Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 10 de julio de 2013

Martí en los Catskill


A unas 110 millas de Nueva York, por la carretera 87, que conecta esa ciudad con Albany, se anuncian las primeras entradas a los montes Catskill. Primero, los Catskill Cairo, luego los Catskill Creek, finalmente, los Catskill Ski. En las publicaciones turísticas que circulan por las aldeas de esos montes se habla de un esplendor perdido de la zona, que algunos ubican a fines del siglo XIX, cuando se construyó el ferrocarril y las cascadas de Kaaterskill y el lujoso hotel al borde la misma, Laurel House, acogían a la alta sociedad de Manhattan, o todavía en los años 1940 y 1950, cuando la comunidad judía de Nueva York creó allí clubes de verano e invierno.
José Martí, como es sabido, viajó en varias ocasiones a los Catskill y estos montes son una presencia importante en su obra. Los estudiosos cubanos Rodolfo Sarracino Magriñat y Salvador Arias han estudiado esas visitas, relacionadas con la pertenencia de Martí al selecto club Crepúsculo, que reunió a filósofos, naturalistas, poetas, políticos, empresarios y banqueros de Nueva York, bajo la doble invocación doctrinaria del positivismo spenceriano y el trascendentalismo norteamericano, y del que formaron parte figuras públicas de esa ciudad, muy admiradas por Martí, como Walt Whitman y Henry George.
Martí debió saber de la existencia de los Catskill antes de visitarlos, por la publicidad turística que reproducía la prensa newyorkina y por referencias literarias precisas como el famoso relato de Rip Van Winkle, el amante de los bosques que se duerme 20 años y regresa a una casa, una esposa y una aldea que no reconoce, de Washington Irving, ambientado en la comunidad holandesa de esos montes. Las cataratas de Kaaterskill, como las del Niágara, habían sido celebradas por poetas norteamericanos, que Martí conocía bien, como William Cullen Bryant y Henry Wadsworth Longfellow.
La visita más conocida de Martí a los Catskill es la del verano de 1890, luego de los intensos meses de involucramiento en los debates sobre la Conferencia Panamericana del invierno anterior, en Washington. Como señala en la Dedicatoria a Versos sencillos, aquel “invierno de angustia” afectó su salud. No sabemos cómo, pero podría especularse que se trató de una afección respiratoria o nerviosa, por la recomendación del médico de que pasara una temporada en el campo: “me echó el médico al monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes: escribí versos. A veces ruge el mar, y revienta la ola en la noche negra, contra las rocas del castillo ensangrentado: a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores”.
¿Viajó Martí esa vez a los Catskill con Carmen Miyares, viuda de Mantilla, y su hija, María Mantilla, de diez años? Son constantes las alusiones de Martí a una “amante”, a veces llamada “Eva”, y a una “niña”, en el escenario de los Catskill, que predomina en los primeros Versos sencillos. Abejas y laureles, víboras y abedules, gamos y grutas, cascadas y arroyos, lagos y jacintos son típicos de ese escenario. La publicidad reunida por el Catskill Archive nos ayuda a reconstruir a Martí en aquella “land of streams”. Los biógrafos asumen, sin embargo, que viajó solo.
Martí debió llegar en ferrocarril a Catskill Creek y luego continuó en carruaje hasta uno de los hoteles. ¿Dónde se hospedó, en el lujoso Laurel House, a un costado de la cascada de Kaaterskill? Si fue allí, es probable que los tan interpretados versos de “odio la máscara y vicio/ del corredor de mi hotel:/ me vuelvo al manso bullicio/ de mi monte de laurel” contengan un juego de palabras con el nombre de dicho hotel y, a la vez, no se refieran a un hotel en Nueva York, como generalmente se piensa, sino al principal hotel de los Catskill, por entonces, además de que, en la ciudad, Martí vivió mayormente en casas de huéspedes y en ese momento vivía en casa de Carmen Miyares.
El poema IV, en el que aparecen la amante y la niña, que tradicionalmente se ubica en Bath Beach o  
alguna otra playa de Brooklyn, podría inspirarse en una visita de Martí y Carmen a Kaaterskill, ya que los turistas se bañaban en el lago donde se precipitaba la cascada, al lado de las “grutas umbrías” que se abren entre las rocas.
En varias escenas de la publicidad turística de los Catskill aparecen señoras con “quitasoles” como los que menciona Martí en el poema. Kaaterskill parece ser también el escenario del poema XVII, “Es rubia: el cabello suelto”, y la “laguna vecina” podría ser Lake Joseph o cualquiera de los lagos azules que separan las verdes montañas.

