Aviones que se desvanecen en el aire, sin dejar rastro, soldados que regresan de un largo cautiverio entre terroristas islámicos y que, al llegar a Estados Unidos, no son recibidos como héroes sino como posibles conversos, que continuarían la yihad en el corazón del imperio, candidaturas a la presidencia que se arman sobre redes de sexo y dinero, nepotismo y ambición… Buena parte de las noticias que estremecen nuestra cotidianidad ya han sido codificadas por la trama de series televisivas como Lost o Homeland, Scandal o House of Cards.
No vivimos la era de la estetización del terror sino algo más inquietante: la era de la naturalización política de una estética del terror. La decapitación del periodista norteamericano James Foley ante las cámaras globales, según se ha revelado recientemente, por un joven londinense que milita en la organización Estado Islámico, además de un acto criminal y aterrador es una acción estética, como, al decir de Jean Baudrillard, en declaración que escandalizó a más de uno, también lo fuera el derribo de las Torres Gemelas en septiembre de 2001.
Los dos hombres solos, en medio del desierto, uno de rojo y otro de negro, es una imagen que convoca toda la estética de la soledad en el espacio infinito. Tema pensado por Blaise Pascal y recreado por Antoine de Saint-Exupéry, en su novela Terre des hommes, y que, como observa el filósofo Alfonso López Quintás, acoge toda una tradición moral de crítica a la modernidad occidental y, especialmente, a la secularidad y el laicismo de la civilización urbana.
Desierto y barbarie, como formas ancestrales de la negación de Occidente, pero también como escenarios de la soledad, de la radical y "auténtica" individuación del ser humano, como criatura de Dios. No es extraño que el verdugo y su víctima sean mostrados, por el Estado Islámico, como lo que son, dos hombres occidentales, y que la propia estética del terror que ambos escenifican haga guiños a un cúmulo de resonancias, que puede encontrarse lo mismo en cuadro de Giorgio de Chirico que en una carátula de Pink Floyd.
Libros del crepúsculo
domingo, 24 de agosto de 2014
jueves, 21 de agosto de 2014
Guajiros en Nueva York: la "raza trasplantada"
Es conocida la admiración que los escritores norteamericanos Ernest Hemingway y John Dos Passos sintieron por la obra del pintor cubano, Antonio Gattorno, a quien veían como un Matisse o un Gaugin caribeño. Hemingway y Dos Passos conocieron a Gattorno a principios de los 30, en Cuba, y publicaron una monografía, con sendos ensayos sobre el pintor y 36 reproducciones de su obra, en Ucar y García, en La Habana, en 1935.
En su correspondencia con su amigo Arnold Gingrich, residente en Key West, Hemingway narra cómo, además de escribir el ensayo sobre Gattorno, compró varios ejemplares y ayudó a vender otros en Estados Unidos. No sólo eso, en 1936, el escritor patrocinó la primera muestra de Gattorno en Nueva York, en la galería Georgette Passedoit. La gira de las pinturas de Gattorno por Estados Unidos, que le ganó un premio en el Art Institute de Chicago, fue pensada por Hemingway y Dos Passos, ante todo, como un desembarco de guajiros cubanos en Nueva York.
Aquella fascinación de los norteamericanos con la imagen del guajiro, que se discutió hace algunos años en el blog Puente Ecfrático de Gerardo Muñoz, era, en buena medida, una derivación del interés de ambos por España. La guerra civil había estallado en la península, ese mismo año, y mientras ayudaban en la promoción de Gattorno en Nueva York, Hemingway y Dos Passos se incorporaban a las redes de solidaridad con la República. Los guajiros de Gattorno, según los escritores norteamericanos, eran españoles pobres, como los que en la península respaldaban la causa republicana.
En un texto publicado en Esquire Magazine, a propósito de aquellas muestras de Gattorno en Estados Unidos, Dos Passos puso en claro su interés por los guajiros del pintor cubano: "… And always a look of poverty, a certain malarial refinement and sadness and isolation of a transplanted race. They are the guajiros, the poor whites of Cuba, and Gattorno has put them on paper and canvas so well that once you have seen his paintings you continue to see the guajiros through his eyes".
