Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 22 de abril de 2014

¿Qué es el nacionalismo revolucionario?










A pesar del extraordinario avance de las ciencias sociales y políticas, en círculos intelectuales y académicos cubanos se sigue pensando y escribiendo con categorías obsoletas. Hay quienes persisten en llamar "revolución" lo que sucede en Cuba o en identificar ese concepto con otros, como "castrismo", "comunismo", "socialismo" o "totalitarismo", que significan cosas  distintas y que, en todo caso, describirían aspectos específicos de una sociedad en cambio. Hay también quienes proponen borrar unas u otras palabras del lenguaje, en una suerte de hipercorrección política, que empaña el debate y genera peligrosas interdicciones.
En los últimos meses, los editores de la revista Espacio Laical han publicado tres editoriales sobre la "oposición leal", la "sociedad civil" y el “nacionalismo revolucionario”, que han provocado reacciones críticas de académicos e intelectuales fuera de la isla. En el más reciente de esos textos, “Nacionalismo y lealtad: un desafío civilizatorio”, Roberto Veiga y Lenier González establecen que la lealtad última en la vida pública cubana, que marcaría los límites de legitimidad para la oposición y toda la sociedad civil, es al "nacionalismo revolucionario".
Veiga y González entienden el nacionalismo revolucionario como tradición histórica constitutiva de la nacionalidad y, por tanto, como ideología vigente. Admiten que el nacionalismo revolucionario es un relato del  pasado incorporado al discurso del poder y no ignoran que este último forma parte de una institucionalidad “socialista” específica. Pero piensan que todos los relatos del pasado son construcciones ideológicas, lo cual es cierto, siempre y cuando se entienda la asimetría que implica proponer un relato del pasado desde el Estado o desde la sociedad civil, desde la Constitución y las leyes de un país o desde la opinión pública, la academia o, incluso, una revista del laicado católico.
Tengo serias dudas de que el nacionalismo revolucionario sea, hoy, una ideología vigente y de consenso entre los cubanos. Y si lo fuera, seguramente sería una versión muy distinta al nacionalismo revolucionario entendido como tradición histórica. Aun cuando coincidimos en que hubo, en efecto, una tradición de nacionalismo revolucionario en Cuba, como en casi todos los países latinoamericanos, entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, tendríamos que preguntarnos seriamente si esa es la única tradición ideológica cubana y si determina o hegemoniza lo nacional, al punto de convertir su lealtad en premisa de una futura democracia.
Obviemos, por ahora, la evidencia de que hubo nacionalismos no “revolucionarios” –reformistas, autonomistas, republicanos, constitucionalistas, cívicos, pacíficos, católicos, liberales, conservadores, socialdemócratas…, como se les quiera llamar- en el pasado de Cuba y aceptemos que la tradición histórica del nacionalismo revolucionario fue un conjunto de prácticas y discursos destinados a la conquista de la soberanía nacional y el cambio radical del país, con métodos insurreccionales. Sus orígenes se remontan a las primeras conspiraciones separatistas y anexionistas en el siglo XIX. Durante toda la primera mitad del siglo XX, especialmente entre los años 20 y 50, el nacionalismo revolucionario tuvo un rebrote ligado a la lucha violenta contra regímenes autoritarios, como los de Machado y Batista, y llegó a su clímax con el triunfo de la Revolución en enero de 1959.
         El nuevo Estado construido por esa Revolución, a la vez que produjo el relato histórico sobre el “nacionalismo revolucionario” como ideología constitutiva de la nación y lo incorporó a sus aparatos culturales y educativos, alteró notablemente los valores y prácticas del nacionalismo o el patriotismo en Cuba. A partir de 1959, la ciudadanía no fue educada para conquistar la soberanía por vías revolucionarias sino para defenderla de amenazas externas. No es lo mismo defender un país que derrocar un gobierno por las armas para producir un cambio radical de régimen político como el que produjo el tránsito socialista. Con la soberanía sucedió como con el racismo: se decretó que ya estaba resuelta.
        Es por eso que la cultura política producida en el último medio siglo, en la isla, es tan distinta a la de la tradición del nacionalismo revolucionario, que marcó a la generación que protagonizó el 1º de enero. De hecho, donde habría que encontrar elementos de nacionalismo revolucionario, al menos entre los años 60 y 80, no es en la isla sino en el exilio, específicamente en Miami, donde se concentró una población formada en las mismas tradiciones de los líderes de la Revolución, que buscó el derrocamiento de un gobierno que consideraba ilegítimo y aliado, por treinta años, a una potencia extranjera: la Unión Soviética. ¿No era ese, también, un nacionalismo revolucionario?
      El término “nacionalismo revolucionario”, en tanto síntesis de valores, tradiciones y prácticas que cifran “lo cubano” y que deciden una “lealtad” de todos los posibles actores de una democracia futura, es, a mi juicio, equivocado. Puedo entender que exista una lealtad a la soberanía nacional, consagrada en las leyes y en la constitución, como en cualquier democracia del planeta, pero no a una tradición ideológica del pasado o, incluso, a alguna ideología del presente, porque no hay ideología que defina lo nacional. La nación es una comunidad de ciudadanos, heterogénea en todos los sentidos, incluido el ideológico.
         Por supuesto que es anómalo y perjudicial –para los propios opositores, para empezar- que exista una oposición financiada y promovida por un gobierno extranjero. Eso no es nuevo, como sabemos, en la historia del país, pero a estas alturas tiene que ver más con la falta de garantías para una oposición legítima en Cuba que con alguna vigencia del anexionismo. La manera definitiva de terminar con esa anomalía no es una nueva división de los cubanos en “leales” y “desleales” al nacionalismo revolucionario sino una reforma constitucional y política que genere las condiciones para el ejercicio libre de una oposición despenalizada. Eso fue lo que propuso el proyecto del Laboratorio Casa Cuba, que impulsó, entre otras asociaciones académicas y civiles de la isla, Espacio Laical hace un año. Me temo que los últimos editoriales de Veiga y González van en sentido contrario al espíritu de aquella iniciativa de reforma.      


