Libros del crepúsculo
miércoles, 17 de julio de 2013
¿Qué hacer con el mito?
En la novela Santa Evita (1995) de Tomás Eloy Martínez están planteadas las actitudes intelectuales básicas frente a un mito popular. Aunque el novelista apela a constantes exergos desmitificadores, como el de Jean Cocteau ("la canonización de Eva Perón por el Papa y la de Jean Genet por Sartre (otro Papa) son los acontecimientos místicos de este verano") o el de Oscar Wilde ("el único deber que tenemos con la historia es reescribirla"), se autodefine como un "iniciado" en el culto a Santa Evita.
En un momento de la novela, Martínez parece decirnos que ante la bifurcación de caminos entre la historia y el mito, el escritor debe escoger una tercera vía: la novela. Este género literario sería el artefacto moderno por excelencia, que permitiría reconstruir la articulación de mito e historia en el culto popular a Evita Perón y, a la vez, eludir los clichés incubados por el duelo. El cliché, por ejemplo, de la desmitificación positivista o el cliché de la deshistorización mitológica: dos peligros inversos, pero que, en el fondo, comparten el mismo origen.
domingo, 14 de julio de 2013
Recuerdo o vivencia; Málaga o Pajarete
Es difícil deslindar, en algunos poemas de Versos sencillos (1891), el recuerdo o
la vivencia como fuentes de las escenas e imágenes que Martí convoca en su
poemario. Me refiero, desde luego, a la vivencia a la mano de Martí, en aquel
presente suyo del verano de 1890, cuando escribe los versos que se publicarán
al año siguiente.
La crítica acepta que casi siempre que Martí se refiere a
España, en ese poemario, en el poema X o en el VII, dedicado a Aragón, el poeta
está evocando sus años de estudiante de Derecho, Filosofía y Letras en
Zaragoza. En la Universidad de esta ciudad aragonesa, Martí se graduó de Doctor
en Leyes, en 1874, con una tesis sobre Marco Tulio Cicerón como máxima expresión de la oratoria política
y forense entre los romanos.
Además de elogiar la tradición patriótica peninsular, en
medio de la organización de una guerra de independencia contra el trono
español, y de destacar la dimensión musulmana –gesto frecuente en Martí- de la
cultura ibérica, el poema tiene el interés de deslizar la confesión de que en
Zaragoza el poeta y político cubano habría perdido la virginidad.
No todas las alusiones a España, en Versos sencillos, provienen de evocaciones de aquella estancia de
Martí en la península. Cuando en el poema
XV se refiere a dos vinos españoles, el Málaga y el Pajarete, no está apuntando
un recuerdo sino una vivencia newyorkina. El mesero que le sirve en algún bar
de Manhattan o Brooklyn, a diferencia del “médico amarillo”, “con una mano
cetrina y la otra en el bolsillo”, le receta una mejor medicina al darle a escoger entre dos vinos españoles
muy populares en Estados Unidos en aquellas décadas, tal y como se lee en
el libro A History of Wine in America
(1989) de Thomas Pinney.
Uno de los grandes fundadores de la vinicultura en Estados
Unidos, el húngaro Agoston Haraszthy, autor del clásico de la enología Grape Culture, Wines and Wine-Making (New York, 1862) comenzó importando Málagas y Pajaretes
del Sur de España a Boston y Nueva York, vía Londres, a mediados del siglo XIX,
antes de crear el emporio vinícola californiano que llega hasta nuestros días.
Haraszthy y Martí son, por cierto, dos de los más célebres inmigrantes de la
segunda mitad de aquella centuria que reconoce la Smithsonian Institution.
jueves, 11 de julio de 2013
Palacio de la memoria y romanticismo noir
Los Versos sencillos (1891)
de José Martí, como recuerdan algunos de sus devotos –Fina García Marruz u
Orlando González Esteva, por ejemplo- son cualquier cosa menos sencillos. A
ciertos atributos de la “sencillez”, como la rima, Martí dio un tratamiento aleatorio, que por momentos saca al lector de la cadencia establecida por
los primeros versos.
El poema V, por ejemplo, mantiene las cuartetas en
octosílabos pero altera la rima de la secuencia ABAB a la ABBA, que reaparece
también en el XI, el XIV, el XV y el XIX. El XII, “En el bote iba remando/ Por
el lago seductor,/ Con el sol que era oro puro/ Y en el alma más de un sol”…,
quiebra levemente la rima. El XXXVI la altera nuevamente, pasando de ABBA
a AABB. Ya al final del cuaderno, el XLII introduce la rima continua, AAAA, y
el XLV, “Sueño con claustros de mármol”, es, en realidad, verso libre.