Tristeza y soledad de "raza trasplantada", decía Dos Passos. Curiosamente, algo muy parecido dirá Pablo de la Torriente Brau en su famosa crónica sobre aquella exposición de Gattorno en Nueva York, que se publicó en la revista Bohemia con el título de "Guajiros en Nueva York", en junio de 1936, y que ganara el Premio Nacional de Periodismo Justo de Lara en 1937, poco después de su muerte en Majadahonda. Como Dos Passos, Brau hablará del "color palúdico, malárico, color de sol enfermo, color de sol de eclipse, de los pobres hombres siempre cansados y siempre incansables".
Los guajiros de Gattorno estaban animados, salían de los lienzos y observaban al espectador, abandonaban las salas de galerías y museos y caminaban por las calles de Manhattan. Pablo de la Torriente Brau daba a ese contacto con la ciudad y sus moradores el valor de una revelación. Con sus guajiros, Gattorno probaba que Cuba no estaba únicamente habitada por "rumberos y rumberas, mulatas de solar y negros de bongó". Si para los norteamericanos, el guajiro era el español trasplantado, para el republicano caribeño era la raza de la pobreza, del trabajo y de la revolución.
En su correspondencia con su amigo Arnold Gingrich, residente en Key West, Hemingway narra cómo, además de escribir el ensayo sobre Gattorno, compró varios ejemplares y ayudó a vender otros en Estados Unidos. No sólo eso, en 1936, el escritor patrocinó la primera muestra de Gattorno en Nueva York, en la galería Georgette Passedoit. La gira de las pinturas de Gattorno por Estados Unidos, que le ganó un premio en el Art Institute de Chicago, fue pensada por Hemingway y Dos Passos, ante todo, como un desembarco de guajiros cubanos en Nueva York.
Aquella fascinación de los norteamericanos con la imagen del guajiro, que se discutió hace algunos años en el blog Puente Ecfrático de Gerardo Muñoz, era, en buena medida, una derivación del interés de ambos por España. La guerra civil había estallado en la península, ese mismo año, y mientras ayudaban en la promoción de Gattorno en Nueva York, Hemingway y Dos Passos se incorporaban a las redes de solidaridad con la República. Los guajiros de Gattorno, según los escritores norteamericanos, eran españoles pobres, como los que en la península respaldaban la causa republicana.
En un texto publicado en Esquire Magazine, a propósito de aquellas muestras de Gattorno en Estados Unidos, Dos Passos puso en claro su interés por los guajiros del pintor cubano: "… And always a look of poverty, a certain malarial refinement and sadness and isolation of a transplanted race. They are the guajiros, the poor whites of Cuba, and Gattorno has put them on paper and canvas so well that once you have seen his paintings you continue to see the guajiros through his eyes".
Tristeza y soledad de "raza trasplantada", decía Dos Passos. Curiosamente, algo muy parecido dirá Pablo de la Torriente Brau en su famosa crónica sobre aquella exposición de Gattorno en Nueva York, que se publicó en la revista Bohemia con el título de "Guajiros en Nueva York", en junio de 1936, y que ganara el Premio Nacional de Periodismo Justo de Lara en 1937, poco después de su muerte en Majadahonda. Como Dos Passos, Brau hablará del "color palúdico, malárico, color de sol enfermo, color de sol de eclipse, de los pobres hombres siempre cansados y siempre incansables".
Los guajiros de Gattorno estaban animados, salían de los lienzos y observaban al espectador, abandonaban las salas de galerías y museos y caminaban por las calles de Manhattan. Pablo de la Torriente Brau daba a ese contacto con la ciudad y sus moradores el valor de una revelación. Con sus guajiros, Gattorno probaba que Cuba no estaba únicamente habitada por "rumberos y rumberas, mulatas de solar y negros de bongó". Si para los norteamericanos, el guajiro era el español trasplantado, para el republicano caribeño era la raza de la pobreza, del trabajo y de la revolución.
sábado, 16 de agosto de 2014
¿Baudelaire o Pessoa? Dos ideas de la crítica
Una vez que nos despojamos de toda falsa idea edificante de la crítica, del embuste de una crítica "amorosa", de la que hablaba José Martí en el Liceo de Guanabacoa. Esa crítica que "no muerde, ni tenacea, ni clava en la áspera picota" o que no "escudriña lunares y manchas" y que, en el fondo, no es "ejercicio del criterio", como pensaba él mismo, sino otra cosa, mensajes benévolos, dirigidos a fijar autoridades en la esfera pública.
