El libro de Francisco Morán, Martí, la justicia infinita (2014), es una larga discusión, en primer lugar, con el propio José Martí, en un gesto que afirma una contemporaneidad entre quien lee y quien es leído, de un modo muy parecido, aunque divergente, al tuteo de Julián del Casal, que este crítico ha sostenido en las dos últimas décadas y que comentábamos no hace mucho en Diario de Cuba. Pero también es una larga discusión, a veces acalorada, a veces serena, con los más importantes estudiosos de Martí dentro y fuera de Cuba.
Los momentos que más estoy disfrutando, en este libro inagotable, son aquellos en los que el Morán poeta y narrador aprovecha los recursos literarios de la crítica. Momentos en los que el crítico pone a su lector a bordo del Celtic, la embarcación que llevó por primera vez a Martí a Nueva York desde Liverpool, en la que viaja en tercera clase, rodeado de multitudes de inmigrantes europeos que rechaza. En aquel viaje, Martí adopta la identidad de un músico italiano ante las autoridades migratorias de Estados Unidos, en un ardid que el crítico interpreta como proyección de un horror al otro, que lo acompañará durante toda su agitada vida pública.
Otro momento similar, donde el crítico parece escribir más como un historiador que como un poeta, es el de la reconstrucción de los vínculos entre Martí y el potentado tabaquero de Tampa, Eduardo Hidalgo Gato. Fue este benefactor quien fundó una ciudad al oeste de Ocala, Florida, llamada "Martí City", constituida como municipio en noviembre de 1894, en la que Martí asistió a banquetes, competencias entre cuerpos de bomberos y hasta un juego de pelota entre dos equipos, uno llamado Patria y el otro, Martí, concebido como un espectáculo de los obreros para un público de burgueses y políticos.
La crónica que narró el partido, en el periódico Patria, no decía cuál de los dos equipos, si el Martí o el Patria, resultó vencedor. A partir de una sugerencia de Carlos Ripoll, Morán especula que la noticia fuera censurada para no ofender a Martí o a su periódico. Cualquiera de los dos resultados podía ser embarazoso para uno u otro, que eran el mismo. El juego de pelota le sirve al crítico como metáfora de la historia cubana del último siglo y las páginas finales del libro no pueden resistir la tentación de aludir, con o sin ironía o suspense, al juego contrafactual que la figura de José Martí impone al devenir de la isla:
"Tengo que confesar, al poner punto final, que di con las memorias de nada menos que uno de los jugadores de uno de los dos equipos de pelota que se enfrentaron en Martí City. En varias ocasiones me sentí tentado a revelar su nombre, así como otros detalles de suma importancia relacionados con aquel memorable encuentro, incluyendo, por supuesto, el nombre del equipo ganador. Pero esa revelación resolvería un problema que es mejor que quede confinado al reino de la posibilidad infinita. O a la elección de los lectores. El juego sigue, pues, abierto".
Libros del crepúsculo
martes, 27 de mayo de 2014
domingo, 25 de mayo de 2014
Materialidad de José Martí
Comienzo a leer, este fin de semana, el esperado libro de Francisco Morán, Martí, la justicia infinita. Notas sobre ética y otredad en la escritura martiana (2014), que tuvo a bien editar Pío Serrano, en Verbum, con portada del artista Geandy Pavón. Es un libro al que, seguramente, volveremos varias veces en este blog en las próximas semanas. Se trata de un volumen escrito con pasión y precisión, destreza y flexibilidad, virtudes que raras veces se presentan juntas en la crítica literaria cubana de la isla o el exilio.
Sólo quisiera adelantar que en contra de quienes hace muy poco decretaban el fin de la desmitificación de Martí o de quienes pretenden atribuirle una condición de cierre epistemológico, este volumen, así como Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX (2014) de Jorge Camacho, que comentamos en el último número de La Habana Elegante, es buena prueba de que todavía hay mucho que debatir sobre Martí y que la mejor manera de hacerlo es por medio del diálogo y la crítica con las generaciones anteriores de estudiosos martianos.
No veo en este libro esa superación de todas las visiones anteriores sobre Martí, que le atribuye Román de la Campa en una de las notas de contraportada y mucho menos gracias al uso que Morán hace de la ya no tan "nueva concepción de lo político" de Jacques Rancière. Morán, a diferencia de otros críticos cubanos en Estados Unidos, hace un uso muy económico de la teoría, no permite que lo teórico invada plenamente la prosa y cita muy tangencial o eventualmente a Rancière o a Giorgio Agamben, sin poner su lectura de los textos de Martí a disposición de una plataforma teórica preconcebida.