Hay poemas, en ese cuaderno, que son como cápsulas en la
memoria de Martí. Los de la bailarina española, la niña de Guatemala o el que
arranca con el verso “El enemigo brutal”, que transcriben recuerdos del adolescente o el joven Martí. No en balde el
monte donde escribe sus poemas es la “catedral” o el “palacio” de la memoria.
Hay otros, como alguna vez apuntamos aquí, que traducen alegóricamente una
vivencia, dotando al texto de un sentido enigmático, por momentos, metafísico.
Dos de esos poemas alegóricos en los que
Martí refiere experiencias de escisión o desdoblamiento, nos trasladan al mundo del
espiritismo o del romanticismo noir,
estudiado por Mario Praz. Una exposición reciente en el Musée d’Orsay de París
reconstruye esa tradición, específicamente en la pintura europea, de Goya a Ernst.
Los dos poemas a los que me refiero son aquel en que Martí
habla de un “paje fiel”, que lo “cuida” y le “gruñe”, que “no come y no duerme”,
que “se le desliza en el bolsillo”, que le ofrece “una taza de ceniza”, que
“castañetea”, "derrama sangre”, “hiela y chispea”, y que resulta ser su propio
esqueleto. El otro poema noir de
Martí, en ese cuaderno, es el VIII:
Yo tengo un amigo muerto
Que suele venirme a ver:
Mi amigo se sienta, y canta;
Canta en voz que ha de doler
“En un ave de dos alas
Bogo por el cielo azul:
Un ala del ave es negra
Otra de oro Caribú.
El corazón es un loco
Que no sabe de un color:
O es su amor de dos colores,
O dice que no es amor.
Hay una loca más fiera
Que el corazón infeliz:
La que le chupó la sangre
Y se echó luego a reír
Corazón que lleva rota
El ancla fiel del hogar,
Va como barca perdida
Que no sabe a donde va”.
En cuanto llega a esta angustia
Rompe el muerto a maldecir:
Le amanso el cráneo, lo acuesto;
Acuesto el muerto a dormir.
La escena del muerto -Martí mismo- sentado al pie de la
cama, se repite en ambos poemas. Un muerto vivo, alma errante, como el exiliado
al que se le “rompe el ancla fiel del hogar”. Un muerto ofendido y rencoroso;
otro yo que emerge cuando el yo de la vigilia duerme, que maldice y refunfuña y
que debe ser devuelto al sueño para que el sujeto no despierte escindido.
miércoles, 10 de julio de 2013
Martí en los Catskill
A unas 110 millas de Nueva York, por la carretera 87, que
conecta esa ciudad con Albany, se anuncian las primeras entradas a los montes
Catskill. Primero, los Catskill Cairo, luego los Catskill Creek, finalmente,
los Catskill Ski. En las publicaciones turísticas que circulan por las aldeas
de esos montes se habla de un esplendor perdido de la zona, que algunos ubican
a fines del siglo XIX, cuando se construyó el ferrocarril y las cascadas de
Kaaterskill y el lujoso hotel al borde la misma, Laurel House, acogían a la alta sociedad de Manhattan, o todavía en
los años 1940 y 1950, cuando la comunidad judía de Nueva York creó allí clubes
de verano e invierno.
José Martí, como es sabido, viajó en varias ocasiones a los
Catskill y estos montes son una presencia importante en su obra. Los estudiosos
cubanos Rodolfo Sarracino Magriñat y Salvador Arias han estudiado esas visitas,
relacionadas con la pertenencia de Martí al selecto club Crepúsculo, que reunió a filósofos, naturalistas, poetas, políticos,
empresarios y banqueros de Nueva York, bajo la doble invocación doctrinaria del
positivismo spenceriano y el trascendentalismo norteamericano, y del que
formaron parte figuras públicas de esa ciudad, muy admiradas por Martí, como
Walt Whitman y Henry George.
Martí debió saber de la existencia de los Catskill antes de
visitarlos, por la publicidad turística que reproducía la prensa newyorkina y
por referencias literarias precisas como el famoso relato de Rip Van Winkle, el
amante de los bosques que se duerme 20 años y regresa a una casa, una esposa y
una aldea que no reconoce, de Washington Irving, ambientado en la comunidad
holandesa de esos montes. Las cataratas de Kaaterskill, como las del Niágara,
habían sido celebradas por poetas norteamericanos, que Martí conocía bien, como
William Cullen Bryant y Henry Wadsworth Longfellow.
