En 1998, luego de la muerte del poeta cubano Gastón Baquero, en su exilio de Madrid, publiqué en La Jornada Semanal, el suplemento literario del diario mexicano La Jornada, una nota en la que hablaba de un vaivén entre inocencia y memoria en la poética del autor de Poemas (1942) y Saúl sobre su espada (1942). Aquellos dos primeros cuadernos de Baquero, como hoy sabemos, fueron fundamentales para la formación poética de José Lezama Lima y Virgilio Piñera y, sobre todo, de los poetas más jóvenes de la revista Orígenes, especialmente, Cintio Vitier, Eliseo Diego y Fina García Marruz.
La presencia de Baquero en Orígenes fue mínima, pero decisiva. Hay un silencio de y sobre Baquero en Orígenes, que sucede, sin embargo, a la publicación de su poema "Canta la alondra a las puertas del cielo" en el primer número de la revista, y que, sin dudas, está relacionado con la visibilidad del poeta en la esfera pública de la isla entre mediados de los 40 y 1958. Justo luego del primer editorial "No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela...", se insertaban el poema "Tiempos del jardín" de Ángel Gaztelu y el citado poema de Baquero, dedicado al propio Gaztelu y con el exergo de Shakespeare: "-Hark!, Hark! The Lark at Heaven Sings..."
El poema era una celebración católica del canto de la alondra, que podía ser leído como saludo de la nueva voz de Orígenes en la cultura cubana. Una voz que, para ser escuchada a plenitud, precisaba del silencio, de un silencio bajo su sangre. Hablaba Baquero de "arpas infinitas", de "estrellas de carne", de "espumas siderales", de "fragmentos de ángel" y del "límpido giro de los astros". Todas, alusiones a una catolicidad que aseguraba la mudez de quien sólo tiene oídos para el canto de la alondra. Los versos finales de aquel poema parecían augurar el silencio de Baquero en Orígenes:
... ¡Escucha!, los címbalos del cielo despertado renuevan la alborada
Como un gesto de Dios los trinos son llevados a enmudecido canto
Y tu voz no ha cesado sobre el rostro de los serafines
Y qué gran silencio pones debajo de mi sangre.
Libros del crepúsculo
sábado, 5 de abril de 2014
jueves, 20 de marzo de 2014
Warhol cicatrizado
A propósito de una reciente exposición sobre la vanguardia norteamericana del siglo XX, en el Moma, observábamos el reflujo de discursos nacionalistas e, incluso, excepcionalistas, en las estrategias de historiar el arte en Estados Unidos. Otra muestra reciente, con el mismo tema en el Whitney Museum, titulada "American Legends" y que recorre el itinerario de ese americanness entre Calder y O'Keeffe, permitiría cuestionar la narrativa museística que entiende al artista americano como leyenda única de la cultura popular.
El proceso cultural por el cual un artista, que capta en su obra mitos e íconos populares, se vuelve él mismo leyenda urbana, no es privativo de Estados Unidos, como sugieren esas exposiciones, además de que contiene múltiples formas de intercambio con estéticas y tradiciones ajenas al pop art. El retrato que hiciera Alice Neel -quien estuvo casada con el pintor cubano, Carlos Enríquez- de Andy Warhol, con el corset y las cicatrices en el vientre, luego del atentado de Valerie Solanas en 1968, es presentado en la muestra como un momento climático de esa iconización mediática del arte, cuando, en realidad, lo que buscaba Neel era una estilización del Warhol cicatrizado, que ungiera al artista pop con una imagen expresionista, más a tono con la estética de pintores británicos como Francis Bacon y Lucian Freud.
En otros momentos de la muestra, artistas como Morris Graves o Jacob Lawrence, que estuvieron más cerca del expresionismo, el surrealismo o el futurismo, se asumen en una interlocución preferencial con la Europa de entreguerra y postguerra y no con el arte mexicano, al que, me parece, deben mucho más. Graves, por ejemplo, dialoga con Remedios Varo, y Lawrence, en su magnífica War Serie, definitivamente, no se entiende sin José Clemente Orozco y el muralismo mexicano. Seguramente, algún crítico o historiador del arte ya lo habrá advertido, pero esa serie de Lawrence, sobre la Segunda Guerra Mundial, podría ilustrar las conexiones estéticas y políticas entre la Revolución Mexicana y la vanguardia afroamericana en Estados Unidos.
