Libros del crepúsculo
domingo, 20 de enero de 2013
De la cienciología y otras patrañas
Lawrence Wright ha escrito un libro desmenuzando, una por una, las tomaduras de pelo del culto de la "cienciología". Michael Kinsley, el editor de The New Republic, lo ha reseñado elogiosamente. La nómina de actores, productores y directores de Hollywood embarcada en esa patraña es abultada. Con esas supersticiones, Hollywood pasa, de fábrica de fantasías a meca de los idólatras. Hollywood, como Roma de la actual decadencia de Occidente.
No debería extrañar que la proliferación de cultos "new age" sea tan notable en un país secularizado y, a la vez, de fuertes tradiciones religiosas, como Estados Unidos. La religiosidad -cualquier religiosidad- es, hoy por hoy, la envoltura espiritual de todos los poderes. Lo es del poder de Putin en Rusia y del poder de Chávez en Venezuela. Lo es, incluso, del menguante poder del anciano Fidel Castro -¿alguna vez fue realmente marxista?-, quien en diálogo con el conspirólogo Daniel Estulin, da crédito a las peores supercherías del mundo contemporáneo.
viernes, 11 de enero de 2013
La realidad del cliché
La más reciente novela cubana de William Kennedy, Changó’s Beads and Two-Tone Shoes (Penguin
Books, 2011), es una sucesión ininterrumpida de los lugares comunes sobre Cuba
y los cubanos que se han reproducido, por más de medio siglo, en los sectores
liberales más simplones de la opinión pública norteamericana. Estereotipos que
encapsulan rígidamente visiones sobre la
sociedad, la cultura y la historia contemporánea de Cuba. Tópicos que, a fuerza de reproducirse mecánicamente, ya se confunden con la realidad.
Dedicada a Norberto Fuentes y Natalia Bolívar y armada a
partir de conversaciones con Fidel Castro, Gabriel García Márquez, Alfredo
Guevara, Max Lesnick y Eloy Gutiérrez Menoyo, entre otros, la novela cuenta la
historia de Daniel Quinn –alter ego del propio Kennedy-, un joven periodista
norteamericano que viaja a La Habana en 1957, con el propósito de entrevistar a
Fidel Castro y contar la historia de la Revolución Cubana.
En la Habana, Quinn conoce a Renata, una bella joven de
clase alta, que trabaja en el Museo Nacional de Bellas Artes, quien se convertirá
en su esposa. Mientras la primera parte de la novela transcurre en La Habana
revolucionada de fines de los 50, la segunda sucede en Albany, New York, donde
reside la pareja, en los días previos y posteriores al asesinato de Robert
Kennedy.
Si la parte cubana de la novela es un lugar común detrás del
otro –Hemingway borracho en El Floridita, Batista asaltado en Palacio, los
románticos barbudos de la Sierra Maestra, las mulatas sensuales, la santería turística y
el confort blanco y burgués del Vedado y Miramar-, la parte norteamericana no se queda atrás: el
movimiento por los derechos civiles, el conflicto racial, la guerra de Viet Nam, los maravillosos Kennedy.
La novela conforma, entonces, un díptico de clichés. Lugares
comunes hermanados por las élites decadentes de ambos países. No encontrará el
lector aquí creativas pesquisas del mundo cubanoamericano, como las que hemos leído en
un historiador como Louis A. Pérez o en un escritor como Gustavo Pérez Firmat. Estados
Unidos y Cuba se tocan aquí, si se tocan, como realidades ajenas y
unidimensionales: la isla mágica del Caribe y la Costa Este liberal, el país de
los Castro y el país de los Kennedy.
lunes, 7 de enero de 2013
Poetas del siglo XXI
La Jornada Semanal de ayer ofrece una pequeña muestra de la nueva poesía que se escribe en Cuba. El suplemento literario mexicano reúne poemas de seis autores, Yenys Laura Prieto Velasco (1989), Yunier Riquenes García (1982), Andrés Ballester Marsal (1981), Marcel Benet Salgado (1987), Mónica Sera Luaces (1985) y Taimyr Sánchez Castillo (1986). Los seis, nacidos en la década del 80 en Sancti Spiritus, Jiguaní, Guantánamo y La Habana.
La publicación mexicana llama a estos escritores "novísimos poetas cubanos". Es ya un hábito hablar de "novísimos" al inicio de cada década en Cuba. Se hizo en los 90, a principios del 2000 y ahora. La razón fundamental de ese hábito tiene que ver con una excesiva prolongación del estatuto de lo "nuevo" o lo "joven" en la literatura, provocada por un moroso proceso de autorización y jerarquización de autores y obras.