La visita más conocida de Martí a los Catskill es la del
verano de 1890, luego de los intensos meses de involucramiento en los
debates sobre la Conferencia Panamericana del invierno anterior, en Washington.
Como señala en la Dedicatoria a Versos sencillos, aquel “invierno de
angustia” afectó su salud. No sabemos cómo, pero podría especularse que se
trató de una afección respiratoria o nerviosa, por la recomendación del médico
de que pasara una temporada en el campo: “me echó el médico al monte: corrían
arroyos, y se cerraban las nubes: escribí versos. A veces ruge el mar, y
revienta la ola en la noche negra, contra las rocas del castillo
ensangrentado: a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores”.
¿Viajó Martí esa vez a los Catskill con Carmen Miyares,
viuda de Mantilla, y su hija, María Mantilla, de diez años? Son constantes las
alusiones de Martí a una “amante”, a veces llamada “Eva”, y a una “niña”, en el
escenario de los Catskill, que predomina en los primeros Versos sencillos. Abejas y laureles, víboras y abedules, gamos y
grutas, cascadas y arroyos, lagos y jacintos son típicos de ese escenario. La
publicidad reunida por el Catskill Archive nos ayuda a reconstruir a Martí en
aquella “land of streams”. Los biógrafos asumen, sin embargo, que viajó solo.
Martí debió llegar en ferrocarril a Catskill Creek y luego continuó en carruaje hasta uno de los hoteles. ¿Dónde se hospedó, en el lujoso Laurel House, a un costado de la cascada de Kaaterskill? Si fue allí, es probable que los tan interpretados versos de “odio la máscara y vicio/ del corredor de mi hotel:/ me vuelvo al manso bullicio/ de mi monte de laurel” contengan un juego de palabras con el nombre de dicho hotel y, a la vez, no se refieran a un hotel en Nueva York, como generalmente se piensa, sino al principal hotel de los Catskill, por entonces, además de que, en la ciudad, Martí vivió mayormente en casas de huéspedes y en ese momento vivía en casa de Carmen Miyares.
Martí debió llegar en ferrocarril a Catskill Creek y luego continuó en carruaje hasta uno de los hoteles. ¿Dónde se hospedó, en el lujoso Laurel House, a un costado de la cascada de Kaaterskill? Si fue allí, es probable que los tan interpretados versos de “odio la máscara y vicio/ del corredor de mi hotel:/ me vuelvo al manso bullicio/ de mi monte de laurel” contengan un juego de palabras con el nombre de dicho hotel y, a la vez, no se refieran a un hotel en Nueva York, como generalmente se piensa, sino al principal hotel de los Catskill, por entonces, además de que, en la ciudad, Martí vivió mayormente en casas de huéspedes y en ese momento vivía en casa de Carmen Miyares.
El poema IV, en el que aparecen la amante y la niña, que
tradicionalmente se ubica en Bath Beach o
alguna otra playa de Brooklyn, podría inspirarse
en una visita de Martí y Carmen a Kaaterskill, ya que los turistas se bañaban
en el lago donde se precipitaba la cascada, al lado de las “grutas umbrías” que se abren entre las rocas.En varias escenas de la publicidad turística de los Catskill aparecen señoras con “quitasoles” como los que menciona Martí en el poema. Kaaterskill parece ser también el escenario del poema XVII, “Es rubia: el cabello suelto”, y la “laguna vecina” podría ser Lake Joseph o cualquiera de los lagos azules que separan las verdes montañas.
miércoles, 26 de junio de 2013
Costo intelectual del neoliberalismo y el neopopulismo
La última entrega de la revista Nueva Sociedad, que editan Svenja Blanke y Pablo Stefanoni en Buenos Aires, vuelve sobre el eterno dilema de los intelectuales de izquierda y el poder político en América Latina. En la segunda mitad del siglo XX, el asunto fue tratado desde la perspectiva de izquierdas marginadas o reprimidas por los poderes políticos. A principios de la segunda década del siglo XXI, ese enfoque ha sido rebasado por la prolongada experiencia de varios gobiernos de izquierda en el poder de la región.
