En una carta del 25 de julio de 1947, José Lezama Lima escribe a José Rodríguez Feo, quien pasaba un curso de verano en Middlebury College, Vermont, con sus amigos Jorge Guillén y Pedro Salinas. Ese año, por cierto, también enseñó en Middlebury College, Jorge Mañach, y el curso que impartió fue, justamente, sobre la generación del 98 en España e Hispanoamérica:
"¡Qué frío, qué fofo tiene que ser un curso sobre la generación del 98, explicado para americanos rubios, o para trigueños que no están arraigados, que no están metidos en su tierra como debían estar!".
Esta visión negativa del inmigrante hispano, en Estados Unidos, como sujeto desarraigado, es expuesta por Lezama, más claramente, en una de las "Señales", del número de otoño, de Orígenes, en el mismo año 1947, cuando lamenta el aumento de la emigración de artistas cubanos:
"Sentimos todos los días que artistas nuestros, que se ven obligados a bracear con las dificultades que entre nosotros apareja la búsqueda de la expresión, van a tierras extranjeras para ver en qué forma podrán resolver las exigencias del simple vivir, con el consecuente desarraigo y las esenciales dificultades con que tropieza el que se injerta en ajeno paisaje... ¿Qué motivaba ese hecho monstruoso? Es decir, los afanosos de incorporarse un paisaje nuestro, que se ven obligados a trabajar en otro paisaje que percibirían como casa prestada que los atraerá una estación para ver museos y espectáculos artísticos, pero que en lo profundo se mantendrá cerrado y banal frente a ese hombre de pasada en tierras ajenas. Porque, pongamos las cosas en su sitio, no se trata del artista que en su adolescencia cierra sus valijas y va a anclarse en otro paisaje cultural, en momentos en que su sensibilidad necesita de esa dilatación. Sino todo lo contrario, quien está en momentos de apresar, de perseguir en sus variantes y laberintos una realidad, por no poder cumplir entre nosotros los más elementales modos de vivir cotidiano, de lo necesario perentorio, se ve condenado a un destierro infructuoso, a llevar su nostalgia por los museos de cera y a pasearse por paisajes que para él serán de alambre y de nieve forrada de algodón".
Libros del crepúsculo
miércoles, 9 de julio de 2014
lunes, 30 de junio de 2014
Foucault y la historización de la crítica
Decíamos, en un par de posts recientes, que la fijación de Michel Foucault como referente de una parte de los estudios culturales cubanos, era beneficiosa y, a la vez, problemática. El pensamiento de Foucault ha sido emplazado desde múltiples perspectivas en los últimos treinta años: desde el post-modernismo, el feminismo, el psicoanálisis, la antropología, el neomarxismo o la nueva historia conceptual, jurídica o política, por ejemplo. De ahí que, junto a la constatación del referente foucaultiano, se vuelva necesario pensar sus límites y la ausencia de un debate sobre los mismos en medios académicos cubanos.
Desde los años 80, la obra de Foucault ha sido criticada por Jean Baudrillard, Jürgen Habermas y Richard Rorty, en relación con una desenfrenada voluntad de representación, que acumulaba su pensamiento, o, más específicamente, con la filosofía, que a Habermas le parecía una mezcla imposible de Kant y Nietzsche, o la epistemología, que según Rorty era, en La arqueología del saber y otros textos de Foucault, una exposición negativa de los límites de producción del conocimiento moderno, sin una propuesta teórica propia. En los últimos años, esas críticas se desplazaron al campo de la historiografía y la teoría de la historia, en el que autores como Hans-Ulrich Wehler y la escuela de Bielefeld han cuestionado severamente el registro conceptual de Foucault.