No parece haber aquí, tampoco, alardes de iconoclastia o poses nihilistas en el ejercicio de la hermenéutica. El estudio parte de un rechazo evidente a toda sacralización de Martí, sostenida desde la hegemonía de discursos morales, religiosos o ideológicos, como los que podrían personificarse con Cintio Vitier en la isla o Carlos Ripoll en el exilio. Morán observa, incluso, esa persistencia de las estrategias sacralizadoras de la lectura en corrientes contemporáneas del pensamiento "latinoamericanista" en la academia de Estados Unidos, como la que podría asociarse a los enfoques postcoloniales de Gayatri Spivak y Laura Lomas. Pero, a la vez, mantiene un diálogo discordante con esos mismos y otros estudiosos de Martí como Julio Ramos y Ottmar Ette.
Este es un libro, en suma, que propone una vuelta a la materialidad de Martí, al Martí que negocia con sus benefactores en México o España, en Guatemala y Estados Unidos. Al Martí hombre de poder y de negocios, empresario y caudillo, que alienta el culto a la personalidad en aquella ciudad llamada "Martí City". Al Martí migrante, nómada, que, sin embargo, trasmite visiones negativas de inmigrantes en México y Estados Unidos, en América Latina y Europa. Al Martí que, como el republicano -más que como el liberal- de su tiempo que era posee una idea prejuiciada y jerárquica de las razas y de los caracteres nacionales que el darwinismo social del siglo XIX consideraba "incivilizados" o "bárbaros".
Hay afirmaciones o momentos de este estudio con los que seguramente no estaremos de acuerdo. A mí, por ejemplo, me sigue pareciendo anacrónica o forzada la percepción de acentos "lombrosianos" o "eugenésicos" en Martí o la suscripción de una idea dicotómica o asimétrica de los "derechos naturales" de obreros y burgueses en sus escritos sobre las huelgas en México o sobre los anarquistas de Chicago. Mucho menos creo que se pueda atribuir a Martí, como hace Pedro Marqués de Armas en sus palabras en la contraportada, un "racismo de Estado", por la sencilla razón de que Martí nunca fue el jefe de un Estado, a pesar de sus sintonías con el orden constitucional establecido en Cuba apenas seis años después de su muerte. No seré yo quien niegue que en el republicanismo martiano había racismo, pero de ahí a entenderlo como eugenesia, evolucionismo o biopolítica estatal va un trecho que sólo puede saltarse con arbitrariedad o exageración.
Este libro aporta, todavía, algo más: viene a recordarnos que Sainte-Beuve tenía razón, sobre Marcel Proust, y que la crítica literaria no puede desentenderse de la historia y la biografía, de la sociedad y el Estado, como bien anotan Jorge Camacho y José F. Buscaglia. Ese Martí oscuro, que negocia y cobra, que duda y miente, que odia e intriga, es un Martí material, que sólo puede ser reconstruido por medio de una historización precisa de su escritura. En un momento en que, ante la irreversible decadencia de la ciudad letrada que vivimos, tantas voces se lanzan a una inconcebible defensa de la autotelia de la literatura en el siglo XXI, este libro viene a recordarnos que, para los estudios literarios, es tan importante el bios como la grafía.
Sólo quisiera adelantar que en contra de quienes hace muy poco decretaban el fin de la desmitificación de Martí o de quienes pretenden atribuirle una condición de cierre epistemológico, este volumen, así como Etnografía, política y poder a finales del siglo XIX (2014) de Jorge Camacho, que comentamos en el último número de La Habana Elegante, es buena prueba de que todavía hay mucho que debatir sobre Martí y que la mejor manera de hacerlo es por medio del diálogo y la crítica con las generaciones anteriores de estudiosos martianos.
No veo en este libro esa superación de todas las visiones anteriores sobre Martí, que le atribuye Román de la Campa en una de las notas de contraportada y mucho menos gracias al uso que Morán hace de la ya no tan "nueva concepción de lo político" de Jacques Rancière. Morán, a diferencia de otros críticos cubanos en Estados Unidos, hace un uso muy económico de la teoría, no permite que lo teórico invada plenamente la prosa y cita muy tangencial o eventualmente a Rancière o a Giorgio Agamben, sin poner su lectura de los textos de Martí a disposición de una plataforma teórica preconcebida.