Esta posposición de la adultez es universal, pero en el caso de Cuba se agrava por la marca temporal que todavía establece el año 1959. Si "nuevos" y "jóvenes" siguen siendo muchos autores nacidos en los 60, después de la Revolución, "novísimos" deberán ser todos los escritores menores de 40 años. Los seis reunidos aquí rondan entre los 25 y los 32 años.
Lo curioso es que, a juzgar por su lírica, estos poetas no se asumen como sujetos posteriores a la Revolución o el socialismo, como sucedía con los escritores y artistas de los 80 y 90, sino, en todo caso, como sujetos posteriores al siglo XX. El nuevo siglo es un personaje inquietante de esta lírica: "el dolor por este siglo/ no entiende de cenas ni de colas./ Cabecea por los parques y en cada sucursal/ canjea sus antiguos bienes por nerones travestidos...," -dice Prieto Velasco.
La caracterización de esta poesía ha sido adelantada hace unas semanas por Yoandy Cabrera en Diario de Cuba, a propósito de cuadernos como Del diario de Eva y otras prehistorias (2007) de Yanelys Encinosa Cabrera y Huecos de araña (2008) de Jamila Medina Ríos. En ese "resbaladero del lenguaje" que escenifica la joven poesía se leen eróticas y religiosidades, desolación y candidez, pero, sobre todo, presencias del nuevo siglo, de su agresiva globalidad.
"La ciudad sonríe mientras cree ver la luna/ reflejada sobre un plato vacío./ Duele esta ciudad cuarto menguante,/ pero más este siglo que no sabe besar sin close up" -vuelve a decir Prieto Velasco. La ciudad, en este caso, parece ser una Habana "que resiste sus alergias" y "hace una hoguera con la historia". Pero estos poetas cubanos del siglo XXI escriben desde cualquier ciudad de la isla: con ellos la provincia ha regresado -nunca se ha ido- como lugar para la imaginación del mundo.
La publicación mexicana llama a estos escritores "novísimos poetas cubanos". Es ya un hábito hablar de "novísimos" al inicio de cada década en Cuba. Se hizo en los 90, a principios del 2000 y ahora. La razón fundamental de ese hábito tiene que ver con una excesiva prolongación del estatuto de lo "nuevo" o lo "joven" en la literatura, provocada por un moroso proceso de autorización y jerarquización de autores y obras.
Esta posposición de la adultez es universal, pero en el caso de Cuba se agrava por la marca temporal que todavía establece el año 1959. Si "nuevos" y "jóvenes" siguen siendo muchos autores nacidos en los 60, después de la Revolución, "novísimos" deberán ser todos los escritores menores de 40 años. Los seis reunidos aquí rondan entre los 25 y los 32 años.
Lo curioso es que, a juzgar por su lírica, estos poetas no se asumen como sujetos posteriores a la Revolución o el socialismo, como sucedía con los escritores y artistas de los 80 y 90, sino, en todo caso, como sujetos posteriores al siglo XX. El nuevo siglo es un personaje inquietante de esta lírica: "el dolor por este siglo/ no entiende de cenas ni de colas./ Cabecea por los parques y en cada sucursal/ canjea sus antiguos bienes por nerones travestidos...," -dice Prieto Velasco.
La caracterización de esta poesía ha sido adelantada hace unas semanas por Yoandy Cabrera en Diario de Cuba, a propósito de cuadernos como Del diario de Eva y otras prehistorias (2007) de Yanelys Encinosa Cabrera y Huecos de araña (2008) de Jamila Medina Ríos. En ese "resbaladero del lenguaje" que escenifica la joven poesía se leen eróticas y religiosidades, desolación y candidez, pero, sobre todo, presencias del nuevo siglo, de su agresiva globalidad.
"La ciudad sonríe mientras cree ver la luna/ reflejada sobre un plato vacío./ Duele esta ciudad cuarto menguante,/ pero más este siglo que no sabe besar sin close up" -vuelve a decir Prieto Velasco. La ciudad, en este caso, parece ser una Habana "que resiste sus alergias" y "hace una hoguera con la historia". Pero estos poetas cubanos del siglo XXI escriben desde cualquier ciudad de la isla: con ellos la provincia ha regresado -nunca se ha ido- como lugar para la imaginación del mundo.
domingo, 6 de enero de 2013
Maxim Kantor y el topo de la historia
El artista ruso Maxim Kantor inició su carrera en las calles de Moscú y Leningrado, a mediados de los 80, en los días del glasnost. Como muchos artistas de esa generación, en cualquier país del bloque soviético -sin excluir a Cuba-, uno de sus primeros gestos fue la creación de un espacio autónomo de sociabilidad cultural, denominado Krasny Dom (Casa Roja), que desde su nombre ilustraba el intento de expropiar al Estado la ideología que usufructuaban sus instituciones políticas.
