En 1915, Ezra Pound reunió en el volumen Cathay –el nombre que Marco Polo dio a
la China y que Colón imaginó como Las Indias, o sea, América- versiones al inglés del poeta chino Li Bai
(o Li Po, traducido por Pound como Rihaku, del nombre del poeta en japonés)
elaboradas a partir de las notas que sobre esas composiciones de la época de la
dinastía Tang había redactado el orientalista Ernest Francisco Fenollosa, hijo
de malagueño e india, que estudió filosofía y sociología en Harvard a fines del
XIX.
Uno de los poemas se titula “Exile’s Letter”, que se
conoce en español como “Carta del exiliado”. Hay varias traducciones al
castellano del poema de Li Bai/ Pound, una composición fácil de traducir por su
tono narrativo y lenguaje llano. La versión que más me ha gustado es la José
Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, a la que he hecho pequeños ajustes, a partir, sobre todo, del uso de conjunciones, signos de puntuación y separación entre secciones del poema que hizo Pound en el original.
Una vez que Fenollosa y Pound intervinieron el
texto, se abrió un juego de infinitas posibilidades para el viaje de Li Bai a
las lenguas occidentales. Un viaje en el que se borran fronteras, se
desmantelan aduanas y la autoría se transfiere, del creador original, a sus
múltiples traductores. Al fin y al cabo, la historia que cuenta el poema no
podría ser más familiar: la amistad entre un funcionario y un exiliado, bajo un
régimen despótico, que, en el lapso de una vida, pasa de la “ebriedad”, “sin
pensar en el rey y los príncipes”, a la terrible separación de los cuerpos y
los afectos.
Carta del Exiliado
A So-Kin de Racuyo, mi viejo amigo y Canciller de
Gen
Recuerdo cuando me hiciste un bar particular
En el extremo sur del puente de Ten-Shin.
Con oro reluciente y transparentes gemas pagábamos
los cantos y las risas
Y pasábamos ebrios un mes tras otro, sin pensar en
el rey ni los príncipes
Hombres inteligentes venían por el mar y la frontera
occidental
Y con ellos, contigo sobre todo,
Nos entendíamos perfectamente
Y nada para ellos era cruzar el mar o las montañas
Con tal de estar en nuestra compañía,
Y hablábamos de todo, sin ocultarnos nada, y sin
pesares
Después fui confinando a Wei del Sur,
Encerrado en un bosque de laureles,
Y tú hacia el norte de Raku-hoku
Hasta no haber entre nosotros más que añoranzas y
memorias comunes
Y luego, cuando era ya insufrible continuar
separados,
Volvimos a encontrarnos y fuimos a Sen-Go,
Siguiendo las mil vueltas y remolinos de las
sinuosas aguas,
Hasta un lugar resplandeciente con millares de
flores,
Que era el primero de los valles,
Y luego otros mil valles llenos de voces y del rumor
del viento en sus pinares.
Y con sillas de plata y riendas de oro
Salió a encontrarnos el capitán Kan del Este y su
comitiva.
Y vino allí también el verdadero mandamás de
Shi-yo,
a darme a mí la bienvenida
Sonando un órgano de boca incrustado de piedras
preciosas
Y en las casas de dos y más pisos de San-Ko nos
obsequiaron más música Sennin,
Con muchos instrumentos, como en un coro de Pichones
de Fénix.
El mandarín de Kan Chu, ebrio, bailaba,
porque sus
largas mangas no conseguían estar
inmóviles
Con la charanga de aquella música.
Y yo, cubierto de brocados, me quedé dormido en su
regazo,
Con el espíritu tan encumbrado que me hallaba en el
séptimo cielo,
Y antes del fin del día nos dispersamos como
estrellas
o lluvia.
Yo me tenía que marchar a So, muy lejos todavía
aguas arriba,
Tú regresaste a tu puente del río.
Y tu padre, que era valiente como un leopardo,
Gobernaba en
Hei-Shu, y sometió a los bárbaros.
Y un mes de mayo te mandó a traerme,
a pesar de la
enorme distancia.
Y con las ruedas rotas y lo demás, fue un viaje
duro, sobre caminos retorcidos como tripas de chivo,
Y yo que caminaba todavía a finales de año
bajo el
viento cortante que soplaba del norte,
Y pensaba qué poco te preocupaba el gasto
y tú te
asegurabas lo suficiente para pagarlo.
Y ¡qué recibimiento!
Copas de jade oro, platos bien
arreglados en una mesa azul toda enjoyada
Y yo borracho, y sin pensar en el regreso,
Y tú caminabas conmigo hasta el extremo occidental
del palacio
Hasta el templo dinástico, rodeado de agua, un agua
transparente como jade azul claro,
Con canoas bogando, y el son de las armónicas y tamboriles,
Y las ondas parecidas a las escamas de los
dragones, remedando el verdor de la yerba en el agua,
El placer prolongado en compañía de las cortesanas, yendo
y viniendo sin estorbos,
Con las pelusas de los sauces cayendo como nieve,
Y las chicas pintadas con bermellón, emborrachándose
por fin al caer la tarde
Y el agua, de cien pies de hondo, reflejando sus
cejas verdes,
-Unas cejas pintadas de verde que son para verse
bajo la luna tierna,
Lindamente pintadas-
Y las muchachas cantando y respondiéndose con cantos
las unas a las otras
Bailando en trajes transparentes,
Y el viento alzando el canto, interrumpiendo,
Y zarandeando bajo las nubes.
Pero todo esto tiene fin.
No se vuelve a encontrar otra vez.
Me fui a la corte a presentar examen,
Probé la suerte de Layú, ofrecí el canto Choyo,
Sin lograr promoción
Y regresé a las montañas del Este
con la cabeza
blanca.
Y más tarde, otra vez, nos encontramos en el puente
del sur,
Y luego el grupo se deshizo, tú partiste hacia el
Norte, para el palacio San,
Y si tú me preguntas cómo es que siento tu partida:
Tal como caen las flores al terminar la primavera,
Confusamente, en agitado remolino.
¿De qué sirve hablar? -y hablar no tiene fin,
No tienen fin las cosas del corazón.
Llamo al muchacho,
Lo hago sentarse en los talones aquí a mi lado
A sellar esto,
Y te la envío hasta mil millas de distancia,
mientras quedo pensando.