Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 9 de junio de 2014

Nabokov y Lenin en las lecturas del crítico



Siempre me ha intrigado la admiración paralela que Edmund Wilson sintió por Lenin y Nabokov: el escritor exiliado y el caudillo bolchevique, el confiscador y el confiscado. La obra crítica de Wilson, entre To the Finland Station (1940) y A Window on Russia (1974), está llena de alusiones a Lenin como político, pensador y escritor. Wilson, como es sabido, aprendió ruso en su juventud y leyó en esa lengua a algunos de los escritores del siglo XIX que más admiró: Pushkin, Tolstoy, Chejov, Dostoievsky y Gogol.
Entre los rusos del siglo XX, las preferencias de Wilson estaban con Pasternak y Nabokov. A Solzhenitsyn lo leyó al final de su vida y, aunque a veces le resultaba “monotonous”, llegó a apreciarlo, en contra del juicio de Nabokov, para quien el autor de Archipiélago Gulag era “third rate”. Como ha estudiado Tomás Abraham, en su ensayo Situaciones postales, Wilson compartió siempre sus lecturas rusas con Nabokov y la académica y traductora Helen Muchnik, quien lo ayudaba con el “ruso-soviético”, que decía no comprender bien.
Nabokov fue uno de los grandes amigos de Wilson. Desde los años 40, sus familias pasaban fines de semanas juntas en Wellfleet, Cape Cod, donde los Wilson habían comprado una casa de veraneo.  Todavía en 1971, Wilson escribía a sus amigos “Valodia” y Vera, rivales en el ajedrez veraniego, con una confianza notable, bastante inusual para el estilo un tanto frío del epistolario de Wilson. ¿Qué habrá pensado Nabokov de la admiración que su amigo sentía por Lenin? En el libro de Andrea Pitzer sobre Nabokov se roza el tema y el citado Letters on Literature and Politics (1974) de Wilson ayuda a responder la pregunta.
A principios de los 60, en plena Guerra Fría, Wilson pensaba que Lenin era uno de los grandes estadistas de todos los tiempos, comparable con Lincoln y Bismarck. Cuando en 1971, Leonard Kriegel afirmó, en un libro sobre Wilson, que éste había aprendido ruso para poder leer a Lenin, el crítico sonrío y envió a su biógrafo una carta en la que afirmaba haber aprendido ruso para leer a Pushkin. Lenin podía ser un escritor “dull”, pero, como le reprocharía a Helen Muchnic, a propósito de su libro Russian Writers. Notes and Essays, la relación entre Lenin y Gorky y los propios juicios de Lenin sobre Tolstoy y Chejov eran ineludibles en el estudio de la literatura rusa.  