La zona más viva del legado de Foucault, en el pensamiento contemporáneo, se encuentra, a mi juicio, en el debate sobre la biopolítica y la genealogía del racismo -aunque algunos antropólogos también están discutiendo esto último, así como los psicoanalistas discuten la teoría foucaultiana de la sexualidad-, tal y como evidencia la obra de Giorgio Agamben y Roberto Esposito. En la crítica literaria, más que en la historia intelectual, esta vertiente sigue siendo provechosa y obliga al crítico a historizar su discurso, en un campo, como el de los estudios literarios, muy dado a la deshistorización de la crítica y a la aplicación anacrónica, a autores y obras del pasado, de teorías culturales contemporáneas, autorizadas, sobre todo, en la academia norteamericana.
jueves, 26 de junio de 2014
Foucault en La Habana
Hace poco,
hablábamos aquí de un momento foucaultiano en los estudios cubanos, que podría
ilustrarse con algunos libros recientes de Abel Sierra Madero, Pedro Marqués de
Armas, Jorge L. Camacho y Francisco Morán, interesados en las sexualidades, el
racismo y la psiquiatría en Cuba. En estos días, cuando se cumplen treinta años
de la muerte del filósofo e historiador francés, en París, víctima del SIDA, la
marca de Foucault en el pensamiento contemporáneo también se ha sentido en La
Habana.
El crítico y
teórico de la cultura, Desiderio Navarro, ha circulado varios correos
electrónicos en los que recuerda un homenaje a Foucault organizado por el
Centro Teórico-Cultural Criterios, hace diez años, por estas mismas fechas, en
el que el poeta y ensayista Víctor Fowler desglosaba el repertorio conceptual
foucaultiano. También comenta Navarro que la Facultad de Filosofía de la
Universidad de la Habana organizó otro homenaje al pensador francés, en el que
los profesores Emilio Duharte Díaz, Jorge G. Rodríguez, Teresa Díaz Canals,
Freddy Domínguez y varios estudiantes hablaron de “poder, saber, hermenéutica,
sujeto, lenguaje, ideología y escritura”.
Tiene
sentido que en un país, como Cuba, con una estructura tan sólida de poder
estatal, que comienza a ser impactado, también, por el poder del capital y por
la microfísica de todos los poderes imaginables, Michel Foucault sea un
referente clave. Así como J. G. A. Pocock habló de un “momento maquiavélico” en
el siglo XVII y Peter D. Thomas ha hablado de un “momento gramsciano” en la segunda mitad del siglo XX
que, por lo visto, no involucró tanto a Cuba como a otros países
latinoamericanos como Argentina y México, a pesar o precisamente por haber
experimentado esa isla un régimen comunista, donde por mucho tiempo fue
hegemónico un marxismo-leninismo ortodoxo, que rechazaba a Gramsci, hoy podemos
hablar de un momento foucaultiano, que abarcaría buena parte de la producción
intelectual cubana, dentro y fuera de la isla.
En la última
década, los archivos electrónicos de la revista Criterios, que dirige Navarro, han puesto a disposición de
artistas, críticos e investigadores algunas de las obras fundamentales del
pensador francés (Las palabras y las
cosas, Vigilar y castigar, La microfísica del poder, El pensamiento del afuera, Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte…)
y han difundido ensayos sobre Foucault de Judith Butler, Katia Genel, Frank Palmieri,
Nancy Fraser, Sam Binkley, Jorge Capetillo-Ponce y otros estudiosos, que
describen ese viaje conceptual de Michel Foucault a La Habana del siglo XXI.
