Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 19 de diciembre de 2013

El primer poema cubano de Wallace Stevens

Antes de que su "Discurso académico en La Habana" fuera publicado en un espléndido número de noviembre de 1929, de la Revista de Avance -el mismo en que apareció el ensayo de Ezra Pound "Energética literaria"-, y mucho antes, por supuesto, de que, en 1944, José Rodríguez Feo le escribiera su primera carta, anunciándole las primeras traducciones suyas que aparecerían en Orígenes -traducciones, curiosamente, no del propio Rodríguez Feo sino de su amigo, Oscar Rodríguez Feliú-, Wallace Stevens viajó a Cuba.
Entre 1922 y 1923 el poeta hizo dos viajes seguidos a la isla. El primero, en enero de 1922, de pesquería con su amigo Arthur Powell, un empresario de Atlanta con el que pasó varias temporadas en Biscayne Bay y Long Key. El segundo, en octubre de 1923, con su esposa Elsie, en una breve estancia dentro de un largo viaje que los llevaría, luego, a cruzar el canal de Panamá y subir por la costa del Pacífico hasta México y, finalmente, California. Aquel viaje de los Stevens, según los biógrafos, fue, a la vez, una luna de miel atrasada y una celebración de Harmonium, el primer cuaderno del poeta publicado por Alfred Knopf en septiembre de ese año.
En ese cuaderno aparece un poema titulado "The Cuban Doctor" y que, contrario a lo que podría suponerse, no se inspira en alguna experiencia de su primer viaje, el de 1922, ya que fue escrito, por lo menos, un año antes: se publicó en la revista Poetry en 1921. Los estudiosos encuentran en este poema, lo mismo que en el contemporáneo "Anecdote of the Prince of Peacocks", premisas clave del modernismo de Stevens como el vínculo difuso entre imaginación y experiencia.

The Cuban Doctor

I went to Egypt to escape
The Indian, but the Indian struck
Out of his cloud and from his sky.

This was no worm bred in the moon,
Wriggling far dawn the phantom air,
And on a comfortable sofa dreamed.

The Indian struck and disappeared.
I knew my enemy was near -I,
Drowsing in summer's sleepiest horn.

Otro poema de Harmonium, "The Emperor of Ice-Cream", que sí fue escrito en 1922 y que la crítica tradicionalmente localiza en Florida, pudo haber sido motivado, irónicamente, por alguna escena habanera. La mayoría de los críticos ha leído en el poema una trama de inmigrantes hispanos en alguna ciudad de Estados Unidos, pero no habría razón para no remitir la escena a aquella Habana de enero de 1922 que visitaron Stevens y Powell, y que llegó a captar Walker Evans en sus fotos, unos años después.

The Emperor of Ice-Cream

Call the roller of big cigars,
The muscular one, and bid him whip
In the kitchen cups concupiscent curds.
Let the wenches dawdle in such dress
As they are used to wear, and let the boys
Bring flowers in last month's newspapers.
Let be be finale of seem.
The only emperor is the emperor of ice-cream.

Take from the dresser of deal,
Lacking the three glass knobs, that sheet
On which she embroidered fantails once
And spread it so as to cover her face.
If her horny feet protrude, they come
To show cold she is, and dumb.
Let the lamp affix its bean.
The only emperor is the emperor of ice-cream.

