Lawrence
Buell es un estudioso de las ideas y las literaturas de Estados Unidos, que en
los 90 marcó el campo académico con una monografía sobre Henry David Thoreau y
el nacimiento de una tradición de “imaginación ambiental” en Estados Unidos, a
partir del clásico Walden, or Life in the
Woods (1854). Buell tituló su libro The
Environmental Imagination (1995), en un guiño a célebres antecesores en el
pensamiento norteamericano, como C. Wright Mills y Lionel Trilling, y se instaló
como autor de consulta en la historia intelectual, cultural y de las
mentalidades.
Recuerdo
haber leído el libro de Buell, en una clase de historiografía y teoría de la
historia en El Colegio de México, impartida por Elías Trabulse en el doctorado
de esa institución. Y recuerdo también lo importante que se volvió el trabajo
de Buell para quienes se iniciaban en los estudios ecológicos y ambientales. Lo
que no recuerdo es que alguien, en medios académicos de Estados Unidos, España
o México, le reprochara a Buell trabajar como fuente historiográfica a la
literatura o que algún crítico literario se espantara porque considerara a
escritores de la segunda mitad del siglo XIX (Whitman o Poe, Emerson o Dickinson)
como pensadores o ideólogos.
Las
quejas por las incursiones de críticos literarios en la historia o de
historiadores en el estudio de la literatura son cada vez menos frecuentes en
Estados Unidos, no sólo por la comprensible fortuna que, en medios académicos de
este país, tienen las metodologías híbridas sino por la existencia de una
corriente intelectual, desde mediados del siglo XX, de críticos literarios
genuinamente interesados en la historia, la filosofía y la política, en la que
nombres como Edmund Wilson, Lionell Trilling e Irving Howe, son ineludibles.
Buell proviene de esa escuela, aunque mucho más endeudado con la historia de
las ideas, al estilo de Isaiah Berlin o Louis Menand.
El
último libro de Buell, The Dream of the
Great American Novel (Harvard, 2014), ha vuelto a colocarlo en medio del
debate académico en Estados Unidos. Frente a un estudio como este, la obra de
Harold Bloom, con todos sus méritos, envejece a mayor velocidad, ya que queda
más claramente fijada como resistencia conservadora, no a los estudios
culturales, como sucedía en los 90, sino a la nueva historia intelectual y a la
crítica literaria profesional, más reciente, en Estados Unidos. A diferencia de
los estudios culturales –y ni siquiera todos los estudios culturales-, la
historia intelectual y la nueva crítica literaria son disciplinas no marcadas
por aquella “escuela del resentimiento”, propia del multiculturalismo , que ya
dejó de ser novedad, sino por una visión de la literatura como fenómeno
cultural no exclusivamente regido por las jerarquías de la estética letrada.
Lo
que nos cuenta Buell en su estudio es que el “sueño” de una “gran novela
americana” es tan viejo como el nacionalismo y el patriotismo en Estados Unidos.
Nadie se libró de esa quimera, ni Melville ni Twain, ni James ni Hemingway, ni
Faulkner ni Wharton, ni Fitzgerald ni Salinger, ni Mailer ni Roth, ni Pynchon ni DeLillo. Unos
contaron historias de balleneros y otros de niños navegantes del Mississippi, de
aristócratas en Italia o de pescadores en el Caribe, de bohemios en Nueva York
o de decadentes en Louisiana, de adolescentes huraños o de profesores
frustrados, pero todos buscaron algo más: codificar estéticamente la nación en
un estilo, en una forma de narrar tramas y perfilar personajes.
Se
han escrito todo tipo de reseñas de este libro, apologéticas, aplastantes y críticas, y en
todas aparece, a favor o en contra de Buell, el tema de la resistencia a la
indistinción estética. Se le reprocha a Buell que estudie, en su historia del
sueño de la gran novela americana, a escritores buenos y malos, a Mark Twain y
a Harriet Beecher Stowe, Scarlet Letter de
Hawthorne y Beloved de Morrison. Adam
Gopnik, me parece, lo capta bastante bien en su reseña: no es que Buell no
distinga lo “realmente bueno de lo meramente significativo” –el recurso más
barato del crítico conservador es atribuirse el don exclusivo de la
distinción-, ya que de manera sutil expresa sus preferencias, sino que su
objeto de estudio es algo más que la mera clasificación entre buena y mala
literatura.
Más
sentido tiene, a mi juicio, la crítica que Gopnik hace a la falta de
perspectiva comparada de este estudio en relación con otras grandes literaturas
occidentales, como la británica, la francesa o la rusa. Pareciera que Buell
intenta describir el avasallamiento del significante nacional, en la literatura
norteamericana, como si se tratara de algo excepcional. Hay, por supuesto,
rasgos del patriotismo y el nacionalismo norteamericanos, observados por
Tocqueville desde mediados del siglo XIX, que se infiltran en ese sueño de la
gran novela americana, pero no creo que ese tipo de fenómenos de la
representación cultural sean exclusivos de Estados Unidos.
Quien
espere un libro que le diga, por enésima vez, quiénes son los buenos y los
malos escritores norteamericanos de todos los tiempos, según el juicio
inapelable del crítico, que no lea a Buell, que regrese a Bloom. Una de las
mayores enseñanzas de este libro es que esa lógica deportiva y, en el fondo,
mercantil, que con tanta frecuencia se disfraza de autorización estética de “la
mejor novela” o “el mejor escritor”, la comparten casi todos los escritores y
críticos, sean tradicionales o vanguardistas, refinados o populares, académicos o no. A la hora
de pescar el sueño de la gran novela nacional, todos se suben al barco y arponean la ballena blanca.