Un viaje que
no sólo permite pensar temas cruciales de la globalización como la biopolítica, el control electrónico o la subjetivación sino manifestaciones locales de fenómenos globales como la afirmación
de alteridades sexuales y genéricas, la genealogía del racismo o la función
política de los intelectuales. Este último tema fue abordado muchas veces por
Foucault, entre otras, en un artículo para Politique-Hebdo,
en 1975, que tradujo Desiderio Navarro hace diez años, y que reproduzco a
continuación:
Michel Foucault
Traducción del francés: Desiderio
Navarro
Durante largo tiempo el intelectual
así llamado “de izquierda” ha tomado la palabra y se le ha reconocido el
derecho de hablar como maestro de verdad y de justicia. Se lo escuchaba, o él
pretendía hacerse escuchar, como representante de lo universal. Ser intelectual
era ser un poco la conciencia de todos. Creo que en ello se hallaba una idea
transpuesta a partir del marxismo, y de un marxismo apagado: del mismo modo que
el proletariado, por la necesidad de su posición histórica, es portador de lo
universal (pero portador inmediato, no reflexivo, poco consciente de sí mismo),
el intelectual, por su elección moral, teórica y política, quiere ser portador
de esa universalidad, pero en su forma consciente y elaborada. El intelectual
sería la figura clara e individual de una universalidad de la que el
proletariado sería la forma sombría y colectiva.
Hace muchos años que
no se le pide ya al intelectual desempeñar ese papel. Se estableció un nuevo
modo de “vínculo entre la teoría y la práctica”. Los intelectuales se han
acostumbrado a trabajar no en lo “universal”, lo “ejemplar”, lo “justo y
verdadero para todos”, sino en sectores determinados, en puntos precisos donde
los sitúan sea sus condiciones profesionales de trabajo, sea sus condiciones de
vida (la vivienda, el hospital, el asilo, el laboratorio, la universidad, las
relaciones familiares o sexuales). Han ganado seguramente una conciencia mucho
más concreta e inmediata de las luchas. Y han encontrado allí problemas que
eran específicos, “no universales”, diferentes a menudo de los del proletariado
o de las masas. Y, sin embargo, se han acercado realmente a éstos, creo
yo, por dos razones: porque se trataba de luchas reales, materiales,
cotidianas, y porque encontraban a menudo, pero en otra forma, el mismo
adversario que el proletariado, el campesinado o las masas: las
multinacionales, el aparato judicial y policíaco, la especulación inmobiliaria,
etc. Es lo que yo llamaría el intelectual “específico” por oposición al
intelectual “universal”.
Esta nueva figura
tiene otra significación política: ha permitido, si no soldar, al menos
rearticular categorías bastante semejantes que habían permanecido separadas. El
intelectual, hasta entonces, era por excelencia el escritor: conciencia
universal, sujeto libre, se oponía a los que no eran sino personas
competentes al servicio del Estado o del Capital (ingenieros, magistrados,
profesores).
Dado que la
politización se opera a partir de la actividad específica de cada uno, el
umbral de la escritura, como marca sacralizante del intelectual,
desaparece. Y pueden producirse entonces nexos transversales de saber a saber,
de un punto de politización a otro: así pues, los magistrados y los
psiquiatras, los médicos y los trabajadores sociales, los laboratoristas y los
sociólogos pueden, cada uno en su lugar apropiado y por la vía del intercambio
y el apoyo, participar en una politización global de los intelectuales. Este
proceso explica que, si el escritor tiende a desaparecer como mascarón de proa,
el profesor y la universidad aparecen, no quizás como elementos principales,
pero sí como “intercambiadores”, puntos de cruces privilegiados. La razón de
que la Universidad y la enseñanza hayan devenido regiones políticamente
ultrasensibles es, sin duda, ésa. Y lo que se llama la crisis de la Universidad
no debe ser interpretado como pérdida de poder, sino, por el contrario, como
multiplicación y reforzamiento de sus efectos de poder, en el medio de un
conjunto multiforme de intelectuales que, prácticamente todos, pasan por ella,
y se remiten a ella [...].
Me parece que esta
figura del intelectual “específico” se desarrolló a partir de la Segunda Guerra
Mundial. Es quizás el físico atómico –digámoslo con una palabra, o más bien con
un nombre: Oppenheimer— quien constituyó la articulación entre el intelectual
universal y el intelectual específico. El físico atómico intervenía porque
tenía una relación directa y localizada con la institución y el saber
científico; pero, puesto que la amenaza atómica concernía a todo el género
humano y al destino del mundo, su discurso podía ser al mismo tiempo el
discurso de lo universal. Bajo la capa de esa protesta que concernía a todo el
mundo, el sabio atómico hizo funcionar su posición específica en el orden del
saber. Y, por primera vez, creo yo, el intelectual fue perseguido por el poder
político no ya en función del discurso general que él formulaba, sino a causa
del saber que él poseía: era en ese nivel en el que él constituía un peligro
político [...].