viernes, 18 de abril de 2014

Toynbee en el asfalto



Dos o tres veces a la semana camino, por la Octava Avenida, entre Port Authority y Penn Station. Hace algunos días, mientras cruzaba la 38, me fijé que en un ladrillo de la calle había una frase escrita. Era imposible detenerse en medio de la calle, con el tráfico, el gentío y la velocidad de vehículos y transeúntes, pero alcancé a distinguir el nombre de Arnold J. Toynbee.
El pasado lunes, en la mañana, intenté fijarme bien en la inscripción grabada con letras pálidas en la superficie del ladrillo. No pude leer bien, pero creí leer algo así como "Toynbee Idea", “Civilization is a movement and not a condition, a vogaye and not a harbor”. Una frase que bien podría estar en cualquiera de las dos grandes obras de este historiador británico, A Study of History o Civilization on Trial.
El miércoles en la tarde volví a la esquina de la calle 38 y la Octava Avenida –quería fotografiar el texto, cuando hubiera menos agitación. El ladrillo en la parte descascarada del asfalto seguía allí, pero pintado de negro. La frase había sido tachada, como se tachan las civilizaciones mismas que, según Toynbee, no mueren sino que se suicidan.
Busco en internet y compruebo que la inscripción que nunca pude ver bien es una de esas "Toynbee tiles" o "Toynbee plaques", que en los últimos años han aparecido en calles de Kansas, Chicago, Boston y otras ciudades de Estados Unidos, y cuyo misterio se explora en el film de John Foy. Nadie ha podido descifrar bien el significado de la inscripción apocalíptica, entre tantos significantes superpuestos (Toynbee, Bradbury, Kubrick, Odisea 2001, resurrección, Júpiter...), pero quien la haya ideado ha reinstalado en nuestras cabezas conceptos que creíamos dormidos o agotados. 

martes, 15 de abril de 2014

¿Callar o calar?