No parece haber aquí, tampoco, alardes de iconoclastia o poses nihilistas en el ejercicio de la hermenéutica. El estudio parte de un rechazo evidente a toda sacralización de Martí, sostenida desde la hegemonía de discursos morales, religiosos o ideológicos, como los que podrían personificarse con Cintio Vitier en la isla o Carlos Ripoll en el exilio. Morán observa, incluso, esa persistencia de las estrategias sacralizadoras de la lectura en corrientes contemporáneas del pensamiento "latinoamericanista" en la academia de Estados Unidos, como la que podría asociarse a los enfoques postcoloniales de Gayatri Spivak y Laura Lomas. Pero, a la vez, mantiene un diálogo discordante con esos mismos y otros estudiosos de Martí como Julio Ramos y Ottmar Ette.
Este es un libro, en suma, que propone una vuelta a la materialidad de Martí, al Martí que negocia con sus benefactores en México o España, en Guatemala y Estados Unidos. Al Martí hombre de poder y de negocios, empresario y caudillo, que alienta el culto a la personalidad en aquella ciudad llamada "Martí City". Al Martí migrante, nómada, que, sin embargo, trasmite visiones negativas de inmigrantes en México y Estados Unidos, en América Latina y Europa. Al Martí que, como el republicano -más que como el liberal- de su tiempo que era posee una idea prejuiciada y jerárquica de las razas y de los caracteres nacionales que el darwinismo social del siglo XIX consideraba "incivilizados" o "bárbaros".
Hay afirmaciones o momentos de este estudio con los que seguramente no estaremos de acuerdo. A mí, por ejemplo, me sigue pareciendo anacrónica o forzada la percepción de acentos "lombrosianos" o "eugenésicos" en Martí o la suscripción de una idea dicotómica o asimétrica de los "derechos naturales" de obreros y burgueses en sus escritos sobre las huelgas en México o sobre los anarquistas de Chicago. Mucho menos creo que se pueda atribuir a Martí, como hace Pedro Marqués de Armas en sus palabras en la contraportada, un "racismo de Estado", por la sencilla razón de que Martí nunca fue el jefe de un Estado, a pesar de sus sintonías con el orden constitucional establecido en Cuba apenas seis años después de su muerte. No seré yo quien niegue que en el republicanismo martiano había racismo, pero de ahí a entenderlo como eugenesia, evolucionismo o biopolítica estatal va un trecho que sólo puede saltarse con arbitrariedad o exageración.
Este libro aporta, todavía, algo más: viene a recordarnos que Sainte-Beuve tenía razón, sobre Marcel Proust, y que la crítica literaria no puede desentenderse de la historia y la biografía, de la sociedad y el Estado, como bien anotan Jorge Camacho y José F. Buscaglia. Ese Martí oscuro, que negocia y cobra, que duda y miente, que odia e intriga, es un Martí material, que sólo puede ser reconstruido por medio de una historización precisa de su escritura. En un momento en que, ante la irreversible decadencia de la ciudad letrada que vivimos, tantas voces se lanzan a una inconcebible defensa de la autotelia de la literatura en el siglo XXI, este libro viene a recordarnos que, para los estudios literarios, es tan importante el bios como la grafía.
jueves, 15 de mayo de 2014
Cuando la crítica literaria también era ensayo social y político
En algunas capitales culturales, como Nueva York o París, Londres o Buenos Aires, Madrid o la Ciudad de México, la crítica literaria nunca ha dejado de ser parte del género ensayístico y nunca ha pretendido divorciarse de la filosofía, la historia o el pensamiento social y político. Tal vez, esas distinciones tengan sentido para algunos profesores de literatura -realmente conozco muy pocos con esos prejuicios-, interesados, por alguna razón seguramente más mundana que la que arguyen, en parcelar escrituras y saberes.
Recientemente, dos académicos norteamericanos, el historiador Louis Menand y el ya comentado estudioso de la literatura Lawrence Buell, profesor de Harvard, y el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, uno de los más fieles seguidores de esa tradición en Iberoamérica, se han encargado de recordar que el tipo de crítica literaria que, entre los años 30 y 60, escribían autores como Lionel Trilling y Edmund Wilson, jamás postuló el conocimiento sobre la sociedad y el Estado, la historia, la filosofía o, incluso, la política, como mundos ajenos a la literatura.
