En
estos días de globalización del terror, vale la pena regresar al pensamiento de
la francesa Simone Weil (1909-1943), judeo-cristiana, distante y crítica de las
ortodoxias sionistas y católicas, socialista antiestalinista, admiradora de
Grecia y detractora de Roma, partidaria de la República en España y enemiga
jurada del nazismo y el fascismo, lectora inteligente de Homero, San Pablo y
Pascal.
Algunos
de los últimos textos de Weil, antes de su muerte por tuberculosis en Ashford,
Inglaterra, giran en torno al concepto de “persona humana”. Mencionábamos esa
noción, hace unos días, a propósito del pensamiento político del poeta y
escritor cubano, Jorge Valls, en quien la idea de la sacralidad de la persona
proviene directamente de la apropiación cristiana de la doctrina liberal de los
derechos naturales del hombre, que podría leerse, entre otros títulos, en Persona y democracia (1958) de María
Zambrano, o en la obra del pensador cristiano francés, Jacques Maritain.
En
un ensayo, precisamente titulado “La persona y lo sagrado” (1942), incluido
póstumamente en los Escritos históricos y
políticos (1960), Weil cuestionaba la idea de “sacralidad” de la persona
humana. Era un error, a juicio de Weil, considerar sagrada una abstracción como
la de “persona humana”, ya que si había algo sagrado era la totalidad del
individuo:
“Ni
su persona, ni la persona humana en él, es lo que para mí es sagrado. Es él. Él
por entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. No atentaré contra
ninguna de esas cosas sin escrúpulos infinitos. Si la persona humana fuera en
él lo que hay de sagrado para mí, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez
ciego, sería una persona humana exactamente igual que antes. No habría tocado
en absoluto la persona humana en él. Solo habría destrozado sus ojos”.
El
problema con la abstracción de “persona humana” era que, como en la vieja
doctrina liberal de los derechos naturales del hombre, remitía a una entidad
subjetiva, existente en la moral y en el derecho pero no, necesariamente, en la
vida social y política real. El nazismo, el fascismo y el comunismo podían,
perfectamente, suscribir aquella doctrina jusnaturalista y ordenar el
genocidio.
La crítica
de Weil a la idea de “sacralidad” de la persona humana ha sido rescatada
recientemente por el filósofo italiano Roberto Esposito. El autor de Categorías de lo impolítico, Communitas y Bios. Biopolítica y filosofía, sostiene, en su ensayo El dispositivo de la persona (2011), que
Weil continuó una impugnación del pensamiento personalista, liberal o
cristiano, iniciada por Nietzsche y Benjamin, reasumida, en los años 60 y 70,
por Michel Foucault, y en las dos últimas décadas, por Giorgio Agamben. Una relectura creativa de estos pensadores podría conducir
a una nueva filosofía de lo impersonal, que coloque el cuerpo y la vida en el
centro del saber, el derecho y la cultura.
La
persona humana como abstracción homogeneizadora de la comunidad global se ha
convertido en un dispositivo de poder, que impide reconocer la aniquilación de
los cuerpos en nombre de la universalidad de valores religiosos, los derechos
humanos o la democracia. El choque letal que hoy protagonizan los
universalismos y localismos es una buena prueba de que ese dispositivo de la
persona humana se ha incorporado plenamente a la biopolítica de la
globalización:
“Si
bien la soberanía clásica consistía, en esencia, en el poder de “hacer” la ley,
la actual, de tipo biopolítico, parece encontrar su propia especificidad
exactamente en lo contrario: en desactivarla, transformando sin cesar la
excepción en la regla y la norma en excepción, de manera no diferente de como
ocurría en el antiguo dispositivo romano. Otro ejemplo, asimismo espectral, de
resurgimiento de lo arcaico es hoy atribuible al retorno a lo local, y aun de
lo étnico, en el mundo globalizado. Y ello, tal como se ha señalado, no ocurrió
por contraste, sino en relación –como causa y como efecto- con la propia
globalización, la cual, cuando más actúa como contaminación generalizada en
ambientes, experiencias, lenguajes diversos, tanto más determina fenómenos de
rechazo inmunitario mediante la reivindicación defensiva y ofensiva de la
propia identidad particular. ¿Y no se presenta, asimismo, el reposicionamiento,
a menudo feroz y sangriento, de la religión en nuestro mundo secularizado -y
justamente por ello- como un resurgimiento de lo originario dentro de la hipermodernización?
–incluso en este caso, invirtiendo la intención orientada a la emancipación, y
algunas veces también universalista, de las religiones más maduras”.