Hace poco,
hablábamos aquí de un momento foucaultiano en los estudios cubanos, que podría
ilustrarse con algunos libros recientes de Abel Sierra Madero, Pedro Marqués de
Armas, Jorge L. Camacho y Francisco Morán, interesados en las sexualidades, el
racismo y la psiquiatría en Cuba. En estos días, cuando se cumplen treinta años
de la muerte del filósofo e historiador francés, en París, víctima del SIDA, la
marca de Foucault en el pensamiento contemporáneo también se ha sentido en La
Habana.
El crítico y
teórico de la cultura, Desiderio Navarro, ha circulado varios correos
electrónicos en los que recuerda un homenaje a Foucault organizado por el
Centro Teórico-Cultural Criterios, hace diez años, por estas mismas fechas, en
el que el poeta y ensayista Víctor Fowler desglosaba el repertorio conceptual
foucaultiano. También comenta Navarro que la Facultad de Filosofía de la
Universidad de la Habana organizó otro homenaje al pensador francés, en el que
los profesores Emilio Duharte Díaz, Jorge G. Rodríguez, Teresa Díaz Canals,
Freddy Domínguez y varios estudiantes hablaron de “poder, saber, hermenéutica,
sujeto, lenguaje, ideología y escritura”.
Tiene
sentido que en un país, como Cuba, con una estructura tan sólida de poder
estatal, que comienza a ser impactado, también, por el poder del capital y por
la microfísica de todos los poderes imaginables, Michel Foucault sea un
referente clave. Así como J. G. A. Pocock habló de un “momento maquiavélico” en
el siglo XVII y Peter D. Thomas ha hablado de un “momento gramsciano” en la segunda mitad del siglo XX
que, por lo visto, no involucró tanto a Cuba como a otros países
latinoamericanos como Argentina y México, a pesar o precisamente por haber
experimentado esa isla un régimen comunista, donde por mucho tiempo fue
hegemónico un marxismo-leninismo ortodoxo, que rechazaba a Gramsci, hoy podemos
hablar de un momento foucaultiano, que abarcaría buena parte de la producción
intelectual cubana, dentro y fuera de la isla.
En la última
década, los archivos electrónicos de la revista Criterios, que dirige Navarro, han puesto a disposición de
artistas, críticos e investigadores algunas de las obras fundamentales del
pensador francés (Las palabras y las
cosas, Vigilar y castigar, La microfísica del poder, El pensamiento del afuera, Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte…)
y han difundido ensayos sobre Foucault de Judith Butler, Katia Genel, Frank Palmieri,
Nancy Fraser, Sam Binkley, Jorge Capetillo-Ponce y otros estudiosos, que
describen ese viaje conceptual de Michel Foucault a La Habana del siglo XXI.
Un viaje que
no sólo permite pensar temas cruciales de la globalización como la biopolítica, el control electrónico o la subjetivación sino manifestaciones locales de fenómenos globales como la afirmación
de alteridades sexuales y genéricas, la genealogía del racismo o la función
política de los intelectuales. Este último tema fue abordado muchas veces por
Foucault, entre otras, en un artículo para Politique-Hebdo,
en 1975, que tradujo Desiderio Navarro hace diez años, y que reproduzco a
continuación:
La función política del intelectual
Michel Foucault
Traducción del francés: Desiderio
Navarro
Durante largo tiempo el intelectual
así llamado “de izquierda” ha tomado la palabra y se le ha reconocido el
derecho de hablar como maestro de verdad y de justicia. Se lo escuchaba, o él
pretendía hacerse escuchar, como representante de lo universal. Ser intelectual
era ser un poco la conciencia de todos. Creo que en ello se hallaba una idea
transpuesta a partir del marxismo, y de un marxismo apagado: del mismo modo que
el proletariado, por la necesidad de su posición histórica, es portador de lo
universal (pero portador inmediato, no reflexivo, poco consciente de sí mismo),
el intelectual, por su elección moral, teórica y política, quiere ser portador
de esa universalidad, pero en su forma consciente y elaborada. El intelectual
sería la figura clara e individual de una universalidad de la que el
proletariado sería la forma sombría y colectiva.