domingo, 8 de junio de 2014

Edmund Wilson y el triángulo de la crítica




Varias veces hemos comentado, en este blog, la obra del gran crítico norteamericano Edmund Wilson (1895-1972), quien actuó como un vórtice en el torbellino de la crítica, en la ciudad de Nueva York, entre los años 30 y 70 del pasado siglo. Junto a Alfred Kazin, Lionel Trilling e Irving Howe, Wilson integra una estirpe de críticos literarios de Nueva York dentro de la que personifica, tal vez, su tipo ideal.
A Wilson se le reconoce, sobre todo, por dos ensayos de gran resonancia, que marcaron la vida intelectual en el mundo anglosajón: Axel´s Castle (1931), un recorrido por las mayores figuras de una literatura que llamaba “imaginativa”, entre 1870 y 1930 (William Butler Yeats, T. S. Eliot, Marcel Proust, James Joyce, Paul Valery y Gertrude Stein), y por To the Finland Station (1940), una historia de las ideas revolucionarias modernas, entre la Revolución Francesa y la bolchevique, con tránsito en la Comuna de París.
O sea, un libro de crítica literaria y otro libro de historia intelectual. Pero el segundo, To the Finland Station (1940), era, además, un ejercicio de pensamiento político. Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética eran, entonces, aliados en la Segunda Guerra Mundial, y a Wilson, como a casi todos los críticos literarios de Nueva York, le interesaba contribuir al diálogo entre marxismo y liberalismo, entre socialismo y democracia. Desde entonces, Wilson desarrolló un interés por las ideas bolcheviques, especialmente de Lenin y Trotsky, que lo acompañará toda la vida, a pesar del ascenso del anticomunismo en Nueva York, durante la Guerra Fría.
Historia, política y literatura conformaban, para Wilson, el triángulo conceptual de la crítica. No es extraño, entonces, que en su ensayo The Triple Thinkers (1938), Wilson dedicara un texto a leer a Flaubert en clave política, otro a explorar las ventajas de una interpretación histórica de la literatura y otro más a las relaciones entre marxismo y literatura. En un libro posterior, Eight Essays (1954), que ya mencionamos aquí, aquel triángulo avanzaba sobre temas tan diversos como lo moral en Hemingway, el Marqués de Sade como revolucionario francés o la literatura escrita por presidentes de Estados Unidos, como Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
La división social del trabajo es implacable y Wilson, que se consideraba a sí mismo más como escritor que como crítico, terminó siendo eso, un crítico literario profesional. Sus poemas y novelas juveniles, como I Thought of Daisy (1929), han sido olvidados. Todavía al final de su vida, Wilson se quejaba, en alguna de las últimas reediciones de sus relatos Memoirs of Hecate County (1946), de que quienes se interesaban en su obra no valoraran tanto sus libros de ficción, a pesar de las críticas y censuras que suscitaron en los 40 y 50.
¿Qué escritores interesaron más a Wilson en su larga carrera de reseñista y articulista, en The New Yorker o The New Republic? Es difícil afirmarlo con precisión, dado el amplísimo y estéticamente heterogéneo registro de autores y obras que comentó. Un recorrido por el índice onomástico de su correspondencia, editada por Elena Wilson con el título de Letters on Literature and Politics (1977), arroja que algunos de los escritores sobre los que más escribió Wilson fueron Pushkin, James, Shaw, Joyce, Eliot, Scott Fitzgerald, Hemingway, Nabokov, Jon Peale Bishop y John Dos Passos. Este último, Dos Passos, un escritor virtualmente olvidado, es, probablemente, el escritor norteamericano con más entradas en la correspondencia de Wilson.
El triángulo conceptual de historia, política y literatura marca a toda la estirpe de críticos newyorkinos del siglo XX y su influjo llega hasta nuestros días, como puede comprobarse leyendo, tan sólo, The New Yorker. Hay una gran ausencia en este campo referencial y es la filosofía. A diferencia de la crítica literaria francesa, por ejemplo, que hace de la filosofía un género más de la literatura, la crítica literaria newyorkina privilegia el diálogo con la historia y la política. Es un triángulo escaleno, donde la la línea más extensa es la literatura, pero un triángulo al fin.


     


sábado, 7 de junio de 2014

Irving Howe, crítico literario



Nueva York es la refutación viva del artificial deslinde de saberes y escrituras que impone el campus universitario o el rancio hábito letrado de colocar la literatura fuera o por encima de la política, en una suerte de limbo purificador. Como Edmund Wilson o Lionel Trilling, Irving Howe (1920-1993) fue uno de esos críticos literarios que, al situarse de cuerpo entero en la esfera pública de la urbe, entendió y practicó la crítica literaria como un arte ensayístico, que no se desentendía de los problemas sociales y políticos de su tiempo.
Como profesor del Graduate Center o de Hunter College, Howe dedicó buena parte de su vida a estudiar y enseñar escritores ingleses y norteamericanos como Thomas Hardy, William Faulkner y Sherwood Anderson. Su estudio sobre Faulkner, que apareció en Random House en 1952, pocos años después de la concesión del Nobel al autor de Absalom, Absalom!, todavía se reeditaba en los años 90. Su biografía de Anderson, más o menos de la misma época, fue uno de los primeros libros que puso en claro el enorme ascendente que tuvieron las novelas y, sobre todo, los relatos cortos de Horses and Men (1923) y Death in the Woods (1933), en escritores de la generación siguiente, como el propio Faulkner o Hemingway.
La literatura era, para Howe, un arte público por antonomasia, una exposición de poéticas y personas ante los ojos de un lector, que se veía involucrado en un diálogo comunitario. La literatura y, especialmente, la novela, se habían convertido en otra modalidad del arte de masas y debían ser estudiadas a partir de esa efervescencia de subjetividades, donde se entrelazan lo estético y lo político. En su libro Politics and the Novel, Howe enfrentó el asunto, aunque, a mi entender, subestimando una tradición de novela política norteamericana (Frank, Dreiser, Steinbeck, Dos Passos…), que no quiso rescatar en su cuestionamiento de la supuesta desideologización de la narrativa en los Estados Unidos de la postguerra.
La idea de la crítica literaria de Howe tiene su origen en el rol de intelectual público de Nueva York que asumió desde muy joven. Su vida entre revistas (Partisan Review, Commentary, The Nation, The New Republic, The New York Review of Books…), la fundación y dirección de Dissent, hasta su muerte en 1993, o su propio involucramiento en la creación de una izquierda socialista democrática en Estados Unidos, que dotaría a este país de la socialdemocracia que, a su entender, le faltaba, pesan, sin duda, sobre el tipo de crítica literaria que defendió durante medio siglo. Edward Alexander ha contado esa vida apasionante en una biografía donde lo político y lo literario forman un entramado conflictivo y, a la vez, indisociable.
Pero además de una crítica literaria, la biografía de Howe como intelectual público de Nueva York determina su interés en la historia de su ciudad y, especialmente, de la comunidad hebrea de Europa del Este, de la que provenía. Esas coordenadas explican tanto una obra entrañable, como su monumental World of Our Fathers (1976), la historia de los judíos de Europa del Este, asentados en el East Side de Manhattan en el siglo XX, como el compromiso permanente de Howe con la crítica al totalitarismo comunista y su defensa de los intelectuales disidentes del bloque soviético, desde la época de Stalin, empezando por Trotsky y terminando con Solzhenitsyn y Kundera. Si hubo, alguna vez, una izquierda socialista y antitotalitaria en Nueva York, fue en los alrededores de Dissent e Irving Howe, entre 1956, año de la invasión soviética a Hungría, y 1989, con la caída del Muro de Berlín.