Como recuerda Menand, el libro clásico de Trilling, The Liberal Imagination (1950), trató temas tan diversos como la neurosis y el capitalismo, el dinero y la ciudad, por medio de ensayos en los que el crítico se adentraba en la literatura de diversas épocas y estilos: Mark Twain y Rudyard Kipling, Sigmund Freud y Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y Henry James. En modo alguno, ese corpus heterogéneo de lecturas e interpretaciones tenía que ver con la ausencia de discernimiento estético o de preferencias estilísticas en el estudio de la literatura.
Pocos años después del estudio de Trilling, Anchor Books publicó los Eight Essays (1954) de Edmund Wilson, en los que se reiteraba una idea similar del arte de la crítica literaria. Wilson estudiaba a un grupo más heterogéneo aún de escritores: Bernard Shaw y Charles Dickens, el Marqués de Sade y A. E. Housman, Ernest Hemingway y Harold Laski. En este libro inorgánico de Wilson -¿qué libro de Wilson o de Trilling no fue, de algún modo, inorgánico?- se leían e interpretaban novelistas, ensayistas, dramaturgos, críticos y hasta políticos como Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
Los textos críticos de estos autores intentaban articular, en un mismo público, la audiencia universitaria y los lectores de periódicos y revistas. Es cierto que ambos tuvieron detrás, además de universidades como Columbia y Princeton, publicaciones de ese microcosmos que era y sigue siendo Nueva York, como Partisan Review y el New Yorker. Hablamos de los años en que en cualquiera de esas revistas y universidades se escuchaba o se leía a Jacques Barzun o a Hannah Arendt.
Pero como bien recuerdan Menand, Buell y Domínguez Michael, esa manera de entender la literatura y la crítica literaria no era ni es exclusiva de Nueva York. Me temo que quienes piensan que es imposible trabajar con corpus estéticamente heterogéneos de escritores o con ideas sociales y políticas, que ven extrañamente adheridas a algo que llaman "sociología", desconocen o desprecian este tipo de crítica literaria. Es muy alentador que haya académicos como Menand y Buell resueltos a recobrar esa tradición en la vida universitaria de Estados Unidos.
Recientemente, dos académicos norteamericanos, el historiador Louis Menand y el ya comentado estudioso de la literatura Lawrence Buell, profesor de Harvard, y el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, uno de los más fieles seguidores de esa tradición en Iberoamérica, se han encargado de recordar que el tipo de crítica literaria que, entre los años 30 y 60, escribían autores como Lionel Trilling y Edmund Wilson, jamás postuló el conocimiento sobre la sociedad y el Estado, la historia, la filosofía o, incluso, la política, como mundos ajenos a la literatura.
Como recuerda Menand, el libro clásico de Trilling, The Liberal Imagination (1950), trató temas tan diversos como la neurosis y el capitalismo, el dinero y la ciudad, por medio de ensayos en los que el crítico se adentraba en la literatura de diversas épocas y estilos: Mark Twain y Rudyard Kipling, Sigmund Freud y Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y Henry James. En modo alguno, ese corpus heterogéneo de lecturas e interpretaciones tenía que ver con la ausencia de discernimiento estético o de preferencias estilísticas en el estudio de la literatura.
Pocos años después del estudio de Trilling, Anchor Books publicó los Eight Essays (1954) de Edmund Wilson, en los que se reiteraba una idea similar del arte de la crítica literaria. Wilson estudiaba a un grupo más heterogéneo aún de escritores: Bernard Shaw y Charles Dickens, el Marqués de Sade y A. E. Housman, Ernest Hemingway y Harold Laski. En este libro inorgánico de Wilson -¿qué libro de Wilson o de Trilling no fue, de algún modo, inorgánico?- se leían e interpretaban novelistas, ensayistas, dramaturgos, críticos y hasta políticos como Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
Los textos críticos de estos autores intentaban articular, en un mismo público, la audiencia universitaria y los lectores de periódicos y revistas. Es cierto que ambos tuvieron detrás, además de universidades como Columbia y Princeton, publicaciones de ese microcosmos que era y sigue siendo Nueva York, como Partisan Review y el New Yorker. Hablamos de los años en que en cualquiera de esas revistas y universidades se escuchaba o se leía a Jacques Barzun o a Hannah Arendt.
