En reciente evento
en La Habana, Lenier González, editor de la importante publicación católica Espacio Laical, expuso una idea
problemática de la sociedad civil cubana. El artículo tiene la ventaja de esclarecer
la posición de esa revista sobre el tema crucial de la asociación autónoma y
los derechos civiles en Cuba. En buena medida, la posibilidad de una democracia
en Cuba depende de cómo los actores sociales y políticos entiendan las
relaciones entre la sociedad civil y el Estado. Y la Iglesia Católica y sus
intelectuales laicos son y serán actores claves de la transición cubana.
La intervención de
González parte de un marco teórico anticuado y de una visión unilateral del
debate sobre la sociedad civil en medios académicos cubanos. La reducción de la
reflexión teórica contemporánea sobre la sociedad civil a dos opciones, la
“liberal” y la “gramsciana”, supone una regresión de casi un siglo, según la
cual estaríamos inmersos, aún, en la reformulación gramsciana de la teoría de
la sociedad civil y el Estado de Hegel que, en resumidas cuentas, fue menos
importante para el liberalismo político de los dos últimos siglos que las diversas tesis
del contrato social (Hobbes o Rousseau) o las observaciones de Alexis de Tocqueville
sobre los usos y costumbres de la sociedad civil norteamericana en La democracia en América (1840).
Esa manera binaria
de entender el campo teórico de la sociedad civil, que se inspira, en buena
medida, en ensayos de Rafael Hernández y Jorge Luis Acanda de los 90 o principios de la década pasada, parte de
una premisa ideológicamente preconcebida de alentar una transformación de la
actual “sociedad civil socialista”, dotándola de mayor autonomía, y permitiendo
la coexistencia entre esa sociedad civil y otra, más desconectada de las
instituciones del Estado, que captaría la sociabilidad de las nuevas
alteridades civiles surgidas en las dos últimas décadas. La posición de
González no se separa, en lo fundamental, de la manera en que algunos
académicos de la isla, vinculados en su mayoría al CEA, pensaron esa mutación
hace veinte años, desde una perspectiva hegemonista o instituyente, de “abajo
hacia arriba”, de inspiración gramsciana o no, que dejaba intacta la estructura
política del Estado y que hoy está siendo cuestionada, desde la izquierda, por
Jon Beasley-Murray, John Kraniauskas, Benjamin Arditi y otros teóricos del
marxismo posthegemónico.
Ese apego a viejas
perspectivas teóricas e ideológicas del hegemonismo, que parece desentenderse deliberadamente
del proyecto de reforma política, recientemente promovido por Espacio Laical y
el Laboratorio Casa Cuba, explica que los referentes del debate estén tan
desactualizados –los estudios de Habermas , Gellner, Almond, Verba, Cohen,
Arato, y, más recientemente, Powell, Whaites y Edwards, dejaron atrás la vieja
dicotomía Hegel-Gramsci- y que se excluya, abiertamente, de dicho debate y de
la realidad misma de la sociedad civil a dos de sus componentes fundamentales
en la Cuba contemporánea: la diáspora cubana –donde hay autores como Velia
Cecilia Bobes, Juan Carlos Espinosa, Damián Fernández, Marlene Azor, Haroldo
Dilla o Armando Chaguaceda, con aportes mejor informados teóricamente- y la propia
institución católica y su laicado, que han producido distintas intervenciones
sobre el asunto, como las de Carlos Manuel de Céspedes, José Conrado, Dagoberto
Valdés, Luis Enrique Estrella u Orlando Márquez, que colocan a la Iglesia en el
centro de una sociedad civil no estatal.
La autorización académica
e ideológica del debate sobre la sociedad civil, rigurosamente selectiva, que
propone Lenier González, converge, además, con un reposicionamiento político
que parece colocarse un paso antes del proyecto Laboratorio Casa Cuba, en el
que se proponía una reforma constitucional. En el actual reposicionamiento, se
aplica una rígida distinción entre “oposición leal” y “desleal”, que se
traslada mecánicamente a la sociedad civil, por medio del deslinde entre una
“sociedad civil socialista” –las “organizaciones sociales y de masas”- y otra
“consentida” o “tolerada” –las nuevas ONGs- términos que, como es sabido, se
aplican a la oposición real cubana, ilegal y penalizada. Los criterios de
“lealtad” o “deslealtad” al “nacionalismo revolucionario” –una corriente
ideológica específica dentro de la pluralidad doctrinal actual-, concebidos
para penalizar a actores concretos, no pueden desplazarse a la sociedad civil
sin reproducir el mismo carácter excluyente del sistema político de la isla.
La mayoría de los
teóricos actuales de la sociedad civil no se define como “liberal” o
“gramsciana”, como sugiere González, pero coincide en que una cosa es la
sociedad civil en regímenes democráticos y otra en regímenes no democráticos.
Pensar la sociedad civil en Cuba, con un mínimo de rigor, exige posicionarse
ante el problema de la ausencia de democracia en Cuba, aún desde la izquierda
socialista o católica. Si ese posicionamiento se escamotea, como en el texto de
González, se corre el riesgo de establecer dicotomías entre una “sociedad civil
leal” y otra “desleal”, lo cual es equivocado teórica y políticamente, porque
transfiere a la sociedad civil los atributos de una “oposición leal”, cuya
función sería muy diferente por ubicarse en la sociedad política.
Lo “leal”, referido
al “nacionalismo revolucionario” o, incluso, a la “nación”, genera, como comentábamos hace unos días, múltiples
equívocos porque justifica la penalización de la oposición real cubana,
verificada en la actual Constitución y el Código Penal. Para que haya
democracia, ni la sociedad civil ni la oposición real pueden estar penalizadas
a partir de orientaciones ideológicas o, mucho menos, morales. En cualquier
democracia existen leyes electorales que impiden la intervención de gobiernos
extranjeros en el financiamiento de partidos o asociaciones civiles y políticas.
Una nueva ley electoral que contemple esos dispositivos jurídicos es suficiente
para establecer límites precisos a cualquier violación a la soberanía nacional,
sin tener que persistir en la actual penalización de las libertades públicas,
que es constitutiva del régimen de partido único e ideología
marxista-leninista.