miércoles, 4 de junio de 2014

Hojear Orígenes



Varias décadas llevamos, en medios intelectuales y académicos cubanos, debatiendo ese fenómeno cultural llamado Orígenes (1944-56). Si ese debate no escenifica una dialéctica de la tradición, que preserva el decadente estatuto de una “literatura nacional”, que vengan Borges o Bloom y lo vean. Sin embargo, luego de revisar todos los números de la revista, con el propósito de reconstruir sus estrategias de traducción, me pregunto si realmente hemos leído Orígenes, la revista, si no hemos confundido Orígenes con el “origenismo”, que es otra cosa.
Digamos para abreviar que el origenismo es el relato sobre Orígenes, construido por Lezama en los 60 y 70 y, sobre todo, por Vitier, entre los 80 y 90. Un relato que apunta a una religión, una ideología, una política y una manera de entender la literatura como “cifra de las esencias poéticas de la nación”. Como sabemos, hay momentos de la obra de Lezama que convergen en ese origenismo y otros que no. Lorenzo García Vega, que persistió, a su modo, en la confusión entre Orígenes y el origenismo, iniciada, tal vez, por Lunes de Revolución, tuvo, en cambio, muy clara la diferencia entre Lezama y el origenismo.
Para empezar, Orígenes, la revista, se definió a sí misma como una revista de “arte y literatura”, entendiendo por arte, pintura, escultura y música. No fue aquella una revista literaria sino una revista cultural, pero la hemos leído, fundamentalmente, como revista de literatura o, específicamente, de poesía. No se entiende Orígenes sin la pintura de Mariano y Portocarrero, Amelia Peláez y Wifredo Lam y sin las críticas de arte de Guy Pérez Cisneros, James Johnson Sweeney o Robert Altman o los escritos sobre música de Julián Orbón.
Aunque era la poesía el género primordial de los miembros de grupo, Orígenes publicó mucha narrativa no origenista que los estudiosos, por lo general, no leen: Alejo Carpentier, Enrique Labrador Ruiz, Lino Novás Calvo, Lydia Cabrera, Alcides Iznaga, Guillermo Cabrera Infante… Al lado de toda la narrativa que se publica en la revista y de la voluminosa oferta de poesía internacional, especialmente norteamericana, francesa y española, la poesía de los propios origenistas deja de ser un texto central en la publicación.
No creo que hayamos aquilatado, verdaderamente, el cosmopolitismo de Orígenes. La revista no fue, como tanto se ha repetido, la coronación de una genealogía de revistas católicas previas (Espuela de Plata, Clavileño, Nadie Parecía) sino algo nuevo: una transacción entre Lezama y el gran articulador de esa red internacional, que fue José Rodríguez Feo. Hoy por hoy, el mayor damnificado del origenismo, el neorigenismo y los críticos de ambos, es Rodríguez Feo, no Piñera. En tan sólo cinco años, de 1945 a 1949, Rodríguez Feo ensartó varios círculos foráneos a esa red internacional.
Cuando la revista es fundada por Mariano, Lozano y Lezama, en 1944, éste último se relacionaba con un pequeño grupo de escritores de la isla y, acaso, con Juan Ramón Jiménez y María Zambrano. Con Rodríguez Feo la red se abre a los modernistas norteamericanos (Eliot, Williams, Stevens) pero también a Katherine Ann Porter y Elizabeth Bishop, más los críticos literarios Francis O. Mathiessen y Harry Levin, que habían sido profesores suyos en Harvard, a surrealistas y existencialistas franceses, como Louis Aragon, Paul Eluard y Albert Camus –con frecuencia se dice que las traducciones francesas eran de Lezama y Vitier, pero algunas de las primeras también fueron de Rodríguez Feo, quien tomó un curso intensivo de francés en Princeton-, a los más jóvenes del exilio español (Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Luis Cernuda…) e, incluso, a los mexicanos y argentinos, que llegan a la revista, también, gracias a Virgilio Piñera.
En aquellos años, Rodríguez Feo viajó con frecuencia a Nueva York, Madrid, París, pero también a México, donde se entrevistó con Alfonso Reyes y consiguió las portadas e ilustraciones de José Clemente Orozco y Rufino Tamayo. No hay mayores rastros del viaje de Lezama a México, en 1949, con Gastón Baquero, en la historia cultural mexicana, pero no sería difícil reconstruir la historia de los viajes a ese país de Rodríguez Feo, a fines de los 40 y principios 50, sus entrevistas con escritores y pintores, a quienes conoció, en buena medida, gracias a su amiga María Luisa Gómez Mena, pareja por entonces de Manuel Altolaguirre, y ubicada en el centro de las élites culturales del D.F.
La relación entre Rodríguez Feo, Gómez Mena, José Gómez Sicre, Lozano, Mariano, Amelia y otros pintores, en aquellos años, apunta a una conexión de Orígenes con las clases altas de la isla que no se ha querido estudiar. Habría que reconstruir con mayor exactitud la lista de suscriptores de la revista para hacernos una idea más aproximada del apoyo de la burguesía cubana a la publicación –más allá del dato elemental de que fuera el hijo de un hacendado azucarero quien financiara íntegramente la revista por más de diez años- y para volver a tejer, imaginariamente, aquella red internacional que distingue Orígenes no sólo de otras revistas anteriores y posteriores sino de la mayoría de las revistas latinoamericanas de su época, a excepción, tal vez, de Sur.