Se puede suponer que el intelectual
“universal” tal como funcionó en el siglo XIX y en el principio del siglo XX se
derivó, en realidad, de una figura histórica muy particular: el hombre de
justicia, el hombre de ley, el que, al poder, al despotismo, a los abusos, a la
arrogancia de la riqueza, opone la universalidad de la justicia y la equidad de
una ley ideal. Las grandes luchas políticas en el siglo XVIII se hicieron en
torno a la ley, al derecho, a la Constitución, a lo que es justo según razón y
natura, a lo que puede y debe valer universalmente. Lo que se llama hoy día el
“intelectual” (quiero decir el intelectual en el sentido político, y no
sociológico o profesional, de la palabra, es decir, el que hace uso de su
saber, de su competencia, de su relación con la verdad en el orden de las
luchas políticas) nació, creo yo, del jurista, o, en todo caso, del hombre que
invocaba la universalidad de la ley justa, eventualmente contra los
profesionales del derecho (Voltaire, en Francia, prototipo de esos
intelectuales). El intelectual “universal” se deriva del jurista-notable y
halla su expresión más plena en el escritor, portador de significaciones y
valores en los que todos pueden reconocerse. El intelectual “específico” se
deriva de una figura totalmente distinta, no ya el “jurista-notable”, sino el
“científico-experto” [...].
Regresemos a cosas más particulares.
Admitamos, con el desarrollo en la sociedad contemporánea de las estructuras
técnico-científicas, la importancia adquirida por el intelectual específico
desde hace décadas. Y la aceleración de ese movimiento desde 1960. El
intelectual específico encuentra obstáculos y se expone a peligros. Peligro de
limitarse a luchas de coyuntura, a reivindicaciones sectoriales. Riesgo de
dejarse manipular por partidos políticos o aparatos sindicales que dirigen esas
luchas locales. Riesgo sobre todo de no poder desarrollar esas luchas por falta
de estrategia global y de apoyos externos. Riesgo también de no ser seguido o
de serlo solamente por grupos muy limitados. En Francia, tenemos actualmente un
ejemplo de ello ante los ojos. La lucha relativa a la prisión, al sistema
penal, al aparato policíaco-judicial, por haberse desarrollado “en solitario”
con trabajadores sociales y ex-presidiarios, se ha separado cada vez más de
todo lo que podía permitirle ampliarse. Se dejó penetrar por toda una ideología
ingenua y arcaica que hace del delincuente a la vez la inocente víctima y el
puro rebelde, el cordero del gran sacrificio social y el lobato de las
revoluciones futuras. Ese retorno a los temas anarquistas del fin del siglo XIX
sólo fue posible por una falta de integración en las estrategias actuales. Y el
resultado es un divorcio profundo entre esa pequeña canción monótona y lírica,
pero que sólo es escuchada en grupos muy pequeños, y una masa que tiene buenas
razones para no creerla ingenuamente, pero que, por el miedo a la criminalidad
cuidadosamente cultivado, acepta el mantenimiento, y hasta el
reforzamiento, del aparato judicial y policíaco.