Una vez, digo, que no queda más remedio que aceptar la noción moderna de la crítica, en la que se rebasa, finalmente, la subordinación del juicio al derecho o a la teología, a la metafísica o a la ideología, y se admite que el rol del crítico en la ciudad tiene que ver, en resumidas cuentas, con la autonomía intelectual y con la lealtad a ciertas ideas, parece haber dos alternativas. O piensas como Fernando Pessoa, que la crítica es el arte del desdén:
"La función última de la crítica bien entendida es que satisfaga la función natural del desdeñar, que es tan natural como la de comer y que conviene a la buena higiene del espíritu satisfacer cuidadosamente".
O piensas como Charles Baudelaire, para quien no era imposible ser justo y, a la vez, parcial:
"Para ser justa, es decir, para tener razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra el máximo de horizontes".
Una vez, digo, que no queda más remedio que aceptar la noción moderna de la crítica, en la que se rebasa, finalmente, la subordinación del juicio al derecho o a la teología, a la metafísica o a la ideología, y se admite que el rol del crítico en la ciudad tiene que ver, en resumidas cuentas, con la autonomía intelectual y con la lealtad a ciertas ideas, parece haber dos alternativas. O piensas como Fernando Pessoa, que la crítica es el arte del desdén:
"La función última de la crítica bien entendida es que satisfaga la función natural del desdeñar, que es tan natural como la de comer y que conviene a la buena higiene del espíritu satisfacer cuidadosamente".
O piensas como Charles Baudelaire, para quien no era imposible ser justo y, a la vez, parcial:
"Para ser justa, es decir, para tener razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra el máximo de horizontes".
martes, 12 de agosto de 2014
La vanguardia peregrina y sus críticos
Mi libro La vanguardia peregrina (FCE, 2013) ha
tenido la fortuna de ser reseñado, criticado y hasta refutado. Es a lo que debe
aspirar todo libro de ensayo y es arrogante y de mal gusto responder reseñas.
Nunca lo he hecho, pero he decidido hacer una excepción, esta vez, porque
observo en dos comentarios inteligentes sobre ese libro y en alguna diatriba vestida de reseña, una distorsión o, cuando menos, una mal interpretación que
se reitera, sin fundamento en una lectura textual del volumen.
El libro,
como comentábamos aquí, intenta explorar las poéticas y las políticas de seis
escritores cubanos (Lorenzo García Vega, Severo Sarduy, Calvert Casey, Nivaria
Tejera, Julieta Campos y José Kozer), exiliados durante los años 60 y 70, en
diversas capitales de Occidente. Todos esos escritores sintieron formar parte
de una vanguardia cultural, articulada en la isla antes del triunfo de la
Revolución, potenciada por ésta durante sus primeros años en el poder y
perfilada luego, de diversas maneras estéticas, en cada uno de los exilios que
aquí se estudian. Esa vanguardia, como se reitera en el libro, está ligada a la
experiencia de publicaciones como Orígenes,
Ciclón y, sobre todo, Lunes de Revolución –el único medio
donde llegaron a publicar todos esos escritores-, en las que se produjo, a la
vez, una crítica y un arqueo de la tradición literaria nacional.
Los tres
conceptos básicos del libro son vanguardia, exilio y tradición, como se
desprende de una lectura íntegra del volumen y del propio título. Los colegas
que comentaron La vanguardia peregrina
en la Universidad de Princeton y quienes la han reseñado en suplementos y
publicaciones mexicanas como Laberinto,
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica o La Jornada Semanal destacan el cruce de esas
tres nociones. Escritores y críticos cubanos exiliados, como Ernesto Hernández
Busto y Pablo de Cuba Soria, en Letras Libres y la revista Crítica, se
concentran, en cambio, sólo en uno de los conceptos, el de vanguardia,
desenfocando los otros dos, e instalan sus objeciones en la certeza de que no
todos aquellos autores fueron realmente vanguardistas.
