Ayer asistí, en Princeton, a una conversación entre el historiador Jeremy Adelman y el economista Paul Krugman, a propósito de la biografía de Albert O. Hirschman, Worldly Philosopher (2013), escrita por el primero. El libro de Adelman ha sido celebrado por Malcolm Gladwell en The New Yorker y por Cass Sunstein en The New York Review of Books, como una obra elegante y erudita, a medio camino entre la biografía privada y la historia intelectual.
Hirschman, autor de ensayos fundamentales sobre la economía, la sociedad y la política modernas, como Exit, Voice, and Loyalty (1970), The Passions and the Interests (1977) y The Rethoric of Reaction (1991), fue además uno de esos peregrinos académicos -"Odisea" es el término que Adelman escogió para subtitular su libro- involucrados en el diseño y la difusión de estrategias para el desarrollo en América Latina y el Tercer Mundo en los años 50 y 60. Veterano de la solidaridad con la República Española y de la resistencia antifascista francesa, sus simpatías por el socialismo democrático lo llevaron a tomar distancia, a la vez, de la ortodoxia marxista y del dogmatismo liberal.
En el diálogo de ayer, en Princeton, Krugman, quien en materia de economía política sostiene una posición muy parecida o heredera de la de Hirschman, confesó, sin embargo, no saber qué hacer con las ideas del maestro. Había algo inútil e inaplicable en aquellas teorías sobre el desarrollo, basadas a veces en la observación antropológica de la moral económica de una familia de campesinos colombianos. Adelman dio la razón a Krugman cuando recordó las dificultades de aquel economista, admirador de Montaigne, para formalizar matemáticamente sus hipótesis.
Libros del crepúsculo
jueves, 19 de septiembre de 2013
domingo, 15 de septiembre de 2013
Americanness
La muestra del Moma sobre el arte moderno en Estados Unidos, de Edward Hopper a Georgia O' Keeffe, curada por Kathy Curry, está articulada en torno al concepto de "americanness". Exposiciones como esta nos recuerdan algo tan elemental como que los dilemas del nacionalismo y la identidad no son exclusivos de los países periféricos, como a veces parecen sostener los discursos postcoloniales y subalternos. Sin el nacionalismo de los países centrales difícilmente habrían tenido lugar las dos guerras mundiales del siglo XX.
Desde el autorretrato de Charles Scheeler con un teléfono delante y su rostro detrás, reflejado en una vitrina, hasta la serie primitivista de Jacob Lawrence, con sus obreros negros, o las pinturas sobre boxeo o handball de Ralph Steiner y Stuart Davis, asistimos a una aglomeración de tópicos norteamericanos: el industrialismo, la migración, la publicidad, el capitalismo, el desarrollo... Y junto a todos esos atributos, uno más, asociable a Estados Unidos desde los tiempos de Twain y Tocqueville: la soledad.
La soledad se siente lo mismo en los bares deshabitados o las mujeres abandonadas de Hopper, en el célebre "Christina's World" de Andrew Wyeth o en el astuto retrato de Alfred Stieglitz, hecho por Arthur Dove, en el que la cara del fotógrafo se esconde tras una espiral y un estropajo, como símbolos de la invención humana. El reconocimiento de la soledad, en tanto clave de una cultura nacional, forma parte del individualismo norteamericano, de las tradiciones libertarias de este país, pero también es uno de los pilares de la ideología de la excepción, que marca las relaciones de Washington con el mundo.
Desde el autorretrato de Charles Scheeler con un teléfono delante y su rostro detrás, reflejado en una vitrina, hasta la serie primitivista de Jacob Lawrence, con sus obreros negros, o las pinturas sobre boxeo o handball de Ralph Steiner y Stuart Davis, asistimos a una aglomeración de tópicos norteamericanos: el industrialismo, la migración, la publicidad, el capitalismo, el desarrollo... Y junto a todos esos atributos, uno más, asociable a Estados Unidos desde los tiempos de Twain y Tocqueville: la soledad.