Las dos contribuciones que encabezan el dossier, el ensayo del historiador argentino Carlos Altamirano y la entrevista con el antropólogo Enzo Traverso, intentan lidiar con la crisis del rol del intelectual público en un periodo de universalización de la democracia como el que vivimos. Ambos, a su manera, cuestionan el tópico de que la figura del intelectual público esté condenada a desaparecer en contextos en que los derechos civiles y políticos están garantizados. Una de las funciones de esa figura moderna es, precisamente, ubicar aquellas zonas de la vida humana en que la libertad pública se ve obstruida por viejas leyes o nuevos poderes.
Mientras Altamirano cuestiona el mito de que sociedades de arraigada tradición liberal, como la británica, hayan carecido de intelectuales públicos, Traverso hace la pertinente observación de que una de las corrientes más renovadoras del pensamiento de izquierda, en las dos últimas décadas, el marxismo postcolonial, se ha desarrollado en la India, Pakistán y el Medio Oriente y no en países comunistas, como China, Viet Nam y Cuba, que vivieron revoluciones anticoloniales supuestamente más radicales que los procesos de descolonización asiáticos y norafricanos. El paralelo sería suficiente para aceptar que el intelectual público vive posibilidades y riesgos bajo todo tipo de sociedades.
Mi contribución al número es una veloz hojeada a las mutaciones del rol del intelectual público entre los años 90 y los 2000. Si la última década del siglo XX produjo una hegemonía neoliberal, la primera del siglo XXI ha producido una hegemonía neopopulista. Ambas hegemonías han generado efectos, a mi juicio negativos, sobre dos de las tradiciones intelectuales más ricas y vivas del pensamiento latinoamericano de los últimos siglos: el liberalismo y el marxismo. Ambas tradiciones han salido dañadas de las simplificaciones, maniqueísmos y estereotipos que esas hegemonías han impuesto a la esfera pública de nuestros países.
Las dos contribuciones que encabezan el dossier, el ensayo del historiador argentino Carlos Altamirano y la entrevista con el antropólogo Enzo Traverso, intentan lidiar con la crisis del rol del intelectual público en un periodo de universalización de la democracia como el que vivimos. Ambos, a su manera, cuestionan el tópico de que la figura del intelectual público esté condenada a desaparecer en contextos en que los derechos civiles y políticos están garantizados. Una de las funciones de esa figura moderna es, precisamente, ubicar aquellas zonas de la vida humana en que la libertad pública se ve obstruida por viejas leyes o nuevos poderes.
Mientras Altamirano cuestiona el mito de que sociedades de arraigada tradición liberal, como la británica, hayan carecido de intelectuales públicos, Traverso hace la pertinente observación de que una de las corrientes más renovadoras del pensamiento de izquierda, en las dos últimas décadas, el marxismo postcolonial, se ha desarrollado en la India, Pakistán y el Medio Oriente y no en países comunistas, como China, Viet Nam y Cuba, que vivieron revoluciones anticoloniales supuestamente más radicales que los procesos de descolonización asiáticos y norafricanos. El paralelo sería suficiente para aceptar que el intelectual público vive posibilidades y riesgos bajo todo tipo de sociedades.
Mi contribución al número es una veloz hojeada a las mutaciones del rol del intelectual público entre los años 90 y los 2000. Si la última década del siglo XX produjo una hegemonía neoliberal, la primera del siglo XXI ha producido una hegemonía neopopulista. Ambas hegemonías han generado efectos, a mi juicio negativos, sobre dos de las tradiciones intelectuales más ricas y vivas del pensamiento latinoamericano de los últimos siglos: el liberalismo y el marxismo. Ambas tradiciones han salido dañadas de las simplificaciones, maniqueísmos y estereotipos que esas hegemonías han impuesto a la esfera pública de nuestros países.
miércoles, 19 de junio de 2013
Los cantos glebales de Poveda
El escritor modernista cubano José Manuel Poveda (1888-1926)
aludió en sus poemas y prosas a “cantos y danzas glebales”, es decir, de la
tierra. En el cuento “La mujer que
cantaba”, publicado en la revista Orto,
en 1921, propuso esta conceptualización por vía negativa del canto glebal:
“Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de
Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos
de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía
campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda,
traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco
cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de
boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito”.
Y agregaba:
“Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos,
modulados, medidos alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos,
melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras
eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido,
ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo
poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me
parece que lo escucho todavía”.
