La editorial El Viejo Topo ha desempolvado un raro escrito del joven Karl Marx sobre el suicidio. Redactado en 1845, en la época de los Cuadernos de París, el texto es, en realidad, una glosa y una traducción al alemán de unos pasajes de las Mémoires tirés des archives de la police del publicista, jurisconsulto y funcionario de la administración y la policía francesas, Jacques Peuchet.
A Marx le llamó la atención que un archivista de la Prefectura de París lograra tal solvencia filosófica o especulativa en su escritura. Esa mezcla de oscuro funcionario y filósofo elocuente lo fascinó, por sus revelaciones sobre el discurso burgués y por la rica fuente literaria -aprovechada, entre otros, por Dumas en El Conde de Montecristo- que proporcionaba. Era en Peuchet, y no en los tediosos tratadistas del derecho o la economía, donde se encontraba la radiografía de la conciencia moderna.
Peuchet comenzaba su relato de los suicidios en Francia, en las primeras décadas del siglo XIX, polemizando con Mme Staël y otros filósofos, que consideraban el suicidio como un acto antinatural y cobarde. Sin llegar a la idea del suicida como héroe moderno de Walter Benjamin, Peuchet pensaba, por el contrario, que el "suicidio estaba en la naturaleza de nuestra sociedad". Nada menos cobarde, decía, que suicidarse por miedo a ser encarcelado o a morir deshonrado en un duelo o en la horca.
La frase que utilizaba el funcionario para definir conceptualmente el suicidio, captó el interés de Marx: el suicidio es el "síntoma de un vicio constitutivo de la sociedad moderna". El joven Marx, sin embargo, interesando en conducir sus lecturas hacia la teoría de la alienación del hombre bajo el capitalismo, transcribió la frase de esta manera: el suicidio es "un síntoma de la organización deficiente" de la economía capitalista.
Una vez más, este joven Marx humanista, que glosa pasajes de un teórico francés del suicidio, resulta próximo a reflexiones contemporáneas como las referidas a las relaciones de poder dentro de la familia, el patriarcado, el machismo o el dogmatismo religioso. El propio Marx, padre de una hija y un yerno suicida -el cubano Pablo Lafargue- parece haber atisbado la corporeidad de ese "síntoma" en la modernidad, más allá de cualquier seducción del espíritu romántico.
Libros del crepúsculo
martes, 26 de febrero de 2013
viernes, 22 de febrero de 2013
Un poeta cubano contra la pena de muerte
En el verano de 1925, el joven poeta y abogado cubano Rubén Martínez Villena reseñaba, en la publicación Venezuela Libre, un caso de indulto a un condenado a muerte bajo la recién estrenada presidencia de Gerardo Machado. Martínez Villena, que comenzaba a afilar su pluma contra Machado, observaba que el indulto había sido concedido por la misma sala del poder judicial de la República que lo había condenado y no por el presidente.
Lo que inquietaba a Martínez Villena era que en un país como Cuba, donde en más de veinte años, desde la fundación de la República en 1902, no había sido aplicada la pena de muerte, establecida en el Código Penal, un presidente no mostrara inclinación al indulto. Machado, según Martínez Villena, debió manifestarse por el perdón, antes del fallo de último minuto del juzgado, por cualquier razón, "científica, práctica, liberal o hasta masónica".
Debió hacerlo el presidente, decía el poeta, porque los gobernantes tienen que saber y poder "transigir". Sobre todo, "transigir en esas ocasiones en que, realmente, gobernar es transigir". Que Machado no transigiera era, para Martínez Villena, un sombrío indicio de que una nueva generación de políticos autoritarios estaba emergiendo en Cuba. Una generación, cuya memoria de la pena de muerte bajo la Capitanía General española comenzaba a fallar.
Según Martínez Villena, "el pueblo de Cuba era opuesto a la pena de muerte porque veía en el garrote, donde murieron algunos precursores y mártires de la libertad, un instrumento símbolo de la colonia. Desde el venezolano Narciso López -uno de esos precursores, a quien no reprochaba su anexionismo-, repetidas veces quisieron los Capitanes Generales estrangular en la máquina vil la noble voz de la rebeldía política".
Tan convencido estaba Martínez Villena del rechazo de los cubanos a la pena de muerte, que vaticinaba su derogación en las leyes de la isla: "la pena de muerte, reminiscencia del Talión bárbaro, pena sin finalidad correctiva, con negativo carácter preventivo o coaccionador, desechada en los proyectos modernos de las legislaciones penales, será abolida en nuestro Código, por arcaica e inútil".
viernes, 15 de febrero de 2013
Rebelión de vírgenes
La novela Los rebeldes (1930) del escritor húngaro
Sándor Márai, quien sufrió el fascismo y el comunismo en su país y se suicidó
en su último exilio, en San Diego, el año de la caída del Muro de Berlín –toda
una declaración política- es un vislumbre de las tragedias del siglo XX
europeo.