El proceso cultural por el cual un artista, que capta en su obra mitos e íconos populares, se vuelve él mismo leyenda urbana, no es privativo de Estados Unidos, como sugieren esas exposiciones, además de que contiene múltiples formas de intercambio con estéticas y tradiciones ajenas al pop art. El retrato que hiciera Alice Neel -quien estuvo casada con el pintor cubano, Carlos Enríquez- de Andy Warhol, con el corset y las cicatrices en el vientre, luego del atentado de Valerie Solanas en 1968, es presentado en la muestra como un momento climático de esa iconización mediática del arte, cuando, en realidad, lo que buscaba Neel era una estilización del Warhol cicatrizado, que ungiera al artista pop con una imagen expresionista, más a tono con la estética de pintores británicos como Francis Bacon y Lucian Freud.
En otros momentos de la muestra, artistas como Morris Graves o Jacob Lawrence, que estuvieron más cerca del expresionismo, el surrealismo o el futurismo, se asumen en una interlocución preferencial con la Europa de entreguerra y postguerra y no con el arte mexicano, al que, me parece, deben mucho más. Graves, por ejemplo, dialoga con Remedios Varo, y Lawrence, en su magnífica War Serie, definitivamente, no se entiende sin José Clemente Orozco y el muralismo mexicano. Seguramente, algún crítico o historiador del arte ya lo habrá advertido, pero esa serie de Lawrence, sobre la Segunda Guerra Mundial, podría ilustrar las conexiones estéticas y políticas entre la Revolución Mexicana y la vanguardia afroamericana en Estados Unidos.
lunes, 17 de marzo de 2014
¿Una sociedad civil "consentida" y "tolerada"?
En reciente evento
en La Habana, Lenier González, editor de la importante publicación católica Espacio Laical, expuso una idea
problemática de la sociedad civil cubana. El artículo tiene la ventaja de esclarecer
la posición de esa revista sobre el tema crucial de la asociación autónoma y
los derechos civiles en Cuba. En buena medida, la posibilidad de una democracia
en Cuba depende de cómo los actores sociales y políticos entiendan las
relaciones entre la sociedad civil y el Estado. Y la Iglesia Católica y sus
intelectuales laicos son y serán actores claves de la transición cubana.
La intervención de
González parte de un marco teórico anticuado y de una visión unilateral del
debate sobre la sociedad civil en medios académicos cubanos. La reducción de la
reflexión teórica contemporánea sobre la sociedad civil a dos opciones, la
“liberal” y la “gramsciana”, supone una regresión de casi un siglo, según la
cual estaríamos inmersos, aún, en la reformulación gramsciana de la teoría de
la sociedad civil y el Estado de Hegel que, en resumidas cuentas, fue menos
importante para el liberalismo político de los dos últimos siglos que las diversas tesis
del contrato social (Hobbes o Rousseau) o las observaciones de Alexis de Tocqueville
sobre los usos y costumbres de la sociedad civil norteamericana en La democracia en América (1840).
Esa manera binaria
de entender el campo teórico de la sociedad civil, que se inspira, en buena
medida, en ensayos de Rafael Hernández y Jorge Luis Acanda de los 90 o principios de la década pasada, parte de
una premisa ideológicamente preconcebida de alentar una transformación de la
actual “sociedad civil socialista”, dotándola de mayor autonomía, y permitiendo
la coexistencia entre esa sociedad civil y otra, más desconectada de las
instituciones del Estado, que captaría la sociabilidad de las nuevas
alteridades civiles surgidas en las dos últimas décadas. La posición de
González no se separa, en lo fundamental, de la manera en que algunos
académicos de la isla, vinculados en su mayoría al CEA, pensaron esa mutación
hace veinte años, desde una perspectiva hegemonista o instituyente, de “abajo
hacia arriba”, de inspiración gramsciana o no, que dejaba intacta la estructura
política del Estado y que hoy está siendo cuestionada, desde la izquierda, por
Jon Beasley-Murray, John Kraniauskas, Benjamin Arditi y otros teóricos del
marxismo posthegemónico.