sábado, 14 de diciembre de 2013

La colonización del subconsciente

Es difícil localizar el origen preciso de la frase, pero muchos la atribuyen a uno de los personajes de In Lauf der Zeit (1975), el film de Wim Wenders que circuló en el mundo anglófono con el título de Kings of the Road. Allí se hablaba específicamente de una "colonización americana" del inconsciente colectivo, luego de la revolución cultural de los 60. El film de Wenders evocaba las road stories  de la Beat Generation, pero, a la vez, presentaba, como exótico en Europa, esa misma cultura popular americana que colonizaba lo reprimido.
La idea, que podría encontrar formulaciones paralelas en algunas corrientes del psicoanálisis y el marxismo de los 70 -el clásico Para leer al Pato Donald (1972) de Ariel Dorfman y Armand Mattelart tenía como subtítulo "Comunicación de masas y colonialismo"- encuentra resonancia en algunos estudios sobre la izquierda norteamericana de los 60, como el ensayo "Periodizing the Sixties" de Fredric Jameson para el volumen The Sixties Without Apologies (1984) o los capítulos finales de Marxism in the United States (1987) de Paul Buhle.
Ambos autores sostienen que una de las señas de identidad de la New Left americana fue la certidumbre de que el capitalismo cultural estaba colonizando dos territorios que, hasta mediados del siglo XX, se le mostraban resistentes. A saber, el subconsciente y el Tercer Mundo. Dos dimensiones que, desde otra perspectiva, podían aparecer como una. ¿No era, acaso, el Tercer Mundo el subconsciente del Primero, el subsuelo colonial de la cultura metropolitana? La colonización de ambos implicaba, entonces, un cuestionamiento de su marginalidad.
El equivalente de este juicio en la izquierda latinoamericana difícilmente podría encontrarse en el timorato psicoanálisis regional o en los nacionalismos descolonizadores, que nunca tuvieron allí la sofisticación teórica que Frantz Fanon y otros involucraron en la cuestión norafricana. La mayor cercanía a dicha idea tal vez deba encontrarse en la Teoría de la Dependencia, un movimiento intelectual que partió de la negación de cualquier carácter semifeudal o protocapitalista en la economía latinoamericana. La descolonización, para esos teóricos, comenzaba con un acto del pensamiento: pensarse como parte del mundo y no como apéndice o frontera de la modernidad.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Mao y el Che

Según la biografía ya canónica de Mao Tse Tung, Mao. The Unknown Story (2006) de Jung Chang y Jon Halliday, las relaciones políticas entre el Che y Mao pasaron, entre 1960 y 1965, de la afinidad al despego. No abundan estos autores en los vínculos teóricos entre ambos líderes, ni entran en detalles sobre los vaivenes geopolíticos que determinaron aquellos giros del afecto. No deja de ser curioso que justo en el momento de mayor distanciamiento entre La Habana y Moscú, luego de la Crisis de los Misiles, la simpatía entre ambos líderes no creciera más de lo que prometió en un inicio.

En un primer pasaje, señalan los biógrafos: "In Latin America, Peking made a beeline for Cuba after Fidel Castro took power in January 1959. When Castro's colleague Che Guevara came to China in November 1960, Mao doled out US$60m as "loan", which Chou told Guevara "does not have to be repaid".

Cinco años después, en 1965, cuando Guevara se preparaba para lanzar su guerrilla latinoamericana y antes de que Fidel Castro iniciara ataques sostenidos a la posición antisoviética de China, las cosas habían cambiado notablemente. En contra de corrientes historiográficas que han interpretado el rechazo de Mao a Guevara, por una supuesta expectativa de entendimiento chino con Estados Unidos desde entonces, Chang y Halliday sostienen que el motivo de la distancia era la debilidad del antisovietismo de Guevara. Otra cosa a dilucidar sería si esa debilidad era más reflejo de la lealtad de Guevara a Castro que de una posición política propia:

"Mao had placed high hopes on Castro's colleague Che Guevara. On Guevara's first visit to China in 1960, Mao demonstrated uncommon intimacy with him, holding his hand while talking eagerly to him, and fulsomely praising a pamphlet of his. Guevara had reciprocated, recommending copying Mao's methods in Cuba. And he had proved the closest in the Havana leadership to Mao's position during the 1962 Cuban missile crisis. But in the end, Mao could not get Guevara to take his side against the Russians. When Guevara returned to China in 1965, just before going off to try to launch guerrilla ventures in Africa, and then Bolivia, Mao did not see him, and a request from Guevara in Bolivia for China's help to build a radio station that could broadcast worldwide was refused. When Guevara was killed in 1967, Peking privately expressed delight. Kang Sheng told Albania's defense minister in October 1968: "The revolution in Latin America is going very well, especially after the defeat of Guevara; revisionism is being unmasked"

