debidamente citados o referidos. Es una limitación recurrente de Díaz, que se lee desde su primer libro sobre Jorge Mañach, y que tampoco está ausente en otros
dos posteriores, Los límites del
origenismo (2005) y Palabras del trasfondo (2009). Y esos
escamoteos tienen su origen en una idea estrictamente agonística del trabajo
intelectual, donde predomina la retórica de la diatriba, sea contra Mañach,
contra Orígenes -o, más bien, cierto
“origenismo” que deliberadamente confunde con esa revista y los poetas que la editaron- o contra los tantos escritores que enjuicia como “cómplices del régimen”.
No voy a imitar a Díaz, diciendo que su último libro
carece de valor. Como el anterior, que critiqué en este blog hace cinco años, este también
participa del campo revisionista que se está abriendo en el análisis de la
Revolución Cubana, sobre todo en la academia historiográfica y en los estudios
culturales en Estados Unidos. Pero el aporte de este libro, junto a otros que
están renovando las visiones sobre la realidad insular, en los años 60 y 70, es menor. Algunos
de sus aciertos, como el análisis de la novela policiaca, pierden visibilidad
por esa superposición mecánica de citas y glosas y por el abuso de una lectura
ideológica de la literatura.
domingo, 31 de agosto de 2014
Sobre el antintelectualismo
En las últimas semanas, el teórico y crítico cultural Desiderio Navarro ha circulado una serie de reacciones electrónicas a un artículo titulado "Gramsci y las "cosas de intelectuales", de la periodista Mayra García Cardentey, aparecido a principios de mes en Juventud Rebelde. El artículo era una semblanza y un elogio del primo mecánico de la periodista, ajeno, según ella, a la "casta" y el refinamiento del mundo de la cultura y que, a pesar de ser excluido y despreciado por ese mundo, era capaz de alcanzar la sabiduría y el gusto desde los misterios de la práctica.
El texto molestó a varios intelectuales (Juan Carlos Tabío, Leonardo Padura, Arturo Arango, Guillermo Rodríguez Rivera, Arturo Soto…), que se sintieron englobados en un estereotipo demagógico, y fue respondido por Graziella Pogolotti, en el mismo periódico. La respuesta de Pogolotti fue, a su vez, respondida por Javier Dueñas, en el texto editorial "Con la cultura como escudo y espada", que, al decir de Navarro, establecía la posición del periódico sobre el tema y eximía a la periodista de cualquier expresión de antintelectualismo.
Como en la célebre "guerrita de los emails" de 2007, que reseñó Antonio José Ponte en su libro Villa Marista en plata (2009), la defensa del rol del intelectual, por parte de esos escritores, cineastas y críticos, es comprensible y oportuna. Pero es inevitable advertir que esa defensa parte una narrativa, cuando menos, caprichosa, de la historia cultural y política de Cuba y de una noción bastante precaria del fenómeno del antintelectualismo.
El desprecio por la actividad intelectual cristalizó, según ellos, durante el "quinquenio gris" y luego fue corregido por la política cultural del gobierno. Pogolotti y Dueñas citan una misma frase de Fidel Castro, sobre la "cultura como escudo y espada de la nación", para aludir a esa supuesta rectificación del antintelectualismo en Cuba. Pero es que esa frase fue expresada por Castro en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971, un documento que sintetiza el antintelectualismo, no como síntoma pasajero de una cultura política sino como política cultural de Estado.
El antintelectualismo cubano, dentro y fuera de la isla, ha sido y es profuso. No se trata, por supuesto, de un rasgo específicamente cubano ni específicamente comunista, ya que se practicó también en la Italia fascista y la Francia de entreguerras y se practica, incluso, en Estados Unidos, donde ha sido estudiado y criticado por Richard Hofstadter, Russell Jacoby y otros historiadores. El antintelectualismo tiene raíces en el pragmatismo de la cultura popular y el conservadurismo de ciertas élites sociales y una forma bastante tangible de dicho pragmatismo tiene que ver con la manera fidelista de hacer política, basada en el ardid, la astucia y el culto a la técnica del poder.
¿Hay algo más antintelectual que la idea militar de la cultura como "arma", "escudo" o "espada" de la nación? ¿No es esa noción instrumental de la cultura, en tanto ideología nacional defensiva, un concepto que expresa el desprecio que el político profesional siente por el intelectual? Bajo un régimen como el cubano, es absurdo entender el antintelectualismo como excepción y no como regla, como falla y no como elemento constitutivo del sistema. Con el antintelectualismo, en Cuba, sucede lo que con el racismo, el machismo y la homofobia: debe ser pensado como hegemonía, no como resistencia.
El texto molestó a varios intelectuales (Juan Carlos Tabío, Leonardo Padura, Arturo Arango, Guillermo Rodríguez Rivera, Arturo Soto…), que se sintieron englobados en un estereotipo demagógico, y fue respondido por Graziella Pogolotti, en el mismo periódico. La respuesta de Pogolotti fue, a su vez, respondida por Javier Dueñas, en el texto editorial "Con la cultura como escudo y espada", que, al decir de Navarro, establecía la posición del periódico sobre el tema y eximía a la periodista de cualquier expresión de antintelectualismo.