En los últimos treinta años, la obra de Kantor ha producido una de las reflexiones históricas más rigurosas sobre la experiencia comunista del siglo XX. Una retrospectiva de su obra gráfica en la Fundación Stelline de Milán, que lleva por título Vulcano, una colección suya de 2010, da cuenta de esa vocación de pintar la historia, asimilable al arte político producido por la primera generación postsoviética. El lugar de Kantor en dicha generación es singular y, a la vez, icónico.
A diferencia de otros artistas de su generación, Kantor reivindica más las fuentes del expresionismo alemán y el objetivismo ruso de principios del siglo XX, que del arte del realismo socialista. Este último y, en general, toda la cultura estalinista, aparecen en la obra de Kantor sin las ponderaciones -irónicas o no- de Boris Groys y otros revisionistas de la cultura del estalinismo. A esta crítica del pasado, Kantor agrega una disidencia del régimen de Putin, el cual entiende como destilación de todos los legados imperiales de Rusia.
El catálogo de la muestra de Kantor en Milán aparece con textos del curador Alexander D. Borovsky y del recientemente desaparecido marxista británico Eric Hobsbawm, quien era amigo del filósofo disidente Karl Kantor, padre del artista. Hobsbawm admira en la obra Kantor una conciencia histórica que se aparta del ironismo postmoderno y recupera el rol crítico del artista. Kantor, según Hobsbawm, sería uno de esos intelectuales de nuestro tiempo que sigue creyendo, como Walter Benjamin o E. P. Thompson, en la labor roedora del topo de la historia.
En la crítica al régimen de Putin por Kantor, Hobsbawm ve la denuncia de "la tentación de regresar a los métodos soviéticos combinados con la unión del capitalismo de los delincuentes y el poder corrupto, que siempre trae a la memoria la figura de Stalin". Me pregunto si en otras culturas postsoviéticas, como la polaca, la checa o la cubana, podría encontrarse hoy un arte así de politizado. En caso de que exista, la pregunta sería, entonces, por qué ese arte carece de la visibilidad y la eficacia que distinguen la obra de Kantor.
El topo de la historia, esa criatura que algunos creen dormida, trabaja sumergidamente en la demolición de las paredes de la sociedad y del Estado. Kantor es de los que piensa que la crisis actual no es únicamente económica y que la misma no sólo afecta a las sociedades avanzadas del planeta, sino a los estados autoritarios que, como el ruso o el chino, se afianzan sobre economías artificiales y excluyentes, que acumulan pobreza en un grado inimaginable, desde los patrones del capitalismo industrial o financiero de los dos últimos siglos.
El Estado es para Kantor ese enorme Leviatán rojo, dibujado en círculos concéntricos de sujetos y masas, hacinados como muescas de un engranaje monstruoso. La lectura del siglo XX que se desprende de esta obra poco tiene que ver con las nostalgias del neocomunismo o con el cinismo del fin de la historia. El pasado cuenta, sobre todo, a la hora de sumar cadáveres. El comunismo no fue sólo una bella idea, traicionada por líderes ambiciosos. Fue una realidad totalitaria, de aniquilamiento racional de millones de seres humanos.
En los últimos treinta años, la obra de Kantor ha producido una de las reflexiones históricas más rigurosas sobre la experiencia comunista del siglo XX. Una retrospectiva de su obra gráfica en la Fundación Stelline de Milán, que lleva por título Vulcano, una colección suya de 2010, da cuenta de esa vocación de pintar la historia, asimilable al arte político producido por la primera generación postsoviética. El lugar de Kantor en dicha generación es singular y, a la vez, icónico.
A diferencia de otros artistas de su generación, Kantor reivindica más las fuentes del expresionismo alemán y el objetivismo ruso de principios del siglo XX, que del arte del realismo socialista. Este último y, en general, toda la cultura estalinista, aparecen en la obra de Kantor sin las ponderaciones -irónicas o no- de Boris Groys y otros revisionistas de la cultura del estalinismo. A esta crítica del pasado, Kantor agrega una disidencia del régimen de Putin, el cual entiende como destilación de todos los legados imperiales de Rusia.