Pero como bien recuerdan Menand, Buell y Domínguez Michael, esa manera de entender la literatura y la crítica literaria no era ni es exclusiva de Nueva York. Me temo que quienes piensan que es imposible trabajar con corpus estéticamente heterogéneos de escritores o con ideas sociales y políticas, que ven extrañamente adheridas a algo que llaman "sociología", desconocen o desprecian este tipo de crítica literaria. Es muy alentador que haya académicos como Menand y Buell resueltos a recobrar esa tradición en la vida universitaria de Estados Unidos.
martes, 13 de mayo de 2014
La literatura como torneo de pesca
Lawrence
Buell es un estudioso de las ideas y las literaturas de Estados Unidos, que en
los 90 marcó el campo académico con una monografía sobre Henry David Thoreau y
el nacimiento de una tradición de “imaginación ambiental” en Estados Unidos, a
partir del clásico Walden, or Life in the
Woods (1854). Buell tituló su libro The
Environmental Imagination (1995), en un guiño a célebres antecesores en el
pensamiento norteamericano, como C. Wright Mills y Lionel Trilling, y se instaló
como autor de consulta en la historia intelectual, cultural y de las
mentalidades.
Recuerdo
haber leído el libro de Buell, en una clase de historiografía y teoría de la
historia en El Colegio de México, impartida por Elías Trabulse en el doctorado
de esa institución. Y recuerdo también lo importante que se volvió el trabajo
de Buell para quienes se iniciaban en los estudios ecológicos y ambientales. Lo
que no recuerdo es que alguien, en medios académicos de Estados Unidos, España
o México, le reprochara a Buell trabajar como fuente historiográfica a la
literatura o que algún crítico literario se espantara porque considerara a
escritores de la segunda mitad del siglo XIX (Whitman o Poe, Emerson o Dickinson)
como pensadores o ideólogos.
Las
quejas por las incursiones de críticos literarios en la historia o de
historiadores en el estudio de la literatura son cada vez menos frecuentes en
Estados Unidos, no sólo por la comprensible fortuna que, en medios académicos de
este país, tienen las metodologías híbridas sino por la existencia de una
corriente intelectual, desde mediados del siglo XX, de críticos literarios
genuinamente interesados en la historia, la filosofía y la política, en la que
nombres como Edmund Wilson, Lionell Trilling e Irving Howe, son ineludibles.
Buell proviene de esa escuela, aunque mucho más endeudado con la historia de
las ideas, al estilo de Isaiah Berlin o Louis Menand.
El
último libro de Buell, The Dream of the
Great American Novel (Harvard, 2014), ha vuelto a colocarlo en medio del
debate académico en Estados Unidos. Frente a un estudio como este, la obra de
Harold Bloom, con todos sus méritos, envejece a mayor velocidad, ya que queda
más claramente fijada como resistencia conservadora, no a los estudios
culturales, como sucedía en los 90, sino a la nueva historia intelectual y a la
crítica literaria profesional, más reciente, en Estados Unidos. A diferencia de
los estudios culturales –y ni siquiera todos los estudios culturales-, la
historia intelectual y la nueva crítica literaria son disciplinas no marcadas
por aquella “escuela del resentimiento”, propia del multiculturalismo , que ya
dejó de ser novedad, sino por una visión de la literatura como fenómeno
cultural no exclusivamente regido por las jerarquías de la estética letrada.
Lo
que nos cuenta Buell en su estudio es que el “sueño” de una “gran novela
americana” es tan viejo como el nacionalismo y el patriotismo en Estados Unidos.
Nadie se libró de esa quimera, ni Melville ni Twain, ni James ni Hemingway, ni
Faulkner ni Wharton, ni Fitzgerald ni Salinger, ni Mailer ni Roth, ni Pynchon ni DeLillo. Unos
contaron historias de balleneros y otros de niños navegantes del Mississippi, de
aristócratas en Italia o de pescadores en el Caribe, de bohemios en Nueva York
o de decadentes en Louisiana, de adolescentes huraños o de profesores
frustrados, pero todos buscaron algo más: codificar estéticamente la nación en
un estilo, en una forma de narrar tramas y perfilar personajes.