Tienen
razón Hernández Busto y Cuba Soria en que este libro maneja una noción “imprecisa”
–yo prefiero decir flexible- de vanguardia, que prescinde de jerarquías
estéticas entre seis escritores de probada calidad, en sus diferentes estilos. Cito a
estudiosos con distintas ideas de “lo vanguardista”, como Mario de Micheli,
Peter Bürger y Jorge Schwartz, precisamente para sugerir que las teorías de la
vanguardia y el vanguardismo han sido y pueden ser tan divergentes que poco sentido
tiene posicionarse desde alguna de ellas. El reparo que hacen es válido, pero,
como ambos reconocen, tiene su origen en que la categoría de vanguardia que
utilizo es cultural, política y, sobre todo, histórica, no rígidamente
estética.
Todos
aquellos escritores formaron parte de una generación que se propuso
revolucionar la literatura cubana, romper con la tradición y, a la vez,
reinventarla, por medio de genealogías estilísticas o de reescrituras de la
historia literaria del país. Pablo de Cuba Soria considera que el único, entre ellos, de “filiación netamente vanguardista es Lorenzo García Vega”
-quien tampoco optó por una vanguardia “desde la cuna”, como puede constatarse
leyendo su tradicionalista novela Espirales
del cuje o su Antología de la novela
cubana, que, en su momento, criticó Antón Arrufat. Llega a esa conclusión a
partir de una idea “precisa” de vanguardia que, a mi juicio, le impide leer
como literatura que juega con otras modalidades de vanguardia textos como De donde son los cantantes y Escrito sobre
un cuerpo de Sarduy, Sonámbulo del sol
y Huir de la espiral de Tejera, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina
y El miedo de perder a Eurídice de
Campos o, incluso, cuadernos tempranos de Kozer, como la poesía reunida en Bajo este cien, que él mismo ha estudiado.
¿No son,
no eran en los años 60 y 70, vanguardistas la incorporación del postestructuralismo
a las ficciones y ensayos de Sarduy, los monólogos delirantes de Tejera, los
experimentos de narración objetiva, inspirados en la obra de Nathalie Sarraute
y Michel Butor, de Campos, o la primera poesía de Kozer en Nueva York? Un
recorrido por la crítica que en aquellos años se interesó en esa literatura y
por la propia autorrepresentación estética de esos escritores apunta al
horizonte cultural e ideológico de lo que entonces se llamaba “new vanguardism”.
Admito que el caso de Calvert Casey es más complicado, pero no creo que los
cuentos de El regreso, las prosas de Memorias de una isla, “Piazza Morgana”,
el fragmento que sobrevivió a la destrucción de la novela Gianni, Gianni, o el poema
“A un viandante”, sea literatura “tradicional” o “realista”. Por otra
parte, mi ensayo sobre Casey no se propone describirlo como escritor
vanguardista sino explorar la representación del sexo y la muerte en su
escritura.
Debo, por
último, referirme a una distorsión puntual que leo en los comentarios, por
demás, agudos, de Ernesto Hernández Busto y Pablo de Cuba Soria, y que aparece
también en un texto de Duanel Díaz, en Potemkin, sobre La vanguardia peregrina, que dejo para el final, por tratarse, no
de una reseña, sino de una descalificación. Ambos reseñistas reprochan que en el
libro sea “incluido” Antón Arrufat como escritor de aquella vanguardia
exiliada, sin ser un autor vanguardista ni exiliado. Pero es que Antón Arrufat
no aparece nunca como autor vanguardista o exiliado en La vanguardia peregrina. Varias veces en el libro e, incluso, en el
texto de contraportada, se dice que los seis autores estudiados son los aquí
mencionados y en un momento se habla de un séptimo, Octavio Armand, que
inicialmente pensé analizar, pero que por haber producido su obra más experimental,
entre fines de los 70 y principios de los 80 en Nueva York, quedaba fuera del periodo que intenté reconstruir.