Hace muchos años que
no se le pide ya al intelectual desempeñar ese papel. Se estableció un nuevo
modo de “vínculo entre la teoría y la práctica”. Los intelectuales se han
acostumbrado a trabajar no en lo “universal”, lo “ejemplar”, lo “justo y
verdadero para todos”, sino en sectores determinados, en puntos precisos donde
los sitúan sea sus condiciones profesionales de trabajo, sea sus condiciones de
vida (la vivienda, el hospital, el asilo, el laboratorio, la universidad, las
relaciones familiares o sexuales). Han ganado seguramente una conciencia mucho
más concreta e inmediata de las luchas. Y han encontrado allí problemas que
eran específicos, “no universales”, diferentes a menudo de los del proletariado
o de las masas. Y, sin embargo, se han acercado realmente a éstos, creo
yo, por dos razones: porque se trataba de luchas reales, materiales,
cotidianas, y porque encontraban a menudo, pero en otra forma, el mismo
adversario que el proletariado, el campesinado o las masas: las
multinacionales, el aparato judicial y policíaco, la especulación inmobiliaria,
etc. Es lo que yo llamaría el intelectual “específico” por oposición al
intelectual “universal”.
Esta nueva figura
tiene otra significación política: ha permitido, si no soldar, al menos
rearticular categorías bastante semejantes que habían permanecido separadas. El
intelectual, hasta entonces, era por excelencia el escritor: conciencia
universal, sujeto libre, se oponía a los que no eran sino personas
competentes al servicio del Estado o del Capital (ingenieros, magistrados,
profesores).
Dado que la
politización se opera a partir de la actividad específica de cada uno, el
umbral de la escritura, como marca sacralizante del intelectual,
desaparece. Y pueden producirse entonces nexos transversales de saber a saber,
de un punto de politización a otro: así pues, los magistrados y los
psiquiatras, los médicos y los trabajadores sociales, los laboratoristas y los
sociólogos pueden, cada uno en su lugar apropiado y por la vía del intercambio
y el apoyo, participar en una politización global de los intelectuales. Este
proceso explica que, si el escritor tiende a desaparecer como mascarón de proa,
el profesor y la universidad aparecen, no quizás como elementos principales,
pero sí como “intercambiadores”, puntos de cruces privilegiados. La razón de
que la Universidad y la enseñanza hayan devenido regiones políticamente
ultrasensibles es, sin duda, ésa. Y lo que se llama la crisis de la Universidad
no debe ser interpretado como pérdida de poder, sino, por el contrario, como
multiplicación y reforzamiento de sus efectos de poder, en el medio de un
conjunto multiforme de intelectuales que, prácticamente todos, pasan por ella,
y se remiten a ella [...].
Me parece que esta
figura del intelectual “específico” se desarrolló a partir de la Segunda Guerra
Mundial. Es quizás el físico atómico –digámoslo con una palabra, o más bien con
un nombre: Oppenheimer— quien constituyó la articulación entre el intelectual
universal y el intelectual específico. El físico atómico intervenía porque
tenía una relación directa y localizada con la institución y el saber
científico; pero, puesto que la amenaza atómica concernía a todo el género
humano y al destino del mundo, su discurso podía ser al mismo tiempo el
discurso de lo universal. Bajo la capa de esa protesta que concernía a todo el
mundo, el sabio atómico hizo funcionar su posición específica en el orden del
saber. Y, por primera vez, creo yo, el intelectual fue perseguido por el poder
político no ya en función del discurso general que él formulaba, sino a causa
del saber que él poseía: era en ese nivel en el que él constituía un peligro
político [...].
Se puede suponer que el intelectual
“universal” tal como funcionó en el siglo XIX y en el principio del siglo XX se
derivó, en realidad, de una figura histórica muy particular: el hombre de
justicia, el hombre de ley, el que, al poder, al despotismo, a los abusos, a la
arrogancia de la riqueza, opone la universalidad de la justicia y la equidad de
una ley ideal. Las grandes luchas políticas en el siglo XVIII se hicieron en
torno a la ley, al derecho, a la Constitución, a lo que es justo según razón y
natura, a lo que puede y debe valer universalmente. Lo que se llama hoy día el
“intelectual” (quiero decir el intelectual en el sentido político, y no
sociológico o profesional, de la palabra, es decir, el que hace uso de su
saber, de su competencia, de su relación con la verdad en el orden de las
luchas políticas) nació, creo yo, del jurista, o, en todo caso, del hombre que
invocaba la universalidad de la ley justa, eventualmente contra los
profesionales del derecho (Voltaire, en Francia, prototipo de esos
intelectuales). El intelectual “universal” se deriva del jurista-notable y
halla su expresión más plena en el escritor, portador de significaciones y
valores en los que todos pueden reconocerse. El intelectual “específico” se
deriva de una figura totalmente distinta, no ya el “jurista-notable”, sino el
“científico-experto” [...].