En una prosa anterior, la titulada precisamente “Cantos glebales”,
aparecida en la segunda época de Cuba y
América, de 1914, Poveda ofrece esta otra descripción de ese tipo de
música. Esta vez no es la voz de una mujer sino de un coro de mujeres, una
“turba que no era sino un monstruo”, que “cobraba personalidad unitaria” y
“constituía un solo organismo indescriptible”:
“El canto glebal no poseía más tesoro que el vuelo: su
verdad era una negación, su ciencia una queja, su fuerza una pregunta, su
virtud la de aspirar hacia un todo cuyo alcance no comprendía. El canto glebal
era solitario. Ninguna voz que tiene recuerdos está sola; ningún grito que
posee un ideal está solo: sigue entonces su marcha el pasado, o precede sus
pasos el mañana. Pero estas voces sin recuerdos ni ideales no tenían un punto
de partida ni una meta: todo su camino era un punto en el espacio, su vida un
minuto en el tiempo, sus hermanos ellas mismas. Y el canto glebal callaba
(tiemblo; nunca un cerebro humano sufrió lo que sufre el mío) tal como una voz
sin interlocuciones, ni dioses ni hombres, y que no tiene qué decirse a sí
propia; estremecimiento inútil de una conciencia que no existe y que ignora
toda otra conciencia”.
¿A qué canto telúrico se refiere Poveda? Ciertamente, no a
los sones, congas, comparsas, chambelonas, arrolladeras o rumbas de principios
del siglo XX, en Cuba, estudiadas por Natalio Galán en el último capítulo de su
Cuba y sus sones (1983). Los cantos glebales
de Poveda no eran en castellano, ni estaban melódica y armónicamente procesados
por las tradiciones europeas. Eran, por tanto, cantos negros, lucumís, yorubas
y nagós o música dajomesa y arará, como la estudiada por Fernando Ortiz y Alejo
Carpentier, para las dos primeras décadas del siglo XX cubano.
Cantos rituales, con voces acompañadas por la percusión del
batá, consagrados a Shangó entre los lucumís o a Ebioso entre los dajomés. En
años de intensificación del racismo, como los que anteceden y suceden a la masacre
de 1912, Poveda, un poeta negro ubicado en la frontera entre el postmodernismo
y las primeras vanguardias del siglo XX, siente una mezcla de rechazo y
fascinación por ese canto. Su cultura letrada le impide percibir poesía o escuchar
música propiamente dicha en esas voces de la tierra, sólo gritos y ritmos, pero
ese vacío espiritual se le presenta como metáfora de su propia soledad y su
propio nihilismo.
lunes, 17 de junio de 2013
Monarquías literarias
A lo que más atención le presto, cuando una publicación como Le Nouvel Observateur dedica un número a los grandes maestros de la literatura mundial del siglo XX, es la forma en que la crítica francesa piensa su literatura nacional y el lugar de la misma en el mundo. La portada, para empezar, con Proust en primer plano, Céline a su costado izquierdo y más atrás Balzac y Duras, con Tolstoi, Joyce y Borges rellenando el lejano horizonte de lo mundial, es más que suficiente para hacerse una idea de por dónde viene esa representación de sí en la crítica francesa.
No me extraña que el quinteto canónico francés del XIX (Hugo, Chateaubriand, Stendhal, Balzac y Flaubert) esté bien fijado desde las primeras páginas de esta entrega. Más sorprende, en cambio, que al tratar la literatura francesa del siglo XX, Sacotte, Calle-Gruber y Bon se esfuercen por encontrarle una posición a Jean Giono, Claude Simon y Georges Perec junto a Faulkner, Hemingway o Nabokov. Tan complicado es ese posicionamiento como el que aspira a buscarle a esos mismos escritores algún lugar cercano a Proust, Céline o Duras en la propia literatura francesa del pasado siglo.
No me extraña que el quinteto canónico francés del XIX (Hugo, Chateaubriand, Stendhal, Balzac y Flaubert) esté bien fijado desde las primeras páginas de esta entrega. Más sorprende, en cambio, que al tratar la literatura francesa del siglo XX, Sacotte, Calle-Gruber y Bon se esfuercen por encontrarle una posición a Jean Giono, Claude Simon y Georges Perec junto a Faulkner, Hemingway o Nabokov. Tan complicado es ese posicionamiento como el que aspira a buscarle a esos mismos escritores algún lugar cercano a Proust, Céline o Duras en la propia literatura francesa del pasado siglo.
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