Como en la célebre "guerrita de los emails" de 2007, que reseñó Antonio José Ponte en su libro Villa Marista en plata (2009), la defensa del rol del intelectual, por parte de esos escritores, cineastas y críticos, es comprensible y oportuna. Pero es inevitable advertir que esa defensa parte una narrativa, cuando menos, caprichosa, de la historia cultural y política de Cuba y de una noción bastante precaria del fenómeno del antintelectualismo.
El desprecio por la actividad intelectual cristalizó, según ellos, durante el "quinquenio gris" y luego fue corregido por la política cultural del gobierno. Pogolotti y Dueñas citan una misma frase de Fidel Castro, sobre la "cultura como escudo y espada de la nación", para aludir a esa supuesta rectificación del antintelectualismo en Cuba. Pero es que esa frase fue expresada por Castro en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971, un documento que sintetiza el antintelectualismo, no como síntoma pasajero de una cultura política sino como política cultural de Estado.
El antintelectualismo cubano, dentro y fuera de la isla, ha sido y es profuso. No se trata, por supuesto, de un rasgo específicamente cubano ni específicamente comunista, ya que se practicó también en la Italia fascista y la Francia de entreguerras y se practica, incluso, en Estados Unidos, donde ha sido estudiado y criticado por Richard Hofstadter, Russell Jacoby y otros historiadores. El antintelectualismo tiene raíces en el pragmatismo de la cultura popular y el conservadurismo de ciertas élites sociales y una forma bastante tangible de dicho pragmatismo tiene que ver con la manera fidelista de hacer política, basada en el ardid, la astucia y el culto a la técnica del poder.
¿Hay algo más antintelectual que la idea militar de la cultura como "arma", "escudo" o "espada" de la nación? ¿No es esa noción instrumental de la cultura, en tanto ideología nacional defensiva, un concepto que expresa el desprecio que el político profesional siente por el intelectual? Bajo un régimen como el cubano, es absurdo entender el antintelectualismo como excepción y no como regla, como falla y no como elemento constitutivo del sistema. Con el antintelectualismo, en Cuba, sucede lo que con el racismo, el machismo y la homofobia: debe ser pensado como hegemonía, no como resistencia.
jueves, 28 de agosto de 2014
Napoleón en Cuba
A diferencia de grandes países latinoamericanos, como Brasil, Argentina y México, que vivieron imperios o proyectos imperiales luego de la independencia, en las primeras décadas del siglo XIX, y donde son documentales algunas variantes de bonapartismo, como las estudiadas por el historiador argentino Ricardo Levene, en Cuba, la pertenencia de la isla al imperio español, durante toda aquella centuria, atizó un republicanismo que heredaba del liberalismo hispánico una visión negativa de quien alguien llamó "el corso vil". De Heredia a Martí, de Varela a Varona, es posible leer ese rechazo republicano al bonapartismo.
El culto a Napoleón, en Cuba, es un fenómeno de la primera mitad del siglo XX, cuando aquel republicanismo decimonónico entra en decadencia, a pesar de coexistir sin mayores fricciones con la veneración de José Martí, quien criticó más de una vez a los dos Napoleones, el primero y el tercero. Generalmente, ese culto se asocia con la gran colección de reliquias napoleónicas que llegó a acumular el magnate azucarero Julio Lobo, como se recordó recientemente en una reunión de bonapartistas en La Habana, con princesa incluida. Para reconstruir con mayor eficacia ese culto habría que volver a escribir la historia del militarismo y el autoritarismo en Cuba.
En ninguna de las notas que circularon recientemente, sobre los "tesoros napoleónicos" en la isla, la de la agencia EFE, la de El Mundo o, incluso, la de El Nuevo Herald de Miami, se mencionó que otro de los artífices de ese culto fue el general Fulgencio Batista. Según Jorge Mañach, Batista tenía en su finca Kuquine una biblioteca llena de libros sobre Napoleón, incluyendo naturalmente, la biografía de su amigo Emil Ludwig, quien en Biografía de una isla (1948) comparó su ascenso social, de telegrafista a general, con el de su ídolo europeo. Todavía en Dos fechas (1973), una miscelánea documental editada en el exilio, Batista sostenía que el significado del 4 de septiembre de 1933 era el de una revolución popular dentro del ejército cubano, equivalente a la de Napoleón dentro del ejército borbónico a fines del siglo XVIII.
Jorge Mañach, a quien no podría acusarse de batistiano, reconocía en su ensayo "El drama de Cuba" (1958), que esa revolución popular dentro del ejército había tenido lugar y estudios académicos posteriores, como el de Louis A. Pérez Jr. en Army Politics in Cuba (1976), así lo confirman. Batista, según Mañach, "cambió radicalmente las condiciones castrenses" en Cuba, al reclutar al campesinado y sectores populares para un cuerpo, que, en pocos años, se renovó socialmente desde el "nivel sargenteril" hasta la oficialidad. Es por ello que el ensayista cubano afirmaba que Batista había colocado en la mochila de sus soldados "el bastón de mariscal".