Si entendemos la revista como negociación entre Lezama y Rodríguez Feo es más fácil comprender el paradójico editorial del primer número en el que se hablaba, por un lado, de la poesía como “penetración en la casa del ser” y, por el otro, de una “tradición humanista de la libertad”, fácilmente asociable a la herencia “americana”, de Melville y Whitman, Emerson y Santayana, que Rodríguez Feo defendió en sus primeros ensayos en la revista. Hay un momento, en ese editorial del primer número, que puede leerse como confesión indirecta de que la revista está atravesada por diversas corrientes internas, que se disponen a coexistir en una “tensión” o en una “fiebre”.
El malestar de Lezama, Vitier y otros miembros del grupo con esa idea “humanista” de la cultura, que incluía registros contradictorios como Heidegger y el fundamento de la metafísica, Nietzsche y el nihilismo, Camus y el existencialismo, Santayana, Eliot y el modernismo, Salinas, Guillén y la nueva generación del exilio español y que no excluía, a su vez, la filosofía y la crítica cultural académicas, comienza a hacerse perceptible en la correspondencia entre los dos codirectores desde fines de los 40. En algunos números, como el 6 de 1945 o el 22 de 1949, llegó a predominar la idea de la cultura de Rodríguez Feo. A partir de este momento, cuando aparecen el primer capítulo de Paradiso y las últimas colaboraciones de Virgilio Piñera, Orígenes comienza a volverse otra cosa.
El número 26, de 1950, con el homenaje a Arístides Fernández, será propiamente el primer número de la “familia Orígenes” (Lezama, Gaztelu, Vitier, García Marruz, Diego, Orbón y García Vega). Ahí está la raíz del mito de la “pobreza” y el nacionalismo de Orígenes, como reconocería luego García Vega. A partir de entonces el rol de Rodríguez Feo como ensayista se debilitará notablemente y la ausencia de Piñera privará a la revista de su más clara voz discordante. Rodríguez Feo ejercerá una última resistencia a través del envío de colaboraciones de los más jóvenes de la generación del 27 y de algunas de sus últimas traducciones de norteamericanos y franceses. La “Crítica paralela” de Jiménez a Aleixandre, Guillén y Salinas es, también, la crítica de Lezama y la “familia” a la idea cosmopolita de la cultura de Rodríguez Feo.
Aún así, si alguien está interesado en constatar el peso de la red internacional creada por Rodríguez Feo, que hojee los últimos números dirigidos por él. Ahí verá un Comité de Colaboración compuesto por Vicente Aleixandre, Enrique Anderson Imbert, Jean Cassou, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Harry Levin, Alfonso Reyes y hasta María Zambrano. Luego de la ruptura, esas conexiones se fueron con Rodríguez Feo y fue ese cosmopolitismo el que, en buena medida, fundó Ciclón y propuso, por primera vez, “borrar” Orígenes. No todo Orígenes, desde luego, sino el Orígenes de la familia. A partir de Lunes y, sobre todo, en las dos últimas décadas, los llamados a “olvidar o salir de Orígenes” disolvieron todo Orígenes en el origenismo.