Libros del crepúsculo
jueves, 6 de diciembre de 2012
El buen morir
Ahora que, a partir de ideas y creencias de los "kunas" y otros pueblos originarios de Panamá, Colombia, Ecuador y Bolivia, algunos juristas y políticos suramericanos desarrollan la categoría del "buen vivir", como un concepto articulador de derechos de primera, segunda, tercera y cuarta generación, valdría la pena asomarse a su antípoda, la categoría del "buen morir".
Es lo que postula el film sudafricano, Life Above All, de Oliver Schmitz, premiado hace un par de años en Cannes. En todas las comunidades -no se trata únicamente de un fenómeno localizable en el Tercer Mundo- se producen situaciones límites en las que, antes de asegurar el "buen vivir" de los niños y los jóvenes, es preciso garantizar la paz de los que mueren.
La joven Chanda es el arquetipo de esa nueva autoconciencia de la plenitud de derechos naturales y sociales a principios del siglo XXI. Cada día resulta más difícil establecer jerarquías entre derechos, sacrificar unas libertades en nombre de otras. Los políticos y los juristas comprobarán, cada vez con mayores evidencias, que los derechos sólo pueden ser reconocidos en su totalidad. De otra forma no serían derechos, sólo garantías.
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Los límites del anticomunismo
En un libro ya un poco viejo, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist Left from 1930s to the 1980s (1987) de Alan M. Wald, encuentro la explicación más simple de la decadencia de la izquierda newyorkina de los 60. Luego de un recorrido bastante exhaustivo por las ideas de Howe y Kristol, Swados y Podhoretz, Cannon y Shachtman, Burnham y Shapiro, Wald concluye que ya en los 80 la mayoría de aquellos socialistas se habían vuelto liberales. En algunos casos, liberales neoconservadores, y en otros, los menos, liberales neocomunistas.
La decadencia de aquella izquierda, que pudo haber refutado la clásica tesis de Werner Sombart sobre la imposibilidad de un socialismo en Estados Unidos, abriendo campo a una socialdemocracia norteamericana, con implicaciones decisivas para América Latina, tuvo que ver con la pérdida del centro. Un centro ideológico, habría que decir, garantizado paradójicamente por la Unión Soviética y el socialismo real en Europa del Este. Fue la propia decadencia del totalitarismo comunista la causa eficiente del agotamiento de aquella promesa socialista en Estados Unidos.
La decadencia de aquella izquierda, que pudo haber refutado la clásica tesis de Werner Sombart sobre la imposibilidad de un socialismo en Estados Unidos, abriendo campo a una socialdemocracia norteamericana, con implicaciones decisivas para América Latina, tuvo que ver con la pérdida del centro. Un centro ideológico, habría que decir, garantizado paradójicamente por la Unión Soviética y el socialismo real en Europa del Este. Fue la propia decadencia del totalitarismo comunista la causa eficiente del agotamiento de aquella promesa socialista en Estados Unidos.
lunes, 19 de noviembre de 2012
Gargarella vs Laclau
El estudioso argentino Roberto Gargarella ha entablado una pertinente polémica con Ernesto Laclau, a propósito de la defensa del presidencialismo en la izquierda kirchnerista y, en general, en la izquierda bolivariana latinoamericana. Esa izquierda que apuesta por liderazgos concentrados y perpetuos y descarta toda experiencia parlamentaria parte de un precario conocimiento histórico de las tradiciones ideológicas y políticas de la región.
La identidad que Laclau establece entre parlamentarismo y conservadurismo es insostenible desde el punto de vista teórico o histórico. Fueron, precisamente, los conservadurismos del siglo XIX y las derechas del siglo XX quienes apostaron, generalmente, por regímenes centralistas y dictatoriales. El republicanismo bolivariano fue, para esos conservadurismos y esas derechas, un referente tan sustancial como lo es hoy para las izquierdas bolivarianas.
sábado, 3 de noviembre de 2012
El artista diario
Este otoño, el artista cubano Wilfredo Prieto realiza un experimento en la Sala de Arte Público David Alfaro Siqueiros de la ciudad de México, bajo el título de "Dejándole algo a la suerte". Durante mes y medio, una instalación por día: un conejo y una tortuga, dos piedras besándose, una cana en la boca de un tanque de agua, dos boxeadores peleando, mientras sus sombras se proyectan sobre una pared, inmensas cajas de madera con un desnudo en el centro, dos vetas de agua en el suelo, cualquier diminuto objeto en el medio del salón....
