Quien, con paciencia y hasta resignación, se proponga
recorrer todo el periodismo autorizado -impreso, televisivo, radial,
cinematográfico y, en la última década, electrónico- hecho en Cuba en los
últimos 52 años por lo menos, no encontrará una crítica, por ponderada o sutil
que sea, a la institución del partido comunista único y a los liderazgos de
Fidel y Raúl Castro. El Partido, Fidel y Raúl han sido y son las tres grandes
interdicciones de la esfera pública cubana.
Pero ni siquiera un límite tan perdurablemente construido es
eterno. Dos libros recientemente editados en la isla, Espejos. Una historia casi universal (2011) de Eduardo Galeano,
publicado por Casa de las Américas, y el volumen colectivo Por un consenso para la democracia (2012), editado por la revista
católica Espacio Laical, avanzan
cuidadosamente en la transgresión de esos interdictos.
En el citado libro de Galeano, se puede leer una entrada,
titulada “Fidel”, en la que el escritor uruguayo intenta hacer un juicio
equilibrado del líder histórico de la Revolución Cubana. La segunda parte de
ese juicio, que se presenta como concluyente, es laudatoria y persiste en casi
todos los tópicos del irrefutable culto a la personalidad de Castro en Cuba y en
la izquierda latinoamericana menos crítica.
Dice Galeano que “no fue por posar para la historia que
(Fidel) puso el pecho a las balas cuando vino la invasión”, que “enfrentó a los
huracanes de igual a igual, de huracán a huracán”, que “sobrevivió a 637 atentados”,
que su “contagiosa energía fue decisiva para convertir una colonia en patria” o
que “no fue por hechizo de Mandinga ni por milagro de Dios que esa nueva patria
(Cuba) pudo sobrevivir a diez presidentes de Estados Unidos, que tenían puesta
la servilleta para almorzarla con cuchillo y tenedor”.
La primera parte del escrito de Galeano, sin embargo, antes
de sus múltiples peros, es, en La Habana o en Montevideo, una crítica al
autoritarismo de Fidel Castro:
“Sus enemigos dicen que fue rey sin corona y que confundía
la unidad con la unanimidad. Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos
dicen que si Napoleón hubiera tenido un diario como Granma, ningún francés se habría enterado del desastre de Waterloo.
Y en eso sus enemigos tienen razón. Sus enemigos dicen que ejerció el poder
hablando mucho y escuchando poco, porque estaba más acostumbrado a los ecos que
a las voces. Y en eso sus enemigos tienen razón”.
Si el texto de Galeano, en la editorial de la revista Casa de las Américas, con todos sus peros, avanza en la
crítica al liderazgo de Fidel Castro, el volumen editado por la revista Espacio Laical, se acerca al
cuestionamiento del partido único. Sobre todo en las contribuciones de Roberto
Veiga González, Armando Chaguaceda, Lenier González, Julio César Guanche y
Víctor Fowler la crítica al Partido Comunista de Cuba se mueve entre la reforma
del mismo y la búsqueda de nuevas vías de institucionalización del pluralismo
político.
Hay, sin embargo, una diferencia notable en el estatuto de
ambos avances de la crítica. El primero, el de Eduardo Galeano, es un avance de
la crítica como privilegio. A Galeano, como antes que a él, a Mijaíl Gorbachov,
Juan Pablo II, James Carter, Benedicto XVI y otras celebridades extranjeras, de
visita en la isla, se le concede el privilegio de criticar, por su calidad de
amigo de la Revolución Cubana, en este
caso, desde la izquierda latinoamericana.
En el segundo caso, el de los autores del volumen Por un consenso para la democracia (2012),
se trata, más bien, de la conquista de un derecho. Una libertad ganada que, de
no contar con el respaldo de una editorial de la Iglesia Católica, tampoco
habría podido salir de la imprenta. Vale la pena confirmar, una vez más, el
hecho de que dos de las plataformas ideológicas desde las que avanza la crítica
pública, en Cuba, son la izquierda latinoamericana y el nacionalismo
católico.