Se
han escrito todo tipo de reseñas de este libro, apologéticas, aplastantes y críticas, y en
todas aparece, a favor o en contra de Buell, el tema de la resistencia a la
indistinción estética. Se le reprocha a Buell que estudie, en su historia del
sueño de la gran novela americana, a escritores buenos y malos, a Mark Twain y
a Harriet Beecher Stowe, Scarlet Letter de
Hawthorne y Beloved de Morrison. Adam
Gopnik, me parece, lo capta bastante bien en su reseña: no es que Buell no
distinga lo “realmente bueno de lo meramente significativo” –el recurso más
barato del crítico conservador es atribuirse el don exclusivo de la
distinción-, ya que de manera sutil expresa sus preferencias, sino que su
objeto de estudio es algo más que la mera clasificación entre buena y mala
literatura.
Más
sentido tiene, a mi juicio, la crítica que Gopnik hace a la falta de
perspectiva comparada de este estudio en relación con otras grandes literaturas
occidentales, como la británica, la francesa o la rusa. Pareciera que Buell
intenta describir el avasallamiento del significante nacional, en la literatura
norteamericana, como si se tratara de algo excepcional. Hay, por supuesto,
rasgos del patriotismo y el nacionalismo norteamericanos, observados por
Tocqueville desde mediados del siglo XIX, que se infiltran en ese sueño de la
gran novela americana, pero no creo que ese tipo de fenómenos de la
representación cultural sean exclusivos de Estados Unidos.
Quien
espere un libro que le diga, por enésima vez, quiénes son los buenos y los
malos escritores norteamericanos de todos los tiempos, según el juicio
inapelable del crítico, que no lea a Buell, que regrese a Bloom. Una de las
mayores enseñanzas de este libro es que esa lógica deportiva y, en el fondo,
mercantil, que con tanta frecuencia se disfraza de autorización estética de “la
mejor novela” o “el mejor escritor”, la comparten casi todos los escritores y
críticos, sean tradicionales o vanguardistas, refinados o populares, académicos o no. A la hora
de pescar el sueño de la gran novela nacional, todos se suben al barco y arponean la ballena blanca.
jueves, 8 de mayo de 2014
El regreso del camarada Flores Magón
En una época en que la parálisis ideológica
hace crecer el interés en la historia de las izquierdas, el antropólogo Claudio
Lomnitz, profesor de la Universidad de Columbia, ha escrito un libro fascinante
sobre el Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón, en el contexto
del anarquismo internacional, especialmente del capitulo norteamericano de éste
último, en las dos primeras décadas del siglo XX.
El
libro se titula The Return of Comrade
Ricardo Flores Magón (Zone Books, New York, 2014) y está concebido,
fundamentalmente, a partir de la correspondencia que los anarquistas mexicanos,
afincados durante aquellas décadas al otro lado de la frontera, sostuvieron
entre sí y con sus camaradas en Estados Unidos. Entre 1907 y 1922, los años de
mayor protagonismo de los anarquistas mexicanos, Flores Magón vivió en Estados
Unidos y más de la mitad de ese tiempo –nueve años para ser precisos- lo pasó
en diversas cárceles de California, Arizona, Washington State y Kansas.
Lomnitz
está convencido de que la historia de los anarquistas mexicanos es coherente
con la matriz transnacional e internacionalista de esa corriente de la
izquierda decimonónica. Dos de los fundadores del anarquismo, Mijaíl Bakunin y
Piotr Kropotkin, fueron aristócratas rusos que, sin embargo, rompieron con la
tradicional polarización entre occidentalistas y eslavófilos que había zanjado
a su clase desde el siglo XVIII. Bakunin no vivió la Primera Guerra Mundial,
pero Kropotkin sí y, a pesar de su apoyo al bloque antigermánico que lo llevó a la ruptura con Errico Malatesta y que provocó las acusaciones de "chovinismo" de Lenin y los bolcheviques, se mantuvo a
distancia del rebrote nacionalista que produjo aquel conflicto.
El
estudio de Lomnitz rescata la dimensión transnacional del anarquismo mexicano a
través del vínculo con socialistas norteamericanos como John Kenneth Turner, su
esposa Ethel Duffy, William C. Owen, Frances and P. D. Noel, Job Harriman, John
Murray y Elizabeth Trowbridge. Estos socialistas, residentes en su mayoría en Los
Angeles, entraron en contacto con exiliados mexicanos como los hermanos Flores
Magón, el líder y escritor Lázaro Gutiérrez de Lara, Librado y Concha Rivera,
Antonio I. Villareal, Juan y Manuel Sarabia, creando una alianza que sería
fundamental para la difusión de las ideas anarco-comunistas en aquellos años.