La vieja aspiración de la vanguardia del siglo XX de confundir el arte con la artesanía o con el oficio, borrando la frontera entre el trabajo intelectual y el manual, reaparece aquí por medio de una peculiar noción del tiempo. Uno de los argumentos tradicionales para distinguir el arte de cualquier otro tipo de trabajo, bajo el capitalismo moderno, fue el de la acumulación de tiempo en la actividad creativa. El artista, como hubiera dicho Jacques Derrida, "da el tiempo" durante la creación y esa temporalidad indeterminada coloca su obra en una nueva lógica de intercambio, distinta a la del trabajo asalariado.
Las piezas e instalaciones de Prieto, en cambio, son tan efímeras como el día o, más específicamente, como las horas de la tarde y la noche en que el museo abre sus puertas al púbico. El arte se ha vuelto diario para el artista y para el público. La producción y el consumo de imágenes e historias han remedado el principio de funcionamiento del trabajo, del periodismo, de la televisión o de la radio. Se trata de un arte reconciliado con la rutina y el oficio, pero también con el azar y la suerte.
sábado, 20 de octubre de 2012
El día que Trotski no quiso viajar a La Habana
Una
editorial española, de nombre tan exótico como Reino de Cordelia, ha rescatado
un librito de León Trotski, titulado Mis
peripecias en España (1929), traducido y editado por su amigo y discípulo
catalán, Andreu Nin, también asesinado por órdenes de Stalin. El libro recoge
las impresiones sobre España que Trotski anotó en su diario durante las varias
semanas de 1916 que vivió en la península.
Trotski
llegó a España por el País Vasco, expulsado de Francia por germanófilo, luego de haber sido expulsado, a su vez, de Alemania por francófilo. Como Lenin,
Trotski era un crítico de los nacionalismos enfrentados en la Primera Guerra
Mundial e intentaba movilizar a los obreros europeos a favor de una revolución
socialista.
La
idea de Trotski era pasar un breve tiempo en España, antes de trasladarse a
Nueva York, donde veía con interés el auge del movimiento sindical. Intentó
establecerse en Madrid, pero el gobierno de Romanones comenzó a vigilarlo luego
de recibir informes sobre la peligrosidad del socialista ruso.
En
sus apuntes, Trotski elogia la modernidad de Madrid, la iluminación y el gas,
las juergas y fiestas de sus plazas y cafés, la magnificencia del Museo del
Prado, pero advierte que la capital de España, "a pesar de su electricidad y sus bancos", es una metrópoli provinciana. Le
molesta no ver mujeres en los cafés, el arcaísmo de los teatros, la visibilidad
del poder de la Iglesia católica:
“El
Madrid viejo es sombrío, con edificios horribles por su incomodidad y el
descuido en que se hallan. Todo sigue absolutamente igual que en los tiempos de
Dulcinea del Toboso y hasta de sus lejanos bisabuelos”.
Trotski
lee la realidad española en clave cervantina o, específicamente, quijotesca.
Cuando la policía secreta lo detiene temporalmente en la Cárcel Modelo le
encuentra parecidos físicos a los presos con Sancho Panza y otros personajes
del Quijote. Uno de sus compañeros de
celda es un cubano, “afeitado, vestido de negro, de pelo brillante,
cuidadosamente peinado. Nada de particular. Mató o hirió a una mujer”.
Intentando
deshacerse de él, la policía madrileña decide enviarlo a Cádiz para que
se embarque cuanto antes a Nueva York. En las semanas que pasó en esa ciudad de
Andalucía, visitó bibliotecas en las que leyó sobre la historia de España.
Especialmente, le interesó la revolución de los españoles contra Napoleón Bonaparte
y el proceso constitucional de las Cortes de Cádiz. Las observaciones de
Trotski sobre ese proceso demuestran una simpatía por el liberalismo hispánico,
que contrasta con las críticas al mismo de Marx.