Me parece que
estamos en un momento en el que la función del intelectual específico debe ser
reelaborada. No abandonada, a pesar de la nostalgia de algunos por los grandes
intelectuales “universales” (“Necesitamos, dicen, una filosofía, una
visión del mundo”). Basta recordar los importantes resultados obtenidos en
psiquiatría: ellos prueban que esas luchas locales y específicas no han sido un
error y no han conducido a un callejón sin salida. Se puede decir incluso que
el papel del intelectual específico debe devenir cada vez más importante, a la
medida de las responsabilidades políticas que, de buena o mala gana, él es
realmente obligado a tomar como físico atómico, genético, informático,
farmacólogo, etc. Sería peligroso descalificarlo en su relación específica con
un saber local, bajo pretexto de que eso es asunto de especialistas que no
interesa a las masas (lo que es doblemente falso: éstas tienen conciencia de
eso y, de todos modos, están implicadas en eso), o de que él sirve a los
intereses del Capital y del Estado (lo que es verdad, pero muestra al mismo
tiempo el lugar estratégico que él ocupa), o, también de que él es un vehículo
de una ideología cientificista (lo que no siempre es verdad y, sin duda, sólo
es de importancia secundaria con respecto a lo que es primordial: los efectos
propios de los discursos verdaderos).
Lo importante, creo
yo, es que la verdad no está fuera de poder ni sin poder (no es, a pesar de un
mito cuya historia y funciones habría que retomar, la recompensa de los
espíritus libres, el producto de las largas soledades, el privilegio de los que
han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; es producida en él gracias
a múltiples constreñimientos. Y posee en él efectos regulados de poder. Cada
sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general” de la verdad: es
decir, los tipos de discurso que ella acoge y hace funcionar como verdaderos;
los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados
verdaderos o falsos, la manera como se sanciona a unos y otros; las técnicas y
los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el
status de los que tienen la misión de decir lo que funciona como verdadero.
En sociedades como
las nuestras, la “economía política” de la verdad se caracteriza por cinco
rasgos históricamente importantes: la verdad está centrada sobre la forma del
discurso científico y sobre las instituciones que lo producen; es sometida a
una constante incitación económica y política (necesidad de verdad tanto para
la producción económica como para el poder político); es el objeto, bajo
formas diversas, de una inmensa difusión y consumo (circula en aparatos de
educación o de información cuya extensión es relativamente amplia en el cuerpo
social, a pesar de ciertas limitaciones estrictas), es producida y transmitida
bajo el control no exclusivo, pero dominante, de varios grandes aparatos
políticos o económicos (Universidad, ejército, escritura, medios); por último,
es lo que está en juego de todo un debate político y de todo un enfrentamiento
social (luchas “ideológicas”).
Me parece que lo que es preciso tomar
en cuenta, ahora, en el intelectual, no es, pues, el “portador de valores
universales”; es realmente alguien que ocupa una posición específica –pero de
una especificidad que está ligada a las funciones generales del dispositivo de
verdad en una sociedad como la nuestra. En otras palabras, el intelectual
depende de una triple especificidad: la especificidad de su posición de clase
(pequeño burgués al servicio del capitalismo, intelectual “orgánico” del
proletariado); la especificidad de sus condiciones de vida y de trabajo,
ligadas a su condición de intelectual (su dominio de investigación, su puesto
en un laboratorio, las exigencias económicas o políticas a las que se somete o
contra las cuales se rebela, en la universidad, en el hospital, etc.); por
último, la especificidad de la política de verdad en nuestras sociedades.
Y es allí donde su posición puede
cobrar una significación general; donde el combate local o específico que él
conduce trae consigo efectos, implicaciones que no son simplemente
profesionales o sectoriales. Él funciona o lucha en el nivel general de ese
régimen de la verdad tan esencial para las estructuras y el funcionamiento de
nuestra sociedad. Hay un combate “por la verdad” o al menos “en torno a la
verdad”, dando por sentado, una vez más, que con verdad no quiero decir “el
conjunto de las cosas verdaderas que hay que descubrir o que hacer aceptar”,
sino “el conjunto de las reglas según las cuales se separa lo verdadero de lo
falso y se asocian a lo verdadero efectos específicos de poder”; dando por
sentado también que no se trata de un combate “en favor” de la verdad, sino en
torno al status de la verdad y al papel económico-político que ella desempeña.