Ese apego a viejas
perspectivas teóricas e ideológicas del hegemonismo, que parece desentenderse deliberadamente
del proyecto de reforma política, recientemente promovido por Espacio Laical y
el Laboratorio Casa Cuba, explica que los referentes del debate estén tan
desactualizados –los estudios de Habermas , Gellner, Almond, Verba, Cohen,
Arato, y, más recientemente, Powell, Whaites y Edwards, dejaron atrás la vieja
dicotomía Hegel-Gramsci- y que se excluya, abiertamente, de dicho debate y de
la realidad misma de la sociedad civil a dos de sus componentes fundamentales
en la Cuba contemporánea: la diáspora cubana –donde hay autores como Velia
Cecilia Bobes, Juan Carlos Espinosa, Damián Fernández, Marlene Azor, Haroldo
Dilla o Armando Chaguaceda, con aportes mejor informados teóricamente- y la propia
institución católica y su laicado, que han producido distintas intervenciones
sobre el asunto, como las de Carlos Manuel de Céspedes, José Conrado, Dagoberto
Valdés, Luis Enrique Estrella u Orlando Márquez, que colocan a la Iglesia en el
centro de una sociedad civil no estatal.
La autorización académica
e ideológica del debate sobre la sociedad civil, rigurosamente selectiva, que
propone Lenier González, converge, además, con un reposicionamiento político
que parece colocarse un paso antes del proyecto Laboratorio Casa Cuba, en el
que se proponía una reforma constitucional. En el actual reposicionamiento, se
aplica una rígida distinción entre “oposición leal” y “desleal”, que se
traslada mecánicamente a la sociedad civil, por medio del deslinde entre una
“sociedad civil socialista” –las “organizaciones sociales y de masas”- y otra
“consentida” o “tolerada” –las nuevas ONGs- términos que, como es sabido, se
aplican a la oposición real cubana, ilegal y penalizada. Los criterios de
“lealtad” o “deslealtad” al “nacionalismo revolucionario” –una corriente
ideológica específica dentro de la pluralidad doctrinal actual-, concebidos
para penalizar a actores concretos, no pueden desplazarse a la sociedad civil
sin reproducir el mismo carácter excluyente del sistema político de la isla.
La mayoría de los
teóricos actuales de la sociedad civil no se define como “liberal” o
“gramsciana”, como sugiere González, pero coincide en que una cosa es la
sociedad civil en regímenes democráticos y otra en regímenes no democráticos.
Pensar la sociedad civil en Cuba, con un mínimo de rigor, exige posicionarse
ante el problema de la ausencia de democracia en Cuba, aún desde la izquierda
socialista o católica. Si ese posicionamiento se escamotea, como en el texto de
González, se corre el riesgo de establecer dicotomías entre una “sociedad civil
leal” y otra “desleal”, lo cual es equivocado teórica y políticamente, porque
transfiere a la sociedad civil los atributos de una “oposición leal”, cuya
función sería muy diferente por ubicarse en la sociedad política.
Lo “leal”, referido
al “nacionalismo revolucionario” o, incluso, a la “nación”, genera, como comentábamos hace unos días, múltiples
equívocos porque justifica la penalización de la oposición real cubana,
verificada en la actual Constitución y el Código Penal. Para que haya
democracia, ni la sociedad civil ni la oposición real pueden estar penalizadas
a partir de orientaciones ideológicas o, mucho menos, morales. En cualquier
democracia existen leyes electorales que impiden la intervención de gobiernos
extranjeros en el financiamiento de partidos o asociaciones civiles y políticas.
Una nueva ley electoral que contemple esos dispositivos jurídicos es suficiente
para establecer límites precisos a cualquier violación a la soberanía nacional,
sin tener que persistir en la actual penalización de las libertades públicas,
que es constitutiva del régimen de partido único e ideología
marxista-leninista.
La sar la sociedad civilson y serociedad civil y el Estado. Y la
Iglesia Caterno de Sebastitores pol "
domingo, 9 de marzo de 2014
La reconstrucción del futurismo
El futurismo italiano, como todas las vanguardias
del siglo XX, fue víctima de la impugnación postmoderna que, en las últimas
décadas, ha difundido la obsolescencia del estatuto de “lo nuevo”. Luego de
tanta “deconstrucción” parece haber llegado la hora de la reconstrucción de
aquellas poéticas que convulsionaron la cultura moderna hace un siglo. Es lo
que ha intentado la curadora Vivien Greene con la muestra Italian Futurism. (1909-1944): Reconstructing the Universe, en el
Guggenheim de Nueva York.