En
una estación de policía de Cádiz, le dicen a Trotski que en las próximas
semanas no zarpará ningún barco rumbo a Nueva York. Le sugieren, entonces, que
tome uno a La Habana:
“
- ¿A La Habana?, pregunta el socialista
ruso.
- ¡A
La Habana!, le dice el policía.
- Voluntariamente
no me marcharé, dice Trotski.
- Entonces
nos veremos obligados a encerrarle a usted en las bodegas”.
Trotski
anota en su diario que ante la disyuntiva, prefirió permanecer en la cárcel de
Cádiz, para no tener que embarcarse a La Habana. Aunque agrega, “de todos modos, será
preciso leer algo para saber qué es eso de marcharse a La Habana”. Aquellas
semanas en España lo habían puesto en contacto con un país desconocido del
Caribe: compartió celda con un matón cubano y el hotel donde se alojó en Cádiz
se llamaba, curiosamente, “Hotel de Cuba”.
Resuelto
a no embarcarse a La Habana, Trotski decide trasladarse a Barcelona, desde
donde salen más barcos con destino a Nueva York. En lo que aguarda por la nave,
piensa, puede conocer el movimiento obrero de esa ciudad, que le parece el más
desarrollado de la península. Trotski viaja en tren a Barcelona, vía Zaragoza,
y pasa algunos días en ese puerto, antes de seguir viaje a Nueva York. En esa
Barcelona de 1916, por cierto, vivía un niño de tres años llamado José Ramón
Mercader del Río.
aVoluntariamente
lunes, 15 de octubre de 2012
Poeta en prosa
Cuando se es poeta,
primordial y enteramente poeta, cualquier forma de escritura es una
continuación de la poesía por otros medios. El malestar que a veces nos
producen algunas novelas escritas por poetas proviene de la incapacidad de discernir,
como lectores, entre una pieza de ficción profesional y el divertimento –fue el
término que aplicó Eliseo Diego a sus relatos- de un poeta.
Lo mismo podría decirse del ensayo escrito por poetas o
novelistas. Un narrador o un poeta no deberían tratar de adoptar, como a veces
sucede, la prosa de los críticos o de los ensayistas. La grandeza de algunos
ensayos escritos por Eliot o Lezama, Nabokov o Faulkner, Paz o Magris, reside,
justamente, en ese desplazamiento hacia la crítica, desde la poesía o la
ficción.
En la literatura cubana, como en todas las literaturas,
ha habido profesionales del ensayo (Lamar Schweyer, Mañach o Marinello) y
poetas o novelistas que ensayan sobre temas culturales y políticos (Cintio
Vitier, Virgilio Piñera o Gastón Baquero). En algunos casos, como el de Vitier,
la voz del crítico acabó silenciando la del poeta, lo cual no siempre le fue
adverso. Caso opuesto sería el de su esposa, Fina García Marruz, quien siempre
ha escrito ensayos desde la identidad estilística de una poeta.
Esta última
cualidad, de poeta que escribe ensayos, ha venido perfilándose, en los últimos
años, en uno de los escritores más refinados e ingeniosos de la literatura
cubana contemporánea: Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952). Su último
libro, Los ojos de Adán (Valencia,
Pre-Textos, 2012), se suma a una lista de títulos –Elogio del garabato (1994), Cuerpos
en bandeja (1998), Mi vida con los
delfines (1998), Amigo enigma (2000)-,
que exhibe una prosa de tanta calidad como la poesía que hemos leído en El pájaro tras la flecha (1988), Escrito para borrar (1997), Casa de todos (2005) o ¿Qué edad cumple la luz esta mañana? (2008).
Este libro, lleno de alusiones a José Martí, de
inventarios de frutas y animales de Cuba y de preguntas y certezas sobre la
geografía y la historia de la isla, podría acomodarse en la mejor tradición del
ensayo cubano ¿Qué es, sin embargo, lo que lo distingue dentro de esa
tradición? ¿Dónde leer el sello personal de González Esteva en estas interrogaciones,
casi siempre amargas, sobre el destino de la única nación de América
Latina que ha vivido bajo el comunismo?