Cuatro adolescentes que están
a punto de ser llamados a filas y enviados a las postrimerías de la Primera
Guerra Mundial, veranean lejos de sus padres. Se empeñan en actuar como
adultos, sin serlo, y toman la adultez por sus adicciones y vicios: pernoctan,
beben, fuman, juegan, roban, flirtean.
Son rebeldes, pero vírgenes.
Los dos adultos que entran en contacto con ellos, en aquel pueblo húngaro,
donde milagrosamente apenas se siente la guerra, son los personajes típicos de
la retaguardia: tenderos, sastres, taberneros, tahúres, un actor y un
prestamista. Estos últimos, advertidos de la virginidad de los rebeldes, les
confrontan verbalmente su sexualidad.
Márai escribió esta novela en
1930, un año después de la aparición de Mario
y el mago de Thomas Mann. No sé si los estudiosos de ambos han establecido
alguna relación entre estos textos, pero las atmósferas y los personajes de una y otra ficción son
muy parecidos. Amadé y Havas, el actor y el maestro de juventudes, guardan más de un parecido con Cipolla.
En esos personajes sombríos
de la provincia húngara o italiana, de entreguerras, Mann y Márai encontraron
el arquetipo en ciernes del sujeto fascista o comunista. Rebeldes vírgenes, demonios
de tarima, ventrílocuos de micrófono, que produjeron el holocausto y el gulag como
se produce un verano de juergas lejos de los padres.
jueves, 14 de febrero de 2013
Martí y Rilke
Más de un crítico ha llamado la atención sobre las posibles sintonías entre José Martí y Rainer Maria Rilke. Los dos, poetas de naciones pequeñas, exiliados en capitales de imperio, en la frontera entre los siglos XIX y XX. Los dos, espíritus expansivos en cuerpos enfermos. Poetas entre guerras y razas, entre caballos y barcos.
Un primer punto de contacto que se destaca es el poema que cada uno dedicó a “la bailarina española”. Rilke, en un viaje de 1912 por Toledo, Córdoba, Sevilla y otras ciudades andaluzas, quedó fascinado, como antes Martí, con el tablao flamenco. En su poema habla del mismo fuego, el mismo “pelo inflamado”, los “pequeños pies firmes”, el “gesto orgulloso”, la “danza en redondo”.
Pero, tal vez, la más clara conexión entre ambos poetas se encuentre en las nociones conjugadas del heroísmo y la muerte. Cuando en la sexta elegía de Duino, Rilke habla de lo “extrañamente cercano que es el héroe a los jóvenes muertos” o de un “heroísmo que empieza en el vientre de la madre” y se cumple en una muerte predestinada, glosa, sin saberlo, algunos síntomas del “caso Martí”.
Lo advirtió el poeta y diplomático mexicano, Jaime Torres Bodet, quien fuera Secretario de Educación y, luego, canciller de México a mediados de los años 40. En un escrito suyo, “Martí, paladín de Cuba” (1945), por el cincuentenario de Dos Ríos, Torres Bodet atribuía a Rilke la idea de que “cada uno de nosotros lleva su muerte en lo más secreto de su persona, como en la pulpa del fruto va la semilla”.
Martí era, según Torres Bodet, una de las mejores pruebas de una vida cifrada en América y para América: “el itinerario de un viaje hacia la cita definitiva”, el camino ejemplar hacia una “meta augusta: encontrar a América”. La América hemisférica, no únicamente la “latina”, como madre de ese héroe predestinado a una muerte temprana.
lunes, 11 de febrero de 2013
Tolstoi y don Porfirio
Con frecuencia se citan unas valoraciones sobre Porfirio Díaz expresadas por el escritor ruso, León Tolstoi, en entrevista con algún periodista norteamericano a fines del siglo XIX o a principios del XX. Carlo de Fornaro, en su valiente libro, Díaz, Zar de México (1909), las menciona y las rebate. Carleton Beals y otros periodistas e historiadores de la Revolución Mexicana también las refieren.
Tolstoi habría dicho que Díaz era como un Cromwell moderno, un "héroe de la paz", un "prodigio de la naturaleza". Su proyección analógica de la experiencia rusa sobre la mexicana era evidente. Como los zares modernizadores, Díaz era el gobernante que correspondía a México, toda vez que un pueblo bárbaro sólo podía llegar a la civilización de la mano de un déspota dulce.
Antes que Beals o De Fornaro, el escritor cubano Manuel Márquez Sterling, quien entrevistó a Díaz en septiembre de 1904, cuando se reelegía para gobernar su último y fatal sexenio, transcribió el juicio de Tolstoi en su libro Psicología profana (1905). La factura de ese juicio es muy similar a la retórica evolucionista que, en relación con el autoritarismo de Díaz, manejaban Justo Sierra, Francisco Bulnes, Emilio Rabasa y otros porfiristas eminentes:
"Ha dicho bien Tolstoi: la democracia es el ideal de Díaz, pero su régimen político es autocrático. México, afirma el eminente escritor eslavo, no puede gozar de las mismas libertades que Estados Unidos y le ha sido menester, para su dicha, un carácter de hierro que lo someta todo a su voluntad. Es el sueño dorado de los verdaderos liberales que llegue la hora oportuna en el que el Imperio comience a cederle el puesto a la República, verdad a la Ley, a la Constitución verdad. El Imperio disfrazado de República produjo lo que hacía imposible la anarquía disfrazada de libertad: el orden. Y sobre las bases de ese orden surgirá la democracia concebida por el Constituyente de 1857".