Antón
Arrufat y su obra son comentados como piezas clave de la recepción de Virgilio
Piñera en Cuba, un fenómeno que, a mi juicio, es buena muestra de la “diálectica de la
tradición” en la cultura cubana contemporuena muestra de la diánea. El ensayo “La prole de Virgilio”, así
como el excurso final, “El mar de los desterrados”, son los que desarrollan más
plenamente los otros dos conceptos del libro -tradición y exilio-, por lo que
me pareció conveniente incluirlos. Cuando se habla de Arrufat en el prólogo de La vanguardia peregrina es para señalar
que en él encuentro una lectura de la tradición literaria nacional, con fricciones y armonías, semejantes a las que experimentaron algunos de los escritores exiliados en los 60. Hernández
Busto y Cuba Soria tuercen el argumento, atribuyéndome presentar a Arrufat como
un vanguardista más, en un plano de equivalencia estética o política con los otros escritores
exiliados, que nunca se sostiene o sugiere en el libro. Cuba Soria llega,
incluso, a preguntarse, “si está Arrufat”, por qué no incluir también a otros
poetas de la isla –algunos posteriores a aquella generación-, como César López,
Rafael Alcides, Reynaldo González y Lina de Feria.
Esas injustificadas demandas de inclusión o exclusión demuestran, una vez más, la
ansiedad del canon que invade la crítica literaria cubana. Hay algo arcaico y
tradicionalista en esa manera de pensar la literatura, aunque se exprese a
través de la disputa por establecer quién es el escritor cubano “más” o
“verdaderamente” vanguardista. Es tal la ansiedad por canonizar que los temas
específicos de un libro de ensayo sobre un grupo de escritores cubanos –la errancia o el nomadismo en
Tejera, el “mariposeo” post-estructuralista en Sarduy, la muerte y el sexo en Casey, Orígenes y lo "siniestro cubano" en García Vega, las meta-ficciones de Campos, el "arte de la conversación" en Arrufat o el mecanismo poético de la lectura en Kozer- no se
discuten. Lo que se discute, en resumidas cuentas, es quiénes, entre esos escritores,
valen o no la pena según la soberana estimativa literaria del crítico.
La misma distorsión,
en relación con Antón Arrufat, aunque expuesta
en un lenguaje descalificador, cercano al libelo colegial, aparece en el texto
de Duanel Díaz. Si dejamos a un lado el insulso reproche de “name dropping”,
por parte de un académico, no un estilista de la prosa, que también cita y recita, se atiene a rígidos marcos
teóricos y que, en sus últimos libros, tampoco hace crítica literaria, ni historia intelectual sino interpretación ideológica de la literatura, aunque con frecuentes apelaciones neopositivistas al "error" o a la "equivocación" en el saber cultural. Si obviamos, agrego, la abierta
tergiversación –como cuando afirma que en el ensayo “Mariposeo sarduyano” se identifica el “barroco de la Revolución”
de Sarduy con la ideología oficial cubana o con el propio régimen- , o el deliberado equívoco
–decir que confundo “modernism” y “vanguardia”, siendo todos los escritores
cubanos que estudio posteriores y críticos del “modernism”-, o el evidente escamoteo -descartar que el 68 sea un tema del libro, cuando aparece, por lo menos, en cuatro de los ensayos, además de la Introducción-, el principal
reproche de Díaz sería que La vanguardia
peregrina y, de paso, otras dos obras anteriores, El estante vacío y La máquina
del olvido, son libros desechables porque no son “orgánicos” y aparentan
serlo.
