El escritor modernista cubano José Manuel Poveda (1888-1926)
aludió en sus poemas y prosas a “cantos y danzas glebales”, es decir, de la
tierra. En el cuento “La mujer que
cantaba”, publicado en la revista Orto,
en 1921, propuso esta conceptualización por vía negativa del canto glebal:
“Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de
Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos
de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía
campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda,
traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco
cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de
boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito”.
Y agregaba:
“Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos,
modulados, medidos alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos,
melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras
eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido,
ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo
poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me
parece que lo escucho todavía”.
En una prosa anterior, la titulada precisamente “Cantos glebales”,
aparecida en la segunda época de Cuba y
América, de 1914, Poveda ofrece esta otra descripción de ese tipo de
música. Esta vez no es la voz de una mujer sino de un coro de mujeres, una
“turba que no era sino un monstruo”, que “cobraba personalidad unitaria” y
“constituía un solo organismo indescriptible”:
“El canto glebal no poseía más tesoro que el vuelo: su
verdad era una negación, su ciencia una queja, su fuerza una pregunta, su
virtud la de aspirar hacia un todo cuyo alcance no comprendía. El canto glebal
era solitario. Ninguna voz que tiene recuerdos está sola; ningún grito que
posee un ideal está solo: sigue entonces su marcha el pasado, o precede sus
pasos el mañana. Pero estas voces sin recuerdos ni ideales no tenían un punto
de partida ni una meta: todo su camino era un punto en el espacio, su vida un
minuto en el tiempo, sus hermanos ellas mismas. Y el canto glebal callaba
(tiemblo; nunca un cerebro humano sufrió lo que sufre el mío) tal como una voz
sin interlocuciones, ni dioses ni hombres, y que no tiene qué decirse a sí
propia; estremecimiento inútil de una conciencia que no existe y que ignora
toda otra conciencia”.
¿A qué canto telúrico se refiere Poveda? Ciertamente, no a
los sones, congas, comparsas, chambelonas, arrolladeras o rumbas de principios
del siglo XX, en Cuba, estudiadas por Natalio Galán en el último capítulo de su
Cuba y sus sones (1983). Los cantos glebales
de Poveda no eran en castellano, ni estaban melódica y armónicamente procesados
por las tradiciones europeas. Eran, por tanto, cantos negros, lucumís, yorubas
y nagós o música dajomesa y arará, como la estudiada por Fernando Ortiz y Alejo
Carpentier, para las dos primeras décadas del siglo XX cubano.
Cantos rituales, con voces acompañadas por la percusión del
batá, consagrados a Shangó entre los lucumís o a Ebioso entre los dajomés. En
años de intensificación del racismo, como los que anteceden y suceden a la masacre
de 1912, Poveda, un poeta negro ubicado en la frontera entre el postmodernismo
y las primeras vanguardias del siglo XX, siente una mezcla de rechazo y
fascinación por ese canto. Su cultura letrada le impide percibir poesía o escuchar
música propiamente dicha en esas voces de la tierra, sólo gritos y ritmos, pero
ese vacío espiritual se le presenta como metáfora de su propia soledad y su
propio nihilismo.