El catálogo de la muestra de Kantor en Milán aparece con textos del curador Alexander D. Borovsky y del recientemente desaparecido marxista británico Eric Hobsbawm, quien era amigo del filósofo disidente Karl Kantor, padre del artista. Hobsbawm admira en la obra Kantor una conciencia histórica que se aparta del ironismo postmoderno y recupera el rol crítico del artista. Kantor, según Hobsbawm, sería uno de esos intelectuales de nuestro tiempo que sigue creyendo, como Walter Benjamin o E. P. Thompson, en la labor roedora del topo de la historia.
En la crítica al régimen de Putin por Kantor, Hobsbawm ve la denuncia de "la tentación de regresar a los métodos soviéticos combinados con la unión del capitalismo de los delincuentes y el poder corrupto, que siempre trae a la memoria la figura de Stalin". Me pregunto si en otras culturas postsoviéticas, como la polaca, la checa o la cubana, podría encontrarse hoy un arte así de politizado. En caso de que exista, la pregunta sería, entonces, por qué ese arte carece de la visibilidad y la eficacia que distinguen la obra de Kantor.
El topo de la historia, esa criatura que algunos creen dormida, trabaja sumergidamente en la demolición de las paredes de la sociedad y del Estado. Kantor es de los que piensa que la crisis actual no es únicamente económica y que la misma no sólo afecta a las sociedades avanzadas del planeta, sino a los estados autoritarios que, como el ruso o el chino, se afianzan sobre economías artificiales y excluyentes, que acumulan pobreza en un grado inimaginable, desde los patrones del capitalismo industrial o financiero de los dos últimos siglos.
El Estado es para Kantor ese enorme Leviatán rojo, dibujado en círculos concéntricos de sujetos y masas, hacinados como muescas de un engranaje monstruoso. La lectura del siglo XX que se desprende de esta obra poco tiene que ver con las nostalgias del neocomunismo o con el cinismo del fin de la historia. El pasado cuenta, sobre todo, a la hora de sumar cadáveres. El comunismo no fue sólo una bella idea, traicionada por líderes ambiciosos. Fue una realidad totalitaria, de aniquilamiento racional de millones de seres humanos.
viernes, 4 de enero de 2013
Autoritarismos competitivos
En El País Semanal de fin de año, Lluís Bassets reseñó elecciones presidenciales que tuvieron lugar en nueve países del mundo durante 2012: Estados Unidos, Francia, Japón, Corea del Sur, México, Rusia, China, Venezuela y Egipto. Cuatro de esas elecciones -las rusas, las chinas, las venezolanas y las egipcias- no fueron plenamente competitivas, si por competencia electoral se entiende igualdad de condiciones jurídicas y políticas para que partidos, movimientos o líderes accedan a la esfera pública y atraigan el voto de la ciudadanía. El recorrido de Bassets ayuda a comprender la fuerza que poseen los llamados "autoritarismos competitivos" en el siglo XXI.
El concepto de "autoritarismo competitivo" ha sido desarrollado por Steven Levitsky, Lucan A. Way y otros politólogos para ilustrar procesos de mixtura entre democracia y autoritarismo en algunos países que vivieron transiciones a fines del siglo XX. Dos elementos característicos de estos regímenes políticos tienen que ver con la recurrencia a un marco constitucional y a procesos electorales regulares. La competitividad del autoritarismo depende de la legitimidad de una oposición, con límites precisos para su desempeño, que le impiden constituir una hegemonía. En otras palabras, la competitividad de esos autoritarismos se basa en reglas no equitativas para la competencia electoral y la alternancia en el poder.
El concepto de "autoritarismo competitivo" ha sido desarrollado por Steven Levitsky, Lucan A. Way y otros politólogos para ilustrar procesos de mixtura entre democracia y autoritarismo en algunos países que vivieron transiciones a fines del siglo XX. Dos elementos característicos de estos regímenes políticos tienen que ver con la recurrencia a un marco constitucional y a procesos electorales regulares. La competitividad del autoritarismo depende de la legitimidad de una oposición, con límites precisos para su desempeño, que le impiden constituir una hegemonía. En otras palabras, la competitividad de esos autoritarismos se basa en reglas no equitativas para la competencia electoral y la alternancia en el poder.
domingo, 30 de diciembre de 2012
Lecturas francesas de Javier Marías
Es conocida la anglofilia del escritor español Javier Marías, quien fuera profesor de Oxford, traductor del Tristram Shandy de Sterne, de El espejo del mar de Joseph Conrad y gran admirador de narradores en lengua inglesa como William Faulkner y Vladimir Nabokov. Menos conocida es su familiaridad con la literatura francesa, escenificada, con virtuosismo, en su más reciente novela Los enamoramientos (2011).
