El periodista cubano
Ángel Guerra Cabrera, radicado en México desde hace años, tuvo a bien dedicarme
unas líneas en su columna del pasado jueves, en La Jornada. Escribe Guerra que un servidor es representante de una
“derecha nacional”, “más pragmática y cínica que sus antecesoras” (sic). Un
“contrarrevolucionario” con una visión de Cuba regida por el “deber ser
teleológico” (sic). Mis textos y mis pensamientos no son, según Guerra, “enarbolados”
por mí sino por una “contrarrevolución cubana e internacional”. El artículo de
Guerra fue reproducido, naturalmente, en Cubadebate,
la página electrónica del Partido Comunista de Cuba, donde no existe derecho a
réplica.
Prefiero pasar de largo de la fábula de mal gusto y
resonancia fascista de los “cóndores” (revolucionarios) y los “insectos”
(contrarrevolucionarios), a costa del pobre José Martí, con que concluye el
artículo. Pero no puedo dejar de señalar que la asimilación entre mis ideas y
las del escritor y periodista cubano Carlos Alberto Montaner, de la que abusan Guerra y
otros de la misma corriente política, es, cuando menos, imprecisa. Conozco y
respeto a Montaner desde hace años pero ambos admitimos diferencias públicas en
temas tan variados como el embargo comercial de Estados Unidos, las ideas,
culturas y tradiciones de América Latina o el lugar de la experiencia
socialista y revolucionaria en la historia de Cuba.
Aunque la caricatura de Guerra expone mejor sus limitaciones
que las mías, la aprovecho para resumir, sobre todo ante los lectores de La Jornada que se asomen a esta polémica,
algunas de mis ideas sobre Cuba que el periodista deliberadamente distorsiona.
Es difícil para mí considerarme contrarrevolucionario por muchas razones que a
Guerra, quien se empeña en monopolizar la voz de “la Revolución”, lo tendrán
sin cuidado. La primera es que soy un producto de la experiencia revolucionaria:
nací en la isla, en 1965, y me formé en las escuelas creadas por el sistema
educativo socialista. Me gradué de la Universidad de La Habana, en 1990, en la
carrera de filosofía marxista-leninista, con una tesis sobre la concepción
materialista de la historia de Karl Marx.
Pero, ante todo, no me considero contrarrevolucionario
porque, como sostengo en mis libros El
arte de la espera (1998), La política
del adiós (2003) y La máquina del
olvido (2013), pienso que la Revolución fue un fenómeno histórico
circunscrito a los años 50, 60 y 70 del pasado siglo. Después de consumada la
institucionalización del sistema político cubano, en 1976, con la Constitución
de ese año, es difícil hablar de revolución como un proceso de cambio social,
que destruye un antiguo régimen y crea un nuevo orden. Hablar de Revolución a
partir de 1976 es posible si, como hace Guerra, se confunde la Revolución con
el Estado, el gobierno o sus líderes, cuando no con la nación misma.
Dado que en los libros mencionados y en diversos artículos he
expresado críticas concretas al gobierno de la isla y al sistema político
socialista, Guerra y quienes como él sacralizan la historia, asumen dichas
críticas como “ataques a la Revolución”. A mí, por el contrario, me interesa
historiar críticamente ese fenómeno fundamental del pasado cubano y
latinoamericano, con el fin de avanzar en el conocimiento histórico y, también,
de contribuir al establecimiento de relaciones más libres con el Estado cubano.
Un Estado que, como he reiterado en esos mismos libros y artículos, entiendo
como una entidad legítima que no debe ser removida por la fuerza sino
transformada pacífica y soberanamente por una ciudadanía cada vez más plural,
que no está equitativamente representada en sus instituciones.
El término contrarrevolución posee un sentido destructivo y
violento que no sólo no comparto sino que cuestiono con frecuencia. Siempre he
defendido la necesidad de articular una oposición pacífica y legítima en Cuba,
que deje atrás, de una vez y por todas, la política del embargo o cualquier
forma de hostilidad internacional y que se independice de las agencias del
gobierno de Estados Unidos, involucradas históricamente en la confrontación con
La Habana. Remito al lector interesado en estas ideas sobre la construcción de
una democracia soberana en Cuba a dos artículos publicados recientemente en la
isla: “Diáspora, intelectuales y futuros de Cuba” (2011), en la revista Temas, y “El socialismo cubano y los
derechos políticos” (2012), en Espacio Laical.
Llama la atención que Guerra me atribuya un pensamiento “teleológico”,
cuando uno de los argumentos centrales de mis libros de historia intelectual
sobre Cuba –Isla sin fin (1998), Tumbas sin sosiego (2006), Motivos de Anteo (2008), El estante vacío (2009)- es la crítica a
la teleología de la historia oficial nacionalista y socialista, que presenta
todo el pasado de la isla como si hubiera sido providencialmente programado
para producir la entrada de Fidel en La Habana, en enero de 1959, y para perpetuar
la forma histórica del Estado fundado a partir de entonces. La crítica de esa
teleología, no sólo en mis libros sino en buena parte de la nueva ensayística
cubana de la isla o la diáspora –ver, por ejemplo, el catálogo de la editorial Colibrí, en Madrid-, es un llamado al
abandono de la exclusión ideológica en nuestra cultura.
Si a lo que Guerra se refiere con la torpe tautología del
“deber ser teleológico” es a la propuesta de un futuro democrático para Cuba,
entonces tendrá que reconocer que somos muchos –cada vez más- los que
compartimos ese ideal. Un ideal que en mi caso jamás ha sido planteado en
términos neoliberales, como asegura el periodista. Como el lector puede
verificar fácilmente en esos libros y artículos, la democratización de la que
hablo es un proceso de apertura de las instituciones actuales del socialismo
cubano a la pluralidad real de la sociedad insular y diaspórica, que amplíe los
derechos de asociación y expresión, sin deshacerse del rol social del Estado ni
de la soberanía nacional.
Que Guerra entienda eso como “cinismo y pragmatismo” o como
“derecha nacional e internacional” ilustra muy bien el tipo de izquierda que él
defiende. Una izquierda que sigue aferrada a las falsas antinomias de la Guerra
Fría y que es incapaz de abandonar lastres del estalinismo como el partido
único, el culto a la personalidad, el control gubernamental de la prensa o la
descalificación y represión de toda disidencia. Una izquierda autoritaria que,
ante el avance de las reformas emprendidas por el gobierno y demandadas por la
sociedad civil, se atrinchera en una posición contrarreformista.
Día
con día, la democratización soberana del socialismo cubano deja de ser una
promesa y se convierte en una realidad, que la reacción neoestalinista o
neopopulista no puede contener. El lector interesado puede comprobarlo
releyendo la nota del corresponsal de Afp en La Habana, Carlos Batista, “Cuba
necesita cambios políticos”, el pasado 13 de marzo, reproducida parcialmente
por La Jornada, o el proyecto “Cuba
soñada/ Cuba posible/ Cuba futura”, redactado por el Laboratorio Casa Cuba, un
grupo de intelectuales y activistas católicos y marxistas de la isla que pide,
entre otras cosas, sufragio directo del jefe de Estado, reelección limitada y
una nueva Ley de Asociaciones. Los lectores de La Jornada, periódico referencial de la izquierda iberoamericana,
deberían tener acceso, también, a esas nuevas voces democratizadoras de la
política cubana del siglo XXI.