La poeta cubana Legna Rodríguez Iglesias, nacida en Camagüey en 1984, ha publicado recientemente en la colección Limón Partido, de la editorial Literal, del barrio de Coyoacán, en la ciudad de México, un poemario titulado Chicle (ahora es cuando), que vale la pena leer. Hemos leído varios poemas de Rodríguez y una nota sobre los mismos de Javier L. Mora, en Diario de Cuba, y su poesía, como la de otros poetas de su generación, estudiados por Yoandy Cabrera, Jamila Medina y Lizabel Mónica, asume deliberadamente un tono y una gramática volcados a lo personal, de inmersión en su propio cuerpo.
Muchos de sus poemas comienzan con verbos en primera persona del singular (“Llego a este lugar…”, “Sé que hice un viaje…”, “Cálmate, me digo…”, “Quería hacer un ejercicio poético…”, “Los collares que me pongo…”, “Rompí el cristal…”, “Cultivaré picazón…”) Entradas a la significación que nos colocan frente a una trama personal y corporal que, sin embargo, no proviene de un sujeto que se imagina aislado o que articula un discurso sobre la soledad o el extrañamiento en los trópicos, tan común en la poesía cubana desde Julián del Casal.
De lo que nos habla Rodríguez es de una persona y un cuerpo, únicos, pero globalmente conectados.  Un “sujeto desubicado”, que escucha abejas y grillos, que viaja y mastica chicles. Una escritora de poemas en su laptop, pecosa y con tatuajes, integrada al mercado global, que pulsa “enter” y “escape”, “F1” y “Ctrl Fin”, que sufre el dilema de comprar blusas y sayas 32A o 32B, L o M/L. Una poeta que, como otras de su edad en cualquier ciudad de Cuba o el mundo, es demasiado consciente de sus coordenadas generacionales.
Uno de los pocos poemas de este cuaderno, no escrito en primera persona, describe una división del mundo entre un “ustedes” y un “nosotros”, que difícilmente podría entenderse al margen del eje generacional. Poemas como éste nos persuaden de lo absurdo y lo ilusorio –por no decir lo castrante- que puede ser cualquier aproximación crítica a estos escritores cubanos que intente abandonar o disminuir la identidad generacional de sus autorías:

Ustedes cierran la verja
cuando nosotros llegamos
inesperadamente
porque ustedes creen que no existe
aquello que nosotros creemos que sí existe.
ustedes matan los cachorros
que nosotros parimos
por la boca
porque ustedes creen que no pueden ser
aquellos que nosotros creemos que sí pueden ser
aunque no pueda ser.
ustedes queman los libros
que nosotros leemos
sin parar
porque ustedes creen que una cosa
sustituye la otra.
ustedes se van quedando
boquiabiertos
mientras nosotros comenzamos
a masticar el chicle.

Como otros escritores de su generación, Legna Rodríguez es una poeta en la era digital que, sin embargo, no puede vivir sin libros. Quiere escribir libros leyendo libros. Ha escrito media docena de cuadernos de poesía, novelas y cuentos –Dos uno cero (2012), Mayonesa bien brillante (2012), Chupar la piedra (2013), son algunos de sus títulos- y ya imagina el día en que llegará al poema número mil. Una poeta que ha ligado vida y escritura, como algunos de sus más célebres antecesores en la isla o el exilio, porque, ante la alternativa entre “callar” y “calar”, su elección es clara:


… dos opciones para el torpe sujeto
que no sabe donde meterse:
callar
o calar
¿y qué es lo que hicimos hasta ahora
si no fue callar?
por tanto
sujeto trastornado
sujeto imbécil.
    