viernes, 6 de diciembre de 2013

Secularidad de la literatura

En el último The New Yorker, James Wood regresa al viejo tema de la literatura como intento de respuesta al por qué de la vida y la muerte, pero lo hace confrontando el rol de esas interrogaciones en la religión y en el arte. Recuerda Wood que en su infancia y adolescencia, tuteladas por la religión evangélica y presbiteriana de la familia y las escuelas, la literatura ofrecía un mundo paralelo, que desafiaba la normatividad moral y pedagógica sobre la que descansaba el sentido de la vida y la muerte.

"In the novel, you might encounter atheists, snobs, libertines, adulterers, murderers, thieves, madmen riding across the Castilian plains or wandering around Oslo or St. Petersburg, young men on the make in Paris, young women on the make in London, nameless cities, placeless countries, lands of allegory and surrealism, a human turned into a bug, a novel narrated by a cat, citizens of many countries, homosexuals, mystics, landowners and butlers, conservatives and radicals, radicals who were also conservatives, intellectuals and simpletons, drunks and priests, priests who were also drunks, the quick and the dead".

No se trataba, agrega Wood, de un mero zoológico de la perversión, sino de manifestaciones de lo ilegal, lo prohibido e, incluso, lo maligno, que perturbaban la mentalidad religiosamente moldeada del lector joven que fue. La secularidad de la literatura no tenía tanto que ver con poéticas malditas o con políticas laicistas o ilustradas como con la capacidad de fabular en los márgenes de la ley y la religión. Dos dimensiones, estas, que la novela o el poema modernos no tratan de negar o anular, ya que dan por asumidas por el lector joven al que intentan seducir. No sería muy difícil derivar de este apunte de Wood la idea de que la crisis contemporánea de la literatura está relacionada, justamente, con la mayor secularidad del lector, que se muestra como un sujeto cada vez menos perturbable.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Repetir la isla. Deletrear el guión


El ensayista y crítico cubano Gustavo Pérez Firmat, profesor de la Universidad de Columbia, ha hecho una actualización de su clásico Life on the Hyphen. The Cuban-American Way (1995), para la reedición revisada en University of Texas Press (2012). Las dos adiciones fundamentales del libro son un capítulo final, titulado “The Spell of the Hyphen”, y el epílogo “My Repeating Island”.
No hay mayores cambios de sentido en la defensa de la cultura cubano-americana hecha por Pérez Firmat en los 90. Defensa aquella, de por sí, irónica, traviesa, como las del ajedrez que tanto admira, que rehuía de cualquier gravedad retórica o fruncimiento doctrinal. Pero defensa al fin. Leo en esta nueva versión de su libro, no un abandono de esa defensa, aunque sí una exploración por los límites de lo “cubano-americano”.
No es raro que los dos textos que se agregan a esta edición busquen el diálogo con escritores que, a pesar de residir por mucho tiempo en Estados Unidos, produjeron lo fundamental de sus obras en español y se mantuvieron alejados de cualquier condición migratoria, étnica o enclave cultural distintivo. Me refiero al poeta Orlando González Esteva, a quien Pérez Firmat dedica pasajes llenos de ideas e intuiciones, y a Antonio Benítez Rojo, homenajeado en el epílogo.
El concepto que le permite a Pérez Firmat entrelazar estas lecturas es el de exilio o, más específicamente, el de “exilio crónico”. Considérense “cubanos” o “cubanoamericanos”, escriban en inglés o español, unos (González Esteva, Benítez Rojo, José Kozer…) u otros (Oscar Hijuelos, Cristina García, Virgil Suárez…) son exiliados. Y algunos de ellos, como González Esteva y el propio Pérez Firmat, “exiliados crónicos”.
El exiliado crónico puede escribir haikus, rememorar el paraíso de la infancia, repetir la isla o deletrear el guión en cualquier lengua. Su marca personal, su huella dactilar –o su iris digital-, no están determinadas por el mayor o menor nacionalismo o cosmopolitismo, por la alternativa entre bilingüismo o monolingüismo o por relecturas obsesivas de José Martí o T. S. Eliot. Lo que distingue al exiliado crónico es un saber sobre Cuba y Estados Unidos, sobre los tiempos antagónicos de ambas naciones y sobre el peso de ese antagonismo sobre sí mismo y su futuro.
Un saber poético, en este caso, pero que, como cualquier otro saber, desglosa la nación, el continente y el mundo, para luego replegarse sobre el propio sujeto. Una sabiduría que funciona como ontología de sí y que las primeras noticias que da al sujeto son las de su permanencia y su fin. Por ese saber, el “exiliado crónico” sabe que no cambiará, aunque sus países de origen y destino cambien, y que morirá en el mismo gesto de repetir la isla y deletrear el guión, por más que el mundo se globalice.