miércoles, 26 de junio de 2013

Costo intelectual del neoliberalismo y el neopopulismo

La última entrega de la revista Nueva Sociedad, que editan Svenja Blanke y Pablo Stefanoni en Buenos Aires, vuelve sobre el eterno dilema de los intelectuales de izquierda y el poder político en América Latina. En la segunda mitad del siglo XX, el asunto fue tratado desde la perspectiva de izquierdas marginadas o reprimidas por los poderes políticos. A principios de la segunda década del siglo XXI, ese enfoque ha sido rebasado por la prolongada experiencia de varios gobiernos de izquierda en el poder de la región.
Las dos contribuciones que encabezan el dossier, el ensayo del historiador argentino Carlos Altamirano y la entrevista con el antropólogo Enzo Traverso, intentan lidiar con la crisis del rol del intelectual público en un periodo de universalización de la democracia como el que vivimos. Ambos, a su manera, cuestionan el tópico de que la figura del intelectual público esté condenada a desaparecer en contextos en que los derechos civiles y políticos están garantizados. Una de las funciones de esa figura moderna es, precisamente, ubicar aquellas zonas de la vida humana en que la libertad pública se ve obstruida por viejas leyes o nuevos poderes.
Mientras Altamirano cuestiona el mito de que sociedades de arraigada tradición liberal, como la británica, hayan carecido de intelectuales públicos, Traverso hace la pertinente observación de que una de las corrientes más renovadoras del pensamiento de izquierda, en las dos últimas décadas, el marxismo postcolonial, se ha desarrollado en la India, Pakistán y el Medio Oriente y no en países comunistas, como China, Viet Nam y Cuba, que vivieron revoluciones anticoloniales supuestamente más radicales que los procesos de descolonización asiáticos y norafricanos. El paralelo sería suficiente para aceptar que el intelectual público vive posibilidades y riesgos bajo todo tipo de sociedades.
Mi contribución al número es una veloz hojeada a las mutaciones del rol del intelectual público entre los años 90 y los 2000. Si la última década del siglo XX produjo una hegemonía neoliberal, la primera del siglo XXI ha producido una hegemonía neopopulista. Ambas hegemonías han generado efectos, a mi juicio negativos, sobre dos de las tradiciones intelectuales más ricas y vivas del pensamiento latinoamericano de los últimos siglos: el liberalismo y el marxismo. Ambas tradiciones han salido dañadas de las simplificaciones, maniqueísmos y estereotipos que esas hegemonías han impuesto a la esfera pública de nuestros países.

  

miércoles, 19 de junio de 2013

Los cantos glebales de Poveda




El escritor modernista cubano José Manuel Poveda (1888-1926) aludió en sus poemas y prosas a “cantos y danzas glebales”, es decir, de la tierra.  En el cuento “La mujer que cantaba”, publicado en la revista Orto, en 1921, propuso esta conceptualización por vía negativa del canto glebal:

“Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito”.

Y agregaba:

“Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido, ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho todavía”.