Hay que pensar los problemas políticos de los intelectuales no en los términos
“ciencia/ideología”, sino en los términos “verdad/poder”. Y es entonces que se
puede considerar de nuevo la cuestión de la profesionalización del intelectual,
de la división del trabajo manual/intelectual.
Todo eso debe
parecer muy confuso, e incierto. Incierto, sí, y lo que digo ahí es sobre todo
en calidad de hipótesis. Sin embargo, para que sea un poco menos confuso,
quisiera presentar varias “propuestas” –en el sentido no de cosas admitidas,
sino solamente ofrecidas para ensayos o pruebas futuras:
— por “verdad” entender un conjunto de
procedimientos regulados para la producción, la ley, la repartición, la puesta
en circulación y el funcionamiento de los enunciados;
— la “verdad” está ligada
circularmente a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a efectos
de poder que ella induce y que la prorrogan. “Régimen” de la verdad;
— ese régimen no es simplemente
ideológico o supraestructural; ha sido una condición de formación y de
desarrollo del capitalismo. Es él el que, a reserva de varias modificaciones,
funciona en la mayor parte de los países socialistas (dejo abierta la cuestión
de China, que no conozco);
— el problema político esencial para
el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a
la ciencia o hacer las cosas de modo que su práctica científica sea acompañada
por una ideología justa, sino saber si es posible constituir una nueva política
de la verdad. El problema no es cambiar la “conciencia” de las gentes o lo que
tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de
producción de la verdad;
— no se trata de emancipar la verdad
de todo sistema de poder –lo que sería una quimera puesto que la verdad misma
es poder—, sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía
(sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales por el momento
ella funciona [...].
lunes, 23 de junio de 2014
Vultureffect y el género de la apostilla
En Carbono 14. Una novela de
culto (2010), Jorge Enrique Lage echa mano de un ardid de la escritura que
consiste en agregar, al final de la ficción, un cajón de sastre donde se
almacena la retacería de apuntes y escenas que el novelista ha descartado en el
proceso de edición de la trama. Esa suerte de epílogo contiene, por cierto,
algunos de los anclajes más evidentes de esta historia futurista al presente de
Cuba. Es ahí donde percibimos el escenario físico y moral de la ciudad de La
Habana, en las primeras décadas del siglo XXI, como telón de fondo de la odisea de Evelyn, JE y el Buitre.
Si la parte final de aquel libro es un conjunto de apostillas a Carbono 14, el siguiente libro de Lage, Vultureffect (2011) –aludido en la
propia novela-, es ya la mutación de aquellas apostillas en un nuevo volumen,
que la editorial Unión incluyó en su colección de “cuento”. Vultureffect no se entiende sin Carbono 14 –de hecho, hay varias prosas
del primero, como “Vampiros” y “Punk”, que son diálogos entre JE y el Buitre, personajes de la segunda, que discurren sobre la atracción que ejercen la calle 26, el cementerio chino o
las chicas con guitarra eléctrica- pero apareció y ha circulado sin conexión
explícita con aquella novela.
En Vultureffect la apostilla
se hace libro que apunta, que anota al margen de cualquier texto: lecturas de
Nabokov, de Handke, de Rushdie o de Burroughs, el cuerpo empapado por la lluvia
de Scarlett Johansson, el Kurt Cobain de Gus Van Sant y mucho MTV, mucho
zapping, shopping y dripping -el goteo de Pollock-, mucha vida nocturna angelina, mucho ocio
mediático, mucha pastoral tecnológica. Los sonidos del buitre -el vulture
effect- son la evidencia de una Habana futura que certifica la muerte de todas
las Habanas previas.