Dos lecturas centrales de esta novela, junto al ineludible Macbeth de Shakespeare, son las novelas El coronel Chabert de Balzac y Los tres mosqueteros de Dumas. La primera ofrece la analogía de un muerto vivo: el oficial napoleónico, al que atraviesan el cráneo en la batalla de Eylau, dado por muerto y sepultado en una fosa común, cuya montaña de cadáveres debe escalar, para regresar a la tierra e intentar recuperar un mundo perdido.
La segunda le sirve a Marías para ilustrar otro caso de muerto que vuelve a la vida, por medio del personaje de Milady de Winter -la malvada agente de Richelieu, en su juventud, ladrona tatuada con la flor de Lis, que llega a ser Condesa de la Fére, tras casarse con el Conde, quien luego se convertiría en el mosquetero Athos. Cuando éste descubre el pasado delictivo de su esposa, la cuelga de un árbol, pero no la ahorca, ya que la bella y astuta joven logra zafarse. Ambos, Chabert y Milady son vivos que muchos creen y quieren muertos.
Los enamoramientos cuenta una historia similar: la historia de un muerto -más bien de un asesinado- que quiere vivir en la memoria de su amada y la historia de quienes se proponen impedir esa sobrevivencia. Las lecturas francesas de Marías emergen en la trama con la mayor naturalidad, incorporadas a los parlamentos de los personajes. Personajes que, como casi siempre en Marías -y también en Enrique Vila-Matas- son lectores exquisitos, que hablan como piensa y como escribe el propio Marías.
viernes, 28 de diciembre de 2012
El Che y la bestia
En su libro, Método práctico de la guerrilla (Alfaguara, 2011), el escritor brasileño Marcelo Ferroni contó la fatal aventura del Che Guevara en Bolivia, a partir de un informe que hace algunos años desclasificó el Departamento de Estado y que recoge las declaraciones de Joao Batista, un sobreviviente brasileño, a quien el Che y sus compañeros, despectivamente, llamaban "el burgués".
El relato de Ferroni tiene más coincidencias que divergencias con el Diario del Che, con las Memorias de un soldado cubano de Dariel Alarcón Ramírez (Benigno) y con las biografías de Jon Lee Anderson, Jorge Castañeda o Paco Ignacio Taibo II. En todos esos testimonios, el Che aparece desorientado en la selva boliviana, incomunicado con La Habana y con la otra columna guerrillera, desesperado por el asma, la falta de medicinas, la torpeza del grupo y la indiferencia de los campesinos de la zona.
El Che se siente cercado por la barbarie: la aridez y la maleza de las riberas del Ñancahuazú, la ignorancia de la población de la zona y de algunos de sus compañeros. El ángulo ilustrado y civilizatorio del marxista argentino -un perfil que desfigura el arquetipo de Calibán que ha querido atribuírsele- se refuerza en aquellos últimos meses de su vida.
Hay una escena en la que el Che, perdido en el monte, con varios días sin comer ni dormir y aquejado de asma, comienza a delirar montado en una mula escuálida. La mula se ha plantado, pero el guerrillero siente que camina. Cuando el Che recobra el sentido y se da cuenta de que la mula no se ha movido del mismo sitio, comienza a golpearla, con sus brazos y sus piernas. Desesperado, acuchilla el cuello del animal. La mula tira a Guevara al suelo y lo arrastra por el estribo, solo unos metros. No puede levantar sus patas traseras y se arrastra con las delanteras, arrastrando consigo al Comandante desmayado. Otro guerrillero, Pombo, la sacrifica, pegándole dos tiros en la cabeza.
La escena recuerda el pasaje de Nietzsche y el caballo de Turín, narrado por Béla Tarr en su último film. Sólo que aquí Guevara sería el equivalente del cochero con voluntad de dominio, que Nietzsche deplora al verlo azotar al animal en plena calle italiana, y Pombo, el propio Nietzsche. El gesto ilustrado y civilizatorio de domar la bestia, seguramente habrá encontrado situaciones análogas en algunos pasajes de La cartuja de Parma, la novela de Stendhal que el Che leyó en esos días.
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