En una prosa anterior, la titulada precisamente “Cantos glebales”, aparecida en la segunda época de Cuba y América, de 1914, Poveda ofrece esta otra descripción de ese tipo de música. Esta vez no es la voz de una mujer sino de un coro de mujeres, una “turba que no era sino un monstruo”, que “cobraba personalidad unitaria” y “constituía un solo organismo indescriptible”:

“El canto glebal no poseía más tesoro que el vuelo: su verdad era una negación, su ciencia una queja, su fuerza una pregunta, su virtud la de aspirar hacia un todo cuyo alcance no comprendía. El canto glebal era solitario. Ninguna voz que tiene recuerdos está sola; ningún grito que posee un ideal está solo: sigue entonces su marcha el pasado, o precede sus pasos el mañana. Pero estas voces sin recuerdos ni ideales no tenían un punto de partida ni una meta: todo su camino era un punto en el espacio, su vida un minuto en el tiempo, sus hermanos ellas mismas. Y el canto glebal callaba (tiemblo; nunca un cerebro humano sufrió lo que sufre el mío) tal como una voz sin interlocuciones, ni dioses ni hombres, y que no tiene qué decirse a sí propia; estremecimiento inútil de una conciencia que no existe y que ignora toda otra conciencia”.

¿A qué canto telúrico se refiere Poveda? Ciertamente, no a los sones, congas, comparsas, chambelonas, arrolladeras o rumbas de principios del siglo XX, en Cuba, estudiadas por Natalio Galán en el último capítulo de su Cuba y sus sones (1983). Los cantos glebales de Poveda no eran en castellano, ni estaban melódica y armónicamente procesados por las tradiciones europeas. Eran, por tanto, cantos negros, lucumís, yorubas y nagós o música dajomesa y arará, como la estudiada por Fernando Ortiz y Alejo Carpentier, para las dos primeras décadas del siglo XX cubano.
Cantos rituales, con voces acompañadas por la percusión del batá, consagrados a Shangó entre los lucumís o a Ebioso entre los dajomés. En años de intensificación del racismo, como los que anteceden y suceden a la masacre de 1912, Poveda, un poeta negro ubicado en la frontera entre el postmodernismo y las primeras vanguardias del siglo XX, siente una mezcla de rechazo y fascinación por ese canto. Su cultura letrada le impide percibir poesía o escuchar música propiamente dicha en esas voces de la tierra, sólo gritos y ritmos, pero ese vacío espiritual se le presenta como metáfora de su propia soledad y su propio nihilismo. 

lunes, 17 de junio de 2013

Monarquías literarias

A lo que más atención le presto, cuando una publicación como Le Nouvel Observateur dedica un número a los grandes maestros de la literatura mundial del siglo XX, es la forma en que la crítica francesa piensa su literatura nacional y el lugar de la misma en el mundo. La portada, para empezar, con Proust en primer plano, Céline a su costado izquierdo y más atrás Balzac y Duras, con Tolstoi, Joyce y Borges rellenando el lejano horizonte de lo mundial, es más que suficiente para hacerse una idea de por dónde viene esa representación de sí en la crítica francesa.
No me extraña que el quinteto canónico francés del XIX (Hugo, Chateaubriand, Stendhal, Balzac y Flaubert) esté bien fijado desde las primeras páginas de esta entrega. Más sorprende, en cambio, que al tratar la literatura francesa del siglo XX, Sacotte, Calle-Gruber y Bon se esfuercen por encontrarle una posición a Jean Giono, Claude Simon y Georges Perec junto a Faulkner, Hemingway o Nabokov. Tan complicado es ese posicionamiento como el que aspira a buscarle a esos mismos  escritores algún lugar cercano a Proust, Céline o Duras en la propia literatura francesa del pasado siglo.