Además
de cuestionar algunos lugares comunes de la historiografía, como aquel que
confiere a los Flores Magón y a los anarco-comunistas el título de “precursores” de la Revolución Mexicana –como
si no hubieran intervenido en el proceso revolucionario mismo y algunos de ellos hasta llegaran a identificarse con el zapatismo-, el libro de
Lomnitz nos coloca frente a la evidencia de una “red de solidaridad
mexico-americana”, en la izquierda de entonces, cuya reconstrucción es de la
mayor importancia para pensar alternativas a la corriente hegemónica del
nacionalismo revolucionario.
Esas
raíces de una posible izquierda transnacional, localizadas, además, en una frontera
simbólicamente tan decisiva como la de Estados Unidos y México, parecen demandar
una revisión crítica del legado de aquel anarquismo mexicano. Lomnitz no duda
en leer adelantos de esa revisión en la apropiación de los Flores Magón por
líderes y movimientos de la comunidad chicana, pero lamenta la ausencia de
visiones similares en la izquierda mexicana contemporánea.
domingo, 4 de mayo de 2014
Isel Rivero y el canto de Jeremías
Hace algunos años, a
propósito de la valiosa antología de Jesús Barquet sobre los escritores cubanos
de la generación de El Puente,
hablábamos de esa suerte de prodigio que fue el cuaderno La marcha de los hurones (1960) de la poeta habanera Isel Rivero
(1941). Es en ese poemario donde se plasma más claramente la voluntad de
aquella generación, que comenzó a escribir en los primeros años de la
Revolución, de establecer un vínculo tenso con las tradiciones líricas previas,
que veían fijadas en Orígenes, Ciclón y Lunes de Revolución, en Lezama o Piñera, Baquero o Diego, Jamís o
Fernández Retamar, Baragaño o Escardó.
Editado por la
imprenta de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), el cuaderno estaba
organizado como una serie de “cantos”, que remiten a una inmersión en el legado
lírico americano, asociable lo mismo a Whitman que a Neruda, a Pound que a
Gorostiza. Seguramente Rivero, a sus 19 años, no había leído buena parte de la
poesía americana, pero, como otros poetas de El Puente -José Mario, por
ejemplo- mostraba una familiaridad con la poesía escrita en Estados Unidos que
tenía que ver con la recepción, en la isla de los 50 y 60, del ocaso del modernism y la apertura a voces más
coloquiales, confesionales o catárticas como las de Dylan Thomas, Elizabeth
Bishop, Robert Lowell o Allen Ginsberg.
Hace algunos años,
en una entrevista con Armando de Armas, Isel Rivero recordaba la importancia
que tuvo la lectura de Pound, en La Habana de aquellos años, para ella, José
Mario y los fundadores de El Puente.
Es interesante constatar esa temprana sintonía con los poetas de la Beat
Generation, especialmente Ginsberg, Ferlinghetti y McClure, que por esos mismos
años redescubrían a Pound e intentaban reconectar al viejo poeta de The Cantos con la contracultura y la
psicodelia en Estados Unidos.
Rivero pensó su
poemario como un lamento de Jeremías en medio del frenesí revolucionario.
Varios exergos del profeta bíblico antecedían los tres cantos: “y nosotros llevamos
sus castigos”, “desfallecían como heridos en las calles de la ciudad”, “nuestra
piel se ennegreció como un horno”, “pondrá su boca en el polvo por si quizás
hay esperanza”… Y junto al primero de los exergos, otro epígrafe, de Bertolt
Brecht, “¡Realmente vivo en tiempos oscuros!”, el conocido verso del poema “A
los hombres del futuro”, que inspiró el título de Hannah Arendt.
La mezcla
referencial de Brecht y Jeremías, en el año 1960 en Cuba, revelaba tanto coraje
como astucia. Una autoridad intelectual de la izquierda europea y un profeta
hebreo, que unían sus voces para describir el momento inaugural de la
Revolución Cubana como un tiempo sombrío, no luminoso, donde la unanimidad era
la falsa envoltura de una explosión de soledad y egoísmo. Un tiempo que
demandaba de la joven poeta inconformidad y lamento, desgarradura y expiación:
Es preciso, sin
embargo, laborar
impregnados de
amarga resina
es preciso continuar
inútil toda búsqueda.