Mi respuesta es que González Esteva llega a las grandes
preguntas del devenir del ser o de la nación desde miradas a la pequeñez que lo
rodea. El zapato y la escalera, una gota de agua y el ombligo, el mango y la
hamaca, la yuca y el ñame, el caracol y el ciempiés, el chicle y la cucaracha,
la uña enterrada o cortada son algunas figuras de esa inmediatez que el poeta
remonta hasta el misterio del hombre. El crítico mexicano Aurelio Asiain alguna
vez comentó ese llegar a la metafísica por medio del juego, que distingue la
poesía de González Esteva.
Porque estas prosas ayudan a comprender la poesía del
autor de La noche y los suyos. Los
ojos de Adán son la puerta a la mirada del niño González Esteva, que reconoce
un horizonte doméstico, antes de perderse en las lejanías del espíritu. Esa
domesticidad, que lo acerca una vez más a Eliseo Diego, es también el cauce de
una “corriente de ternura” que Freud asociaba con la muerte y la resurrección
del niño en el adulto. Los ojos de Adán son las ventanas del hombre que, a
través de su memoria, regresa a la infancia, luego de girar en el “carrusel de
los años”.
Digo que Los ojos
de Adán es la prosa de un poeta, que ayuda comprender la poesía de González
Esteva, y advierto que el libro termina con un poema. Luego de encontrar la
dicha en Coral Gables y beberse la Vía Láctea, el poeta cree dar con la lengua
del primer hombre y rearticula el discurso de Adán. La corriente de ternura lo
ha regresado al parlamento primigenio, al asombro del paraíso perdido. González
Esteva pone punto final a este libro con una travesura: transcribe el
pensamiento de Adán
“Me comería el mundo con los
ojos. El mundo
es un plato pequeño si se
apetece mucho.
Quien se ha puesto a mirar
fijamente las cosas
las ha visto animarse,
desceñirse la forma.
Tienen la carne dura de las
adolescentes.
No sé cómo me privo de
clavarles los dientes.
A qué saben las nubes, me
pregunto acechándolas
con los ojos azules y la boca
hecha agua.
¿Y la luna? No importa. Soy
un muerto de hambre
relamiéndose apenas me
ilumina el semblante.
¿A qué sabe la muerte?, le he
preguntado a Dios,
y me ha dicho que sabe
igualito que yo".
Adán mira la tarde como si se
bebiera
el temblor de su sangre a
pico de botella.
El libro comienza con una reflexión sobre el
arte de nombrar las cosas y termina con la imagen de Adán engullendo la tierna realidad
del paraíso. Creo leer aquí algo más que una parábola del primer hombre: la
confesión del niño recobrado. La memoria queda finalmente al descubierto y la
prosa expone el misterio de la poesía sobre la superficie del mundo. Deseos dan de
ser González Esteva para sentir de esa manera el primer asombro.
sábado, 13 de octubre de 2012
El Che en Miami
En
el verano de 1952, un joven argentino, estudiante de medicina en Buenos Aires,
llamado Ernesto Guevara de la Serna, pasó varias semanas en Miami. Había tomado
un avión que transportaba caballos, en Caracas, al final de su gira latinoamericana
en motocicleta, con Alberto Granado, que luego de una escala breve en el Sur de
la Florida debía llevarlo de vuelta a Buenos Aires. La escala se demoró un mes,
por problemas con el avión, y el joven buscó refugio en el apartamento de un
primo de su novia, Jimmy Roca, que estudiaba arquitectura en esa ciudad.
El
poeta cubano Néstor Díaz de Villegas ha versificado aquella experiencia en el
cuaderno Che en Miami, que acaba de
publicar la editorial valenciana Aduana Vieja. Las pocas noticias que tenemos
de esa estancia de Guevara en Miami, recogidas por Jon Lee Anderson y Jorge
Castañeda en sus biografías, son recreadas por Díaz de Villegas en una suerte
de poema épico, que tratando de parodiar al Neruda del Canto general o, mejor, de Canción
de gesta, termina por parecerse a Paradise
Lost de Milton.
El
paso de Guevara por Miami es narrado, aquí, como una temporada en el infierno.
En el balneario luminoso y próspero, decorado con los edificios art decó de
South Beach, la vida del joven argentino es precaria. Tiene 15 dólares, que no
gasta, porque ha prometido comprarle una bufanda o una trusa a su novia.