Una Habana más parecida a Los Angeles, Miami, Nueva York o Seattlle que
a La Habana misma. Una Habana escrita como se dibuja el skyline de cualquier
gran urbe del siglo XXI. La última apostilla del volumen, precisamente titulada
“Skyline”, puede ser leída no tanto como poética sino como política de una escritura: “Escribir La Habana sin el color del verano. Una ciudad en la que estemos
ausentes. Poner en ella algo de jerga personal, algo demasiado insoportable y
pop, como si toda clase de ficciones extrañas estuvieran a punto de romper”.
viernes, 20 de junio de 2014
Lamento y delirio de Jasper Johns
El año pasado, la casa Christie's subastó por cerca de 15 millones de euros uno de los retratos que Francis Bacon hizo de Lucian Freud. Bacon y Freud fueron amigos y rivales en el Londres de los 50 y 60 y, en algún momento de afecto, el primero tomó fotos del segundo, sentado al borde de una cama, con una mano tapándole el rostro, como en gesto de disimulada vergüenza. Una de aquellas fotos de Bacon, que dio lugar a sus retratos de Freud, llegó, estrujada y rota, a manos del pintor norteamericano Jasper Johns, quien a partir de la misma realizó una serie de variaciones pictóricas, expuestas ahora en el Moma bajo el título de "Regrets".
Johns partió de duplicar especularmente la imagen de la foto, consiguiendo que el cuerpo y la cara de Freud aparecieran simétricamente reproducidos en las mitades derecha e izquierda del cuadro. El borde roto de la foto se transformó, entonces, en una nueva forma, en el centro del dibujo. A veces, dicha forma semeja una suerte de coraza, de la que sobresale un cráneo, que por momentos recuerda las calaveras de Damien Hirst. Las variaciones llegan a volverse delirantes, sobre todo, cuando Johns colorea ciertos detalles de la imagen, generando un efecto abstraccionista. De hecho, la serie está concebida como un viaje de la figuración a la abstracción: del retrato a la imagen y de la imagen a sus detalles.
jueves, 19 de junio de 2014
Thomas Mann y la vanguardia
En el capítulo
dedicado a Nivaria Tejera, de mi libro La
vanguardia peregrina (2013), intentamos colocarnos en la perspectiva del
protagonista de la novela, Fuir la
espirale, Claudio Tiresias Blecher -y de la propia Tejera- en el París de
los 60. Ambos, autora y protagonista piensan París como capital de exilios,
especialmente a partir de la experiencia de los intelectuales rumanos o
latinoamericanos, que se conjugan en los nombres y el apellido del personaje,
inspirado en el escritor kafkiano Max (o Marcel) Blecher.
Para Blecher y Tejera había, desde
los años 20, una relación entre vanguardia y exilio, que ambos asocian a una resistencia al ascenso de los totalitarismos comunista, fascista y nazi y a la emigración artística e intelectual que esos regímenes desataron. Thomas
Mann es un nombre ineludible de aquellos exilios y, a pesar de su
conservadurismo, también de la vanguardia, por lo que no es raro que fuera una
figura a evocar en el París de los 60, entre escritores que intentaban romper los
moldes del realismo moderno, que él mismo personificaba.
La relación de Mann con la
vanguardia, como ha estudiado Evelyn Cobley, atraviesa dos dimensiones. La
música dodecafónica y atonal de Arnold Schönberg, pensada por Theodor Adorno
como epítome del vanguardismo, que el protagonista de Doktor Faustus, el compositor alemán Adrian
Leverkühn, abraza en su juventud y abandona en la vejez y la demencia. Pero
también, el expresionismo de la plástica y el cine alemanes que, de distintas
maneras, se imprimen o se debaten en las ficciones de Mann de los años 30 y 40,
como observara el crítico Carl Einstein.
La vanguardia, para Nivaria Tejera
en el París de los 60, era cultural y política, estética e ideológica. El
fascismo italiano pudo haber alentado el futurismo, pero la asociación
de la vanguardia con el decadentismo en la ideología nazi o la mutación
estética producida por el realismo socialista en la URSS, generaban una
identidad entre el antifascismo occidental de entre guerras y una nueva vanguardia
político-cultural, al estilo de la que defenderá André Malraux en
Francia, que descolocaba a Mann dentro del conservadurismo o el realismo más tradicional de su
tiempo.
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