Regresemos a cosas más particulares.
Admitamos, con el desarrollo en la sociedad contemporánea de las estructuras
técnico-científicas, la importancia adquirida por el intelectual específico
desde hace décadas. Y la aceleración de ese movimiento desde 1960. El
intelectual específico encuentra obstáculos y se expone a peligros. Peligro de
limitarse a luchas de coyuntura, a reivindicaciones sectoriales. Riesgo de
dejarse manipular por partidos políticos o aparatos sindicales que dirigen esas
luchas locales. Riesgo sobre todo de no poder desarrollar esas luchas por falta
de estrategia global y de apoyos externos. Riesgo también de no ser seguido o
de serlo solamente por grupos muy limitados. En Francia, tenemos actualmente un
ejemplo de ello ante los ojos. La lucha relativa a la prisión, al sistema
penal, al aparato policíaco-judicial, por haberse desarrollado “en solitario”
con trabajadores sociales y ex-presidiarios, se ha separado cada vez más de
todo lo que podía permitirle ampliarse. Se dejó penetrar por toda una ideología
ingenua y arcaica que hace del delincuente a la vez la inocente víctima y el
puro rebelde, el cordero del gran sacrificio social y el lobato de las
revoluciones futuras. Ese retorno a los temas anarquistas del fin del siglo XIX
sólo fue posible por una falta de integración en las estrategias actuales. Y el
resultado es un divorcio profundo entre esa pequeña canción monótona y lírica,
pero que sólo es escuchada en grupos muy pequeños, y una masa que tiene buenas
razones para no creerla ingenuamente, pero que, por el miedo a la criminalidad
cuidadosamente cultivado, acepta el mantenimiento, y hasta el
reforzamiento, del aparato judicial y policíaco.
Me parece que
estamos en un momento en el que la función del intelectual específico debe ser
reelaborada. No abandonada, a pesar de la nostalgia de algunos por los grandes
intelectuales “universales” (“Necesitamos, dicen, una filosofía, una
visión del mundo”). Basta recordar los importantes resultados obtenidos en
psiquiatría: ellos prueban que esas luchas locales y específicas no han sido un
error y no han conducido a un callejón sin salida. Se puede decir incluso que
el papel del intelectual específico debe devenir cada vez más importante, a la
medida de las responsabilidades políticas que, de buena o mala gana, él es
realmente obligado a tomar como físico atómico, genético, informático,
farmacólogo, etc. Sería peligroso descalificarlo en su relación específica con
un saber local, bajo pretexto de que eso es asunto de especialistas que no
interesa a las masas (lo que es doblemente falso: éstas tienen conciencia de
eso y, de todos modos, están implicadas en eso), o de que él sirve a los
intereses del Capital y del Estado (lo que es verdad, pero muestra al mismo
tiempo el lugar estratégico que él ocupa), o, también de que él es un vehículo
de una ideología cientificista (lo que no siempre es verdad y, sin duda, sólo
es de importancia secundaria con respecto a lo que es primordial: los efectos
propios de los discursos verdaderos).
Lo importante, creo
yo, es que la verdad no está fuera de poder ni sin poder (no es, a pesar de un
mito cuya historia y funciones habría que retomar, la recompensa de los
espíritus libres, el producto de las largas soledades, el privilegio de los que
han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; es producida en él gracias
a múltiples constreñimientos. Y posee en él efectos regulados de poder. Cada
sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general” de la verdad: es
decir, los tipos de discurso que ella acoge y hace funcionar como verdaderos;
los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados
verdaderos o falsos, la manera como se sanciona a unos y otros; las técnicas y
los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el
status de los que tienen la misión de decir lo que funciona como verdadero.