El culto a Napoleón, en Cuba, es un fenómeno de la primera mitad del siglo XX, cuando aquel republicanismo decimonónico entra en decadencia, a pesar de coexistir sin mayores fricciones con la veneración de José Martí, quien criticó más de una vez a los dos Napoleones, el primero y el tercero. Generalmente, ese culto se asocia con la gran colección de reliquias napoleónicas que llegó a acumular el magnate azucarero Julio Lobo, como se recordó recientemente en una reunión de bonapartistas en La Habana, con princesa incluida. Para reconstruir con mayor eficacia ese culto habría que volver a escribir la historia del militarismo y el autoritarismo en Cuba.
En ninguna de las notas que circularon recientemente, sobre los "tesoros napoleónicos" en la isla, la de la agencia EFE, la de El Mundo o, incluso, la de El Nuevo Herald de Miami, se mencionó que otro de los artífices de ese culto fue el general Fulgencio Batista. Según Jorge Mañach, Batista tenía en su finca Kuquine una biblioteca llena de libros sobre Napoleón, incluyendo naturalmente, la biografía de su amigo Emil Ludwig, quien en Biografía de una isla (1948) comparó su ascenso social, de telegrafista a general, con el de su ídolo europeo. Todavía en Dos fechas (1973), una miscelánea documental editada en el exilio, Batista sostenía que el significado del 4 de septiembre de 1933 era el de una revolución popular dentro del ejército cubano, equivalente a la de Napoleón dentro del ejército borbónico a fines del siglo XVIII.
Jorge Mañach, a quien no podría acusarse de batistiano, reconocía en su ensayo "El drama de Cuba" (1958), que esa revolución popular dentro del ejército había tenido lugar y estudios académicos posteriores, como el de Louis A. Pérez Jr. en Army Politics in Cuba (1976), así lo confirman. Batista, según Mañach, "cambió radicalmente las condiciones castrenses" en Cuba, al reclutar al campesinado y sectores populares para un cuerpo, que, en pocos años, se renovó socialmente desde el "nivel sargenteril" hasta la oficialidad. Es por ello que el ensayista cubano afirmaba que Batista había colocado en la mochila de sus soldados "el bastón de mariscal".
martes, 26 de agosto de 2014
La prole de Piñera: ¿recepción o escuela?
Hay críticos cubanos que, aunque hayan pasado años estudiando un doctorado en una gran universidad de Estados Unidos o Francia, no han aprendido a distinguir conceptos elementales de la teoría y la historia cultural como "recepción", "tradición" o "escuela". Uno pensaría, luego de leer dos o tres panfletos disfrazados de intervenciones o reseñas, que no se enteraron de qué trata la hermenéutica o la fenomenología o que no leyeron a Benjamin, Bourdieu, Eagleton o, tan siquiera, a Bloom.
Es por ello que frente a un tipo de estudio, como el que intentamos en los ensayos La prole de Virgilio o Después de Sarduy, se espantan de la cantidad de nombres y obras que se citan -a lo que llaman, como si fueran prosistas exquisitos y no scholars, "name dropping"- y consideran que esas referencias implican una visión "indiscriminada" de la desigual calidad estética de aquellos escritores contemporáneos, que integran corrientes de recepción de Severo Sarduy y Virgilio Piñera en la Cuba contemporánea.
Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico, La prole de Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, además de elitista, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien, los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy-, que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales.
Documentar la recepción de Sarduy y Piñera, dentro y fuera de Cuba, entre los 80 y los 2000, no es un ejercicio de exposición de una escuela literaria, como la de Wallace Stevens estudiada por Harold Bloom en Estados Unidos, o la genealogía de un patrón estético a lo largo de la historia, como podría ser, con todas sus salvedades, La prole de Celestina de González Echevarría. Es por ello que comentamos textos de narradores, poetas y críticos, que carecen de sintonías estilísticas con uno u otro autor canónico, pero que participan de una misma dialéctica de la tradición.
Es por ello que frente a un tipo de estudio, como el que intentamos en los ensayos La prole de Virgilio o Después de Sarduy, se espantan de la cantidad de nombres y obras que se citan -a lo que llaman, como si fueran prosistas exquisitos y no scholars, "name dropping"- y consideran que esas referencias implican una visión "indiscriminada" de la desigual calidad estética de aquellos escritores contemporáneos, que integran corrientes de recepción de Severo Sarduy y Virgilio Piñera en la Cuba contemporánea.
Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico, La prole de Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, además de elitista, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien, los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy-, que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales.
Documentar la recepción de Sarduy y Piñera, dentro y fuera de Cuba, entre los 80 y los 2000, no es un ejercicio de exposición de una escuela literaria, como la de Wallace Stevens estudiada por Harold Bloom en Estados Unidos, o la genealogía de un patrón estético a lo largo de la historia, como podría ser, con todas sus salvedades, La prole de Celestina de González Echevarría. Es por ello que comentamos textos de narradores, poetas y críticos, que carecen de sintonías estilísticas con uno u otro autor canónico, pero que participan de una misma dialéctica de la tradición.
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