domingo, 13 de abril de 2014

Hacia la ficción global



En años recientes, algunos estudiosos de la literatura cubana en Estados Unidos, como Rachel Price y Walfrido Dorta, han llamado la atención sobre la emergencia de una nueva generación de escritores en la isla, que estaría quebrando los moldes poéticos y políticos de la representación literaria, predominantes en Cuba por casi tres décadas. Desde mediados de los 80, la literatura cubana, en narrativa y poesía, pareció dirimirse en una tensión entre diversas modalidades de realismo crítico, entre la pedagogía y la propaganda, un cosmopolitismo letrado que aspiraba a una suerte de ilustración exquisita de una ciudadanía incomunicada o derivas más transparentes de distintos discursos de legitimación.
La diversa calidad estética o eficacia política de esas estrategias fue notable, pero toda la producción literaria estuvo determinada por condiciones muy precisas: la hegemonía de la cultura impresa, el monopolio editorial del Estado o de los grandes consorcios iberoamericanos, el estricto control aduanal de cualquier desplazamiento territorial entre las fronteras de unas y otras literaturas y, sobre todo, la enorme demanda de representación simbólica de comunidades, en la isla o el exilio, que constituían los públicos y, a la vez, los campos intelectuales en que buscaban recepción privilegiada aquellas literaturas. 
Estos narradores y poetas, nacidos entre los años 70 y 80 (Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría, Osdany Morales, Jamila Medina, Legna Rodríguez…), parecen articular poéticas cosmopolitas que suscriben el legado de algunos escritores de los 90, como Reina María Rodríguez, Antonio José Ponte, José Manuel Prieto y el grupo Diáspora(s), pero lo hacen, como observábamos aquí a propósito de la novela El último día del estornino (2011) de Gerardo Fernández Fe, por medio de una mayor inmersión en la cultura popular y tecnológica de la era digital. La cultura material y simbólica sobre la que se construyen las ficciones y las poéticas de estos autores es diferente a la de los proyectos más sofisticados de los 90.
No parece tratarse, como observan Price y Dorta, de una estrategia post-nacional centralmente politizada o involucrada en un cuestionamiento ideológico de lo nacional, como en los 90. Se trata de una literatura que cuenta historias futuristas, tecnológicas, globales o personales porque se produce desde nuevas comunidades conectadas e intercambiables, que ya no se piensan como aisladas o excepcionales. Hay una temporalidad nueva, como observaba recientemente el crítico Iván de la Nuez en un coloquio en la Universidad de Princeton, que se convierte en lugar inédito de enunciación. Una temporalidad llamada “siglo XXI” o  “generación año cero”, al decir de Orlando Luis Pardo Lazo, que absorbe los viejos contenidos territoriales que se atribuían a términos como “la isla”, “el exilio”,  “la nación” o “la diáspora”.
No es obligatorio, por supuesto, tratar de entender esa Cuba del siglo XXI, pero quien quiera hacerlo deberá leer a estos jóvenes escritores. Hay obras como Carbono 14. Una novela de culto (2010) de Lage, Papyrus (2012) de Morales, La Noria (2012) de Echevarría o Chicle (ahora es cuando) (2013) de Rodríguez que ya están instaladas en ese nuevo catálogo que, entre otras resistencias ineludibles, deberá enfrentar, en los próximos años, el tambaleo de la ciudad letrada, la diseminación de la cultura impresa y la masificación de la edición digital. No es raro que una de las instituciones más invocadas en esta literatura sea la biblioteca, en un duelo letrado que implica, a su vez, una reinvención del libro como artefacto de la cultura.
Esta es una literatura que se autolocaliza en el después del después, es decir, en el después de la caída del Muro de Berlín, de la desintegración de la URSS, del derribo de las Torres Gemelas y otros hitos finiseculares que marcaron a las generaciones previas. Pero también parece ser una literatura que busca colocar en el detrás de su temporalidad conceptos básicos de la vida cultural y política del último tramo del siglo XX  cubano como “revolución”, “socialismo” o “transición”. Es otro país el que narra esta literatura porque es otro el país que la produce. La decadencia y la ruina acabaron su obra y es preciso narrar las nuevas comunidades con la métrica de una ficción global.