“The chronic exile knows that, whatever happens in Cuba, it will have happened too late. Change may come to Cuba –it may have already- but no change will come to him. In this he resembles those hundreds of thousands of other exiles, on both sides of the Florida Straits and also within them, who did not live to see the day of their country’s liberation. Exile ends, chronic exile goes on”.
   

martes, 26 de noviembre de 2013

Cubanos, vietnamitas y cine francés

Mark O'Connell ha dicho, en Slate, casi todo lo que había que decir sobre la reedición que la Universidad de Yale ha hecho de la larga entrevista que le hiciera Jonathan Cott a Susan Sontag, en 1978, para la revista Rolling Stone. Sólo llamo la atención sobre el pasaje de la entrevista en la que Cott le hace la observación a Sontag sobre las diferencias entre el temperamento de los cubanos y los vietnamitas que ella había observado en sus viajes a esos países comunistas del Tercer Mundo.
Los cubanos, según Sontag, eran, como los "americanos", "manic, talkative, and intimate", mientras que los vietnamitas eran "controlled, measured, and formal", como los franceses. A pesar de reiterar la falsa equivalencia, tan común en el pensamiento de la New Left, entre dos idiosincracias culturales y políticas del Tercer Mundo, marcadas por sus respectivas metrópolis coloniales, Sontag dejaba ver su distanciamiento de aquellos comunismos al pasar de largo, ante la provocación de Cott, y centrar su respuesta en las diferencias temperamentales que observaba entre cineastas franceses como Jean Renoir y Marcel Pagnol.
El cine de Pagnol podía ser de tipo "cubano" y el de Renoir de temperamento "vietnamita", pero en algún momento los humores se intercambiaban. No había nada fijo en aquellas identidades aparentemente sedimentadas por tradiciones y costumbres. La mudanza que advertía Sontag en el cine francés era tanto una metáfora de la imposibilidad de fijar caracteres culturales o nacionales como de la propia curiosidad estética, sexual y política que debía distinguir al intelectual público moderno. Sontag se veía a sí misma como esa dama verdiana, a veces vietnamita, a veces cubana; a veces Renoir, a veces Pagnol.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Adorno y Horkheimer reescriben el Manifiesto