Con frecuencia, la historia del arte del siglo XX
reproduce un esquema evolutivo, en el que el futurismo italiano aparece como
antecedente, en la década del 10, de corrientes posteriores como el
constructivismo ruso o el surrealismo francés. En narrativas más subordinadas a
la historia política, el futurismo se imagina precipitado en una temprana
decadencia, en los años 20, al sumarse al proyecto cultural de Benito Mussolini
y el fascismo.
La muestra de Greene desafía ambos enfoques. Desde
el primer manifiesto de Marinetti, en 1909, y el fin de la Segunda Guerra, se
produjeron arte y teoría–y también moda, muebles, films, decorado, murales y
hasta juguetes- futuristas en Italia. El impacto del movimiento llegó a
culturas tan distantes como el Japón de Hirohito o el Brasil de Getulio Vargas.
El futurismo sobrevivió a las vanguardias europeas posteriores y sus relaciones
con el fascismo fueron más sinuosas de lo que generalmente se admite. Mussolini,
a diferencia de Hitler, no compartía la idea de la vanguardia como
“degeneración” y, aunque el futurismo llegó a ser central en la política del
régimen, sobre todo en los 30, siempre hubo futuristas contrarios al Duce.
La exposición recorre la obra de los futuristas más
conocidos (Marinetti, Balla, Boccioni, Carrà, Severini…), pero se detiene,
también, en otros artistas, como Fortunato Depero y Enrico Prampolini, que
incursionaron en el diseño, la arquitectura y la publicidad. Greene destaca la ironía
de que el futurismo, un movimiento que arrancó llamando a enterrar el
“wagnerismo” y la idea de una obra de arte total, acabó abrazando un
monumentalismo y un endiosamiento de la técnica, que no se inhibió de cualquier
grandilocuencia.
La amplia sección dedicada al culto a la aeronáutica,
estimulado por el político y militar fascista Italo Balbo –suerte de Howard
Hughes italiano-, se centra en una pintura, como la de Gerardo Dottori, Tulio
Crali y Tato, que hizo del avión un fetiche de la modernidad. Una pastoral
modernista, similar a la de los grandes óleos de Benedetta Capa Marinetti, esposa
del fundador del movimiento, ejecutados para decorar los salones del Palacio de
Correos de Palermo, en Sicilia, y que con el título de “Síntesis de las
Comunicaciones”, intentaba postular la telefonía como deidad mercurial del
siglo XX.
sábado, 8 de marzo de 2014
Socialismo y contracultura
En el post anterior, comenté las fotos del cubano
José Figueroa, incluidas en el apartado final del volumen Cuba in Revolution (2013), que compila el archivo fotográfico de la
Arpad A. Busson Foundation, mostrado recientemente en el International
Center of Photography (ICP) de Nueva York. Acabo de recibir, ahora, el libro José A. Figueroa. Un autorretrato cubano (Turner,
2009), editado por Cristina Vives, además de un número reciente de la revista Arte cubano (2/2013), con un ensayo de
Cristina Vives sobre “Cultura y contracultura en tiempos de Revolución (desde
la fotografía cubana de los 60)”, que explora la construcción del sujeto
fotográfico en la isla, en la década de la explosión contracultural en
Occidente.
El volumen de Figueroa y el ensayo de Vives
constituyen, creo, las mayores intervenciones recientes en el tema de la
contracultura en Cuba. Intervenciones que privilegian el documento de la
fotografía, pero cuyo sentido último impacta toda la producción cultural desde
Cuba y sobre Cuba en los años 60. En su texto, Vives insiste en la lógica de
exclusión que predominó en las relaciones del naciente Estado socialista con la
minoritaria subjetividad juvenil, inscrita en los referentes de la contracultura
occidental. Pero Vives advierte, además, la principal paradoja de aquel proceso:
mientras los jóvenes contraculturales de La Habana eran rechazados por
conductas “desviadas” o “diversionistas”, los íconos fotográficos de la
Revolución, especialmente el Che Guevara, se incorporaban a la simbología de
la contracultura en París y Roma, Londres y Nueva York.