sábado, 15 de junio de 2013

Parodias de Utopía




Están las utopías de Moro y Campanella, las antiutopías de Huxley y Orwell y las parodias de la utopía de Rabelais o Woody Allen en su película Bananas (1971) o de Reinaldo Arenas en El color del verano (1990). A esta última modalidad pertenece, creo, la más reciente novela de Juan Villoro, Arrecife (Anagrama, 2012). En una playa del Caribe, rodeada de narcotráfico, secuestros y crímenes,  un grupo de ex rockeros y ex drogadictos de los 70, han creado un experimento de turismo extremo en el hotel La Pirámide.
El rock y las drogas, la revolución y el sexo, se han convertido en débiles resonancias para esos sujetos amnésicos. La oferta turística que han inventado para seres ahítos y tediosos del Primer Mundo contiene visitas a sitios arqueológicos y cenotes cristalinos, pero, también, a comandos guerrilleros, comarcas inseguras, zonas de alto riesgo y combate al narcotráfico. Como microcosmos de su propio exterior violento, el resort acoge la historia de un crimen.
Algunos encontrarán sintonías con Michel Houellebecq en esta novela de Juan Villoro. Yo, en cambio, la he leído como parodia simultánea de dos utopías: la de la revolución y la del turismo. No hay plena redención en la primera –más bien abusos de la memoria, como el de una madre trasmitiendo a su hijo el mito de que su padre ausente murió en la matanza de Tlatelolco-, ni plena felicidad en el segundo, en todo caso liberación a medias de la culpa generada por el confort capitalista.
Debajo de ambas fantasías emancipatorias subyacen las mismas multitudes neuróticas. Uno de los filósofos del turismo extremo, en la novela de Villoro, trasmite con lealtad esta idea masoquista de la institución del balneario caribeño: “cada especie tiene sus remedios para la desesperación: los caballos se lanzan por un desfiladero, las ballenas encallan en la playa, el ser humano hace las maletas. En el futuro no habrá guerras: habrá turistas, invasores cansados. Una eutanasia en cámara lenta”.   

miércoles, 12 de junio de 2013

La derecha comunista




En el libro Revolution 1989. The Fall of the Soviet Empire (Vintage Books, 2010) del periodista búlgaro, afincado en Inglaterra, Victor Sebestyen, se observa con claridad el momento en que Fidel Castro y los líderes históricos de la Revolución Cubana dejan de representar, para los sectores políticos e intelectuales de Europa del Este, voces de renovación de la izquierda mundial y se convierten en representantes y aliados del más feroz conservadurismo comunista dentro de la órbita soviética.
En su libro, Sebestyen reconstruye la visión que sobre Fidel Castro y el Partido Comunista de Cuba subsistía en las burocracias de aquellos países del campo socialista. Casi todos los testimonios apuntan a una complicidad de la dirigencia cubana con las fuerzas más reaccionarias, que intentaban reprimir o neutralizar la movilización de la sociedad civil contra el totalitarismo. El diplomático ruso Sergei Tarasenko, con muchos años de experiencia en Naciones Unidas, quien de joven vivió de cerca del ocaso de la cancillería soviética, intentaba explicarse la impopularidad del ministro de exteriores Andrei Gromyko en los 80.
Su explicación era simple y, a la vez, inapelable: “few people read Pravda, but everyone read The New York Times. The people who read Pravda were Fidel Castro… and the World Peace Council, whose services we paid for”. La alianza conservadora entre las élites políticas del campo socialista se basaba en la preservación de un sistema mundial de subsidios, articulado en torno a las prioridades del CAME, que favorecía a cada una de las nomenclaturas nacionales del bloque soviético.
Era esa defensa de los intereses la que impulsaba a las burocracias aliadas a practicar la represión sistemática de toda disidencia. Sebestyen reconstruye la conversación que Nicolai Ceausescu y su círculo más próximo –su esposa Elena, el Ministro del Interior Tudor Postelnicu, el Jefe de Seguridad Julian Vlad, el del Ejército Vasile Milea- sostuvieron en torno a los modos de actuar ante la concentración ciudadana en la plaza de Timisoara. Mientras los generales proponían negociar y Elena les gritaba “cobardes”, Ceausescu concluye:

“Some few hooligans want to destroy socialism and you are making it child`s play for them. Fidel Castro is right. You do not quieten your enemy by talking to him like a priest, but by burning him”.





lunes, 3 de junio de 2013

Décima de Sarduy a Goytisolo


A Juan Goytisolo

Tal eres, tiempo de duelo,
que todo ayer fue una fiesta:
cuando el ángel de la siesta
retozaba por el suelo.
Aliabierto, fijo en vuelo,
equilibrado y clemente,
planeaba sobre el durmiente
el pájaro solitario
de plumas abecedario.
Faltó el aire de repente.

Un testigo perenne y delatado (1985)