El lector
interesado puede ir a la nota de presentación de La máquina del olvido, donde se especifica que los ensayos ahí
reunidos fueron publicados en distintas revistas iberoamericanas, o a la
Introducción de El estante vacío,
para comprobar que esos volúmenes se presentan como lo que son: libros de
ensayos. La vanguardia peregrina, en
cambio, fue pensada como un volumen orgánico –aunque no formalmente académico- y
debo su idea, en buena medida, a Pío Serrano, quien en 2010 me invitó a
escribir el prólogo de Huir de la espiral
de Nivaria Tejera en la editorial Verbum, donde se expone el proyecto del libro, y a Jorge Herralde, que
inicialmente pensó publicarlo en Anagrama. En todo caso, la historia del ensayo
occidental está llena de maravillosos libros inorgánicos, que no cito por
aquello del “name dropping”…. Al menos por ahora.
domingo, 10 de agosto de 2014
Vade retro Internet
Leo con algún retraso el libro de Emily Parker sobre las limitaciones al acceso a Internet en Rusia, China y Cuba, que reseñó Mario Vargas Llosa hace meses en El País. Tengo la impresión, tal vez equivocada, de que el libro ha tenido poco impacto en medios electrónicos de la oposición y el exilio cubanos. Es lamentable porque este tipo de libros, escritos por periodistas o funcionarios y no por académicos, suelen tener mayor resonancia en la opinión pública global.
El libro identifica con tres actitudes el rechazo a Internet de los gobiernos de esos tres países: el "aislamiento" (China), el "miedo" (Cuba) y la "apatía" (Rusia). A pesar de que un psicólogo no entendería esas actitudes como discordantes, ya que las tres reflejan animosidad o negación, la mayor virtud del libro, a mi juicio, es que su autora distingue con cuidado los tres contextos y los tres regímenes.
A diferencia de Vargas Llosa, quien habló en su reseña de "totalitarismos", Parker, en el libro, habla de "diferentes cicatrices del comunismo autoritario" en esos tres países. Me parece una formulación más adecuada, ya que aunque China y Cuba siguen siendo regímenes comunistas de partido único, sus economías y sus sociedades están asimilando elementos más propios del capitalismo de Estado. China desde los 70 y 80 y Cuba en los últimos años, y de manera más acotada, por lo que la fisonomía de ambos sistemas no es equiparable.
Rusia, por otro lado, dejó de ser un régimen comunista desde principios de los 90 y, al margen del autoritarismo de su gobierno actual, posee un orden social y una vida pública más abiertos que en China y, sobre todo, que en Cuba, cuyo sistema es, de acuerdo a este libro, el más cerrado y el más vulnerable a la influencia de Internet. Parker ha tenido en cuenta algo elemental, que con frecuencia se pierde de vista en medios oficiales u opositores de la isla o el exilio, y es el peso de la geografía y la demografía.
Rusia y China son enormes países asiáticos -el primero con un pie en Europa-, de cientos o miles de millones de habitantes. La apatía o el aislamiento frente a Internet son actitudes que cuadran a esa condición. Cuba, sin embargo, es una pequeña isla de 110 000 kilómetros cuadrados y una población envejecida y descendente de 11 millones de habitantes, ubicada en el centro de Occidente, que carece de capacidad económica y tecnológica para retraerse, como China, o para distanciarse, como Rusia. Este libro, además de una denuncia contra la censura o el control de la red electrónica global, es un llamado a no abusar de falsas equivalencias.
El libro identifica con tres actitudes el rechazo a Internet de los gobiernos de esos tres países: el "aislamiento" (China), el "miedo" (Cuba) y la "apatía" (Rusia). A pesar de que un psicólogo no entendería esas actitudes como discordantes, ya que las tres reflejan animosidad o negación, la mayor virtud del libro, a mi juicio, es que su autora distingue con cuidado los tres contextos y los tres regímenes.
A diferencia de Vargas Llosa, quien habló en su reseña de "totalitarismos", Parker, en el libro, habla de "diferentes cicatrices del comunismo autoritario" en esos tres países. Me parece una formulación más adecuada, ya que aunque China y Cuba siguen siendo regímenes comunistas de partido único, sus economías y sus sociedades están asimilando elementos más propios del capitalismo de Estado. China desde los 70 y 80 y Cuba en los últimos años, y de manera más acotada, por lo que la fisonomía de ambos sistemas no es equiparable.
