Observábamos hace poco, aquí, un avance cuidadoso del debate
sobre el partido único en la periferia académica e intelectual de varias
instituciones cubanas, incluidos el propio Partido Comunista y la Iglesia Católica.
Algunas figuras públicas de la isla, que en los últimos años han declarado que
estarían de acuerdo con la existencia de otras organizaciones políticas, si se
deroga el embargo y se normalizan las relaciones con Estados Unidos, han
retomado el tema, aunque dejando en claro que rechazan o no concuerdan
plenamente con el multipartidismo.
Como señalábamos en un post anterior, la única alternativa
al unipartidismo que existe no es el multipartidismo. La identificación con este último, a la usanza de la mayoría de los países occidentales, casi siempre
funciona en el discurso oficial cubano como una descalificación a priori de la democracia misma. En las
zonas más intransigentes de ese discurso, no basta con la consagración de esa
única alternativa y es preciso recurrir a la falacia de que sin unipartidismo
Cuba cambiaría “de sistema”, es decir, pasaría “del socialismo al capitalismo”.
Esta última fórmula es un modo de retrotraer el debate
cubano a las antinomias tradicionales de revolución/contrarrevolución y
socialismo/capitalismo, en una suerte de inmovilismo del lenguaje, que permite
negar la capitalización que viven la economía y la sociedad cubana desde los 90
y, a la vez, confundir deliberadamente los conceptos de régimen político y
sistema social. La falacia de que sin un régimen
de partido comunista único el país iría al sistema capitalista se ve refutada, en la práctica, por la
existencia de capitalismos con un solo partido, como China o Viet Nam.
A diferencia de la vieja y agotada estrategia discursiva de
afirmar que, antes de permitir la formación de diversos partidos en Cuba, debe
democratizarse el partido único, el grupo Laboratorio Casa Cuba ha formulado,
en su proyecto Cuba soñada-Cuba
posible-Cuba futura, la más clara propuesta de transición del partido único
al partido hegemónico en la isla. Aunque esta propuesta no es incompatible con
cualquier intento de pluralización interna del Partido Comunista o la Asamblea
Nacional, su objetivo inmediato no es ese sino la ampliación de derechos civiles y
políticos de la ciudadanía.
En ningún momento, los autores del documento (Julio César
Guanche, Julio Antonio Fernández, Dmitri Prieto, Miriam Herrera, Mario
Castillo, Roberto Veiga y Lenier González) proponen explícitamente la creación
de un sistema de partidos en Cuba. Sin embargo, abren la puerta a la necesaria
aprobación de una nueva Ley de Asociaciones que remueva los dispositivos que
limitan y penalizan, a través de la Constitución y sus códigos, la libertad de
asociación y expresión. El punto cuarto del documento dice:
“Garantizar a la multiplicidad social y política de la nación
el derecho de escoger diversas formas para auto-organizarse con el propósito de
promover sus metas, influir en la opinión y en la acción de la sociedad, así
como participar en la gestión pública”.
De una Ley de Asociaciones que facilite esos derechos a la organización
libre de la ciudadanía no se deriva automáticamente la formación de un sistema
de partidos. Pero sí se derivaría una ampliación y pluralización de la red de
sociabilidad autónoma del país, que limitaría el control del Partido Comunista,
haciendo de éste, ya no un partido único sino un partido hegemónico. De
producirse esto último, además de la elección directa, la reelección inmediata -no indefinida- y otras de las medidas sugeridas por el Laboratorio Casa-Cuba, estaríamos en
presencia del inicio de un cambio de régimen político en Cuba. No de un cambio
del sistema social, que ya cambió.
Ese cambio de régimen permitiría la consolidación del
pluralismo bajo o con un partido comunista único. El uso
preciso de la preposición es clave, ya que durante décadas el reformismo cubano
sólo contempló el avance del pluralismo dentro
del partido. La pluralidad fuera,
bajo o con esa entidad rectora de la vida política del país produciría, en
cualquiera de sus variantes, una inevitable acotación de su poder.