La editorial Verso, en su colección Pocket Communism, ha dado a conocer la transcripción de unas conversaciones que sostuvieron Theodor Adorno y Max Horkheimer, en la primavera de 1956, ideadas como el punto de partida para una reescritura del Manifiesto comunista. Los editores no dudan en llamar aquel diálogo philosophical jam-session, dado que el “jazz no era anatema para Adorno”. Frase, cuando menos, imprecisa, ya que el jazz, para Adorno, no sólo no era anatema sino una de las formas más vanguardistas de la música popular en el siglo XX. La “moda atemporal”, la utopía sonora de lo profano, con una especial energía anti-totalitaria.
Ni los editores de Verso ni los de The New Left Review, que publicaron inicialmente Towards a New Manifesto, exponen el contexto en que se produjo aquella conversación. Pero sin ese contexto –muerte de Stalin, XX Congreso del PCUS, invasión soviética a Hungría, primeras denuncias de los gulags, rearticulación de la socialdemocracia alemana, despegue de la sociedad de consumo…- es imposible comprender el impulso de reescritura del Manifiesto comunista que sintieron Adorno y Horkheimer en Frankfurt. El mundo daba el giro fundacional de la Guerra Fría y la teoría crítica –tal vez, la rama del marxismo occidental más viva para entonces- debía reformular su práctica.
Muchas de las ideas que hacen girar Adorno y Horkheimer en el diálogo –los nuevos mecanismos de reproducción cultural, la transformación del trabajo bajo el Estado de bienestar y la sociedad de consumo, el desplazamiento final del positivismo por el subjetivismo, la confusión entre libertad social y tiempo libre, el desencuentro entre teoría y práctica dentro de las izquierdas, la totalización de la instrumentalidad…- son apostillas a la obra previa de ambos, especialmente a Dialéctica de la Ilustración (1947). Me interesa, sin embargo, destacar aquí las implicaciones políticas de esa actualización de la teoría crítica, en 1956, que los llevaría a enfrentarse con la Nueva Izquierda en 1968.
Ambos pensaban que la encrucijada que se abría con la Guerra Fría dejaba huérfano, políticamente hablando, al marxismo crítico. Desde Occidente avanzaba un capitalismo renovado, con una enorme capacidad de reproducción cultural –el “dinamismo” de la burguesía, a mediados del siglo XX, sería, a la vez, el principal punto de continuidad y ruptura entre este Manifiesto y el de Marx y Engels en 1848-, mientras del Oriente, venía una implementación despótica del marxismo, que, entre otras cosas, maltrataba la sabiduría y el lenguaje heredados de Marx. Los “libertadores” de ambos polos eran “nuevos César Borgias”:

“Adorno: We cannot call for the defense of the Western world.

Horkheimer: We cannot do so because that would destroy it. If we were to defend the Russians, that’s like regarding the invading Teutonic hordes as morally superior to the Roman slave economy. We have nothing in common with Russian bureaucrats. But they stand for a greater right as opposed to Western culture. It is the fault of the West that the Russian Revolution went the way it did. I am always terribly afraid that if we start talking about politics, it will produce the kind of discussion that used to be customary in the Institute.

Adorno: Discussion should at all costs avoid a debased form of Marxism. That was connected with a specific kind of positivist tactic, namely the sharp divide between ideas and substance.

Horkheimer: That mainly took the form of too great an insistence on retaining the terminology.

Adorno: But this has to be said. They still talk as if a far-left splinter group were on the point of rejoining the Politburo tomorrow.

Horkheimer: What are the implications of that for our terminology? As soon as we start arguing with the Russians about terminology we are lost.

Adorno: On the other hand, we must not abandon Marxist terminology.

Horkheimer: We have nothing else. But I am not sure how far we must retain it. Is the political question still relevant at a time when you cannot act politically?”

La última pregunta de Horkheimer ilustra muy bien la sensación de parálisis que comenzaba a sentir la Escuela de Frankfurt y que llevó a algunos de sus miembros a distanciarse de la revuelta del 68 y a aproximarse a la socialdemocracia en los 70. Quienes hoy entienden aquella deriva como “derechización”, parecen sostener que la única alternativa genuinamente de izquierda, a mediados de los 50, era mantenerse leal al Kremlin, apoyar o callar ante la invasión soviética de Hungría y respaldar la construcción del Muro de Berlín. Adorno y Horkheimer optaron por defender el lenguaje del marxismo crítico, frente a la colonización doctrinal de Moscú. Fue esa la principal motivación de ambos al intentar reescribir el Manifiesto en 1956.