La soledad se siente lo mismo en los bares deshabitados o las mujeres abandonadas de Hopper, en el célebre "Christina's World" de Andrew Wyeth o en el astuto retrato de Alfred Stieglitz, hecho por Arthur Dove, en el que la cara del fotógrafo se esconde tras una espiral y un estropajo, como símbolos de la invención humana. El reconocimiento de la soledad, en tanto clave de una cultura nacional, forma parte del individualismo norteamericano, de las tradiciones libertarias de este país, pero también es uno de los pilares de la ideología de la excepción, que marca las relaciones de Washington con el mundo.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Rojos newyorkinos
Una persistente tradición racionalista, que se remonta a Kant, Hegel, Marx y Lenin, inclina a pensar las revoluciones y revueltas como desenlace, antes que como fuente de las ideas. En las últimas décadas, a medida que las revoluciones y revueltas se vuelven eventos más simbólicos que reales, más postmodernos que ilustrados, comenzamos a pensar esos fenómenos al revés. El 68, el 89, Chiapas, el 11/M u Occupy Wall Street se diferencian de las viejas revoluciones -el 76, aquel 89, el 17, el 59- mientras menos cambios tangibles y más fantasía de cambios producen.
La literatura sería uno de los muchos documentos donde leer la acumulación de fantasías de cambio que desatan las últimas revueltas. Dos novelistas norteamericanos jóvenes, Jonathan Lethem y Caleb Crain, serían buenos ejemplos de lo anterior. En un reciente número de The New Yorker, el crítico James Wood se refiere a la última novela de Crain, Necessary Errors (2013), como una ficcionalización de la "revolución de terciopelo" en Praga, marcada por la ambivalencia ante el derrumbe del comunismo. La idea misma del "derrumbe" o de la dimensión propiamente revolucionaria de aquel cambio quedaría en entredicho dentro de una ficción que se coloca más allá de cualquier nostalgia del Este.
Otra novela reciente, Dissident Gardens (2013), de Jonathan Lethem, comentada el fin de semana pasado por Yiyun Li en el Book Review del New York Times, se adentra en estas revueltas imaginarias por la vía histórica. El libro cuenta el devenir de una familia de comunistas newyorkinos, entre los años 20 y el colapso de la URSS, entre la irrupción de la revista The Masses y el neopop clintoniano, que, sin dejar de celebrar la pasión revolucionaria de aquellos sujetos, no oculta el dogmatismo moral y sexual con que emprendieron sus políticas, en el ambiente, por demás, hostil del macarthysmo y el antiliberalismo. Lethem, como es sabido, estuvo muy involucrado en el movimiento Occupy Wall Street hace dos años: su novela podría ser leída como la paradójica historización de esa experiencia.
domingo, 1 de septiembre de 2013
El presidente y el poeta
martes, 27 de agosto de 2013
Ojo imperial
En el elogio que dedica a la exposición de Julia Margaret Cameron en el último New Yorker, Anthony Lane no destaca la foto del príncipe abisinio Dejatch Alamayou, con que cierra la muestra del Metropolitan. Curioso que no lo haga cuando buena parte de su artículo se centra en recrear la estancia de los Cameron en la India y el "orientalismo" de los prerrafaelitas y el grupo de Bloomsbury, donde se movía la fotógrafa.
El retrato del principito etiope, expuesto en el Metropolitan, no es el único que Cameron hizo del huérfano, que la reina Victoria encargó al capitán Speedy. Hay otros, en los que el niño mira al lente y otros más, en los que aparece sentado en las piernas de su tutor. No conozco una novela o una biografía que cuente la historia de ese niño africano, que acaba con levita de caballero victoriano, paseando por Trafalgar Square. Seguramente existe.
Por lo pronto, las fotos de Julia Margaret Cameron permiten reconstruir la historia al detalle. Hay en la mirada de la fotógrafa ese "ojo imperial" de que hablaba Mary Louise Pratt en un conocido ensayo. El Capitán Speedy es, en las fotos de Cameron, un héroe conradiano, que protege al bárbaro melancólicamente, sabiendo que nunca podrá despojarlo de su tristeza. Speedy sufre mirando al niño y éste mira sufriendo a la cámara.
domingo, 25 de agosto de 2013
Filosofía de la mirada
Se expone por estos días en
el Metropolitan Museum de Nueva York una muestra de las fotografías tomadas, en
el siglo XIX, por la artista inglesa Julia Margaret Cameron (1815-1879).