En sociedades como
las nuestras, la “economía política” de la verdad se caracteriza por cinco
rasgos históricamente importantes: la verdad está centrada sobre la forma del
discurso científico y sobre las instituciones que lo producen; es sometida a
una constante incitación económica y política (necesidad de verdad tanto para
la producción económica como para el poder político); es el objeto, bajo
formas diversas, de una inmensa difusión y consumo (circula en aparatos de
educación o de información cuya extensión es relativamente amplia en el cuerpo
social, a pesar de ciertas limitaciones estrictas), es producida y transmitida
bajo el control no exclusivo, pero dominante, de varios grandes aparatos
políticos o económicos (Universidad, ejército, escritura, medios); por último,
es lo que está en juego de todo un debate político y de todo un enfrentamiento
social (luchas “ideológicas”).
Me parece que lo que es preciso tomar
en cuenta, ahora, en el intelectual, no es, pues, el “portador de valores
universales”; es realmente alguien que ocupa una posición específica –pero de
una especificidad que está ligada a las funciones generales del dispositivo de
verdad en una sociedad como la nuestra. En otras palabras, el intelectual
depende de una triple especificidad: la especificidad de su posición de clase
(pequeño burgués al servicio del capitalismo, intelectual “orgánico” del
proletariado); la especificidad de sus condiciones de vida y de trabajo,
ligadas a su condición de intelectual (su dominio de investigación, su puesto
en un laboratorio, las exigencias económicas o políticas a las que se somete o
contra las cuales se rebela, en la universidad, en el hospital, etc.); por
último, la especificidad de la política de verdad en nuestras sociedades.
Y es allí donde su posición puede
cobrar una significación general; donde el combate local o específico que él
conduce trae consigo efectos, implicaciones que no son simplemente
profesionales o sectoriales. Él funciona o lucha en el nivel general de ese
régimen de la verdad tan esencial para las estructuras y el funcionamiento de
nuestra sociedad. Hay un combate “por la verdad” o al menos “en torno a la
verdad”, dando por sentado, una vez más, que con verdad no quiero decir “el
conjunto de las cosas verdaderas que hay que descubrir o que hacer aceptar”,
sino “el conjunto de las reglas según las cuales se separa lo verdadero de lo
falso y se asocian a lo verdadero efectos específicos de poder”; dando por
sentado también que no se trata de un combate “en favor” de la verdad, sino en
torno al status de la verdad y al papel económico-político que ella desempeña.
Hay que pensar los problemas políticos de los intelectuales no en los términos
“ciencia/ideología”, sino en los términos “verdad/poder”. Y es entonces que se
puede considerar de nuevo la cuestión de la profesionalización del intelectual,
de la división del trabajo manual/intelectual.
Todo eso debe
parecer muy confuso, e incierto. Incierto, sí, y lo que digo ahí es sobre todo
en calidad de hipótesis. Sin embargo, para que sea un poco menos confuso,
quisiera presentar varias “propuestas” –en el sentido no de cosas admitidas,
sino solamente ofrecidas para ensayos o pruebas futuras:
— por “verdad” entender un conjunto de
procedimientos regulados para la producción, la ley, la repartición, la puesta
en circulación y el funcionamiento de los enunciados;
— la “verdad” está ligada
circularmente a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a efectos
de poder que ella induce y que la prorrogan. “Régimen” de la verdad;
— ese régimen no es simplemente
ideológico o supraestructural; ha sido una condición de formación y de
desarrollo del capitalismo. Es él el que, a reserva de varias modificaciones,
funciona en la mayor parte de los países socialistas (dejo abierta la cuestión
de China, que no conozco);
— el problema político esencial para
el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a
la ciencia o hacer las cosas de modo que su práctica científica sea acompañada
por una ideología justa, sino saber si es posible constituir una nueva política
de la verdad. El problema no es cambiar la “conciencia” de las gentes o lo que
tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de
producción de la verdad;
— no se trata de emancipar la verdad
de todo sistema de poder –lo que sería una quimera puesto que la verdad misma
es poder—, sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía
(sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales por el momento
ella funciona [...].