A pesar del extraordinario avance de las ciencias sociales y políticas, en círculos intelectuales y académicos cubanos se sigue pensando y escribiendo con categorías obsoletas. Hay quienes persisten en llamar "revolución" lo que sucede en Cuba o en identificar ese concepto con otros, como "castrismo", "comunismo", "socialismo" o "totalitarismo", que significan cosas distintas y que, en todo caso, describirían aspectos específicos de una sociedad en cambio. Hay también quienes proponen borrar unas u otras palabras del lenguaje, en una suerte de hipercorrección política, que empaña el debate y genera peligrosas interdicciones.
En los últimos meses, los editores de la
revista Espacio Laical han publicado
tres editoriales sobre la "oposición leal", la "sociedad
civil" y el “nacionalismo revolucionario”, que han provocado reacciones críticas de académicos e intelectuales fuera de la isla. En el más reciente de
esos textos, “Nacionalismo y lealtad: un desafío civilizatorio”, Roberto Veiga
y Lenier González establecen que la lealtad última en la vida pública cubana,
que marcaría los límites de legitimidad para la oposición y toda la sociedad
civil, es al "nacionalismo revolucionario".
Veiga y González entienden el nacionalismo
revolucionario como tradición histórica constitutiva de la nacionalidad y, por
tanto, como ideología vigente. Admiten que el nacionalismo revolucionario es un
relato del pasado incorporado al discurso del poder y no ignoran que este
último forma parte de una institucionalidad “socialista” específica. Pero
piensan que todos los relatos del pasado son construcciones ideológicas, lo
cual es cierto, siempre y cuando se entienda la asimetría que implica proponer
un relato del pasado desde el Estado o desde la sociedad civil, desde la
Constitución y las leyes de un país o desde la opinión pública, la academia o,
incluso, una revista del laicado católico.
Tengo serias dudas de que el nacionalismo
revolucionario sea, hoy, una ideología vigente y de consenso entre los cubanos.
Y si lo fuera, seguramente sería una versión muy distinta al nacionalismo
revolucionario entendido como tradición histórica. Aun cuando coincidimos en
que hubo, en efecto, una tradición de nacionalismo revolucionario en Cuba, como
en casi todos los países latinoamericanos, entre mediados del siglo XIX y
mediados del siglo XX, tendríamos que preguntarnos seriamente si esa es la
única tradición ideológica cubana y si determina o hegemoniza lo nacional, al
punto de convertir su lealtad en premisa de una futura democracia.
Obviemos, por ahora, la evidencia de que hubo nacionalismos
no “revolucionarios” –reformistas, autonomistas, republicanos,
constitucionalistas, cívicos, pacíficos, católicos, liberales, conservadores, socialdemócratas…,
como se les quiera llamar- en el pasado de Cuba y aceptemos que la tradición
histórica del nacionalismo revolucionario fue un conjunto de prácticas y
discursos destinados a la conquista de la soberanía nacional y el cambio
radical del país, con métodos insurreccionales. Sus orígenes se remontan a las
primeras conspiraciones separatistas y anexionistas en el siglo XIX. Durante
toda la primera mitad del siglo XX, especialmente entre los años 20 y 50, el
nacionalismo revolucionario tuvo un rebrote ligado a la lucha violenta contra
regímenes autoritarios, como los de Machado y Batista, y llegó a su clímax con
el triunfo de la Revolución en enero de 1959.
El nuevo
Estado construido por esa Revolución, a la vez que produjo el relato histórico sobre
el “nacionalismo revolucionario” como ideología constitutiva de la nación y lo
incorporó a sus aparatos culturales y educativos, alteró notablemente los
valores y prácticas del nacionalismo o el patriotismo en Cuba. A partir de 1959,
la ciudadanía no fue educada para conquistar la soberanía por vías revolucionarias
sino para defenderla de amenazas externas. No es lo mismo defender un país que
derrocar un gobierno por las armas para producir un cambio radical de régimen
político como el que produjo el tránsito socialista. Con la soberanía sucedió
como con el racismo: se decretó que ya estaba resuelta.
Es por eso que la
cultura política producida en el último medio siglo, en la isla, es tan
distinta a la de la tradición del nacionalismo revolucionario, que marcó a la
generación que protagonizó el 1º de enero. De hecho, donde habría que encontrar
elementos de nacionalismo revolucionario, al menos entre los años 60 y 80, no
es en la isla sino en el exilio, específicamente en Miami, donde se concentró
una población formada en las mismas tradiciones de los líderes de la Revolución,
que buscó el derrocamiento de un gobierno que consideraba ilegítimo y aliado,
por treinta años, a una potencia extranjera: la Unión Soviética. ¿No era ese,
también, un nacionalismo revolucionario?
El término “nacionalismo
revolucionario”, en tanto síntesis de valores, tradiciones y prácticas que
cifran “lo cubano” y que deciden una “lealtad” de todos los posibles actores de
una democracia futura, es, a mi juicio, equivocado. Puedo entender que exista
una lealtad a la soberanía nacional, consagrada en las leyes y en la
constitución, como en cualquier democracia del planeta, pero no a una tradición
ideológica del pasado o, incluso, a alguna ideología del presente, porque no
hay ideología que defina lo nacional. La nación es una comunidad de ciudadanos,
heterogénea en todos los sentidos, incluido el ideológico.
Por supuesto que es
anómalo y perjudicial –para los propios opositores, para empezar- que exista
una oposición financiada y promovida por un gobierno extranjero. Eso no es
nuevo, como sabemos, en la historia del país, pero a estas alturas tiene que
ver más con la falta de garantías para una oposición legítima en Cuba que con
alguna vigencia del anexionismo. La manera definitiva de terminar con esa
anomalía no es una nueva división de los cubanos en “leales” y “desleales” al
nacionalismo revolucionario sino una reforma constitucional y política que
genere las condiciones para el ejercicio libre de una oposición despenalizada.
Eso fue lo que propuso el proyecto del Laboratorio Casa Cuba, que impulsó, entre
otras asociaciones académicas y civiles de la isla, Espacio Laical hace un año. Me temo que los últimos editoriales de Veiga y González van
en sentido contrario al espíritu de aquella iniciativa de reforma.