Cameron descubrió la fotografía al final de su vida, con casi 50 años y seis
hijos, y entendió ese arte como una extensión del teatro, la literatura o la
pintura.
Utilizó a su siempre
dispuesto esposo, a sus hijas y sobrinas, como la espectral Julia Jackson –madre de Virginia Woolf-, a sus amigos de la isla de Wight y, especialmente, a
las hijas de esos amigos, como la Alice Liddell de Lewis Carroll, para montar
escenas de King Lear de Shakespeare,
de Idylls of the King de Lord Tennyson
o del Quijote de Cervantes, que luego
fotografiaba y utilizaba para ilustrar ediciones impresas de esas obras.
En los retratos de Cameron se
observa un lento avance de los rostros hacia la mirada de frente. Sus primeras
fotos captaban a los personajes de perfil, con la mirada perdida, como si se
tratara de modelos para un pintor de caballete. Pero ya al final de su vida,
Cameron tomó fotos de frente del científico John Herschel, del historiador
Thomas Carlyle y del poeta Henry Taylor, en las que la mirada desafiaba el
lente, proyectando unos ojos que, curiosamente, parecían mirar al horizonte, no
a la cámara.
El contraste entre esos dos
tipos de fotos, los que podríamos llamar retratos alegóricos (las niñas May
Prinsep o Alice Liddell como Casiopea o Pomona) y las miradas perdidas de
Tennyson o Carlyle, es la clave de la muestra del Metropolitan. Cuando el
espectador cree haber dado con la misma, encuentra al final de la galería, una
pequeña foto, que le reserva la mayor sorpresa.
Me refiero al retrato del
príncipe abisinio, Dejatch Alamayou, hijo del rey Theodoro de Etiopía, que al
quedar huérfano fue rescatado por la reina Victoria y encomendado al capitán
Tristán Speedy para su educación. Speedy vivía en la isla de Wight y era amigo
de los Cameron, lo que explica el retrato que le dedica Julia Margaret. En el
mismo, el principito negro aparece con una muñeca blanca entre los brazos. Al
pie de la foto original, la leyenda “I have seen the world”, traducción del nombre del niño.
jueves, 22 de agosto de 2013
¿Conversan los poetas?
¿Cuándo comenzaron a dialogar los poetas cubanos y
norteamericanos? ¿Cuándo dejaron de hacerlo? ¿Lo hacen aún? Hay una conversación documentable entre José María Heredia y William Cullen Bryant
o entre José Martí y Walt Whitman o entre Nicolás Guillén y Langston Hughes o
entre José Lezama Lima y Ezra Pound o T. S. Eliot o entre Virgilio Piñera y
Wallace Stevens o entre Gastón Baquero y William Carlos Williams o Dylan Thomas o, incluso,
entre Allen Ginsberg y José Mario.
¿Se interrumpió alguna vez esa conversación? ¿Cambió de
sentido, de intensidad, de frecuencia? Dos o tres generaciones de poetas cubanos afincados en
Estados Unidos, entre Juana Rosa Pita y Magaly Alabau, entre Lorenzo García Vega
y Gustavo Pérez Firmat, entre José Kozer y Orlando González Esteva, ofrecen
diversas modalidades de conversación con la gran poesía norteamericana de la
segunda mitad del siglo XX. Sólo falta reconstruirlas.
La historia de ese diálogo, que atraviesa la frontera de dos
lenguas y dos siglos, está por hacer. Sólo quisiera anotar, por ahora, que
dicha historia no sucede únicamente dentro de la poesía exiliada sino que tiene lugar, a su manera, dentro de la poesía escrita en la isla en las últimas
décadas. Pienso, por ejemplo, en las consonancias –reconocidas o no- que se
advierten entre la poesía de Robert Lowell y de Heberto Padilla, de Rita Dove y
Nancy Morejón o, incluso, de Sylvia Plath, Anne Sexton y Reina María Rodríguez.
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