Cuando se es poeta,
primordial y enteramente poeta, cualquier forma de escritura es una
continuación de la poesía por otros medios. El malestar que a veces nos
producen algunas novelas escritas por poetas proviene de la incapacidad de discernir,
como lectores, entre una pieza de ficción profesional y el divertimento –fue el
término que aplicó Eliseo Diego a sus relatos- de un poeta.
Lo mismo podría decirse del ensayo escrito por poetas o
novelistas. Un narrador o un poeta no deberían tratar de adoptar, como a veces
sucede, la prosa de los críticos o de los ensayistas. La grandeza de algunos
ensayos escritos por Eliot o Lezama, Nabokov o Faulkner, Paz o Magris, reside,
justamente, en ese desplazamiento hacia la crítica, desde la poesía o la
ficción.
En la literatura cubana, como en todas las literaturas,
ha habido profesionales del ensayo (Lamar Schweyer, Mañach o Marinello) y
poetas o novelistas que ensayan sobre temas culturales y políticos (Cintio
Vitier, Virgilio Piñera o Gastón Baquero). En algunos casos, como el de Vitier,
la voz del crítico acabó silenciando la del poeta, lo cual no siempre le fue
adverso. Caso opuesto sería el de su esposa, Fina García Marruz, quien siempre
ha escrito ensayos desde la identidad estilística de una poeta.
Esta última
cualidad, de poeta que escribe ensayos, ha venido perfilándose, en los últimos
años, en uno de los escritores más refinados e ingeniosos de la literatura
cubana contemporánea: Orlando González Esteva (Palma Soriano, 1952). Su último
libro, Los ojos de Adán (Valencia,
Pre-Textos, 2012), se suma a una lista de títulos –Elogio del garabato (1994), Cuerpos
en bandeja (1998), Mi vida con los
delfines (1998), Amigo enigma (2000)-,
que exhibe una prosa de tanta calidad como la poesía que hemos leído en El pájaro tras la flecha (1988), Escrito para borrar (1997), Casa de todos (2005) o ¿Qué edad cumple la luz esta mañana? (2008).
Este libro, lleno de alusiones a José Martí, de
inventarios de frutas y animales de Cuba y de preguntas y certezas sobre la
geografía y la historia de la isla, podría acomodarse en la mejor tradición del
ensayo cubano ¿Qué es, sin embargo, lo que lo distingue dentro de esa
tradición? ¿Dónde leer el sello personal de González Esteva en estas interrogaciones,
casi siempre amargas, sobre el destino de la única nación de América
Latina que ha vivido bajo el comunismo?
Mi respuesta es que González Esteva llega a las grandes
preguntas del devenir del ser o de la nación desde miradas a la pequeñez que lo
rodea. El zapato y la escalera, una gota de agua y el ombligo, el mango y la
hamaca, la yuca y el ñame, el caracol y el ciempiés, el chicle y la cucaracha,
la uña enterrada o cortada son algunas figuras de esa inmediatez que el poeta
remonta hasta el misterio del hombre. El crítico mexicano Aurelio Asiain alguna
vez comentó ese llegar a la metafísica por medio del juego, que distingue la
poesía de González Esteva.
Porque estas prosas ayudan a comprender la poesía del
autor de La noche y los suyos. Los
ojos de Adán son la puerta a la mirada del niño González Esteva, que reconoce
un horizonte doméstico, antes de perderse en las lejanías del espíritu. Esa
domesticidad, que lo acerca una vez más a Eliseo Diego, es también el cauce de
una “corriente de ternura” que Freud asociaba con la muerte y la resurrección
del niño en el adulto. Los ojos de Adán son las ventanas del hombre que, a
través de su memoria, regresa a la infancia, luego de girar en el “carrusel de
los años”.
Digo que Los ojos
de Adán es la prosa de un poeta, que ayuda comprender la poesía de González
Esteva, y advierto que el libro termina con un poema. Luego de encontrar la
dicha en Coral Gables y beberse la Vía Láctea, el poeta cree dar con la lengua
del primer hombre y rearticula el discurso de Adán. La corriente de ternura lo
ha regresado al parlamento primigenio, al asombro del paraíso perdido. González
Esteva pone punto final a este libro con una travesura: transcribe el
pensamiento de Adán
“Me comería el mundo con los
ojos. El mundo
es un plato pequeño si se
apetece mucho.
Quien se ha puesto a mirar
fijamente las cosas
las ha visto animarse,
desceñirse la forma.
Tienen la carne dura de las
adolescentes.
No sé cómo me privo de
clavarles los dientes.
A qué saben las nubes, me
pregunto acechándolas
con los ojos azules y la boca
hecha agua.
¿Y la luna? No importa. Soy
un muerto de hambre
relamiéndose apenas me
ilumina el semblante.
¿A qué sabe la muerte?, le he
preguntado a Dios,
y me ha dicho que sabe
igualito que yo".
Adán mira la tarde como si se
bebiera
el temblor de su sangre a
pico de botella.
El libro comienza con una reflexión sobre el
arte de nombrar las cosas y termina con la imagen de Adán engullendo la tierna realidad
del paraíso. Creo leer aquí algo más que una parábola del primer hombre: la
confesión del niño recobrado. La memoria queda finalmente al descubierto y la
prosa expone el misterio de la poesía sobre la superficie del mundo. Deseos dan de
ser González Esteva para sentir de esa manera el primer asombro.