Rusia, por otro lado, dejó de ser un régimen comunista desde principios de los 90 y, al margen del autoritarismo de su gobierno actual, posee un orden social y una vida pública más abiertos que en China y, sobre todo, que en Cuba, cuyo sistema es, de acuerdo a este libro, el más cerrado y el más vulnerable a la influencia de Internet. Parker ha tenido en cuenta algo elemental, que con frecuencia se pierde de vista en medios oficiales u opositores de la isla o el exilio, y es el peso de la geografía y la demografía.
Rusia y China son enormes países asiáticos -el primero con un pie en Europa-, de cientos o miles de millones de habitantes. La apatía o el aislamiento frente a Internet son actitudes que cuadran a esa condición. Cuba, sin embargo, es una pequeña isla de 110 000 kilómetros cuadrados y una población envejecida y descendente de 11 millones de habitantes, ubicada en el centro de Occidente, que carece de capacidad económica y tecnológica para retraerse, como China, o para distanciarse, como Rusia. Este libro, además de una denuncia contra la censura o el control de la red electrónica global, es un llamado a no abusar de falsas equivalencias.
jueves, 31 de julio de 2014
El hispanista y los hispanos
He regresado, después de muchos años, a la Hispanic Society of America en Washington Heights y he encontrado las salas principales de la institución y la mayor parte de la colección, incluidos los catorce lienzos de "Las regiones de España" de Joaquín Sorolla, restauradas y cuidadas. Esta vez, noté con mayor claridad el contraste entre el hispanismo noventayochesco, que acoge ese edificio neoclásico, y la cultura hispana que lo rodea, en ese barrio de puertorriqueños, dominicanos y cubanos al norte de Manhattan.
No hay manera de encontrar el Caribe en la "visión de España", que la Hispanic Society encargó a Sorolla en los primeros años del siglo XX. Se trata de un ocultamiento en el que, seguramente, pesó tanto la subvaloración de lo caribeño y lo americano, propia del discurso colonial, como el malestar por la pérdida de las islas de Cuba y Puerto Rico en 1898. Había en el panhispanismo de aquellas décadas, que personificaba un Rafael Altamira y Crevea, la queja del imperio derrotado contra el imperio vencedor, que se imprimió en buena parte de las instituciones de cultura hispánica que se crearon en Estados Unidos y América Latina a principios del siglo XX.
Luego de recorrer la impresionante cabeza de San Francisco del Greco, los caballeros borbónicos de Goya, el Unamuno con origamis de Zuluaga, las sevillanas y las jotas, los atunes y las cabras, las playas y las montañas, los toros y los caballos, los nazarenos y los vascos de Sorolla, sale uno a la calle y se encuentra rodeado de merengue y reggaeton, empanadas "La Monumental" y fondas de "mofongo" y "mofonguito". Fue acierto y, a la vez, ironía de la historia que la fundación del magnate Archer Milton Huntington, destinada a celebrar la grandeza decadente de la cultura peninsular, quedara encuadrada en uno de los mayores barrios hispanos de Nueva York.
Este tycoon de los ferrocarriles y la navegación murió en 1955, por lo que, probablemente, llegó a constatar en vida el inicio de la mutación demográfica de Washington Heights. Hoy, en el ala derecha del edificio se encuentra una sede del Boricua College, pero si leemos, pacientemente, los nombres inscritos bajo los capiteles veremos muy pocos hispanoamericanos. Bolívar se encuentra bajo el arco principal, junto a Colón y Cervantes. Sor Juana, Heredia, Olmedo y Bello están casi ocultos, en una esquina, seguidos de Cortés, Pizarro y los grandes conquistadores y viajeros que incorporaron lo americano al repertorio cultural del imperio castellano.
No hay manera de encontrar el Caribe en la "visión de España", que la Hispanic Society encargó a Sorolla en los primeros años del siglo XX. Se trata de un ocultamiento en el que, seguramente, pesó tanto la subvaloración de lo caribeño y lo americano, propia del discurso colonial, como el malestar por la pérdida de las islas de Cuba y Puerto Rico en 1898. Había en el panhispanismo de aquellas décadas, que personificaba un Rafael Altamira y Crevea, la queja del imperio derrotado contra el imperio vencedor, que se imprimió en buena parte de las instituciones de cultura hispánica que se crearon en Estados Unidos y América Latina a principios del siglo XX.