miércoles, 6 de febrero de 2013
Varela y la misoginia católica
En nuestro libro Las repúblicas de aire (2009) comentábamos la admiración que algunos republicanos hispanoamericanos, exiliados en Filadelfia durante los años 20 del siglo XIX, sintieron por la publicista y abolicionista escocesa Frances Wright, discípula del utopista Robert Owen y creadora de la comuna de Nashoba. El mexicano Lorenzo de Zavala y el ecuatoriano Vicente Rocafuerte dedicaron elogios a la prédica igualitaria de Wright y se basaron en sus Views of Society and Manners in America (1821) para estudiar y describir la vida en Estados Unidos.
En un lugar opuesto a aquella visión entusiasta del utopismo feminista de Wright se coloca el sacerdote cubano Félix Varela, quien en sus Cartas a Elpidio (1836), específicamente la dedicada a la impiedad, escribe páginas adversas sobre Wright. Varela, que por entonces se ha alejado de su liberalismo y su republicanismo juveniles, ataca en aquellas cartas a los "impíos, supersticiosos y fanáticos" que, con sus falsas creencias, quieren desvirtuar la "verdadera religión".
No piensa Varela que esos enemigos del catolicismo deban ser perseguidos, ya que las persecuciones no hacen más que avivar las sectas y cultos anticatólicos, pero sí piensa que deben ser desenmascarados y aislados ¿A qué enemigos se refiere? ¿Quiénes son los impíos? Fundamentalmente, los ateos y los deístas, pero en algunos momentos parece referirse también a masones, protestantes y judíos. Lo peor que puede suceder, según este Varela intolerante, es que un filósofo ateo, como el utopista Robert Owen, inicie a una mujer y la convierta en oficiante de su culto.
"Cuando por desgracia de la sociedad (los impíos) encuentran a una mujer que adopte sus principios y tenga valor para difundirlos, jamás dejan de valerse de ella".
Y agrega Varela, en alusión a Wright:
"Siempre lamentaremos la corrupción de costumbres que causó esta mujer infeliz; mas tendremos al mismo tiempo el consuelo de no haber aumentado el mal con medidas imprudentes, y de haber defendido la religión de un modo más noble y eficaz, sin que nadie, aún los más impíos, sospeche la más ligera debilidad ¡Cuántas imitadoras de Fanny Wright encontramos por todas partes, aunque menos descaradas, pero no menos perversas!"
martes, 29 de enero de 2013
Ícono y deshielo
Si nos remitimos únicamente a la información metatextual que
el espacio Matadero (Abierto x Obras)
de Madrid introdujo en el dossier de prensa sobre Candela, de los artistas cubanos Marco Castillo y Dagoberto
Rodríguez (Los Carpinteros), el referente básico de esta instalación sería la estructura
de madera o metal con la imagen del Che Guevara, derivada de la foto de Korda,
que cuelga de la pared del Ministerio del Interior, frente a la Plaza de la
Revolución de La Habana.
Sin ese referente, la estilización de la imagen podría
atribuirse a cualquier otro ícono –Marx, Lenin, Martí, Camilo…- del socialismo
cubano. Los Carpinteros han reproducido, con esa estructura en llamas, la forma
del fuego, no el rostro de un líder. Esta disolución de los íconos en la
candela podría colocar la instalación en un lugar del arte cubano
contemporáneo, diferente al de la hipertextualidad neopop que comentábamos en
una entrada anterior, a propósito de la muestra Waiting for the Idols to Fall, curada por Orlando Hernández.
A pesar de la evidente elusión del ícono o del abandono de toda captura literal del mismo, la cita de Guevara –más que la de cualquier otro líder comunista,
incluidos Marx y Lenin- adquiere una connotación simbólica, reproductora de
sentidos, en el Madrid del invierno de 2013. No sólo porque los artistas sean
cubanos –la marca “nacional” se capitaliza, ante todo, desde el gentilicio- sino porque el
Che es, hoy por hoy, un ícono mejor instalado en el mercado occidental que
Lenin o Marx.
La marca de “lo cubano” no se explota aquí a partir del
ícono mismo sino de la condición nacional de los artistas y del título,
“Candela”, expresión popular cubana que aludiría, por lo menos, a dos cosas: la “situación complicada”
del propio Guevara en medio del capitalismo que simbólicamente lo procesa y "la
candela" que el ícono anticapitalista sigue representando en la crisis global de
hoy.
Los Carpinteros han instalado su figura en llamas en un
antiguo frigorífico, que se incendió, por lo que el choque de los elementos
otorga a la obra mayor espectacularidad. La candela es, al final, una
transmutación, un paso del hielo al fuego que descongela la experiencia del
espectador. Un deshielo tan aplicable al capitalismo
europeo como al comunismo cubano.
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