No nos ha sido dada
la conformidad.
No nos ha sido dado
el optimismo.
Prevemos la
decadencia en pleno renacer.
Se nos condena pero
es inevitable que señalemos
a pesar de que se
nos anule
a pesar de que se
nos envuelva con el hilo de lo incierto…
La verdad tiene
infinito número de fases.
Es imposible hallar
una verdad colectiva
además de aquella
que vivimos y morimos.
Como ha observado Milena Rodríguez Gutiérrez, las réplicas del
discurso político de la Revolución eran evidentes en La marcha de los hurones y llegaban, por momento, a confrontar
mitos tan centrales como el de una historia patria en la que siempre se están
“limpiando las heridas de los héroes”. Réplicas que producían, como en la larga
sección de preguntas, divididas en números romanos, un remedo mordaz de la
oratoria de los líderes y del lenguaje burocrático de las leyes
revolucionarias. La marcha de la Revolución en la historia no era, para aquella
joven de 19 años, la prueba de una verdad colectiva sino la más brutal
reificación del yo que pudiera imaginarse:
Es como una marcha
donde todos vamos separados
acentuando nuestra
absoluta soledad
porque a una sola
flexión de nuestra mente
a una sola palabra
proclamamos las
enormes diferencias que nos envuelven
borramos
existencias, sentimientos
y quedamos frente al
Ego imperecedero
el indestructible
el primitivo Ego
de donde se
desprendió la raza humana.
domingo, 27 de abril de 2014
Teorías de la vanguardia
Más de medio siglo antes de que se publicara la Teoría de la vanguardia (1974) de Peter Bürger, en la cultura europea, estadounidense y latinoamericana ya estaban naturalizadas distintas versiones del término francés avant-garde. Incluso, algunos historiadores han encontrado esa noción, aplicada a la cultura y no a la guerra o la política, como harían Clausewitz y Lenin, desde el siglo XIX. Es el caso, aunque bastante excepcional en aquella época, del socialista utópico y matemático francés, Olinde Rodrigues, quien la introdujo en su ensayo “El artista, el científico y el industrialista” (1825).
En América Latina, el concepto se maneja ampliamente, bajo diversos significados, desde los años 20. No sólo Benjamin y Adorno, también Renato Poggioli, Clement Greenberg, Harold Rosenberg, Mario de Micheli –la obra de este, por cierto, Las vanguardias artísticas (1959), fue publicada en Cuba-, entre tantos otros críticos, utilizaron un concepto flexible de vanguardia, mucho antes que Bürger, con el propósito de captar las dinámicas de la producción cultural en la era industrial.
Ese uso flexible del concepto, aplicado a la literatura, fue el que predominó en América Latina, donde lo mismo Vicente Huidobro que Jorge Luis Borges, Xavier Villaurrutia que Nicolás Guillén, Pablo de Neruda que César Vallejo, fueron leídos y catalogados por críticos e historiadores, como autores de vanguardia. Octavio Paz advirtió la contaminación del concepto en Los hijos del limo (1974), cuando propuso entender la poesía latinoamericana de los años 40 o 50 en adelante –es decir, la de su generación – como una “vanguardia otra”.
Para la mayoría de los teóricos mencionados, las fronteras entre la vanguardia y otros fenómenos culturales de la primera mitad del siglo XX, como el modernismo, el kitsch, la decadencia, la bohemia o el industrialismo, no estaban rígidamente trazadas. ¿Qué sentido tiene, entonces, tomar como única visión válida de las vanguardias del siglo XX, la teoría de Bürger, para pensar la historia cultural latinoamericana y cubana del siglo XX?
En Cuba, por ejemplo, el concepto de “vanguardia” y “vanguardismo” se manejó en publicaciones como Avance, Orígenes, Ciclón, Nuestro Tiempo y Lunes de Revolución, de distinta manera. La idea del vanguardismo cultural que predominaba en La Habana, entre los 50 y los 60, estaba mucho más cerca de la visión de Micheli que de la de Bürger. La idea central de este último, por cierto, sobre el gesto vanguardista de confrontar y rebasar la "institución del arte”, fue muy popular durante el postmodernismo de los 80, pero ha sido cuestionada y, en buena medida, descartada por el boom del mercado del arte en las dos últimas décadas.
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