Luego de recorrer la impresionante cabeza de San Francisco del Greco, los caballeros borbónicos de Goya, el Unamuno con origamis de Zuluaga, las sevillanas y las jotas, los atunes y las cabras, las playas y las montañas, los toros y los caballos, los nazarenos y los vascos de Sorolla, sale uno a la calle y se encuentra rodeado de merengue y reggaeton, empanadas "La Monumental" y fondas de "mofongo" y "mofonguito". Fue acierto y, a la vez, ironía de la historia que la fundación del magnate Archer Milton Huntington, destinada a celebrar la grandeza decadente de la cultura peninsular, quedara encuadrada en uno de los mayores barrios hispanos de Nueva York.
Este tycoon de los ferrocarriles y la navegación murió en 1955, por lo que, probablemente, llegó a constatar en vida el inicio de la mutación demográfica de Washington Heights. Hoy, en el ala derecha del edificio se encuentra una sede del Boricua College, pero si leemos, pacientemente, los nombres inscritos bajo los capiteles veremos muy pocos hispanoamericanos. Bolívar se encuentra bajo el arco principal, junto a Colón y Cervantes. Sor Juana, Heredia, Olmedo y Bello están casi ocultos, en una esquina, seguidos de Cortés, Pizarro y los grandes conquistadores y viajeros que incorporaron lo americano al repertorio cultural del imperio castellano.
lunes, 28 de julio de 2014
Los derechos del alma
Varios amigos y colegas me han preguntado cuál es el origen del título de mi libro más reciente, sobre las disputas doctrinales entre liberales y conservadores en Hispanoamérica, a mediados del siglo XIX. A riesgo de alentar los malos hábitos de ciertos lectores, que leen sólo los títulos de los libros y derivan de los primeros el contenido de los segundos, intento responderles.
En este libro se estudian algunas polémicas entre liberales y conservadores sobre los derechos naturales del hombre. Unas muy conocidas, como las de Esteban Echeverría y Pedro de Ángelis y de Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi en Argentina o de Juan Montalvo y Gabriel García Moreno en Ecuador, pero otras, como las de José Victorino Lastarria y Rafael Fernández Concha en Chile o de José María Samper y Julio Arboleda en Colombia, no tanto.
El título surgió, en buena medida, de la lectura de Historia de una alma. Memorias íntimas y de historia contemporánea (1881) de Samper. Me llamó tanto la atención el uso del artículo en femenino, "una alma", como la observación de aquel liberal neogranadino de que las estadísticas republicanas y liberales de la segunda mitad del siglo XIX, en América Latina, seguían reproduciendo el lenguaje de la administración eclesiástica colonial. Los Estados liberales entendían sus ciudadanías como conjuntos de almas y hasta medían la población de villas y ciudades en cantidades de almas.
En buena medida, cuando aquellos liberales defendían, en contra de los conservadores, la doctrina de los derechos naturales del hombre, es decir, la idea de que todos los hombres nacen libres e iguales ante la ley, estaban dando por sentado que esos "hombres", como sujetos de derechos, eran almas. La noción de "persona humana", que adoptó la democracia cristiana en el siglo XX y que criticó en su momento Simone Weil, o la filosofía contemporánea de los derechos humanos son, de hecho, reformulaciones modernas de aquella idea del ciudadano, construida por el liberalismo y el republicanismo atlánticos en el siglo XIX.
Los derechos que debatían liberales y conservadores latinoamericanos eran, ante todo, derechos del alma. Por eso podían levantarse en armas, organizar ejércitos, confiscar propiedades y lanzarse a la aniquilación de los cuerpos de los otros. Por eso podían involucrarse en prolongadas guerras civiles que, en muchos casos, no acababan hasta que el bando contrario hubiera sido físicamente aniquilado. Por eso las querellas letradas, en las ciudades, eran la continuación, por medios simbólicos, de las guerras civiles que ensangrentaban los campos.
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