Trabaja limpiando el piso de una azafata cubana y como lavaplatos en un
restaurante. Vaga por Biscayne Boulevard y pasa horas en la biblioteca de la
ciudad, haciendo esfuerzos por concluir sus estudios de medicina.
El
cuerpo de la azafata sería, según la especulación lírica de Díaz de Villegas,
el primer experimento cubano de Guevara. Cuatro años después, en una segunda
gira latinoamericana, se produciría el encuentro con los hermanos Castro en
México, que acabaría de conectarlo al Caribe. Miami fue, además del primer
atisbo cubano de Guevara, el primer indicio del estereotipo del mal
capitalista. En ese balneario glamoroso, un Che sucio, pordiosero y hambriento,
que siente vivir los “días más duros y amargos de su vida”, es la prefiguración
del guerrillero de la Sierra Maestra y el Congo, de Santa Clara y Bolivia.
Díaz
de Villegas es un poeta virtuoso, que sabe transitar con gracia del casticismo
al desparpajo. Su ubicación del Che en Miami es una operación estética y, a
la vez, política, que, sin embargo, no se endeuda con la historia. Ese Guevara
vagabundo, medio beatnik y poeta él
mismo, existencialista y marxista, no es un sujeto anterior o diferente al
caudillo y el déspota en que se convertirá después. Ese Guevara miamense del 52 es, también, el comandante del 59 y el
orador de la ONU del 64. El Che en Miami son todos los Che posibles, el del
Parque de las Palomas y el de los fusilamientos de La Cabaña:
“El
tocororo fúnebre dio un graznido salvaje,
él
sacó la pistola y meó entre las palmas,
se
miró en el reflejo de las flores del agua.
El
chorro rompió un espejo, siete años de mala
pata.
Un conejo vino a lamerle la mano.
El
doctor escuchaba la risa de los pájaros,
acuclillado
entre helechos, excrementos y calas.
¡Parque
de las palomas, tú tuviste a Guevara
entre
los bujarrones, los bustos y las tarjas!
Desde
la Biblioteca a la calcárea estatua,
falta
un busto al valiente que montó bicicleta,
sombra
de Patagonia con Chatwin a la saga,
urinarios
simétricos, lívidos anacoretas
Que
comían raíces y escupían pancartas.”
Como
Marx en Londres, Lenin en Zurich o Gorky en New York, el Che de Díaz de
Villegas vislumbra en Miami algo más que el capitalismo: vislumbra el lugar de
la traición y el demonio. Esa ciudad, que se le revela lo mismo en el hipódromo
que en la base naval de Homestead, construirá el lugar de un mal tangible, del
que Guevara echará mano ya en 1958, durante su polémica con René Ramos Latour en la Sierra Maestra.
Desde entonces Miami será para Guevara el lugar de los pactos y las
transacciones, donde los políticos demócratas –es decir, traidores- se reúnen
para imaginar un destino diferente al de la Revolución.
Che en Miami es el cuaderno de un
poeta que también vagó por Biscayne Boulevard. El poeta de El estrangulador de Flagler Street, que puede camuflarse en la piel
de un Guevara que pudo narrar William Kennedy. Hay en este poemario una
yuxtaposición de subjetividades, entre el poeta y el caudillo, que se
transfiere, en algún momento, a todos los cubanos del último medio siglo. El
paso del Che por Miami sería un episodio en esa lógica o ese viaje, que aseguró más de 50
años de comunismo en Cuba y una tumba estalinista en Santa Clara. Un viaje a ninguna parte
en el que los sujetos se confunden, Díaz de Villegas y Guevara, Cuba y Miami.
“En
la tumba debajo de la pista.
En
la tumba de todos a la vista.
En
la tumba del Cristo comunista
yacemos
también nosotros y tus hijos.
En
la fosa que goza hay una aeromoza
para
servirte y celebrarte siempre.
Jimmy
Roca construyó tu mausoleo
de
periódicos viejos y entrevistas,
un
museo de cera con Batista
modelado
en sueños y legajos.
Hoy
tu tumba es su avión, es un relajo.
Despegamos,
pero jamás llegamos.
El
camino de asfalto es todo lo
que
era: un abismo y una carretera
que
se deja montar sin ir a ningún lado”.
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