Los líderes e ideólogos de la Revolución Cubana
promovieron una imagen subversiva de la isla, dentro de las democracias
occidentales, pero reprimieron y marginaron toda aproximación de la juventud
cubana a la cultura y la ideología de la Nueva Izquierda occidental. En todos y
cada uno de los flancos en que aquella aproximación se insinuó (la sexualidad y
el rock, las drogas y las nuevas religiosidades, la identidad racial y el
irracionalismo filosófico, la moda y, en menor medida, el arte y el cine), el
socialismo cubano actuó a la defensiva, como si aquel repertorio cultural, que
en Occidente se asociaba directamente con el proyecto descolonizador de la
isla, amenazara desde dentro el paradigma de una sociedad políticamente
unanimista y homogénea. Hoy vemos, con aterradora claridad, que aquel
diagnóstico de los burócratas cubanos era correcto.
jueves, 6 de marzo de 2014
Posar la contracultura
En el libro The
Making of a Counter Culture (1969) de Theodore Roszak, se perfilan los
principales referentes de la insurgencia juvenil de los 60 en Occidente. Se
habla allí de una revuelta contra la racionalidad tecnocrática de la sociedad
industrial, fuera esta de inspiración capitalista o socialista, norteamericana,
europea o soviética, que hacía suyas la “dialéctica de la liberación” de
Herbert Marcuse y Norman Brown, el budismo y la psicodelia de Allen Ginsberg y
Allan Watts, la “sociología visionaria” de Paul Goodman y la refutación
práctica del mito de la “conciencia objetiva” a través del rock and roll y el
amor libre.
Era lógico que a un país del Caribe hispano, como
Cuba, las premisas de la contracultura resultaran extrañas y amenazantes. Sobre
todo, si a lo que quedaba de las clases medias y altas católicas del antiguo
régimen, se sumaba, desde los 60, una nueva ortodoxia moral, construida en
torno a los dogmas de un marxismo-leninismo que, como advertía Roszak,
legitimaba otro tipo de tecnocracia industrial: la comunista. De ahí que el
poco contacto que estableció el campo intelectual cubano con la contracultura
se limitara a un par de números de Lunes
de Revolución, al diálogo efímero de los poetas de la Beat Generation con
la generación de El Puente y a la débil resonancia de las ideas de la Nueva Izquierda entre algunos marxistas
guevarianos, como los editores de Pensamiento
Crítico.
Hay, sin embargo, una conexión más orgánica con la
contracultura en algunos estratos de la juventud cubana de los 60 y 70.
Estratos que, provenientes de la antigua clase media, con un estilo de vida
norteamericano o europeo, descendían a un nuevo tipo de marginalidad, que sería
severamente reprimida o disciplinada por medio de las UMAP, la “depuración” y
la “parametración”. Hace unos días, el fotógrafo cubano José Figueroa, habló de
esas paradójicas élites marginales o minorías modernas, venidas a menos, en La
Habana de los 60 y 70, durante la presentación del importante libro Cuba in Revolution. The Arpad A. Busson
Foundation (2013) en el International Center of Photography de Nueva York.
El fotoreportero norteamericano Lee Lockwood retrató
a algunos jóvenes beatlemaniacs en el barrio del Vedado, en los 60, pero fue el
propio Figueroa quien llegó a captar, más plenamente, esa subjetividad borrosa
en su serie “My Sixties”. Siendo asistente en el estudio de Alberto Korda,
Figueroa fotografió a amigos y parientes que posaban la contracultura en La
Habana. Juanito Ferrer, Chuni, René Villa, Jorge Dávila, Estrellita Guerra,
Diana Fernández, Navarro, Rafael Savín, Juan Carlos Halley, Margarita Arroyo, Idalberto Gálvez, "Olga, la Francesa" y el cuarteto “Los Pacíficos” eran los personajes
reales de aquella escenificación de una Habana contracultural, bajo el
comunismo.
“Gente que no era aceptaba”, dijo Figueroa hace unos
días en el ICP de Nueva York, que vivía en La Habana como si viviera en el East
Village, en San Francisco o en una película de Godard. Sujetos sin lugar, que
irían desapareciendo poco a poco de una esfera pública masificada y uniformada, como la
propia familia de Figueroa, retratada en las páginas finales de Cuba in Revolution. La serie “Exile:
Farewells at 17th Street”, es un relato desgarrador sobre la fractura familiar
provocada por la Revolución Cubana. Hay un lenguaje de duelo, en esas
imágenes, que tiene algunos equivalentes reconocibles en la literatura o el cine
cubanos, pero que al pasar a la narrativa fotográfica acentúa su tono de melancolía y desamparo.
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